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PAVÍA, 1525
La victoria se recordaría durante siglos y la humillación sufrida por el Rey de Francia en el campo de batalla no sería nada comparada con la que sus reales espaldas soportaban en estos momentos en alguna de las tiendas españolas. Las tropas imperiales acababan de dejar quince mil viudas. Nadie hubiera dado ni un duro por los dos mil soldados españoles y cinco mil alemanes sitiados en la ciudad una semana antes, mucho menos cuando todos sabían, el enemigo incluido, que los mercenarios alemanes estaban a un padrenuestro de tomar las de Colonia si no se les pagaba en ese mismo instante. Los mandos españoles, para no perder la costumbre, tuvieron que empeñar sus fortunas, pequeñas las más, medianas las menos, para contentarles y los soldados españoles decidieron quedarse sin cobrar en ayuda de sus oficiales para no variar. La misma historia de siempre. Pero resistieron y aguantaron hasta que los refuerzos del virrey de Nápoles, del Marqués de Pescara y nuevas tropas alemanas llegaron. Santiago, recordaba con orgullo cuando salieron de los muros de la ciudad, arengados por el general Leyva, y los franceses retrocedieron. Siete a dos, y aún así retrocedían; su caballería, envuelta en su propio fuego, se estrellaba una y otra vez en las picas españolas sin remedio. Se dijo que, después de aquello, el Emperador Carlos por fin se dio cuenta de en cuál de sus dominios residía su poder e incluso habló español tras la victoria. Y como traca final, la gloria.
Sus compadres Pita, Dávila, el vasco Urbieta y el padre Miguel, buen amigo de todos y que repartía extremaunciones a diestro y francés siempre acompañado de su cruz, su rosario y su cáliz, procedían con los últimos degüellos y el decomiso de alguna bolsa que otra, cuando Santiago ordenó a Urbieta que estuviera quieto. Las ropas que vestían a aquel hombre herido, asustado, mentón prominente y extraordinaria nariz, que miraba el acero con orgullo desafiante, no eran las de un soldado cualquiera. Ni siquiera un general italiano vestiría así. Habían capturado a Francisco I.
Tras la rendición sin condiciones y de vuelta a las tiendas que se estaban levantando de nuevo alrededor de la ciudad, todo fueron halagos, aplausos y parabienes. A Santiago sólo le faltaba una cosa, su amigo Antón. Su compañero durante los últimos cuatro años y también su maestro, en el viejo arte ibérico de degollar moros, franceses y, cuando el aburrimiento apretaba, al resto de españoles. Lo mataron por la espalda, al poco de salir de las murallas, cuando iba a rematar a un chiquillo francés que acababa de clavarle un cuchillo en el pie. Fue entonces cuando, un jinete francés recién derribado de su caballo con una pica en las costillas, le atravesó la espalda y el corazón. Santiago, sólo pudo llamar a Miguel para que procediera como era de recibo.
El de Muxía no había hablado mucho en estos años, pero le había enseñado todo en pocas y certeras palabras. Santiago, tampoco era, como buen palentino, de muchas palabras, así que desde el principio se entendieron a la perfección con la mirada y, sobre todo, con el silencio. Se mostró desde el principio como un alumno aventajado con la espada y no tardó en ser rápido en cualquier trifulca, bronca o gresca en la que los angelitos españoles, siempre provocados, por supuesto, se veían envueltos.
—Practica todas las tardes y cuando lleguemos a Italia, sabrás proteger ese gaznate paliducho.
Ahora, en sus brazos, tras recibir al Páter, Antón le apretaba la mano y el cuello.
—Esta es mi bolsa, Santiago. Sabes que hay suficiente para una vida mejor que la que teníamos. Júrame que se la darás a mí hijo y a su madre. Respondes con tu vida de ello, cabrón—pidió mientras la sangre le tapaba la boca.
Fue su última sonrisa.
Tras la cena, que por primera vez en sus años de milicia, fue suculenta y, sorpresa, abundante, su capitán llamó a los cinco para que lo acompañaran colina arriba, hasta la tienda principal.
—Aquí hay gente de lustre, así que cuanto menos habléis mejor. Todo muy bueno, muy rico y muy abundante. ¿Queda claro?
Una gran mesa de roble, ocupaba la casi totalidad de la tienda, presidida por una silla que ya se encontraba vacía. Las otras cinco ocupadas por Don Antonio de Leyva, Carlos de Lannoy, virrey de Nápoles, el Marqués de Pescara, Jorge de Frundsberg y el condestable de Borbón, habían dado cuenta de faisanes, cerdo y corderos asados, codornices, pastel de jabalí y pichones en escabeche. Todo acompañado del mejor vino borgoñón, por aquello de la presencia del Emperador, excepto para él mismo, que prefería la estupenda cerveza de los dominios de su abuela paterna.
—No ha estado nada mal, muchachos. Nada mal. El Emperador mismo está entusiasmado con la victoria. A estas horas, todo París sabe que su Rey está entre nosotros. Tratado como se merece, dicho sea. Se encuentra muy orgulloso de gentes como vosotros —prosiguió Leyva—. Aquí tenéis unas monedas, regalo personal de vuestro señor. Os pide humildemente que las aceptéis. Recibiréis más, no os preocupéis—se apresuró a aclarar tras algunas miradas furtivas entre Penas y Alonso Pita—. De momento seréis nombrados capitanes mañana mismo, si os parece bien, excepto su paternidad, lógicamente. El Emperador os concederá con agrado lo que solicitéis, siempre que esté en su mano.
Santiago decidió hablar, consiguiendo que su capitán le atravesara con la mirada.
—Su excelencia, me siento muy agradecido con las mercedes que se me ofrecen sin merecerlo. Y no dudo en aceptarlas, pero me gustaría antes de ello, poder volver a España temporalmente y cumplir lo antes posible con ciertos compromisos adquiridos con algunos compañeros. Mi honor y palabra van en ello. En cuanto queden cerrados, me gustaría incorporarme a este o cualquier otro tercio que su excelencia estime conveniente.
—Así sea—Leyva asintió y se dirigió a los otros tres soldados.
—Creo que nosotros preferimos quedar por aquí—respondió Urbieta mientras se tocaba la bolsa debajo de la capa.
Los demás asintieron, excepto el padre Miguel.
—Excelencia, si tuviera a bien interceder por mí ante mí superior, creo que puedo ser de mucha utilidad a Baldero en su viaje.
—Está bien, no veo inconveniente alguno. Podéis partir cuando lo deseéis. Capitán Baldero, regresad a Nápoles en cuanto os sea posible y presentaos ante mí.
Y le estrechó la mano mirándole a los ojos, algo que a Santiago no le hizo ninguna gracia, ya que tendría que devolver el favor con creces en algún momento. Así funcionaba el mayor Imperio que vieron los hombres.