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BERLÍN, 1925
Cinco salchichas blancas, un pan duro, que ya había cumplido dos semanas y una cazuela de berza cocida. La cena para ocho. Siete de ellos pasaban el día trabajando para la fábrica de acero. Los siete estaban muertos de hambre y si aguantaban era por la comida que sus compañeros les proporcionaban a la hora del almuerzo. El Partido se portaba bien con sus camaradas. Y los camaradas Kohl compartían su comida con los Kohl que no formaban parte del sindicato. Hans y Heinrich, padre e hijo eran los únicos que no militaban. El primero porque decía ser muy mayor para manifestaciones, luchas y derrotas de patronos. La propaganda no le convencía, seguiría trabajando toda su vida y la lucha de clases no era para él, triunfara el proletariado o la burguesía, él era pobre y ningún iluminado lo cambiaría, además, si hubiera sido un rico comerciante del Rhin, no desearía que su riqueza fuera objetivo de las masas de obreros, así que él tampoco pretendía lo que no le pertenecía. Un poco simple para los teóricos marxistas y anarquistas, pero a estas alturas su filosofía era más de andar por casa.
Aunque sus seis hijos varones trabajaban con él en la fábrica, ninguno había abandonado su casa y todos tenían los peores puestos. Peones, mozos de limpieza y mensajeros. Todos, carne de Partido. El sindicato decía que sus hermanos rusos lo habían logrado. Con el socialismo hacia el comunismo, la dictadura del proletariado. Todos los hermanos, a pesar de su juventud, o quizás por ello, lo creían. Excepto uno.
Estaban convencidos de que Anna moriría esa noche. La fiebre no bajaba y esa tarde había tenido convulsiones. Un médico del Partido había pasado durante la tarde, enviado por sus compañeros. No vería el nuevo día. Su madre no se separaba de la cuna, siempre acompañada de su hermano Heinrich. La adoraba con locura desde el día en que nació. Tras haber cuidado de cinco hermanos, su hermanita era una bendición.
Golpearon la puerta con fuerza. Un inspector y tres policías irrumpieron en el pequeño salón.
—¿Hans Kohl? —preguntó el inspector—. Tenemos orden de arrestarle. El señor Goldman le ha denunciado por una deuda más que considerable. Me temo que tendrá que venir con nosotros. También tenemos una orden contra Heinrich Kohl. Su hijo, creo. Se le acusa de, concretamente, déjeme ver, romperle la nariz. Un buen golpe, sin duda. Ese gordo estaba hecho polvo, si me permite el comentario. Pasará una temporada respirando con dificultad.
Hans se levantó de inmediato. No había necesidad de resistirse.
—Soy yo. Sin embargo, creo que se trata de un error. La nariz de ese miserable la rompí yo. Así que dejen a mí hijo en paz. Mi hija esta muriéndose y él es el mayor. Aquí le necesitan tanto como a mí.
—No estoy por la labor de hacer la vista gorda, Kohl. Tengo dos órdenes, y me llevaré a los dos. Ya se lo aclararán al juez.
Heinrich se puso en pie. Acarició a su hermana y se dispuso a acompañar a su padre.
—Jefe—intervino uno de los policías—yo pude verles desde el otro lado de la calle. Fue el viejo quien golpeo al judío.
—Y decidió en ese momento que no tenía que ir tras ellos, ¿eh, listillo? Ya veo, ya veo, por lo visto hoy queremos ser todos amables Me da igual. Si quiere cargar con todas las culpas es su problema. Acabará pasando las navidades en la cárcel. Vamos.
Hans se despidió de todos y se arrodilló junto a Anna. La besó y sus lágrimas mojaron las pequeñas manos. Sabía que no volvería a verla.