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RALEIGH, 1950
Josephine condujo hasta la sede del Swiss Cantonal Bank. Había esperado a Henry en el aparcamiento del edificio de apartamentos a las 7 en punto. Así tendrían tiempo suficiente y no llegarían tarde el primer día de trabajo. El viaje hasta allí, fue mucho más ameno que la noche anterior y Henry se mostró mucho más amable y atento. Él sabía que le gustaba, y llevaba muchos años sin recibir más que órdenes, sin ninguna muestra de cariño. Su deseo de venganza no le había dejado tiempo para conocer a nadie, y mucho menos para enamorarse.
Ella se había graduado en el instituto justo antes de la guerra con los japoneses, y decidió no ir a la Universidad y ayudar a su país trabajando en una fábrica de aviones durante la mañana y en un hospital de veteranos por la tarde. Al terminar la guerra, se graduó en ciencias con no muy buena nota y encontró un puesto como asistente personal del Dr. Livinstein. Nunca sería rica, pero le permitiría vivir decentemente y no dependería nunca de un marido. A Henry le atrajo su independencia. En Europa, las mujeres con esa visión de la vida, eran, en muchas ocasiones, señaladas con el dedo. Aunque las cosas cambiaban, lo hacían muy lentamente y había conocido muchísimas mujeres que mantenían a sus maridos, algo que ellos no hubieran sido capaces ni en cien años de vida. El machismo no iba con él, las mujeres arias eran tan capaces como los hombres.
Detuvo el coche en la puerta del banco. Acababan de abrir.
—Espérame aquí, por favor—dijo Henry secamente.
Josephine asintió. Hubiera querido bajarse con él. Que la primera visita de Henry fuera al banco, despertaba su curiosidad. Guardar algunos objetos de valor en sus oficinas, había dicho. No debían ser muy valiosos, pensó. Al menos no muy grandes, ya que cabían en una vieja mochila de cuero negro, gastada, con las asas roídas, que era lo único que cogió al bajarse del coche, aunque si lo suficientemente pesados para que hubiera de utilizar las dos manos para sacarla del coche.
—Les estábamos esperando, señor Cooley. Es un placer conocerlo. Siéntese por favor.
Henry tomó asiento. El despacho del director de la oficina era bastante austero. Una mesa, una silla y una fotografía, con una mujer y dos niñas, junto con un cuadro con un paisaje que no pudo identificar, era lo único que daba un toque de color a la habitación.
—Como le solicitaron por teléfono, querría tres cajas de seguridad. Me han informado de que su sistema es excelente—el director hizo ademán de intervenir, pero Henry le cortó rápidamente—. No me lo explique, porque lo conozco. Dos de ellas, irán al Almacén Central. La otra se quedará aquí. Quiero disponibilidad inmediata para ella. Inmediata significa a cualquier hora del día. Me informaron en la central de que no habría ningún problema. Para las otras dos, me garantizaron que no tardarían más de veinticuatro horas.
—Veo que lo tiene muy claro. Efectivamente, los plazos son estos. Sólo queda concretar la forma de pago. Bajemos, si le parece, a la cámara.
Salieron, tomaron el pasillo a mano derecha, y el director abrió la primera puerta con una llave que sacó de su bolsillo. Continuaron por el nuevo corredor. La puerta siguiente estaba guardada por dos guardias armados con escopetas recortadas. El director se acercó a la puerta y pidió a Cooley que permaneciera junto a ella. A Henry le pareció que manipulaba algo parecido a una ruleta de caja fuerte pero instantes después, se desabrochó la corbata y utilizando una especie de llave alargada que colgaba de su cuello, entraron una sala esférica.
Incrustadas en las paredes, pequeñas cajas de seguridad con un número de registro, conteniendo gran cantidad de secretos y mentiras que sólo sus dueños conocían. Sobre una pequeña mesa de metal, tres de las cajas estaban abiertas.
—Ahí las tiene. Introduzca lo que desee en ellas. Las dos de doble cerradura son para el Almacén Central. Me quedaré aquí, señor Cooley, no nos interesa lo que pueda usted meter en ellas, y así se lo hacemos saber a todos los posibles ladrones, incluidos todos los gobiernos del mundo—dijo con cierto aire de pavo real.
—En fin—pensó—. Es un chupatintas estúpido, pero parece que saben lo que hacen.
Avanzó, colocó su vieja mochila sobre la mesa, la abrió y se dispuso a esconder sus tesoros.