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BASILEA, 2006

La habitación, con dos grandes camas individuales, cubiertas de edredones nórdicos, era realmente cálida y acogedora, no en vano, tenía una pequeña chimenea donde un moderno mechero, camuflado detrás de unos falsos troncos, hacía las veces de hoguera y realmente, conseguía caldear la estancia. Un baño con jacuzzi, y un enorme vestidor convertían aquella habitación en algo bastante próximo a una suite.

Beth no había querido ni siquiera sentarse un momento para descansar. Desde que salieron del ascensor, estaba deseosa de encender el ordenador y buscar si el viejo se encontraba realmente en el hotel. Él, como siempre, levantaba un muro de ironía para salvar cualquier situación.

—Te habrá costado un dineral está habitación.

Ella no respondió, estaba ocupada intentando buscar una conexión segura a Internet.

—Te estoy hablando, venga, dime cuanto has pagado por esto.

—Nada. La tarjeta era falsa. ¡Por fin! Ya he entrado en la red.

—Muy bien, así me gusta. Lo de la tarjeta quiero decir, tienes madera de político. ¿Os dan muchas de ésas? Quiero decir, cuando luego llegan las facturas, ¿qué hacéis?, ¿se las cargáis a un pobre contribuyente? Me apuesto lo que sea a que sí.

—¡Quieres dejarme en paz ya con tus bromas! Intento encontrar a Cooley.

—Tranquila, te recuerdo que no habrías llegado aquí sin mi ayuda. ¿Lo tienes ya?

—Un segundo. Suite presidencial, él. Los dos.

—¿Los dos? Seguro que Junior ha buscado algún casino o algún puticlub para dormir. Va más con su estilo.

—No sé, ambos están registrados aquí, tampoco tiene mayor importancia. ¿Y ahora qué?

—¿Cómo que ahora qué? Cuando te mandaban a una misión tipo James Bond, ¿llamabas a última hora para preguntar qué hacer? No me jodas.

—No sé, hay varias opciones. Pero tenemos que hablar con él primero.

—Yo creo que deberíamos presentarnos en su habitación directamente y preguntarle. ¿Para qué hemos venido? No estaría mal que lo fuéramos aclarando, porque todavía no lo tengo muy claro.

—Necesitamos saber si los virus que le entregué, son para lo que tú y yo sabemos.

—¿Y ya está? ¿Y si nos dice que sí?

—Tendremos que encontrarlos.

—Espera, espera. Vamos a ver. Si él nos dice que sí, que los tiene, y que va a causar un desastre mundial, ¿cómo pretendes que nos revele sus planes?—preguntó un ingenuo Jaime.

Beth sonrió, mientras se ataba la bota derecha.

—¿No pretenderás partirle la boca a un anciano? Espera, espera, por ahí, sí que no, yo no tengo estómago para torturar a nadie, por muy capullo que sea, prefiero que me zurren a mí antes de tener que ponerle la mano encima.

Ella agachó la mirada de nuevo, para evitar enfrentarse con los ojos de Núñez que, más allá de la ironía siempre o casi siempre, estaban cargados con la lógica más simple.

Salieron de la habitación y recorrieron el largo y estrecho pasillo enmoquetado hasta los ascensores. Para acceder a la suite de Cooley, en la última planta, era necesaria una llave magnética.

—¿Y ahora qué? ¿Te dejo mi juego de ganzúas?

—No lo necesito, con nuestra llave es suficiente. Las llaves magnéticas están dispuestas para recibir la información necesaria, como cualquiera de nosotros, sólo esperan a que alguien apropiado se la facilite. No se usan por seguridad, simplemente son mucho más baratas que las normales.

Un asombrado Núñez, observó cómo, con una pequeña navaja suiza, desmontaba el cuadro de mandos del ascensor, cortaba dos cables, los volvía a unir, introducía la tarjeta de su habitación en el lector y colocaba todo de nuevo en su sitio. Introdujo la llave y, voila, el ascensor comenzó a moverse en dirección ascendente.

—No me mires así, es muy fácil. Lo único que he hecho ha sido volcar los datos que tenía grabados esta conexión, en nuestra tarjeta. No podría haberlo hecho para ninguna de las habitaciones estándar del hotel, pero con este tipo de suites con acceso directo no resulta complicado una vez que estás dentro del ascensor.

—Insisto, lo del negocio de atracar bancos, ¿no te parece interesante? Yo te podría esperar en la puerta con una furgoneta blanca, llena de melocotones...

—¿Perdona?

—Humor español, no me hagas caso.

No tuvieron tiempo de más, ya que el ascensor daba directamente al hall de la suite y éste a su vez, a una amplísima sala de estar con una mesa redonda a su izquierda, dos sillas de caoba y otros tantos sofás de cuero beige. Las paredes pintadas en tonos cálidos, reflejaban el calor de la, esta vez sí era real, chimenea. En una de ellas, el hombre más rico del mundo, los contemplaba como quien llega a la cumbre de una montaña, sólo que esta vez él era la montaña y parecía tener toda la ventaja que la altura proporciona.

—Mis muy queridos amigos, pasad, pasad. Os estaba esperando hace un rato, pensé que vendríais en avión, un error de cálculo, no supuse que tantas agencias estuvieran al tanto de mí pequeño proyecto. Creo que eso te lo debo a ti, Elizabeth.

Ambos avanzaron con cautela. Jaime la miraba, tratando de buscar un guiño que dijera que estaba todo controlado. Ella segura de sí misma, había cambiado la expresión, actuaba como si Jaime no estuviera allí, miraba fijamente a Cooley y diseccionaba toda la habitación, desde el comedor contiguo, a las dos enormes habitaciones que se abrían a la espalda de Henry.

—Te veo un poco nervioso, Núñez. ¿Cómo te encuentras?

—Pues ya ve. He tenido días mejores. Usted tiene un aspecto estupendo, parece el abuelo de Heidi.

—No cambiarás nunca—rio—. Supongo que no estás acostumbrado a tanto estrés, sin embargo tu amiga se mueve como pez en el agua, no es la primera vez, ¿verdad? Pero, no os quedéis ahí de pie, sentaos a mi lado, supongo que tendréis alguna pregunta. Podéis serviros una copa, si os place.

Jaime esperó a que Beth comenzara a hablar, pero ésta parecía estar en otro lugar, bastante alejado del Hotel Victoria. Tras un largo silencio, fue él quien se decidió a preguntar.

—Dado que Beth se ha quedado sin lengua, sólo una pregunta. ¿Lo tiene?

—Bueno, bueno, supuse que las preguntas empezarían mucho más atrás en el tiempo, parece que sois más listos de lo que pensaba. Sí, lo tengo.

—Pues esto va rápido, así me gusta. Y una pregunta un poco más complicada. ¿Y funciona?

—Funciona. Funciona perfectamente.

—¡Es usted un hijo de puta! Nos ha tenido trabajando en su Solución Final sin saberlo. ¡Mierda, mierda, mierda! Pero cómo se puede ser tan cabrón. ¿No tuvo suficiente con la que organizó su antiguo jefe? Cincuenta millones de muertos, maldita sea.

—Hijo, los judíos fueron la ruina de Alemania. O al menos eso fue lo que me enseñaron. Contribuyeron al hundimiento de la Gran Alemania.

—¿Los judíos? La nación más culta del mundo eleva a los altares a un enanito austriaco, más colgado que un cencerro, y ¿la culpa la tienen los judíos? Hay veces que es bueno mirarse a uno mismo en vez de buscar fantasmas donde sólo hay complejos.

—A lo mejor tienes razón.

El gesto del hombre más rico del mundo lucía, por primera vez para Núñez, sin su halo de superioridad característico. Su improvisada frase sobre los fantasmas y los complejos había tenido una respuesta inesperada pero sin embargo, no tenía tiempo ni ganas para un debate psicológico. Necesitaba respuestas.

—Bueno, ¿qué le parece si me cuenta a qué me he dedicado los últimos años de mi vida?

—Creo que ya lo sabes, muchacho. Nunca lo he contado a nadie, pero hoy tal vez sea el día adecuado.

>>Algunos, muchos, odiaban a los negros no hace tanto tiempo, en Estados Unidos. Había baños, escuelas y autobuses separados para que, y jamás algo así saldría de mí boca, los blancos no se contaminasen. Otros detestan a los chinos. Y en tu país los gitanos no son precisamente admirados. Eso es así, le guste a este mundo hipócrita o no. Yo, he contribuido a la integración de los negros en Carolina del Norte más que cualquier programa estatal. Igualmente con asiáticos e hispanos, tú lo has visto, al menos el cincuenta por ciento de mis empleados pertenecían a lo que en Washington gustan llamar minorías. Pero, nunca jamás he contratado a ningún hebreo. Humillaron a mí pueblo, mataron a mí hermana y a mí mujer y eso no lo cambiará nunca nadie. Los sentimientos no se rigen por los mismos valores que la razón y el análisis frío es totalmente contrario a las pasiones. Viví con odio, no me importó, he llegado casi a los cien y no me han ido tan mal los negocios.

>>Durante todos estos años, desde que abandoné la Universidad, he analizado más de cuarenta mil muestras, siempre planteando la misma hipótesis: existen diferencias en el ADN, debido al origen racial, mucho más significativas de lo que creemos. Desde un estricto punto de vista científico, no he conseguido verificar esta hipótesis en su totalidad, es decir, un fracaso parcial. Sinceramente, el Ku Klux Klan se llevaría una decepción con mis archivos. Los blancos y los negros nos parecemos más que dos blancos que vivan en el mismo edificio. Podría asegurar sin temor a equivocarme que las diferencias encontradas se deben no a la raza, sino a la etnia. Así lo pensé cuando estudiaba en Cambridge y lo confirmo hoy, más de sesenta años después. Un grupo determinado de blancos, que sólo se mezclen entre sí durante siglos, dan lugar a pequeñas variaciones que nada tienen que ver con el color de la piel, sino con esa, llamémosle endogamia. ¿Qué diezmó a la población india americana? En Norteamérica, el exterminio. En el resto del continente, el exterminio sí, pero fue mucho más importante el contacto con enfermedades para las que no estaban protegidos. Es un claro ejemplo, hoy en día, la gripe no mata a nadie en Hispanoamérica, ¿por qué? Porque se adaptaron entre otras cosas, al mezclarse con españoles, de no haber sido así, el riesgo, ese mundo endogámico, se hubiera manifestado en una mayor susceptibilidad a determinados eventos biológicos.

>>Nunca nadie hubiera aceptado trabajar conmigo de haber conocido mi objetivo y aunque no fuera vox populi, habría llegado un momento en el que todos vosotros ataríais cabos, por lo tanto, era imprescindible que sólo yo y absolutamente nadie más, conociera a quien pertenecía cada gota de sangre que os enviaba. El trabajo iría más despacio, pero era imprescindible. Mathews, los hermanos Young, Beth, tú, todos mentes prodigiosas malgastadas, lo sé. Acumulamos datos desde los años sesenta para ser portada de Nature todas las semanas, pero no me interesaba la publicidad, sólo la justa y necesaria para no levantar demasiadas sospechas. Sinceramente fue frustrante al principio, y no me refiero uno o dos años, sino a que, hasta bien entrados los noventa, no comenzamos a tener buenos resultados, al menos que me hicieran creer que existía cierta posibilidad de éxito; fue entonces cuando aparecisteis vosotros y el difunto Higgins, con todas esas ideas innovadoras. Sabía que la solución estaba cerca desde el momento que os vi trabajar por primera vez, aunque todavía tardó unos años en llegar. Decidí que evaluarais de nuevo todas las muestras que tenía congeladas y en las que mis queridos compañeros no habían encontrado nada significativo treinta años atrás. Ahora las cosas eran diferentes, podíamos predecir y sugerir la secuencia, y lo más importante, existían herramientas para diseñar las proteínas resultantes. Estuve a punto de crear un nuevo grupo de proteómica, ¿sabes?, pero me era suficiente con tu trabajo.

>>Entonces, hace unos tres años, me enviasteis un informe en el que se mencionaba una zona del cromosoma dos, con una secuencia muy similar en todas las muestras excepto en aquellas en las que pertenecía a pacientes judíos askenazi. Era un pequeño cribado, unos veinte individuos de los que solamente cuatro eran judíos, pero vosotros no podíais saberlo. Os seguí enviando muestras, de hecho os facilité al menos cinco mil de sujetos diferentes para confirmar el hallazgo y así fue. También me diseñasteis la proteína para la que codificaba dicha secuencia. La diferencia era mínima entre la judía y la del resto de individuos, pero ya sabes que un solo aminoácido diferente, puede cambiar por completo la función. En este caso, no la cambiaba, pero la hacía fácilmente desestabilizable.

—Lo recuerdo, sugerimos que participaba en la síntesis de hemoglobina, probablemente desde un punto de vista enzimático.

—La verdad es que sí, muchacho, siempre tuviste un gran talento para intuir este tipo de cosas. Además encargué a un grupo externo su análisis para evitar suspicacias. No lo tienen claro al cien por cien pero se trataría de una proteína que estabiliza la estructura de la hemoglobina durante sus síntesis. No es definitivo y todavía están trabajando en ello. La han llamado HC1, en mí honor.

—¿Y decidió encargar un virus al grupo de Beth que supongo que llevaba una secuencia para bloquear la síntesis de HC1 o interaccionar con ella?

—Pues tampoco lo sé, el mundo de la terapia génica es, en su mayor parte, completamente desconocido. La teoría la conocemos todos pero la práctica es bien diferente. Generamos un virus, con la información que queremos insertar en el material genético celular. Eso es fácil, pero una vez allí, no existe certeza sobre qué es lo que sucede realmente. Todo se comprueba desde un punto de vista empírico. Y empíricamente funciona. Inoculamos el virus a la familia Geller, asesinos de mi mujer....

—Fue un accidente de tráfico—interrumpió Núñez.

El viejo ni se inmutó.

—....asesinos de mi mujer. Todos han fallecido en terribles y dolorosas circunstancias en Nueva York, afortunadamente.

Núñez no sabía cómo responder a eso. La noticia que leyó en la taberna era cierta. Al menos veinte personas, de cuya muerte se sentía responsable indirecto, niños incluidos. Prefería no saber cómo habían inoculado el virus a todos ellos y deseaba que al menos su transmisión fuera exclusivamente mediante contacto directo con la sangre. Por fin, Beth pareció despertar e intervino.

—Pero, ¿cómo supo que era posible de lograr?

Cooley, retiró la manta de cuadros verdes que cubría sus piernas y se estiró para alcanzar una caja metálica que se encontraba sobre la mesa. De ella, extrajo una copa, un cáliz dorado con pequeñas incrustaciones de piedras preciosas ligeramente golpeado en su parte inferior.

—Me ayudó a matar al asesino de mi hermana. Pero incluía una sorpresa, que cambió mi vida. Contenía esto—dijo mientras manipulaba la parte inferior extrayendo un manuscrito que entregó a Núñez.

—Al principio pensé que era latín, pero la mayor parte era castellano antiguo.

Jaime lo leyó detenidamente. Eran apenas tres hojas en las cuales se detallaba el arresto de quince judíos, acusados de falsos conversos en la España de mil cuatrocientos noventa y nueve. De todos ellos, trece murieron a las pocas horas. En el documento, que parecía a ciencia cierta un informe médico, se describían con todo lujo de detalles los extraños padecimientos sufridos por todos ellos y que terminaron trágicamente. El informe se encontraba firmado por tres personas, Antoni Clos, Lope de Loma y Martín Pérez.

—Los tres eran médicos de gran prestigio, que ejercieron durante el final del siglo XV y principios del XVI en toda Castilla, incluyendo la corte, lo comprobé en Madrid en el archivo de la Biblioteca Nacional. Los tres, reconocidos físicos aunque lamentablemente, Martín Pérez murió ese mismo año, a los pocos días de firmar el informe, en la hoguera, acusado de falso converso.

Jaime continuó leyendo la última de las hojas, ésta escrita en su totalidad en latín. Sólo estudió dos años en el colegio, cuando aquello de saber latín, filosofía, lengua, historia y matemáticas era importante para formar unas bases sólidas sobre las que registrar todo el aprendizaje futuro, en lugar de asignaturas tan lustrosas como Imagen Corporal. No formaba parte del resto del informe y parecía una transcripción, tal vez hecha por Martín Pérez. Tras finalizar su lectura, Jaime, comprendió todo.

—¡¡Las dos supervivientes no eran judías!!—exclamó Núñez—. Eran conversas pero al revés, según pone aquí; habían sido bautizadas el mismo día de su nacimiento, con lo que no eran judías. Por eso no murieron, ¿eso es lo que cree, verdad?

—No es que lo crea, es que es así. Pérez se dio cuenta y a pesar de desconocer la causa de la muerte, intuyó que podría estar relacionada con el origen de las pacientes. En aquella época los judíos sólo se casaban entre ellos y arrastraron esa deficiencia durante generaciones. Tal vez la misma sobre la que ahora tengo la capacidad de actuar.

—Y todo por esto—se lamentó Núñez—. Si este tipo no hubiera escondido nada, a usted nunca se le hubiera ocurrido. La de vueltas que habrá dado este cáliz por el mundo y nunca nadie lo fundió ni lo tiró al fondo del mar. ¿Y ahora qué? ¿Va a acabar con todos los judíos del planeta? Es usted un loco. Pero loco de remate. Voy a llamar a la policía.

—Tranquilo, Jaime, no tienes que preocuparte, he cambiado de opinión. Tuve suficiente con la familia Geller. Además no creo que salgamos de aquí con vida.

—¿Cómo?— preguntó Jaime.

—Nuestra Elizabeth puede responderte a eso. ¿O prefieres que te llame يتوق, querida?