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RTP, CAROLINA del Norte, 1991
Era el tercer día de lluvias ininterrumpidas. Desde el lunes parecía que Noé buscaba trabajo en Carolina del Norte. Y Dios decidió pasarse por allí también. Los coches se amontonaban a la puerta de la mansión Cooley, como una procesión de hormigas. El servicio de seguridad había decidido dejar la verja automática abierta permanentemente. Accionarla cada minuto era perder el tiempo, las lluvias embarraban el camino de entrada y nadie entraría a robar en esas circunstancias.
A través de la densa cortina de agua, el guarda pudo ver dos motoristas de la policía del estado escoltando una limusina.
—Otro pez gordo—pensó.
Al cruzar la garita pudo ver al gobernador y su esposa, buenos amigos de la familia. Las señoras se reunían todas las semanas en la asociación de mujeres de Raleigh, un lugar en el que las ricas esposas de los ricos más ricos de Carolina del Norte, hacían galletas, repartían sopa a los vagabundos y se sentían un poco mejor con ellas mismas. También decidían a quién entregar las donaciones que sus acaudalados esposos hacían habitualmente. Donaciones que se encargaban de publicitar todo lo posible, por supuesto y que, por supuesto otra vez, desgravaban un porcentaje interesante de impuestos.
Josephine abandonó la sede de la asociación el lunes a las seis de la tarde como siempre. Habían hecho bizcochos durante todo el día y acaban de entregárselos a los jóvenes que los repartirían entre los sin techo, en el viejo albergue de la calle Morgan, durante la noche. Seguirían sin techo, sin subsidio y sin seguridad social, pero tendrían una sopa caliente y un pedazo de harina cocida. Miguel, el chofer, la esperaba en la puerta como siempre. Llovía desde por la mañana, así que abrió el paraguas y la acompañó hasta la puerta del Lincoln Continental negro.
—Llueve mucho, Miguel. ¿Ves bien? A mí me es muy difícil enfocar más allá de la acera, serán los años. Me estoy haciendo vieja.
—Está usted estupenda, señora Ya le gustaría a más de una jovencita parecerse a usted. Soy ecuatoriano señora, en mi país, cuando llueve, es siempre así. No se preocupe, basta con ir un poco más despacio.
Sin embargo, en el cruce con Lenoir, un Aston Martín Viraje rojo, que acababa de saltarse un semáforo, apareció como un relámpago en la oscuridad. El morro afilado del deportivo atravesó el Lincoln como una sierra, partiéndolo por la mitad.
Miguel, trató de despertar de aquella pesadilla, aunque no sabía muy bien cómo. En sus treinta años como conductor profesional nunca había tenido un accidente y, ahora, se encontraba vivo de milagro.
—¿Se encuentra bien señora Cooley? ¿Señora?—preguntó aturdido. Intentó girar el cuello pero no pudo. Se desabrochó el cinturón y se dio la vuelta. El golpe, seco, había partido el coche por la parte trasera. A pocos metros, un joven de unos veinte años agonizaba tras salir despedido por el parabrisas. Junto a él, sentada todavía, con el cinturón abrochado, la señora, inmóvil, yacía sobre el asfalto, empapada por la tormenta, las perlas esparcidas por el suelo, con el gesto dulce y amable que siempre la acompañaba. Muerta.
El gobernador Francis y su esposa encontraron a Colley sentado junto a su mujer, la cabeza entre las manos, apoyadas en el bastón. Era un anciano, que esperaba que fuera su mujer quien lo enterrara, nunca al revés. La naturaleza debía matar por orden, y a ella le tocaba morir veinte años después. Pero volvía a ser injusta con las mujeres de su vida. Primero su hermana, luego su madre, que no abandonó Berlín hasta que la bandera soviética ondeó en el Parlamento y de la que no pudo despedirse, y ahora ella. Su compañera silenciosa durante los últimos cuarenta años, había muerto estúpidamente. Una decisión absurda, decidía sobre la vida de los demás. Siempre era así desde que tenía uso de razón.
Se levantó y se abrazo a Francis. Eran buenos amigos, de conveniencia pero amigos al fin y al cabo. Se ayudaban mutuamente y Cooley colaboraba con el partido generosamente. Sus donaciones le habían traído algún problema con la prensa durante las últimas elecciones, la Cooley Corporation seguía siendo un misterio, pero sólo podía estar agradecido, como tantos otros allí presentes. El alcalde Appletree, el senador Sánchez, los rectores de Duke y de la Universidad de Carolina del Norte y un gran número de sus empleados se encontraban en el porche del jardín, junto al camino que llevaba al establo.
—No sabes cómo lo siento, Henry. ¿Cómo te encuentras?
—¿Tú qué crees, amigo mío?
—Me han dicho que el chico ha muerto hace unas horas. Era cuestión de tiempo. Su padre vendrá a verte, me ha llamado mientras veníamos.
Los ojos de Cooley miraron fijamente a Francis. Tenían pocos amigos que no fueran comunes. Aquella familia, estarían pasando un drama peor que el suyo. Quizás pudieran consolarse mutuamente.
Vestido de luto riguroso, alto, delgado, el padre del chico apareció en la habitación. Su figura atravesó el alma de Cooley como una flecha al rojo, directa al corazón, despertando sus odios más viscerales.
Caminó firme, se quitó la Kipá y el abrigo y con total sinceridad tendió la mano a Cooley.
—Es el joyero Geller, Henry.
Un año antes, el Departamento de Energía de los Estados Unidos había firmado un acuerdo con los Institutos Nacionales de Salud con el fin de impulsar un programa para obtener la secuencia completa del genoma humano. El acuerdo iba acompañado de un presupuesto de tres mil millones de dólares, al que poco a poco se fueron nuevas aportaciones de otros países como Reino Unido y China. Su objetivo, a quince años vista.
La situación en la Cooley Corp. había cambiado radicalmente durante los años ochenta. No porque no estuviera encauzado sino por agotamiento. El jefe fue haciéndose viejo y prefirió refugiar su odio en los cariñosos brazos de su esposa y envejecer en el porche, viendo como ella daba de comer a los patos, o esperando a que su único hijo volviera a casa al final de sus juergas. Habían conseguido suficiente información como para copar las portadas de Nature durante años y no la habían compartido con nadie, es decir que era como si no existiera, pero la tenían. Si el Departamento de Energía conociera la mitad de los datos que poseía la Cooley Corporation no habrían fijado un plazo de quince años. La clave de todo estaba en Cooley ya que era el único que conocía el sentido de todos los datos generados. Ni siquiera los jefes de departamento estaban al tanto. Él facilitaba las muestras a analizar, dirigía las investigaciones en una u otra dirección, recibía los resultados y era el único capaz de interpretarlos consiguiendo de este modo evitar que sus empleados del sótano fueran amablemente interrogados por otras compañías. Su ventaja radicaba en las investigaciones de Young, mucho más que en las secuenciaciones directas de Matthews. El pequeño de los hermanos era un genio de la computación, y aunque no fuera idea de Cooley, consiguió localizar secuencias múltiples de repetición en los fragmentos de Matthews. Eso, acortaba los plazos y aunque dotaba de una excepcional complejidad al ADN humano, lo hacía más fácilmente interpretable. Quince años de adelanto, si no más, con respecto al Proyecto público. Tardarían años en descubrir la viabilidad de ese tipo de aproximación. Sin embargo, Cooley perdió progresivamente el interés y jubiló a los Young con más dinero de lo que habrían ganado en siete vidas. Matthews se quedó por allí, tomando cafés y donuts y contando sus batallitas a todas las nuevas empleadas que entraban por la puerta. El resto de empleados del sótano, más de cuatrocientos, fueron distribuidos a investigación y desarrollo del área farmacéutica. Surgieron nuevos éxitos empresariales, sobre todo en el tratamiento de la nueva plaga mundial, el SIDA. Valiéndose de la experiencia previa, consiguieron antes que nadie descifrar la estructura del virus, secuenciarlo y desarrollar en tiempo record inhibidores de transcriptasa inversa. Resultado: Cooley se convirtió en el hombre más rico de América al comercializar una nueva terapia crónica.
Pero, ayer, todo había cambiado. Ella había muerto y él volvía a estar solo. Nuevamente se volvían a cruzar en su camino. Cuando todo el mundo se fue, subió a su habitación y lloró de rabia.
—¡Basura judía, maldita raza de asesinos bastardos!
No podía contener su ira. Cinco minutos después del entierro, estaba en su despacho de la Cooley Corporation. Exigió al jefe de recursos humanos que se presentara inmediatamente.
—Howard, crearemos de nuevo el Grupo de Desarrollo. Se remodelarán las instalaciones desde mañana mismo y se ampliara a un nuevo edificio contiguo. Necesito que me remitas una lista con todos los que pertenecieron a los grupos anteriormente y que continúen con nosotros. Sé que algunos tienen cargos importantes en Investigación y Desarrollo. Da igual. Plantéales volver aquí. Por supuesto deberás remodelar los departamentos que abandonen. El número de empleados del sótano será de unos mil. Más del doble que cuando se clausuró. El presupuesto es, digamos que ilimitado y quiero a los mejores trabajando aquí. Recorred las universidades y buscad. Gente joven, con hambre, olvidaos de viejos catedráticos. Contrata al personal que necesites para ello. Todo desde aquí. Nada de subcontratar la búsqueda, necesitamos estricta confidencialidad. Yo aprobaré cada una de las candidaturas, personalmente. Gracias, Howard, puedes empezar. Al grano, directo, sin rodeos.
Después, Cooley descolgó el teléfono, marcó el prefijo de Brasil y esperó el tono.
—Cliff, soy Henry. ¿Te apetecería volver a trabajar por aquí?