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FRIBURGO, 2006

Puntual como sus relojes, el tren había dejado la estación SSB de Basilea a las diez y cuatro minutos. Su destino final, su casa, Berlín, aunque esta vez no llegaría tan lejos. No tenía tanto tiempo y sólo quería aclarar las ideas. Y Friburgo siempre le había parecido una ciudad maravillosa. Cuando comenzaron sus viajes regulares a Suiza, siempre encontraba un rato para poder disfrutar de un paseo por los alrededores de su fascinante catedral. Incluso financió la reparación del más que centenario órgano y durante años fue el mecenas de un concierto benéfico que siempre celebraban a principios de Noviembre. Era, por ello, muy conocido en la ciudad a pesar de que durante los últimos tiempos no había acudido en todas las ocasiones que hubiera deseado. Los achaques y su edad redujeron sus apariciones públicas al mínimo desde hacía diez u once años empezando por Estados Unidos, en donde ni siquiera acudía a las invitaciones de los sucesivos presidentes. Esto le había devuelto algo que perdió cuando el dinero llenó su casa. Pasear sin guardaespaldas. No es que saliera mucho a la calle, sus piernas no daban mucho de sí y, entre septiembre y mayo, el tiempo en Carolina del Norte no era demasiado apetecible, pero el simple hecho de que le diera el aire directamente, sin tener que bajar la ventanilla de la limusina, era un placer que quizás sólo él supiera apreciar.

Había reservado y pagado un vagón completo en primera, con sus seis compartimentos, así no serían molestados excepto por la camarera aunque en apenas treinta minutos llegaron a Friburgo. Junior ayudó a su padre a descender por los dos escalones que los separaban del andén y antes de entrar en la terminal fue despachado con un simple:

—Tomaremos el tren de vuelta a las cuatro en punto. Puedes hacer lo que quieras pero por favor, no te pongas muy en ridículo.

—De acuerdo papá, y tú procura no caerte y vigila la próstata, no quiero salir en las noticias. Que pases un buen día.

A la salida Henry se dirigió recto hacia la plaza. El camino no tenía pérdida. Derecho, dejando a medio camino el precioso ayuntamiento y atravesando la parte más antigua del pueblo, se levantaba un pequeño mercado diario donde la fruta, verduras, flores y como no, salchichas, podían encontrarse a un precio sencillamente estupendo. Tras los puestos, o sobre ellos, la iglesia con la torre más bonita de la cristiandad, la Catedral, levantada durante casi tres siglos con su color rojizo característico. Afortunadamente, nadie le reconoció, no era más que el más viejo de la calle, tapado con una bufanda y un gorro y apoyado en su bastón. Un abuelo más. Como siempre, la rodeó dos veces, entró y se sentó en el penúltimo banco de la fila de la derecha. Nunca había sido religioso, pero entrar en un templo así lo reconfortaba enormemente. No tenía importancia que fuera católico, anglicano o calvinista. Era un lugar para el recogimiento y la reflexión. Procuraba no pensar mucho en sus planes ya que la mirada de cualquiera de aquellas imágenes le recordaba que los asesinos no eran bienvenidos en la casa de Dios, y su conciencia, aunque aplacada por el odio de tantos años, no tenía muy clara la diferencia entre la justicia y la maldad.

Una hora y media después, decidió dirigirse a Heiliggeist, un pequeño restaurante en uno de los laterales, justo frente a la torre, donde, desde hacía años se cocinaban las mejores salchichas blancas de la región, acompañadas de unas fantásticas patatas al horno. Sus años no le permitían estos excesos culinarios y sin duda, su médico pondría el grito en el cielo, pero sabía que sería la última vez. Mañana era un concepto un tanto difuso para Henry Cooley.

Terminaba su plato cuando la puerta se abrió. Una preciosa mujer de cabellos largos y plateados entró en el local. Alta y elegante, vestía un abrigo de piel negro que cubría un vestido púrpura de casimir que realzaba increíblemente su figura. Un sombrero gris, como su precioso pelo, la estilizaba más aún. Era muy guapa, y Cooley no pudo sino mirarla.

—Josephine sería como ella ahora—pensó.

Al verla, los camareros corrieron a atenderla. Todo fueron saludos, halagos y piropos, que sin embargo no la ruborizaban acostumbrada a recibirlos desde niña.

—Su mesa, como siempre, señora Knup—indicó el más joven de ellos mientras la retiraba el abrigo—. Ahora mismo la servimos el café.

—Muchas gracias hijo.

Cooley seguía embelesado, observándola. Nunca la había visto por allí, probablemente porque era la primera vez que iba a comer ya que siempre acostumbraba a cenar en el Heiliggeist. Había visto muchas mujeres hermosas en su vida, pero no tantas desde que murió su esposa y ninguna que tuviera ese porte con una edad como la que suponía que debía tener. Su rostro dulce y aniñado transmitía tranquilidad. Por el contrario sus ojos azules hablaban de tristeza y miraban fijamente por la ventana como si estuvieran esperando a alguien.

—A mi edad no acostumbro a hablar con mujeres pero, debo decir que es usted una de las mujeres más guapas que he visto nunca. Y como puede comprobar tengo muchísimos años.

—Muchas gracias—contestó ella sonriendo—. No se preocupe, debemos de tener un número parecido. Sumamos más años juntos que los seis camareros de este restaurante.

Él devolvió la sonrisa. Intentó recordar cuándo fue la última conversación con una mujer. No recordaba ninguna desde la muerte de Josephine.

—Veo que viene muy a menudo. La conocen bien. Yo solía venir una vez al año.

—Todos los días. Desde hace sesenta y cinco años.

—Vaya, que fidelidad. Debe de gustarle mucho este sitio.

—Lo odio cuando estoy fuera, y me llena de esperanza cuando entro.

Cooley intentaba que sus miradas se cruzasen, pero la de ella estaba fija, siempre perdida en la plaza, llorosa, muerta.

—¿Y cómo es eso posible? Yo nunca iría a ningún sitio que odiara.

El joven camarero les interrumpió al traer el café. Un café solo, sin leche ni azúcar, y una mirada a Henry, intentando advertirle que no siguiera por ahí, que las miradas vacías tienen su razón de existir y que hay razones que es mejor no conocer.

—Le espero.

—¿Espera a alguien?

—A mi marido. Sé que nunca aparecerá, pero le espero. Lo detuvieron, hace mucho tiempo. Yo estaba aquí, en esta misma mesa, sentada como ahora, el cinco de diciembre de mil novecientos cuarenta y uno, y pedí un café sólo como siempre. Nos encontrábamos aquí después del trabajo para tomar un café y luego paseábamos agarrados del brazo hacia casa. Era panadero, ¿sabe?, a las dos de la tarde dejaba el negocio hasta la noche siguiente. Tenía dos hornos en el pueblo. El primero lo heredó de su familia, que llevaba aquí más de veinte generaciones y el segundo lo levantó con su trabajo. Era bueno con todos. Nunca le faltó un pedazo de pan a nadie en Friburgo mientras él estuvo vivo, pero no fue suficiente. Siempre me traía una flor que compraba por la mañana en el puesto que ponían justo al otro lado de la catedral y un pequeño pretzel de mantequilla. Pero ese día no vino, le esperé durante horas pero comprendí que no volvería a verle.

—¿Por qué lo detuvieron? A los buenos alemanes no se les detenía.

—Habla usted como ellos. Era un muy buen alemán y el hijo que yo llevaba dentro también lo hubiera sido. Pero no tuvo oportunidad de nacer. También lo eran sus hermanas y mis sobrinos. Rubios, altos y fuertes. Mucho más que los niñatos de la SS que había por aquí. Pero era judío y no tenía derecho a vivir. Esa misma noche vinieron a casa a por mí, pero yo cumplía con sus requisitos raciales y no me llevaron a ningún campo de exterminio aunque merecí todos los golpes que necesitaban para alimentar sus complejos. Por lo menos a mi no me violaron como hicieron con sus hermanas antes de matarlas.

Cooley ya había oído demasiado.

—Lamento haberla molestado. Que tenga un buen día—dijo Henry mientras tomaba su bastón y su abrigo.

Por primera vez en su vida, al menos por primera vez desde que entró a trabajar en la fábrica, sintió lástima por alguien ajeno a su familia. Pero su conciencia no podía ser permeable a una historia así. No debía vacilar. El mundo se había librado de un judío más. Solamente eso. Los alemanes traicionados durante la Gran Guerra también tenían familia. Así se lo habían enseñado ochenta años atrás. Pero algo había cambiado. Este encuentro fortuito era lo más cerca que había estado de un judío desde que mató a Goldman, y la primera ocasión en la que escuchaba los sentimientos de alguien sobre lo que allí pasó. Por mucho que leyera los periódicos, él estaba en Inglaterra viviendo como un universitario pudiente y tomando el té a las cinco, nunca se asomó a la ventana para ver como se los llevaban como si fueran ovejas, ni nunca pudo cerrarla para que sus hijos no vieran la sin razón de la Gran Alemania. Nunca antes tuvo oportunidad de preguntarse qué hubiera sido de su vida si aquel prestamista, Goldman, simplemente, no hubiera sido judío.