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Estamos en Sestos
La diosa me ha enviado aquí, y no fue ningún sueño. Resultaría muy fácil escribir que he soñado, al igual que lo han hecho muchos otros en distintos lugares. Pero sé que no fue un sueño, pues estuve soñando antes de que la diosa viniera a mí.
Era un sueño de amor. La mujer tenía el cabello negro cual las plumas de un cuervo, o al menos eso me pareció a la luz de la luna, y sus ojos brillaban por el deseo. ¡Cómo me abrazaba, apretando mi cuerpo contra el suyo, hundiéndome en ella! En la superficie oscura y calmada de un lago se reflejaban las estrellas de plata, y a lo largo de la orilla hombres con máscaras provistas de cuernos y en las que había reproducidas expresiones de burla y deseo danzaban frenéticamente junto a mujeres coronadas con guirnaldas mientras resonaba el crepitar de los crótalos y el redoble de los tamboriles.
Entonces me desperté.
La mujer se había esfumado y los instrumentos guardaban silencio. Mi oreja herida ardía con pulsaciones dolorosas. Las piedras me rodeaban, oscuras y silenciosas. La atmósfera era fría y en ella se notaba ya el peso de la nieve. Oí el murmullo del viento entre los robles, y entonces lo comprendí todo y supe, aunque ignoraba cómo, que ese murmullo era el pensamiento de Júpiter, el dios que gobierna a todos los demás dioses y al que tan poco le importan los hombres. Tuve la impresión de que estaba loco y que ese murmullo era el de sus negros pensamientos repitiéndose una y otra vez, meramente una o dos palabras que resonaban incesantemente mientras rumiaba su venganza.
Me puse en pie y vi que la noche era como cualquier otra. El viento soplaba por entre los árboles, y la luna en cuarto menguante se cernía por el oeste. A lo lejos sonó el aullido de un lobo. Tenía los miembros rígidos a causa del frío pero no sentía deseos de envolverme nuevamente en mi capa y en vez de ello tuve la sensación de que debía abandonar ese lugar, que debía huir de algún peligro; y aunque ya no recordaba de qué había escapado antes sentí que la amenaza de ese peligro no había disminuido ni un ápice. Estiré mis miembros y al mirar al suelo encontré este pergamino, que recordaba haber escondido entre las rocas.
Y entonces lancé un grito ahogado y retrocedí tambaleándome, pues vi que había estado durmiendo a unos pasos de un negro abismo. Me pareció un pozo sin fondo o cuando menos de tal profundidad que la plateada luz de la luna y las estrellas jamás lograría llegar hasta él. Temblando arrojé una piedra en su interior y agucé el oído, pero no pude escuchar ningún ruido, aunque estuve guardando silencio durante muchos latidos de mi tembloroso corazón.
Aunque es posible que mi piedra siga cayendo para siempre en él, algo se movió dentro del abismo. Por más que no tuviera final si era limitado por los lados, y en los costados del abismo vi girar pálidas ondas de luz entre el blanco y el verde, enjambradas como hormigas que se arrastran sobre los muros de las tumbas selladas. A veces me daba la impresión de que las luces iban de un lado del abismo al otro, como murciélagos o luciérnagas.
—Me encontrarás —dijo una voz a mi espalda—, pues ya he acudido.
Me volví y vi a una joven que tendría unos quince años sentada sobre una piedra. Su traje había sido tejido con algún oscuro follaje otoñal y en él se confundían los colores de la gridelina, el rojo oscuro y el amarillo; llevaba en la frente una estéfana con una gema de ebonita. Aunque estaba sentada dándole la espalda a la luna pude distinguir claramente su rostro, y tuve la impresión de que se encontraba enferma o hambrienta, como esos niños que venden sus cuerpos en los barrios pobres de las ciudades.
—Muy pronto te preguntarás qué ha sido de tu pergamino —me dijo—. Yo lo conservaré para ti: ahora, cógelo y abandona mi puerta.
Cuando la oí hablar tuve más miedo de ella que del abismo y quizá si no la hubiera temido tanto habría obedecido sus palabras.
—Lo he apretado con lentitud, atándolo luego, y he pasado tu punzón a través de las cuerdecillas. Ponlo en tu cinturón pues tienes mucho que hacer antes de que puedas escribir de nuevo en él.
—¿Quién eres? —le pregunté.
—Llámame la Doncella, tal y como hiciste en nuestro primer encuentro.
—¿Y eres una diosa? Pensé que no…
Sonrió con amargura.
—¿Qué seguimos entreteniéndonos en las guerras de los hombres? Ya no lo hacemos con tanta frecuencia, pero el Dios Invisible flaquea y ahora ya no estamos perdidos en su luz. Nunca desapareceremos por completo.
Incliné la cabeza.
—¿Cómo puedo servirte, Doncella?
—En primer lugar, apartando la mano de tu espada, hacia donde ha ido de modo involuntario. Créeme, tu acero es impotente contra mí.
Dejé caer las manos en los costados.
—Segundo, obrando tal y como te digo, y por lo tanto aliviándome de la obligación que yo misma me he impuesto en bien de mi Madre. No lo recuerdas pero te he prometido que te reunirlas con tus camaradas.
—Entonces, has sido más bondadosa de lo que merezco —repuse, casi tartamudeando por la alegría que inundaba mi corazón.
—Actúo por mi Madre y no por ti. No me debes ningún agradecimiento y tampoco te lo debo yo a ti. Si hubieras aceptado los golpes como habría hecho cualquier otro esclavo mi tarea habría sido fácil.
—No soy un esclavo —repliqué.
Ella volvió a sonreír.
—¿Cómo, Latro? ¿Ni tan siquiera mío?
—Soy tu adorador, Doncella.
—¡Ah, tan hábil con las palabras como siempre…! No hay hombre capaz de superar a sus dioses, Latro, ni tan siquiera en la falsedad.
—Dijiste que habías prometido llevarme otra vez con mi pueblo, Doncella. Si eso era falso, mátame ahora mismo.
—Mantendré la promesa que te hice —alegó relamiéndose—. Pero tengo hambre. ¿Qué pago me darás, Latro, cuando cumpla tu deseo? ¿Cien toros para que humeen sobre mis altares?
Meneé la cabeza.
—Si los tuviera, yo mismo me encargaría de sacrificarlos uno por uno, cantando para ti. Pero sólo poseo lo que ves.
—Tu pergamino, tu espada, tu ceñidor, tus sandalias y esos harapos que vistes. Y tu cuerpo… pero eso pronto me pertenecerá, no importa lo que ocurra. ¿Serias capaz de levantarme un altar con todo lo demás?
—Con todo, Doncella.
—¿Y con Io?
—¿Quién es Io? —pregunté.
—Una esclava. Dice que es tuya. ¿Me la entregarlas libremente, por propia voluntad?
Asentí, aunque al hacerlo noté un dolor inmenso.
—Sólo debes mostrarme dónde se encuentra, Doncella.
—Entonces, no te la pediré. Tampoco voy a pedirte tu espada, tu pergamino o lo demás. Me conformaré con un sacrificio más sencillo: un lobo.
—¿Solo un lobo, Doncella? —pregunté sorprendido, sintiendo que mi espíritu daba saltos de alegría—. ¡Eres demasiado generosa y tu misericordia es excesiva!
—Eso mismo han dicho otros muchos. Sí, un lobo. El lobo es sagrado para mi Madre, tal y como habrías sabido de no olvidarlo todo. Además, yo me encargaré de que este lobo venga a ti y pondré mi sello en él para que lo reconozcas.
—¿Y no me olvidaré de esto?
Señaló a lo lejos y, aunque la colina se interponía entre nosotros y el sol naciente, cuando seguí su mano supe que se encontraba allí.
—En el verano, cuando los días eran largos, perdiste el amanecer antes de que llegara la noche. Ahora los días son más cortos y cuando los lobos aúllen de nuevo te acordarás de mí y de esto. El lobo te atacará, pero tú no le tendrás miedo pues le habrás reconocido.
—Haré tal y como ordenes, Doncella, y cumpliré tus órdenes con alegría.
—Quizá no sientas tanta alegría cuando llegue el momento, pero antes debes volver a las murallas de las que huiste y estar en ellas cuando llegue el amanecer. ¿Lo harás?
—Ahora ya está amaneciendo —repuse—. ¿Puedo correr acaso con tal velocidad? Lo haría si pudiera.
—Tus enemigos quieren quitarte la vida. Sé cauteloso. Cuando el sol asome por el horizonte verás a una mujer y una joven andando cogidas de la mano. Saca tu espada y entrégasela a la joven. ¿Me has entendido?
—Haré tal y como me has dicho, Doncella —asentí yo.
—Entonces encontrarás al lobo, le cogerás por la oreja, cortarás su cuello y dirás mi nombre. Vete, haz lo que te he dicho y mi promesa se cumplirá.
La ciudad quedaba hacia el oeste, tan lejos que era invisible; pero yo pude verla: distinguí sus muros grisáceos, ensuciados por un centenar de torres, alzándose sobre las tiendas de sus sitiadores. Me lancé en su dirección y la ciudad desapareció, pero yo seguí corriendo, saltando por encima de las piedras y atravesando los campos cubiertos de rastrojos, hasta que por fin llegué a las tiendas que antes había visto falsamente a través de los ojos de la diosa.
Y entre las tiendas vi a los soldados que despertaban para escupir al suelo como cualquier otro hombre, atraídos por el estruendo de los clarines. Les vi ceñirse su armadura, recoger sus lanzas y los escudos marcados con el buey invertido de Pensamiento y formar lentamente en hileras que no tardaron en irse enderezando bajo las maldiciones de sus enomotarcas. Algunos me contemplaron con curiosidad y yo agité el pergamino sobre mi cabeza para hacerles creer que era un mensajero; ninguno de ellos me detuvo.
Las tiendas terminaron y llegué a un sitio en el que antes se habían alzado casas y comercios, casi tocando a los muros. Les habían prendido fuego aunque no tuve modo de saber si habían sido los sitiadores o los sitiados. Allí había torres y carros con el techo protegido, así como rampas de barro y madera. Lo peor eran las piedras y las tejas que antes habían sido de las casas, que amenazaban con hacerme tropezar a cada paso. Por un momento distinguí una olla medio rota entre las ruinas, y luego un collar hecho con cuentas de coral al que se le había roto el hilo; y entonces pensé en la miseria y el infortunio de esas pobres mujeres a las que quizá nunca llegaría a ver.
No tardé en hallarme a un tiro de arco de las murallas. Me lo indicó amablemente un arquero al enviar su dardo velozmente ante mis ojos para enterrarlo en el suelo calcinado a mi derecha, por lo que puse de nuevo el pergamino en mi ceñidor y corrí aún más aprisa.
El sol estaba ya muy por encima del horizonte detrás mío. La Doncella había dicho que debía entregarle mi espada a la joven «cuando el sol estuviera saliendo» pero me pareció que sería imposible hacerlo. Pese a ello seguí corriendo, o quizá sería mejor decir trotando, alrededor de los muros, buscando a la mujer y a la joven.
Mi constante tentación era aproximarme demasiado a ellos, pues si hubiera desviado mi ruta en dirección a éstos habría podido hacerla menos larga. Por dos veces un arquero me disparó y sus dardos cayeron prácticamente a mis pies.
Había completado ya la mitad de mi circuito cuando las vi: una mujer con un vestido púrpura y una muchacha con un peplo gris medio roto, cogidas de la mano, tan escondidas por la sombra del muro que los soldados encima de éste habrían podido matarlas arrojando piedras de haberlo querido.
En ese mismo instante un herido lanzó un grito y, desenvainando su espada, se arrojó sobre mí. Su valor me asombró pues había perdido el brazo izquierdo no hacia mucho y el muñón seguía cubierto por un vendaje a la altura del codo, mientras que en el vendaje brillaba aún el rojo vivo de su sangre. Había desenvainado mi espada antes de recordar las palabras de la Doncella, quien quizá deseara que yo combatiera sin ella al hombre con un solo brazo que ahora me atacaba. Esa idea me pareció más que justa, pues seguramente aún debía de estar débil a causa de su herida. Corrí hacia la mujer y la joven tan rápido como pude, extendiendo mi espada hacia la joven con la empuñadura por delante.
Ella la aceptó, pero al volverme vi que otros hombres habían surgido detrás del herido con un solo brazo. Uno cayó con una flecha atravesándole el cuello, pero otros dos cogieron al herido, le quitaron la espada de entre los dedos y lo llevaron hasta un lugar seguro. Mientras les contemplaba sentí que me bañaba una luz dorada: el sol asomaba sobre el muro de la ciudad, trayendo con él un segundo amanecer.
En ese instante vi que más hombres, cubiertos éstos de armadura, surgían del muro para hacernos prisioneros. Me llevaron a rastras, junto con la mujer y la joven, hasta un umbral tan hundido en el muro que parecía un túnel y al fondo del cual había una puerta, aún más angosta que el umbral con el que comunicaba. La puerta se abrió y nos encontramos dentro de la ciudad sitiada. A lo largo de la pequeña calle se apiñaban casas de dos e incluso tres pisos, muchas con la parte trasera pegada a la muralla. Los hombres que nos habían capturado no parecían diferentes de los que les sitiaban en el exterior, pero acompañándoles había soldados muy distintos, cuyas barbas ensortijadas eran negras en vez de castañas, y que vestían pantalones muy holgados de tela azul, amarilla y verde.
Nos llevaron a la ciudadela y separaron a la mujer de nosotros, llevándose también con ella a mi espada. Ahora nos encontramos encerrados en esta sala de guardia, donde Io me ha pedido (pues esta muchacha es la esclava cuyo sacrificio le dije a la Doncella que le concedería de pedírmelo) que escriba todo lo ocurrido.