37

Leónidas, león de los Cordeleros

—Oye nuestra plegaria —entoné, vestido de nuevo con el chitón que Io había guardado para mí, coronado por unas pocas flores silvestres y llevando mi ceñidor—. ¡Acepta nuestro homenaje!

Y entonces, impulsado por un espíritu desconocido, añadí:

—No te pedimos la victoria, sino el valor.

Con esas palabras arrojé al fuego el corazón del novillo, envuelto en la grasa que lo cubre, y todos los Cordeleros empezaron a cantar un himno.

El sacrificio estaba completo. Media docena de esclavos cayeron sobre el novillo y lo hicieron pedazos con hachas y cuchillos. Muy pronto todos tuvieron un palo con una porción de él. También había vino, pan de centeno, queso, aceitunas en salmuera, uvas y pasas.

—Es la mejor comida que hemos tenido en todo el tiempo que llevamos con este pueblo espantoso, Latro —alegó Io—. Tienes mucha suerte al no recordar lo que hemos estado comiendo.

—Con esta comida tengo más que suficiente —le contesté. Estaba tan hambriento que me esforcé en masticar lentamente para no ahogarme con la carne.

—Yo también. Pero no se te ocurra probar jamás su sopa. Nosotros si la hemos probado, y si alguien quisiera echarme otra vez un poco de ese brebaje por la garganta, antes preferiría cortármela.

Se acercó a los despojos del novillo y cogió otro pedazo de carne pinchándolo en su palo.

—Esta carne es tan buena como la que tomábamos en casa de Kaleos —continuó— y no se me ocurre ningún modo mejor para alabarla que diciendo eso. De todos modos, si quieres comer un poco más será mejor que cojas pues ya no queda demasiada.

Sacudí la cabeza.

—Prefiero tomar alguna otra cosa. El comer sólo carne es malo para la digestión.

Io se rió.

—Y pensar que Drakaina se lo está perdiendo…

—¿Sí? ¿Y dónde se encuentra?

—Sigue en el barco —repuso Io señalando la bahía, donde podía verse nuestro barco iluminado por la luna—. Pasicrates creyó que tu desaparición se debía a un hechizo de ella. Al menos, eso es lo que dijo. Si quieres mi opinión al respecto, estaba buscando a alguien a quien echarle las culpas y escogió a la persona más adecuada para ello. La mandó de nuevo al barco con las manos atadas detrás de la espalda y la boca amordazada para que no pudiera hacer más magia.

—Debo hablar con él sobre todo esto —dije yo.

Sosteniendo aún en la mano un pedazo de pan fui hasta la hoguera ante la que se encontraba sentado y me instalé junto a él, diciéndole:

—Saludos, nobilísimo Pasicrates.

—¡Ah! —replicó él—, mi vencedor. Y nada menos que un esclavo… todavía un esclavo. No tendrías que haberme rebajado de ese modo, y ahora los dioses me han castigado por ello.

—Como tú digas. Eres nuestro comandante, el amo de la nave y de todos los que se encuentran a bordo de ella. Pero si soy un esclavo ya no recuerdo a quién pertenezco. Tu servidor, pues no pienso pronunciar la palabra esclavo, ha venido para suplicarte que liberes a la mujer llamada Drakaina, pues en el día de hoy no me ha causado mal alguno. ¿Te ha causado mal a ti?

—No —contestó—. Mañana la liberaremos.

—Entonces, permíteme ir nadando hacia el barco y le diré a la guardia que has ordenado su libertad.

Me contempló con expresión dubitativa.

—¿Serías capaz de ir nadando hasta allí si te lo permitiera?

—Naturalmente.

—Entonces, no será necesario que vayas.

Se volvió hacia uno de sus compañeros y le dijo:

—Coge el bote y un par de marineros y diles que dejen libre a la mujer. Tráela conmigo.

El hombre asintió y, poniéndose en pie, desapareció en la noche.

—En cuanto a ti, Latro, deseo que me acompañes. ¿Sabes qué lugar es éste?

—Lo llaman las Puertas Calientes —dije yo—, pero ignoro la razón por la cual se le da ese nombre. Dado que le hicimos un sacrificio a Leónidas, supongo que debe de ser un héroe y que se encuentra enterrado aquí.

—Lo estuvo —me explicó Pasicrates—. Nuestra gente exhumó su cuerpo o lo que pudieron encontrar de él y lo mandaron de nuevo a nuestra ciudad. Estaba hecho pedazos.

Se detuvo un instante con expresión tensa. Escupió en el suelo y continuo:

El Gran Rey hizo desfilar la cabeza de Leónidas sobre una lanza.

Mientras caminábamos le pregunté cuál era el olor que invadía la atmósfera. Se parecía al de un huevo podrido pero era tan fuerte que borraba incluso el aroma salobre del mar.

—Son los manantiales. Salen hirviendo del suelo pero no son puros y frescos como los demás, sino que burbujean y apestan; beber de ellos te haría enfermar y, sin embargo sirven de cura para muchas enfermedades, o eso es lo que me han contado. Es la primera vez que visito este lugar pero en la ciudad me han dicho que por esa razón se llama «las Puertas Calientes», porque conduce a esos manantiales que hierven eternamente.

—¿Es ahí hacia donde nos dirigimos? —le pregunté.

—No, vamos a las ruinas del muro. Mis hombres y yo queremos contemplarlo a la luz del día, o eso pensábamos hacer antes de que emergieras de las aguas. Ahora quiero enseñártelo y contarte lo que sucedió en él. Lo olvidarás, pero he empezado a pensar que ello se debe a que eres el oído de los dioses: son ellos los que escuchan y no tú, y son ellos quienes se apropian de los recuerdos que has ido oyendo. Esto es algo que los dioses deberían saber.

—Ahí está —dije yo, señalando con el dedo—, donde se encuentra ese hombre que está peinándose.

Podía verle claramente a la luz de la luna, desnudo y musculoso, pasando un peine hecho de pálido nácar por sus largos y oscuros rizos.

—¿Ves a un hombre peinándose?

—Sí —contesté—. Y ahora veo a otro… Está arrojando un disco. Pero este muro no puede ser el que buscas, pues no está en ruinas.

—Debes de estar viendo fantasmas —me contestó Pasicrates—. Aquí fue donde Leónidas y sus Cordeleros ejercitaron sus cuerpos antes de la batalla, preparándolos para el entierro. Estamos solos y el muro yace en ruinas ante nosotros. El Gran Rey lo destruyó para permitir el paso a sus huestes.

—Entonces, Leónidas debió de morir —dije yo—, y el ejército de tu ciudad fue destruido.

—No tenía ningún ejército, sólo trescientos Cordeleros y unos cuantos miles de esclavos; él fue el primero en armar a éstos. Tenía también aproximadamente un millar de aliados no muy dignos de confianza. Pero los jueces le habían dicho que mantuviera el control del camino que rodea al Kalidromos y durante tres días resistió a las huestes del Gran Rey, hasta que él y todos sus hombres hubieron muerto. El Gran Rey contabilizó tres millones de hombres, a la hora de registrar sus bajas, incluyendo la mitad de combatientes, los muleros y esclavos de ocupaciones similares.

—Pero eso es totalmente imposible… —alegué—. Una fuerza tan pequeña jamás habría podido defender el lugar contra tantos hombres.

—Eso pensó el Gran Rey. —Pasicrates se volvió de pronto, encarándose conmigo—. Creo que he sentido una lágrima en mi mano. No eres un Cordelero, Latro. ¿Por qué lloras entonces?

—Porque debo de haber presenciado esta batalla —repuse, y debo de haber tomado parte en ella. Y lo he olvidado.

Había una puerta muy angosta en el muro; mientras yo hablaba la puerta se abrió, emergiendo por ella un hombre de barba gris vestido con armadura. Al acercarse a nosotros vi que sólo tenía un ojo y se lo describí a Pasicrates, preguntándole si era Leónidas.

—No. Debe de ser el mantis de Leónidas, Megistias, quien podía hablar el idioma de todos los animales.

La voz de Pasicrates parecía tranquila, pero era la calma de quien está empleando toda su fuerza de voluntad para dominar el miedo.

Un instante después Megistias estuvo ante nosotros. Tenía el rostro pálido y calmado; su único ojo ardía ferozmente a la claridad lunar como el de un viejo halcón medio ciego. Murmuró algo que no entendí y pasó su mano ante mi rostro.

Luego, desapareció. Yo estaba en primera línea con otros muchos hombres, armados como yo con dos jabalinas, un casco, placas metálicas en el pecho y la espalda y sosteniendo en la mano un escudo rectangular.

Me volví de cara a los cien y grité:

—Ahora que los Inmortales han desaparecido, no podríamos aspirar a un honor más grande que el de ser los protectores del Rey Universal, el Rey de las Cuatro Esquinas del Mundo, el Rey de las Tierras, el Rey de Parsa, de Babilonia y de la Tierra del Río, el Rey de Media y de Sumer. Guardemos este honor cual si fuera un tesoro y seamos dignos de él.

Pero no prestaba demasiada atención a lo que yo mismo estaba diciendo pues había estado hablando en mi propio lengua, y el saber que mis camaradas entendían todas mis palabras hacía que sus cadencias me resultaran mucho más hermosas que ninguna música imaginable.

Al volverme de nuevo comprendí por qué había hablado. Un grupo de hombres se apartaba de la confusión, abriéndome paso a través de los reclutas que eran impulsados hacia adelante por los látigos de sus oficiales. Pero no había razón alguna para sentir miedo, pues como mucho serían unos treinta.

A mi orden lanzamos todos juntos la primera jabalina, y luego la segunda. Nuestras jabalinas no eran como las flechas ligeras que disparaban los arqueros; poseían tanto peso como velocidad y eran capaces de atravesar los escudos redondos de nuestros enemigos, así como sus corseletes. Media docena cayeron ante nuestra primera ráfaga y unos cuantos más cayeron ante la segunda. Después, todos los hombres desenvainaron su espada.

Otra orden y nuestros escudos chocaron entre sí. Nos lanzamos a la carga sintiendo que la inclinación del suelo nos ayudaba.

¡Casio!

El hombre que tenía delante era más alto que yo; llevaba un casco con un gran penacho y su maltrecha armadura conservaba aún restos de oro. Su golpe iba dirigido a mis ojos pero no me miraba a mí sino al Gran Rey, sentado en su trono sobre la colina que teníamos detrás. Yo no era sino un obstáculo momentáneo en su camino, que no tardaría ni un segundo en desaparecer. Quise gritarle que yo era tan hombre como él, que mi honor y mi vida me eran tan preciados como a él los suyos; pero ninguno de los dos tenía el tiempo o el aliento necesarios para malgastarlos gritando.

Hice girar a Falcata usando toda mi fuerza y el golpe trazó un profundo surco en su escudo. Su bronce apresó mi hoja y la sostuvo, venciendo a quien debía vencerle; un giro de su muñeca bastó para arrebatarme a Falcata de la mano.

Aunque estaba desarmado seguí impidiéndole el paso, parando cada uno de sus golpes con mi escudo, retrocediendo lentamente ante él. El hombre que estaba a su derecha murió, así como el que estaba a su izquierda. Caí y aún ahora no puedo decir qué me hizo tropezar. Él echó a correr pero yo dejé caer el aro de cuero que sujetaba mi escudo y, tendido en el suelo, lo arrojé contra su espalda.

Pero no era mi escudo, era solamente la capa sobre la que duermo. Me senté y me froté los ojos, sintiendo que en mis oídos zumbaba aún el estrépito de la batalla. Los cuerpos de los muertos bebían su propia sangre, convirtiéndose en meros durmientes, hombres vivos que aún alentaban y se removían de vez en cuando. Leónidas no era más que una hoguera agonizante. Me puse en pie y vi al ejército del Gran Rey, a los orgullosos jinetes y a los reclutas de cuerpo encogido y temeroso, desvaneciéndose en las laderas suaves del Kalidromos.

No pude dormir más, aunque tampoco deseaba hacerlo. Alimenté el fuego y estuve hablando un rato con Drakaina, que tampoco dormía. Dice que «Falcata» es el nombre que le doy a mi espada y no el de su especie, pues todas esas espadas se llaman kopis.

Luego, recordando el mapa dibujado por el capitán de nuestro barco y el modo en que había combatido con Pasicrates sobre la cubierta, anoté todo en mi pergamino, así como también lo ocurrido con Toe la nereida, el sueño y lo demás. Ahora también Io se ha despertado y me ha leído lo que hay escrito en las columnas. Hay tres columnas y en la primera dice:

La Isla Roja a cuatro mil hombres engendró;

Tres millones de ellos se rieron hasta morir los tres.

La segunda dice:

Contemplas ahora la tumba del brujo Megistias,

Quien en la cala de Esperqueios a su enemigo mató.

Este gran profeta la hora de su muerte conoció,

Mas prefirió morir que dejar a su señor.

La tercera dice:

Dile a la Ciudad Silenciosa,

Que por su causa,

No imploramos la piedad del tirano,

Y caímos obedientes a sus leyes.

Un marinero que oyó cómo Io recitaba estos versos, que tanto a ella como a mí nos parecieron muy hermosos, explicó que habían sido escritos allí por la mano de un viejo llamado Simónides, pero que él no le había conocido personalmente.