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Despertar bajo la luna

He intentado leer este pergamino, mas aunque la luna brillaba con tal luz que mi mano proyectaba una nítida sombra sobre la palidez del papiro me resultó imposible distinguir las letras. A mi lado dormía una mujer, tan desnuda como lo estaba yo y, al igual que yo, mojada por el rocío nocturno. Vi claramente cómo temblaba en sueños, y distinguí la curva de sus muslos y el arco de su cadera, líneas tan bellas que me habrían parecido imposibles de encontrar en esta tierra,

Miré a mi alrededor buscando algo para cubrirla, pues me pareció razonable pensar que no habríamos decidido echarnos a dormir en el suelo entre todos los demás sin haber traído previamente algo con que taparnos. Al verla dormida había sentido despertar mi virilidad y sentí vergüenza ante ello, deseando encontrar también algo para taparme, pero no había nada.

No muy lejos creí ver el brillo cristalino del agua. Fui a lavarme, teniendo la misma sensación de quien acaba de abandonar un sueño a medias, pensando que si lograba refrescar el ardor de mi rostro sería capaz de recordar quién era la mujer dormida y cómo había llegado a encontrarme tendido junto a ella sobre la hierba.

Me adentré en el agua hasta que ésta me llegó a la cintura; estaba más cálida que el rocío nocturno y al entrar en ella tuve la sensación de que me estaba cubriendo con una manta. Me eché un poco de agua en el rostro y al hacerlo descubrí que tenía la cabeza envuelta en tela. Intenté quitarme el vendaje, pero bastó un pequeño esfuerzo para sentir un dolor abrasador como un hierro al rojo que me hizo desistir de inmediato.

No estoy muy seguro de si fue el agua o el dolor lo que acabó de despertarme, pero los sueños que hasta entonces habían estado flotando por mi mente se esfumaron, dejando un profundo vacío. El agua murmuraba suavemente lamiendo mi pecho y la luna brillaba en el cielo como una pálida lámpara colgada en lo alto para que una virgen pueda volver de noche a su casa. Cuando miré de nuevo hacia la orilla la vi allí en pie, pura y blanca como la luz lunar, sosteniendo en su mano un arco curvado como un creciente lunar y llevando en su ceñidor un haz de flechas. Durante largo tiempo la vi avanzar cuidadosamente por entre las siluetas dormidas que llenaban la orilla y por último ascender por la colina que había detrás hasta llegar a su cima, donde se desvaneció.

El sol estaba ya surgiendo en el cielo, encendiendo con un brillo diamantino la cresta de cada ola por separado. Tuve la impresión de que ahora lo veía alzarse sobre el lago (pues con la llegada del día me di cuenta de que la extensión de agua era un lago), del mismo modo en que ya lo había visto antes, aunque era incapaz de precisar cuándo. Después de eso he leído partes de mi pergamino y ahora lo entiendo todo mejor.

Igual que la claridad lunar había parecido interrumpir mi sueño, la luz del sol no tardó en despertar a los otros, que se fueron poniendo en pie dando bostezos y mirando a su alrededor. Volví lentamente hacia la orilla empezando a lamentar el haberme quedado absorto contemplando a la virgen del arco sin buscar con mayor empeño algo con que cubrir a la mujer que había estado durmiendo junto a mí. Seguía dormida, y aproveché ese tiempo para recoger los fragmentos de la jarra de vino que había esparcidos junto a ella arrojándolos al lago. Al lado del pergamino descubrí un chitón, junto a unas armas y una coraza que me pareció eran propiedad mía, y cubrí a la mujer con él.

Un hombre que tendría unos cuarenta años y la expresión solemne me preguntó si era de su nación, y cuando lo negué me dijo.

—Pero no eres un bárbaro…, hablas nuestra lengua.

Iba tan desnudo como yo, pero en lugar de mis vendas su cabeza estaba coronada con yedra y pámpanos. En la mano sostenía una delgada vara de pino en cuya punta se veía una piña.

—Tu lengua me resulta comprensible —aduje—, pero me es imposible explicarte cómo he llegado a entenderla. Yo… estoy aquí. Eso es todo cuanto sé.

—No recuerda nada —alegó entonces una joven que había estado escuchando nuestra conversación—. Es mi amo, sacerdote.

—¡Ah! —repuso éste meneando la cabeza—. Les ocurre a muchos: el Dios del Árbol deja vacías sus mentes. No hay culpa alguna en ello por su parte.

—No creo que fuera obra del dios —replicó la joven con expresión solemne—. Creo que fue obra de la Gran Madre, o quizá fuera la Madre Tierra o la Señora de los Cerdos.

—Se trata de la misma diosa, querida mía —respondió amablemente el sacerdote—. Ven y siéntate aquí. No eres tan joven que no puedas acabar entendiendo… —El sacerdote se instaló cómodamente sobre la hierba y, a invitación suya, tanto la joven como yo nos sentamos junto a él—. Por tu acento veo que procedes de nuestra ciudad de la Colina, la de las siete puertas, ¿no?

Ella asintió en silencio.

—Pues entonces quiero que pienses en un hombre que seguramente habrás visto con frecuencia en la ciudad. Digamos que se trata de… un alfarero. También es el padre de una joven que se te parece bastante y es el esposo de una mujer tal y como tú serás con el tiempo, y es también el hijo de otra mujer. Cuando nuestros hombres van a la guerra, él recoge su casco, su hoplón y su espada: en el ejército desempeña la función de proteger a otros con su escudo. Y, ahora, dame la respuesta a este acertijo… ¿Qué es?: ¿Un hombre con un escudo, un hijo, un esposo, un padre o un alfarero?

—Es todo eso a la vez —contestó la joven.

—Entonces, ¿cómo te dirigirás a él cuando le hables? Suponiendo, claro está, que ignores su nombre.

La joven se quedó callada.

—Te dirigirás a él según el sitio en el cual os encontréis en ese instante dado y según lo que de él necesites, ¿verdad? Si le encuentras en el campo de entrenamiento, dirás: «Eh, hombre del escudo»; y si le encuentras en su tienda, entonces dirás: «Alfarero, ¿cuánto vale este plato?».

»Debes comprender, querida mía, que hay muchos dioses pero no tantos como supone la gente ignorante. Tal es el caso de tu diosa, esa a la que llamas la Señora de los Cerdos. Cuando queremos bendecir nuestros campos la llamamos Diosa del Grano, pero cuando pensamos en ella como madre de todo lo que brota del suelo, desde el árbol a la cebada y desde el animal salvaje hasta el manso, entonces es la Gran Madre.

—Creo que deberían decirnos sus nombres —observó pensativa la joven.

—Tienen muchos y, de ser posible, ésa es una de las cosas que me gustaría enseñarte. Cuando vayas a la Tierra del Río tal como fui yo una vez, encontrarás allí a la Gran Madre, aunque el Pueblo del Río no habla de ella igual que nosotros. Un dios o una diosa deben tener un nombre adecuado a la lengua de cada nación.

—El poeta dijo que tu dios era el Niño —afirmó la joven.

—Ahí tienes un perfecto ejemplo —sonrió el sacerdote—. Este poeta del que hablas le llamó el Niño cuando habló contigo y al hacer eso estaba obrando de un modo totalmente correcto. Hace unos momentos yo me referí a él como el Dios del Árbol, lo que también es correcto… ¡Vaya, pero si esto es extraordinario!

Me volví a mirar hacia donde estaba mirando él y vi a un hombre negro como la noche que se nos acercaba. Iba tan desnudo como nosotros pero llevaba una lanza con pedazos de cuerno incrustados.

—Tal y como le he dicho más de una vez a las ménades y los sátiros de su cortejo, los ritos como los celebrados ayer hacen que el dios se aproxime a nosotros. Y ahora tenemos aquí tal prueba de ello que me parece casi milagrosa. Ven y siéntate junto a nosotros, amigo mío.

El hombre negro se acuclilló junto a nosotros y realizó una pantomima para beber.

—Quiere más vino —dijo la joven.

—¿No habla nuestra lengua?

—Creo que la entiende un poco, pero jamás abre la boca. Es probable que alguien se riera de él cuando lo intentó.

El sacerdote sonrió de nuevo.

—Querida mía, tu sabiduría es mucho mayor de la que corresponde a tu edad. Amigo mío, no tenemos más vino. El que teníamos fue bebido la noche pasada en honor del dios o se derramó en las libaciones. Si deseas beber algo esta mañana, deberás conformarte con el agua.

Ahuecó su mano y luego le dio la vuelta como si estuviera derramando vino sobre el suelo y acabó señalando hacia el lago.

El hombre negro asintió como deseando demostrar que le había entendido pero se quedó inmóvil donde estaba.

—Cuando los insondables poderes del dios —prosiguió el sacerdote— hicieron aparecer aquí a nuestro amigo como ejemplo, estaba a punto de explicar que nuestro dios es llamado comúnmente el Rey de Nysa. ¿Sabe alguno de vosotros dónde se encuentra Nysa?

Tanto la joven como yo admitimos nuestra ignorancia.

—Se encuentra en el país de los hombres negros, siguiendo por el río que da nombre a la Tierra del Río. Nuestro dios fue concebido cuando El Que Desciende se fijó durante uno de sus viajes en cierta Semele, una princesa hija del rey que gobernaba en nuestra ciudad de las siete puertas. En ese tiempo éramos una monarquía, ¿comprendéis? —El sacerdote tosió levemente—. El Que Desciende se disfrazó a sí mismo como un mero monarca terrenal y visitó el palacio real de su padre haciéndose invitar; así logró seducirla, aunque no llegaron a casarse.

La joven movió la cabeza con gesto algo triste.

—Ay, su esposa Teleia llegó a enterarse de todo. Algunos dicen, por cierto, que Teleia es también la Madre Tierra y la Gran Madre, aunque en mi opinión esto es un error. Tanto si estoy en lo cierto como si no, Teleia también decidió disfrazarse y adoptó la forma de cierta anciana que había sido nodriza de la princesa. «Tu amante pertenece a una realeza más alta que la de la tierra», le dijo a la princesa Semele. «Hazle prometer que te revelará…».

Un hombre bastante apuesto y más joven que el sacerdote se había unido mientras a nuestro grupo, trayendo con él una mujer cuyo pelo era oscuro como el de las demás mujeres presentes, pero cuyos ojos brillaban como dos violetas.

—Supongo que no me recuerdas, ¿verdad, Latro? —me dijo el hombre.

—No —respondí.

—Temía que fuera así. Soy Píndaro y soy amigo tuyo. La joven… —señaló hacia ella con la cabeza— es tu esclava, Io. Y ésta es…, es…

—Hilaeira —dijo la mujer. Para entonces había logrado apartar mis ojos de los suyos y me di cuenta de que estaba intentando ocultar sus senos sin que se notara demasiado que lo hacía—. No se suelen intercambiar nombres durante las bacanales pero ahora ya es posible hacerlo. Me recuerdas, ¿verdad?

—Sé que dormí a tu lado y te cubrí al despertar —repuse.

—Fue herido por la Gran Madre —explicó Píndaro—. Lo olvida todo muy de prisa.

—¡Oh, qué terrible! —exclamó Hilaeira, pese a lo cual pude darme cuenta de que le alegraba comprender que había olvidado nuestros actos de la noche anterior.

Mientras nosotros habíamos estado hablando, el sacerdote había continuado su charla, instruyendo a Io.

—…y le dio al niño divino la forma de un niño humano —dijo en esos momentos.

Io debía de haber estado escuchándonos, pues se volvió hacia nosotros y dijo en voz muy baja:

—Escribe las cosas para recordarlas. Amo, ayer estuviste sentado durante largo tiempo, escribiendo. Luego se te acercó esta mujer y tú enrollaste tu pergamino.

—Teleia, la Reina de los Dioses, no se dejó engañar. Con hierbas aromáticas y miel logró atraer al niño, haciéndole llegar por fin a la isla de Naxos, donde estaba esperando su guardia personal a las órdenes de su hija, la Señora de Pensamiento.

Los últimos adoradores estaban ya incorporándose y muchos parecían tan cansados y enfermos que no pude menos que pensar en un ejército derrotado al ver su aspecto. Tuve la sensación de que en el pasado había visto algo parecido a un ejército, pero cuando intenté recordarlo lo único que logré fue ver a un muerto tendido junto al sendero y a otro hombre de barba ensortijada que estaba ensillando su montura.

El hombre negro, al que la historia del sacerdote no debía de haber tardado en cansar, se había ido hasta el lago para beber. Cuando se volvió me indicó con una seña que me levantara.

—Dijo que ella era tu esclava —susurró Hilaeira, señalando a Píndaro—. ¿Eres tú el esclavo de ese hombre? —Al ver que no respondía a sus palabras, me dijo—: Un esclavo no puede poseer esclavos y todo esclavo que llegue a comprar pertenece a su amo.

—No lo sé —repliqué yo—, pero tengo la sensación de que es amigo mío.

—No sería muy cortés por nuestra parte el marcharnos en tanto que tu joven esclava está siendo instruida —alegó Píndaro—. Luego podemos buscar algo para comer.

Le hice un gesto al hombre negro para que tomara asiento junto a mí, y así lo hizo.

—¿Es cierto que no recuerdas nada, ni tan siquiera si eres un esclavo o un hombre libre? —dijo Hilaeira—. ¿Cómo es posible tal cosa?

—Hay una niebla detrás mío —contesté, intentando que lo entendiera todo—. Está aquí, en el fondo de mi cabeza. Salí de ella cuando desperté a tu lado y fui hasta el lago para lavarme y beber. Sin embargo, tengo la impresión de que soy un hombre libre.

—Pero la Señora de Pensamiento —seguía diciendo el sacerdote— no recibe en balde este nombre. Es una auténtica sofista y, al igual que hace su ciudad, ella sigue solamente sus propios intereses, sin valorar en lo más mínimo las promesas o el honor. Aunque había ayudado a su madre, salvó el corazón del niño quitándolo de la marmita y se lo llevó a El Que Desciende…

Siguió hablando durante cierto tiempo y el sonido de su voz me recordaba el que hace el viento al juguetear entre la hierba. Mientras tanto, sus seguidores iban congregándose a nuestro alrededor, aunque no voy a narrar todo lo que sucedió entonces, pues no lo creo importante y debemos partir muy pronto.

—Así pues —acabó diciendo—, como puedes ver tenemos una relación muy especial con el Niño. Su madre era una princesa de nuestra ciudad, la de las siete puertas, y fue a través de las azules aguas de nuestro lago, que se encuentra allí mismo, como entró en el mundo inferior para rescatarla. Ayer participaste en las celebraciones que conmemoran tal rescate.

Se quedó callado y reinó un profundo silencio.

—¿Has terminado? —le preguntó Píndaro.

El sacerdote asintió con una sonrisa.

—Podría seguir hablando durante mucho tiempo pero las cabezas jóvenes son como los recipientes pequeños: se llenan muy pronto y no cabe en ellas nada más.

—Entonces, vámonos —dijo Píndaro, poniéndose en pie—. Por aquí deberíamos encontrar algún campesino dispuesto a vendernos algo que comer.

—Voy a conducir a los adoradores de regreso a la ciudad —indicó el sacerdote—. Si deseas esperarnos, te indicaré en qué granjas se nos da alimento cada año.

Píndaro sacudió la cabeza.

—Vamos a Lebadeia y hoy debemos recorrer una buena cantidad de estadios si queremos llegar mañana hasta la caverna sagrada.

En los ojos violeta de Hilaeira ardió un destello fugaz.

—¿Estáis realizando una peregrinación?

—Sí, se nos ha ordenado ir al oráculo del Dios Poeta. Mejor dicho —añadió Píndaro—, es Latro quien ha recibido tal orden y un comité de nuestros ciudadanos me ha elegido para guiarle.

—¿Puedo ir con vosotros? No sé qué ha ocurrido, y estoy segura de que no sentiréis grandes deseos de conocer mi vida íntima, pero lo cierto es que en los últimos tiempos me he sentido muy religiosa y mucho más cercana a los dioses de lo que me había ocurrido antes. Por esta razón fui a la bacanal.

—Naturalmente —repuso Píndaro—. Vaya, no sería de muy buen augurio dar comienzo al viaje negándole a una devota nuestra protección para el camino…

—¡Maravilloso! —exclamó ella, levantándose de un salto y rozándole brevemente los labios en un beso—. Voy a recoger mis cosas.

Yo me puse el chitón y la coraza, recogiendo también la espada curva y el ceñidor de bronce que encontré junto a lo demás. Io dice que la espada se llama Falcata y debo reconocer que lleva escrito ese nombre en la hoja. También encontré una máscara pintada: Io dice que me la entregó anoche el sacerdote, cuando yo era un sátiro. La he colgado alrededor de mi cuello con un hilo.

Nos hemos detenido en esta casa para comer tortas y aceitunas, junto con un poco de queso. Hemos bebido vino y hay aquí un asiento bastante amplio que permite desplegar mi pergamino sobre las rodillas tal y como debe hacerse; lo estoy aprovechando para escribir todo esto. Pero Píndaro dijo hace un momento que deberíamos irnos muy pronto.

Por encima de la colina se están aproximando unos hombres fornidos y morenos que llevan jabalinas y cuchillos largos.