28

Micala

Un lugar del cual no creo haber oído hablar nunca antes se encuentra ahora en boca de todos. Las flotas combinadas de Pensamiento y los Cordeleros le han infligido allí otra tremenda derrota a los bárbaros. Algunos dicen que ello tuvo lugar el mismo día de la gran batalla en la cual fui herido, en tanto que otros afirman que seguramente debió de ser después, ya que las noticias no pueden haber tardado tanto en llegar hasta nosotros. A esto replican los primeros que un barco puede sufrir cualquier retraso imaginable a causa de las tormentas y los vientos contrarios, y que las noticias llegaron primero a la ciudad de Pensamiento y que sólo después hemos sabido de ellas.

—Oh, espero que el hombre negro se encuentre bien —dijo Io—. Ya sé que no le recuerdas, Latro, pero era amigo tuyo antes incluso de que lo fuéramos Píndaro y yo. Cuando te trajeron al templo él iba contigo.

—¿Crees que estaba en esa batalla? —le pregunté.

—Tengo la esperanza de que no fuera así, pero es probable que estuviera. Cuando Hipereides te vendió a Kaleos conservó para sí al hombre negro, y pensaba llevar sus barcos para que se reunieran con la flota.

—Entonces, espero que el hombre negro esté a salvo y que Hipereides haya muerto.

—No deberías hablar de ese modo, amo. Hipereides no era malo: nos sacó de esa mazmorra en la Colina de la Torre hablando con los guardianes y luego permitió que Píndaro e Hilaeira se marcharan cuando la ley dijo que así debía ser.

Pero antes de que consigne por escrito los acontecimientos más recientes, debería escribir sobre cosas más antiguas que pueden perderse muy pronto entre la niebla de la cual no consigo liberar a mis pensamientos. El regente nos ha puesto bajo la custodia de su mensajero y éste mandó sus esclavos para que llevaran nuestras pertenencias y las de Basias a su tienda. Nos enseñó dónde se hallaba ésta, cerca de la que ocupa el regente, y nos dijo que debíamos levantar la tienda de Basias junto a la suya. Creo que no recordaba el modo en que debe levantarse una tienda, pero una vez que lo hube extendido todo en el suelo supe lo que debía ir haciendo a cada momento. Io se metió bajo la lona embreada y sostuvo los palos, pasándoselo tan bien que tardamos tres veces lo necesario en levantar la tienda.

Junto a las ropas de Basias había una espada que Io afirmaba me pertenece; estaba colgada en un cinto, con su vaina. Después de tomarla me sentí inmediatamente mejor; un hombre sin armas es un esclavo. Io dice que Kaleos me permitía llevarla cuando le pertenecía y quizá es la razón de que no sienta animadversión hacia ella, tal y como jura Io que me ocurría.

Luego vinieron los esclavos de Basias, encogidos y temerosos pensando que se les iba a golpear. Habían estado recogiendo leña cuando les encontraron los esclavos de Pasicrates, y no tardaron mucho en descubrir qué había sido de las pertenencias de su amo. Les expliqué la enfermedad de éste y les ordené que preparasen el tipo de comida que conviene a un enfermo.

Obré sabiamente al ordenárselo, pues otros esclavos no tardaron en traer a Basias tendido en una litera. Con ellos venía un anciano que dijo ser Kichesipos el Mesenio pero que hablaba igual que lo hacen los Cordeleros y sus esclavos, alargando las sílabas. Basias tenía el brazo negro e hinchado y parecía como si estuviera perdido en un sueño; a veces oía lo que decíamos y a veces era sordo por completo a nuestras palabras, mientras que otras veces era capaz de ver lo que a nosotros nos resultaba imposible distinguir. Quizá ése es el aspecto que ofrezco a los demás, pero lo ignoro.

—Vuestro amo ha sido mordido por una víbora —les explicó Kichesipos a los esclavos de Basias—, y por la distancia que hay entre las marcas de los colmillos y la severidad de su reacción a la mordedura, es la víbora más grande que he visto jamás. He abierto sus heridas y he extraído el veneno de ellas tan bien como me ha sido posible. No intentéis hacerlo por segunda vez: es inútil, una vez hecho, querer repetirlo. Dejad que repose y cuidad de que no pase frío; dadle de comer si lo desea y no le restrinjáis ningún tipo de alimento o bebida que pida. Con el favor de la diosa es posible que se recupere, pero también es posible que muera.

Io le preguntó si había algo más que estuviera en nuestra mano hacer.

—Según tengo entendido, la víbora no ha muerto.

Yo asentí.

—Nunca llegamos a verla, señor —indicó Io—. Golpeó a una persona y otra persona dijo que en su cabello había una aguja envenenada.

Kichesipos meneó la cabeza.

—Es imposible que una aguja contuviera tanto veneno, y sólo habría dejado una herida. No voy a quitar el vendaje para enseñaros las heridas, pero hay dos. (Luego me maravilló la astucia de la joven Io, pues si le hubiera contado que fue su amo Pausanias quien dijo tal cosa estoy seguro de que Kichesipos jamás habría osado contradecirle). El que la víbora estuviera muerta podría serle beneficioso —siguió diciendo—. Aún más lo sería poner su carne cruda sobre sus heridas… Mientras siga viva, la víbora refuerza constantemente su veneno, al igual que hace una ciudad con el ejército que ha enviado a la guerra. Aparte de eso, nada más puedo sugerir.

—Entonces tendréis que examinar a mi amo —dijo Io—. Es posible que el regente real os haya hablado de él tras la conversación que mantuvieron en el día de hoy, pero él no puede recordarlo.

—Ya me he fijado en su cicatriz. Acércate, joven: deseo tocarla. ¿Quieres arrodillarte? Con ello no cometes ningún acto de sumisión. Dime si te duele.

Me arrodillé ante él y sentí sus hábiles dedos resbalando por mi sien.

—¿Eres sacerdote de Esculapio? —le preguntó Io—. Cuando Latro durmió junto a su altar, Esculapio dijo que no podía ayudarle.

—Me temo que tampoco yo puedo hacerlo —replicó Kichesipos—, al menos sin abrir de nuevo la herida… y eso podría muy fácilmente matarle —dijo, apartando sus dedos de mi cabeza—. Puedes incorporarte. ¿Se te caen los objetos? ¿Tienes tendencia a sufrir mareos o desmayarte?

Sacudí la cabeza.

—Eres afortunado, pues tales síntomas serían de esperar en tu caso. ¿Llevabas casco al sufrir la herida?

Le dije que lo ignoraba.

—Es cierto, olvidas las cosas. ¿No tienes otro síntoma aparte de ése?

—Sí —contesté.

—Se le aparecen los dioses —comentó Io—. A veces…

Kichesipos suspiró.

—Alucinaciones ocasionales… Joven, creo que algún cuerpo extraño se ha introducido hasta muy adentro de tu cabeza, llegando al cerebro. Lo más probable, a juzgar por la herida visible, es que sea una astilla de hueso; pero sé de un caso similar en el cual el cuerpo extraño era una punta de flecha. Si puede servirte de consuelo, es muy probable que no empeores, y entra en lo posible que el cuerpo extraño acabe disolviéndose, especialmente si se trata de una astilla de hueso. Si eso llega a ocurrir, es posible… he dicho posible, que la parte dañada pueda llegar a recuperarse, al menos en parte.

»No concibas demasiadas esperanzas. El proceso tardará años si es que llega a ocurrir y es probable que no ocurra nunca. En cuanto al tratamiento…

Se detuvo un segundo y se encogió de hombros.

—Las oraciones nunca caen por completo en saco roto —prosiguió—, y aunque no te cures es posible que recibas algún beneficio de ellas. Siempre está Esculapio, al cual esta joven dice que ya has apelado; y además por todo nuestro país hay altares consagrados a héroes que se dice poseen poderes curativos, aunque emplearan la mayor parte de sus vidas en matar. Puede que alguno de ellos te ayude. Y también están los dioses mayores, si eres capaz de llamar su atención. Mientras tanto, debes aprender a vivir con tu impedimento. ¿Recuerdas mi nombre?

—Kichesipos.

—Por la mañana recuerda lo sucedido en la tarde y la noche del día anterior, pero al llegar el mediodía ya lo ha olvidado. Escribe las cosas que le han ocurrido.

—Excelente.

—Sin embargo —maticé—, cuando vuelvo a leer lo escrito a veces me pregunto si escribí la verdad.

—Ya veo… —murmuró Kichesipos moviendo la cabeza—. ¿Has escrito algo hoy?

—Sí, mientras esperábamos ver al regente.

—¿Y sentiste la tentación de mentir? No te pregunto si mentiste, solamente si te asaltó la tentación de hacerlo.

Sacudí la cabeza.

—Entonces, dudo mucho que hayas mentido en el pasado. Verás, la mentira es un hábito, como el beber demasiado… Escribiste la verdad tal y como la viste, y eso es cuanto un hombre puede hacer.

—Espero que estés en lo cierto.

—Debes recordar que en todas las vidas suceden cosas tan extraordinarias que sólo el más inteligente y hábil de los mentirosos podría haberlas concebido. Por ejemplo, piensa en la gran batalla de Micala… ¿has oído hablar de ella?

Tanto Io como yo sacudimos la cabeza.

—El regente ha tenido nuevas de ella en el día de hoy, y el noble Pasicrates, que se enteró por boca de mi amo, me habló de ella mientras estábamos conversando sobre tu pobre amigo aquí presente…

El anciano se detuvo para meditar en lo que iba a decirnos.

—Micala se encuentra en la costa asiática. El rey Leotíquides encontró a la flota bárbara fondeada allí, y al ser favorables los augurios ordenó de inmediato el ataque. Las tripulaciones de los barcos habían sido reforzadas por un ejército de Susa, y al parecer el combate fue bastante encarnizado. Naturalmente, cuando el combate se prolonga los bárbaros no pueden hacerle frente a unas tropas disciplinadas y acabaron cediendo. Nuestros hombres mantuvieron su formación, claro está, pero unos cuantos hombres de otras ciudades persiguieron al enemigo y por un gran golpe de suerte fueron capaces de llegar a la empalizada antes de que cerraran las puertas. Ése fue el final para los bárbaros, y logramos incendiar más de trescientos barcos.

Se detuvo un instante y se frotó las manos.

—Los hombres de cien barcos lograron incendiar trescientos y destruyeron un ejército. Dentro de un siglo, ¿quién podrá creerlo? El Gran Rey construirá más naves, sin duda, y pondrá en pie de guerra nuevos ejércitos pero no será durante este año ni el siguiente.

—Y mientras tanto —alegué—, necesitará a cada uno de sus hombres.

—Supongo que sí —asintió Kichesipos moviendo la cabeza.

Cuando el anciano se marchó ya casi había oscurecido. Les dije a los esclavos que nos prepararan comida y la mujer de la capa púrpura se acercó a nosotros mientras la estábamos tomando.

—¿Os importaría darme algo? No pude evitar olerla. Ahora soy vuestro vecino, ¿lo sabíais?

—No —contestó Io—. No sabíamos en qué tienda estabas.

—Me encuentro en la tienda del apuesto Pasicrates, pero en estos momentos no está ahí y sus esclavos no quieren obedecerme.

Apenas si había suficiente alimento para Basias, Io y yo, así que fui a la tienda de Pasicrates y encontré a sus esclavos preparando su propia comida. Uno logró huir, pero cuando tuve a los otros dos bien cogidos por el cuello hice entrechocar sus cabezas, y les ordené que nos trajeran comida advirtiéndoles que si desobedecían otra vez a la mujer les metería la cara en los rescoldos del fuego.

—¿Qué te había dicho? —exclamó la mujer una vez que hube regresado a nuestra tienda—. Cebada, sangre y habas. Después de haber probado las habas y la cebada, creo que prefiero la sangre. Bueno, de todos modos las habas son un alimento muy apropiado para los muertos.

Le pregunté si tenía intención de morir.

—No, pero hacia la muerte nos dirigimos. ¿No lo has oído? Vamos a la ciudad para que el regio Pausanias pueda dormir con su esposa y luego al Aqueronte para que pueda consultar con las sombras. El viaje debería resultar muy interesante.

—¿Quieres decir que visitaremos a los muertos? —le preguntóIo.

La mujer asintió, y aunque tuve la vaga impresión de que en tiempos la había considerado poco atractiva no pude sino darme cuenta de que iluminado por la hoguera su rostro resultaba muy hermoso.

—Al menos yo sí y el regente también. Tendrías que haber visto lo contento que se puso cuando alguien le informó de quién era yo. Envió a buscarme de inmediato y pensé que iba a pedirme que le conjurase unos cuantos fantasmas.

—¿Está muy lejos? —preguntó Io.

—¿Aqueronte? No, está solamente al otro lado de la tumba.

Le dije a la mujer que no debía bromear con lo de ese modo.

—Oh —repuso—, te refieres al camino más largo. No, Io, realmente no está muy lejos. Faltan dos o tres días para llegar a la ciudad de los Cordeleros y luego no creo que quede mucho más hasta llegar al Aqueronte, siempre que nos embarquemos en el golfo tal y como supongo que ocurrirá. Por cierto, ¿podrías prestarme un peine? Creo que he perdido el mío.

Con un gesto lleno de gracia, lo pareció extraer del aire un pequeño peine de hueso. La mujer lo pasó por su oscura cabellera aunque, a decir verdad, ésta no habría podido estar más revuelta.

—Voy a dejarlo crecer —alegó—. ¿Te has dado cuenta de que los Cordeleros lo llevan todos muy largo? Se lo peinan solamente antes de la batalla o eso he oído decir. ¿Ves? No hay ningún alfiler envenenado.

Los esclavos de Pasicrates nos trajeron un cuenco de habas, un poco de pescado ahumado, una hogaza de pan de centeno y una escudilla con vino. Le dije a Io que fuera a ver si Basias había comido y al volver me informó de que estaba sediento, así que le entregué una copa de vino mezclado con agua y la mitad de la hogaza.

—Sería mejor que tú también comieras algo de eso —indicó la mujer—. No creas que luego encontrarás nada mejor.

—Tengo la intención de hacerlo —repliqué—. Pero antes, ¿puedo hacerte una pregunta? Tu lengua no es la mía, y a veces tengo la impresión de que no la he aprendido tan bien como hubiera deseado.

—Claro que puedes.

—Entonces, explícame por qué todos te llaman Euricles, siendo ése un nombre de varón.

—¡Ah! —dijo ella—. Así que se trata de una pregunta personal.

—¿Querrás responder a ella?

—Siempre que a mi vez pueda hacerte otra.

—Naturalmente.

—Se debe a que no han podido adivinar mi auténtica naturaleza. Creen que soy un hombre y tú también lo creíste en un tiempo que ya has olvidado.

—Intentaré no revelar tu secreto —prometí.

—Habla de ello si quieres —replicó ella sonriendo—. A Hipocleides le da igual, si es que conoces la expresión.

En ese mismo instante Io salió de la tienda con la copa de vino llena todavía hasta la mitad.

—No quiere pan —dijo—. Hablé con sus esclavos y se lo entregué a ellos. Me dijeron que tampoco quiso aceptarlo cuando se lo ofrecieron, pero tomó un poco de vino mezclado con agua.

La mujer llamada Euricles se estremeció.

—Dado que no importa el que los demás lo sepan o no, ¿cómo debemos llamarte? —le pregunté.

—¿Por qué no Drakaina, tal y como tú mismo sugeriste? Drakaina de Mileto… Por cierto, ¿has oído hablar de la batalla y de lo que hicieron los milesios después de ella?

—No he oído decir nada de los milesios. ¿No les mandaron tierra adentro para que apacentaran cabras? Eso es lo que dijo el regente.

—Oh, no; eso sólo les ocurrió a algunos miembros de familias prominentes y en realidad no les mandaron para que apacentaran cabras. Les enviaron a Susa en calidad de rehenes, pero cuando la gente de mi bella ciudad oyó hablar de lo ocurrido en Micala se alzaron contra la guarnición bárbara y los mataron a todos.

—Siendo yo mismo un bárbaro, no estoy demasiado seguro de aprobar tal comportamiento.

—Tampoco yo lo estoy —arguyó Drakaina—. Pero eso me coloca en una posición bastante dudosa, ¿no? Me gusta esa posición…

Se levantó y le entregó a Io el peine que le había dejado.

—¿No piensas hacerme tu pregunta personal?

Ella movió la cabeza.

—Me la guardaré. Quizá luego.

Cuando hubo desaparecido en la tienda de Pasicrates, Io se quedó contemplando su pequeño peine con expresión abatida.

—Ahora tendré que lavarlo —dijo.