5
Entre los esclavos de los Cordeleros
Es costumbre golpear a los cautivos y maltratarlos. Píndaro dice que ello se debe a que los Cordeleros desprecian a sus esclavos, pero nos consideran como iguales suyos o, como mínimo, todo lo igual a ellos que puede ser quien no pertenezca a su pueblo.
Yo fui golpeado más que Píndaro o que el hombre negro hasta que encontramos al anciano dormido. Ahora no me pegan ya y tampoco lo hacen mucho con Hilaeira y la muchacha, pero las dos han estado llorando y le han hecho algo a las piernas de la muchacha, de modo que ésta apenas si puede caminar. Cuando me soltaron las manos me encargué de llevarla hasta detenernos aquí.
Hace un momento vino un centinela y me quitó el pergamino. Le estuve observando y, cuando dejó el campamento para hacer sus necesidades, hablé con la mujer serpiente. Ella le siguió y no tardó mucho en regresar con mi pergamino en su boca. Tiene los dientes muy largos y están huecos. Dice que por ellos puede sorber la vida y que ha bebido hasta saciarse.
Ahora debo escribir sobre lo primero que recuerdo de este día, antes de que todo se pierda en la niebla: el brillo del sol y los remolinos de polvo blanco que se levantaban a cada paso para teñir de gris mis pies y mis piernas hasta la altura de la rodilla… El hombre negro iba delante de mí. Me volví una vez hacia atrás y vi a Píndaro siguiéndome, y mi sombra, negra como la del hombre negro, se extendía sobre el polvo del camino. Por volverme a mirar recibí un golpe con el astil de una jabalina. El hombre negro lanzó un grito advirtiéndoles de que no debían golpearme y también él fue golpeado. Teníamos las manos atadas a la espalda y yo tenía miedo de que me golpearan la cabeza pues no me era posible protegerla, pero no lo hicieron.
Cuando hubo acabado la paliza y habíamos reanudado ya la marcha vi a un viejo negro dormido junto al camino, y le pregunté a Píndaro (pues conocía su nombre) si le atarían igual que habían hecho con el hombre negro que nos acompañaba. Píndaro me preguntó a qué hombre me refería y yo señalé tal y como hace el hombre negro con mi mentón hacia él, pero Píndaro no podía verlo, porque se encontraba medio escondido entre las sombras purpúreas de un viñedo.
Un esclavo de los Cordeleros me preguntó a qué hombre me refería. Se lo dije, pero él me contestó que se trataba únicamente de la sombra del viñedo. Yo respondí que le enseñaría al hombre dormido si me permitía abandonar el camino. Obré de tal modo pensando que si el viejo negro despertaba sentirla deseos de ayudar al hombre negro que estaba prisionero junto a nosotros, y quizá pudiera advertir a alguien de nuestra captura.
—Ve delante —dijo el esclavo que había estado hablando conmigo—. Enséñame eso que cuentas, pero si echas a correr te unirás a nuestros amigos. Y si no hay nadie ahí volverás a pagar por ellos.
Salí del camino y me arrodillé junto al anciano dormido.
—Padre —musité—, padre, despierta y ayúdanos.
Al tener las manos atadas me era imposible sacudirle para que despertara pero me apoyé en una sola rodilla y le di con la otra no muy fuerte mientras hablaba. Por fin abrió los ojos y se incorporó. Era calvo y la barba rizada que le colgaba hasta el vientre era blanca como la escarcha.
—¡Por todos los doce que tiene razón! —gritó el esclavo que me había seguido, dirigiéndose a los demás.
—¿Qué ocurre, hijo mío? —me preguntó el anciano con voz pastosa—. ¿Qué está pasando aquí?
—No lo sé —repliqué yo—. Me temo que piensan matarnos.
—Oh, no… —Estaba mirando la máscara que llevaba colgada al cuello—. Vaya, si eres un amigo de mi pupilo… No, eso no puede ser. —Se puso en pie tambaleándose, y me di cuenta de que si se había quedado dormido junto al viñedo era porque estaba borracho como una cuba. El hombre negro brilla siempre recubierto por una leve capa de sudor, pero el anciano estaba muy gordo y aún relucía más, dando la impresión de que a su espalda había escondida una fuerte luz—. He perdido una flauta y mi copa —le dijo al esclavo que me había acompañado—. Búscalas, ¿quieres hacerlo, hijo mío? Por el momento no siento deseo alguno de inclinarme.
La flauta era muy sencilla y había sido tallada en madera al igual que la copa: los dos objetos se encontraban uno junto al otro sobre la hierba.
Varios esclavos de los Cordeleros habían llegado hasta el lugar y nos rodeaban con ojos llenos de curiosidad. Creo que el hombre negro había sido el primero de tal color que les había sido dado contemplar y ahora se encontraban con otro, más anciano.
—Si quieres conservar tu flauta y tu copa, anciano —le conminó uno de ellos—, será mejor que nos digas quién eres.
—Ah, sí, claro que lo haré —respondió él, eructando levemente—, por supuesto que lo haré. Soy el Rey de Nysa.
—¿Eres el Niño? —le preguntó con voz aguda la joven al oír sus palabras—. Esta mañana un sacerdote dijo que el Niño era el Rey de Nysa.
—¡No, no, no! —El anciano meneó la cabeza y se llevó la copa a los labios sorbiendo un trago de vino oscuro como el crepúsculo—. Estoy seguro de que no pudo decir tal cosa, niña. Debes saber que… —eructó de nuevo—, que es necesario poner gran cuidado al escuchar o de lo contrario nunca llegarás a hacerte sabia. Estoy totalmente seguro de que al hablar de mi pupilo no expresaba con ese «de Nysa» la propiedad de la corona, sino la simple procedencia de tal lugar. Verás, cuando fue puesto en mis manos era aún muy joven. Me encargué de su educación y me ha recompensado… —eructó por tercera vez—, tal y como puedes ver.
Uno de los esclavos se rió.
—Dándote todo el vino que deseas… ¡Muy bien! Ojalá mi amo me recompensara de tal modo…
—¡Exactamente! —repuso el anciano—. ¡Justamente, así ha sido! Me veo forzado a reconocer que eres un joven de lo más inteligente y astuto.
Fue entonces cuando vi por primera vez cómo Píndaro había inclinado la cabeza.
—Viejo, tienes una flauta muy bonita —dijo el esclavo de mayor edad—. Ahora será mejor que escuches lo que voy a decir, pues aquí yo estoy al mando. Debes tocar para nosotros: si lo haces bien podrás conservar tu flauta, pues quitarle su instrumento a un buen músico es una ofensa para los dioses, pero si no tocas bien la perderás y recibirás una buena paliza. Y si no sabes ejecutar ni una sola nota… bueno, entonces habrás pasado el último rato feliz de tu vida.
Algunos de los demás esclavos lanzaron gritos de aprobación al oírle.
—Me alegrará hacerlo, hijo, cree que me alegrará mucho hacerlo… Pero no voy a tocar la flauta sin nadie que cante acompañando mi música. ¿Qué hay de este pobre chico con la cabeza herida? Dado que fue él quien me encontró, ¿no sería posible que cantara para acompañar mi música?
El jefe de los esclavos asintió.
—Con las mismas leyes que tú. Será mejor que cante bien o cuando le pongamos las manos encima le haremos chillar todo lo que no haya cantado antes.
El viejo me sonrió y sus dientes brillaron con un resplandor más blanco aún que el de su barba.
—Muchacho, seguro que tienes la garganta reseca por el polvo del camino. Necesitarás tomar un sorbo para aclararla…
Llevó su copa hasta mis labios y yo llené mi boca con el vino que contenía. Me resulta imposible describir a qué sabía, y creo que mis sensaciones entonces debieron ser únicamente comparables a las del viñedo ante la tierra, el sol y la lluvia… o quizá ante lo que éstos sienten por el viñedo.
Después, el anciano empezó a tocar su flauta.
Y yo empecé a cantar. No puedo describir aquí las palabras de mi canto pues no pertenecían a ninguna lengua que me resulte conocida y, sin embargo, cuando las cantaba me resultaba posible comprenderlas. Hablaban del alba del mundo, cuando los esclavos de los Cordeleros hablan sido hombres libres que sólo servían a su rey y a la Madre Tierra.
Hablaban también del rey que vino de Nysa y de su porte majestuoso, y de cómo había entregado al Rey de Nysa a la Madre Tierra para que ésta lo adoptara, confiándolo a los cuidados de la Piedra Miliar.
Los esclavos de los Cordeleros bailaban mientras yo cantaba, agitando sus armas y dando saltos como corderos en la pradera y junto con ellos bailaban también Píndaro y el hombre negro, al igual que la mujer y la joven, pues los nudos que les habían retenido eran semejantes a los que hacen los niños en sus juegos y bastó que se movieran un poco para acabar aflojándolos.
La canción acabó muriendo entre mis labios y la música cesó de sonar.
Píndaro se quedó sentado un rato junto a mí delante del fuego mientras los demás dormían.
—Hoy se cumplieron dos líneas de la profecía —comentó—. ¿Lo recuerdas?
No pude hacer otra cosa más que negar en silencio.
—«¡Canta, pues, y haz resonar las colinas con tu cántico! ¡Haz que el rey, la ninfa y el sacerdote bailen en circulo!». El dios… Latro, te has dado cuenta de que era un dios, ¿verdad? El dios era un rey, el Rey de Nysa. Hilaeira fue una ninfa la noche anterior cuando bailamos en honor del Dios que ha Nacido Dos Veces. Y yo soy un sacerdote del Dios Resplandeciente, pues soy poeta. El Dios Resplandeciente te estaba diciendo que deberías cantar cuando así te lo pidiera el Rey de Nysa. Lo hiciste y entonces desató las cuerdas que nos tenían prisioneros, cumpliéndose así correctamente esta parte.
Le pregunté entonces cuál era la parte que no se había cumplido.
—No lo sé —confesó—. Quizá todo se haya cumplido tal y como debía, pero… —Agitó pensativamente las ascuas del fuego, supongo que para ganar tiempo y meditar su respuesta. Me di cuenta de que le temblaba la mano—. La verdad es que antes no había visto jamás a un inmortal y tú sí. Supe de ello al hablar de cómo viste al Dios del Río, cuando estábamos en nuestra luminosa ciudad.
—No me acuerdo —alegué.
—No, ya pensaba que no lo recordarías. Pero quizá hayas escrito algo de eso en tu pergamino. Deberías repasarlo.
—Lo haré cuando haya escrito todo lo que aún recuerdo del día actual.
—Tienes razón —reconoció él con un suspiro—, eso es mucho más importante.
—Voy a escribir sobre el Rey de Nysa y diré que era tan negro como el hombre negro que nos acompaña.
—Por eso lo encontramos, claro —dijo Píndaro, asintiendo—. Como Rey de Nysa es monarca de ese hombre, y no hay duda de que él debe de ser un fiel adorador del dios. El ejército del Gran Rey que ahora se retira hacia el norte reclutó soldados entre muchas naciones extrañas. —Píndaro se quedó callado durante unos segundos, los ojos clavados en el fuego—. También es posible que estuviera siguiendo al Niño: se rumorea que actúa de tal modo, y los misterios que celebramos ayer quizá hayan servido para invocar al Niño… después de todo, tal es su finalidad. Dicen que ahí donde ha estado el Niño se encuentra luego dormido a su viejo protector y maestro, y si eres capaz de atarle antes de que despierte puedes entonces obligarle a que te revele tu destino. —Píndaro se estremeció—. Me alegro de que no obráramos así pues tengo la impresión de que no deseo conocer el mío, aunque una vez fui al oráculo de Iamus para interrogarle sobre él. Pero no me gustaría enterarme de mi destino por boca de un dios; resulta imposible discutir con él si no te gusta lo que dice…
Yo seguía pensando en lo que había dicho al principio.
—Creía saber muy bien cuál era el significado de la palabra rey pero ahora no estoy demasiado seguro de ello. Cuando dices «el Rey de Nysa», ¿te refieres a lo mismo que pretendes decir al hablar de que el ejército del Gran Rey se está retirando?
—Pobre Latro… —Píndaro me palmeó levemente el brazo como un hombre intentando calmar a su caballo, pero había tal bondad en su gesto que no me importó—. Sería una gran desgracia que tú, incapaz de aprender nada nuevo, llegaras a perder lo poco que sabes… Podría explicártelo, pero no tardarías en olvidarlo.
—Lo escribiré —repliqué—, igual que haré con todo lo referente al Rey de Nysa. Mañana podré leerlo todo y lo entenderé.
—Muy bien, pues. —Píndaro carraspeó y siguió hablando—. En los primeros días las naciones de los hombres eran gobernadas por sus dioses. Nuestro rey era el Tonante y nos gobernaba igual que el Gran Rey gobierna hoy su Imperio. Los hombres y las mujeres le veían cada día y quienes le encontraban podían dirigirle la palabra si eran lo bastante osados. Estoy seguro de que el Rey de Nysa gobernaba de igual modo su pequeña nación, situada al sur de la Tierra de Río. Si Odiseo hubiera llegado a viajar tan lejos quizá hubiera podido encontrarle ahí, sentado en su trono y rodeado por los hombres negros.
»Los dioses solían unirse a las diosas y de tal modo engendraban nuevos dioses. Tales son las enseñanzas de Homero y Hesíodo, los cuales eran poetas llenos de arte que cantaron de modo insuperable las gestas del Dios Resplandeciente. También era frecuente que los dioses se dignaran unirse a nuestra raza y entonces su descendencia era heroica y de talla superior a la meramente humana, aunque no totalmente divina. Por ejemplo, de ese modo nació Hércules de Alcmena…
Asentí para darle a entender que seguía sus explicaciones.
—Con el tiempo los dioses se dieron cuenta de que sus hijos y los hijos de éstos carecían de tronos. —Píndaro hizo una pausa y levantó los ojos hasta el cielo estrellado que con su resplandor parecía burlarse de nuestra pequeña hoguera—. ¿Recuerdas la granja donde comimos, Latro?
Sacudí la cabeza.
—Había una silla ante la mesa y en ella debía instalarse el granjero para comer. Tenía una hija, un diablillo de revueltos rizos que andaba por toda la casa gritando y que mientras yo observaba sus travesuras trepó a la silla. Su padre no la castigó por ello, ni siquiera la hizo bajar de la silla, sino que fue hasta ella, le acarició el pelo y la besó. Así ocurrían también las cosas entre los dioses y sus hijos, que se convirtieron en los reyes de los hombres. Los reyes del País Silencioso, al cual se nos conduce ahora, siguen empezando la historia de su orgulloso linaje en el hijo de Alcmena y si fueras a viajar hacia el Imperio por el este encontrarías bastantes lugares donde las Heraclidas, los hijos e hijas de Hércules, gobernaron hasta no hace mucho, e incluso hallarías algunos donde aún lo hacen como vasallos del Gran Rey.
Le pregunté entonces si el granjero no desearía algún día en el futuro ocupar su silla.
—¿Quién puede responder a eso? —musitó Píndaro—. Los tiempos venideros lo sabrán, sin duda…
Y permaneció en silencio, acariciándose pensativamente el mentón y contemplando la hoguera.