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Las palabras de la Madre Gea

La profecía de la diosa resuena aún en mis oídos. Debo anotarla aquí aunque si el Silencioso, Pasicrates, llegara a leerla, estoy seguro de que intentaría matarme.

Él no estaba en el altar de la Gran Madre, pero como pensé que el líder de los Cordeleros podía ser Pasicrates y éstos se habían reunido junto a la losa de piedra para contemplar a la niña muerta le pregunté su nombre.

—Soy Eutaktos —respondió—. ¿Ya has olvidado la marcha que hicimos juntos desde Pensamiento?

—Claro que lo ha olvidado, noble Eutaktos —repuso Drakaina—, ya sabéis cuál es su estado. Pero, ¿qué ocurre con el vuestro? ¿No me recordáis?

—Sé quién sois, señora —dijo Eutaktos en tono cortés—, y puedo ver el servicio que esta noche le habéis vendido a los Cordeleros.

—¿Qué ha sido de Euricles de Mileto, que os acompañó en vuestra marcha? ¿Dónde se encuentra ahora?

—Donde le haya enviado el regente —respondió Eutaktos—. ¿Creéis acaso que puedo mezclarme en tales asuntos?

Se volvió hacia sus hombres y les gritó enérgicamente:

—¿Qué hacéis todos mirando, idiotas? Sacadla de ahí y haced pedazos ese altar.

Le pregunté si pensaba enterrar a la niña.

Eutaktos meneó la cabeza.

—Que los dioses entierren a sus muertos, ya que nos hacen ocupar de los nuestros. Pero, Latro… —advirtió, suavizando su áspera voz—. La próxima vez no intentes resolver algo semejante tú solo. Pide ayuda.

Mientras hablaba, ocho hoplitas cogieron el altar por un extremo y lo hicieron caer con gran estruendo. Había unos treinta hoplitas, supongo que todo un enomotia.

Cuando nos internamos entre los árboles alguien nos arrojó una piedra y así empezó todo. Hasta llegar a la colina hendida hicimos el camino bajo una lluvia de piedras y palos. Un hoplita fue herido en el pie, aunque pudo seguir andando con leve cojera, y poco después otro proyectil le rompió la pierna a otro. Dos de sus compañeros ataron sus capas rojas a los astiles de sus lanzas y lo colocaron encima.

En la colina hendida las piedras eran mucho más grandes y golpeaban con mayor fuerza porque eran arrojadas por hombres escondidos en la cima. Las que nos habían llegado entre la arboleda creo que habían sido arrojadas por mujeres y chicos. Drakaina y yo no llevábamos armadura y nos detuvimos, pero los hoplitas levantaron sus grandes escudos por encima de sus cabezas y avanzaron. Los gritos que resonaban en la colina y el estruendo de las piedras sobre los escudos de bronce era como el ruido que harían cien fraguas, cien martillos golpeando todos al unísono un centenar de yunques. Todos estábamos aturdidos y éramos incapaces de oír, excepto Drakaina.

Me cogió por el brazo y me llevó hacia las sombras que habíamos dejado atrás hacía apenas unos momentos.

—¡Aquí nos matarán!

—Lo cierto es que ahí si nos matarán. ¿No te has dado cuenta de que los Cordeleros no consiguen pasar?

Era cierto. Los hoplitas que iban en la retaguardia se habían detenido y ahora retrocedían, apartándose de las piedras.

—Es probable que tengan obstruido el camino de algún modo, o quizá tengan a cuatro o cinco esclavos con armas allí donde éste se vuelve más ancho, de modo que uno o dos Cordeleros tengan que enfrentarse a todos ellos. Puede que en su falange sean los mejores soldados del mundo, pero dudo que por separado sean muy superiores a los demás hombres.

El resto de Cordeleros no tardó en seguir a los que se habían retirado. Casi todos ayudaban a un camarada herido con el brazo que sostenía su lanza en tanto que intentaban desviar las piedras con su escudo.

—¡Volved a los fuegos! —gritó Eutaktos—. Falta poco para el amanecer.

Drakaina lanzó un alarido y giré a tiempo para ver el brillo de un cuchillo. De pronto Drakaina se esfumó, y la mujer que la había atacado cayó al suelo con una exclamación ahogada.

Otra mujer y un chico se lanzaron sobre mí desde la oscuridad y yo les derribé con mi gancho, aunque no me enorgullezco de ello. Una vez muertos les examiné y entonces supe que había matado a la mujer de un desconocido y a un muchacho que tendría unos doce años; ella estaba armada con un cuchillo de cocina y él con una hoz[3]. Al ver ésta deseé tener conmigo mi espada, aunque el gancho no resultaba nada malo como arma. La mujer que había atacado a Drakaina se retorcía en su agonía pero de ésta no vi señal alguna.

Me reuní nuevamente con los Cordeleros y ayudé a transportar un herido. Mientras nos abríamos paso hasta el claro siguieron cayendo piedras. Me golpearon dos de ellas pero no me caí y tampoco se me rompió ningún hueso. Cuando hicimos el camino hasta la hendidura de la colina los Cordeleros habían ido en fila, y casi nunca habían parecido darse cuenta de los proyectiles que les arrojaban; pero ahora varios de ellos se metieron en los árboles de vez en cuando y lograron matar a dos esclavos, aunque uno de los Cordeleros no regresó.

Las hogueras estaban a punto de extinguirse, y mientras algunos se ocupaban de los heridos, otros, yo entre ellos, recogimos toda la madera que nos fue posible encontrar y la echamos al fuego. Cuando oí de nuevo la voz de la diosa en el robledal le dije a Eutaktos que los esclavos no tardarían en atacarnos otra vez.

Apartó los ojos del Cordelero agonizante al cual había estado atendiendo y me preguntó por qué lo creía así. Antes de que pudiera contestarle un león rugió entre los árboles y un lobo aulló y, como si también ellos fueran leones y lobos, un centenar de voces les respondieron. Cada hombre tenía una piedra y cada uno de ellos se acercó corriendo hasta nosotros antes de lanzarla para hundirse luego otra vez entre las sombras. Recogimos todas las piedras que pudimos hallar y las lanzamos en sentido inverso pero la mayoría de nuestros proyectiles se perdieron en la oscuridad.

Al final acabaron atacando nuestro círculo. Yo luché con la espalda apoyada en una de las piedras que sostenían el altar, aunque no era lo bastante alta como para darme suficiente protección. Un Cordelero cayó junto a mí, y luego otro, y después de eso ya no oí los gritos de ánimo de Eutaktos. Luché solo, rodeado por un círculo de esclavos armados con garrotes y hachas, y todo ello sucedió en menos tiempo del que me ha ocupado escribirlo.

La voz quebradiza de la vieja diosa gritó «¡Esperad!», yaunque no creo que los esclavos llegaran a oírla realmente, la obedecieron pese a todo.

Avanzó con largas zancadas hasta la hoguera; tal abundancia de sangre derramada tenía que haber restaurado su vigor, aunque no le hubiera devuelto la juventud. El león y el lobo correteaban a su alrededor como si fueran perros, y aunque los esclavos de los Cordeleros no podían verla a aquéllos si les vieron y se apartaron aterrorizados. Cuando la diosa se detuvo ante mí yo me convertí de nuevo en un chiquillo, como al enfrentarme con la vieja de la cueva en la colina.

—Así que eres tú —dijo, viniendo otra vez para visitar a la Madre Gea… Europa transmitió tu mensaje y mi hija me ha dicho lo que te prometió. ¿Te acuerdas de Europa? ¿O de mi hija Kore?

Si alguna vez las había conocido, ahora se habían perdido entre la niebla, esfumándose de un modo tan irremisible como si jamás hubieran existido.

—No, veo que no te acuerdas.

Pese a ser ingente, su voz al hablarme parecía débil y me costaba entenderla por encima del rugido de las bestias y el griterío de los esclavos.

—¿Por qué no me amenazas ahora con tu arma? —me preguntó—. Amenazaste a Kore. ¿Aún tienes miedo de mi león?

Agité la cabeza al oírla hablar, pues en el momento en que pronunciaba esas palabras sentí que me inundaban otra vez todos los recuerdos que había tenido de Kore y Europa.

—Si fuera a matarte, Madre, ¿quién me curaría entonces?

—Por la loba que dio a mamar a tus padres que estás aprendiendo sabiduría…

Los esclavos me contemplaban como si yo estuviera loco. Habían bajado sus armas y mientras la Madre Gea hablaba yo bajé la mía, me acerqué a ella y la toqué en el brazo.

Los esclavos lanzaron un grito tremendo cuando la toqué con mi mano pero en seguida volvieron a callarse. Cuando avanzaron hacia mí muchos lloraban, tanto hombres como mujeres o niños. Creo que también ellos la habrían tocado si les hubiera sido posible, pero el león y el lobo se les plantaron delante, amenazándoles como hacen los perros pastores con las ovejas.

—¡Diosa! —gritó uno de los esclavos—. ¡Oye nuestra plegaria!

—Ya la he oído muchas veces —contestó la Madre Gea, y ahora su voz era como el canto de un pájaro que vuela bajo el sol en tierras que han sido sumergidas para toda la eternidad.

—Durante quinientos años los Cordeleros nos han esclavizado…

—Y durante quinientos años más os esclavizarán pese a que los superáis siete veces en número. ¿Por qué razón debería ayudaros?

Al oírla hicieron avanzar a la sacerdotisa ciega, y ésta exclamó:

—¡Somos tus adoradores! ¿Quién alimentará tus altares si perdemos nuestra fe?

—Tengo millones de adoradores en otras tierras —repuso la Madre Gea—, y para algunos de ellos aún no estoy vieja ni encorvada.

Se calló durante unos segundos, chupándose las encías.

—Pero quiero otro sacrificio esta noche: si me lo concedéis voluntariamente haré todo lo que pueda para liberaros. No es necesario que la víctima muera. ¿Me concederéis ese sacrificio?

—Sí —respondió la sacerdotisa, y el hombre que había hablado antes dijo también que sí, y después de ellos todos los esclavos gritaron «¡Sí!» al unísono.

Entonces la Madre Gea les dijo lo que deseaba de él, y la sacerdotisa ciega encontró un pedazo bien afilado de pedernal después de rebuscar en el suelo a cuatro patas, como un animal.

Por dos veces él intentó golpear pero apartó su mano al ver las primeras gotas de sangre. Aunque la Madre Gea había dicho que su muerte no era necesaria su progenie murió esa noche hasta la generación número diez mil y él lo sabía tan bien como yo. Estaba lejos de la Madre Gea y de mí, y los demás esclavos se habían apiñado a su alrededor, animándole con sus gritos y prometiéndole grandes recompensas, desde un nuevo tejado para su choza hasta una buena cabra lechera. Entonces supe que podía escabullirme en la oscuridad si así lo deseaba pero aguardé, tan fascinado como los otros.

Por fin logró golpearse sin vacilación y su virilidad quedó inmóvil en su mano, como el despojo que el carnicero levanta para enseñar a quien lo desea. Alguien lo cogió de entre sus dedos y lo depositó sobre el altar mientras que él permanecía inmóvil con las piernas bien separadas, sangrando como una mujer… o, mejor dicho, como el toro que acaban de convertir en buey. Los demás le hicieron tenderse en el suelo y detuvieron su hemorragia con musgo y telarañas.

—Ahora, oídme —dijo la Madre Gea, irguiendo su espalda.

Por unos instantes pareció que una luz inmensa ardía por encima nuestro y que solamente su cuerpo se interponía entre nosotros y esa luz, protegiéndonos de ella.

—Este hombre me está consagrado mientras viva —declaró—. En pago lucharé por vosotros y me esforzaré para que su amo, el príncipe Pausanias, llegue a ser rey de esta tierra.

Los esclavos murmuraron al oír estas palabras, y unos cuantos protestaron.

—Creéis que es vuestro mayor enemigo, pero os digo que será vuestro mayor amigo y puede que llegue a ser vuestro rey dándoles la espalda a los de su propio linaje. Sin embargo, es posible que tanto él como yo fracasemos. De ser así, destruiré la ciudad de los Cordeleros…

Al decir esto los esclavos lanzaron tal rugido que no pude oír el resto de sus palabras.

—… y entonces deberéis alzaros contra los Cordeleros y vuestras guadañas deberán cortar sus lanzas en tanto que vuestras hoces abatirán sus espadas. Pero antes, arrojad vuestras piedras contra sus cascos: así les habéis derrotado esta noche y debéis recordarlo.

Entonces se esfumó y el claro pareció muy oscuro y alejado de las tierras de los hombres. Una hoguera estaba agonizando mientras que la otra ya no tenía más que algunas ascuas a medio apagarse. Media docena de hombres hicieron una litera con ramas y bejucos para transportar en ella al hombre que se había castrado a sí mismo, y a esa media docena siguieron otros hombres llevando los cuerpos de quienes habían muerto en el combate. Algunas mujeres me pidieron que fuera con ellas y se ofrecieron a curar mis heridas, pero aún seguía teniéndoles miedo por la mujer que había matado y les dije que debían seguir a sus esposos. Hicieron tal y como les indiqué, dejándome solo con los muertos.

Aunque el gancho no había sido creado para excavar en el suelo pude abrir una fosa no muy honda en la tierra blanda del claro. Allí enterré a la niña que no había salvado, y sobre su tumba amontoné las piedras que nos habían arrojado. Creo que uno de los Cordeleros muertos era Eutaktos, al cual había conocido en un tiempo ya olvidado. Aunque le quité el casco a varios para estudiar mejor sus rostros me fue imposible estar seguro, pues no había visto a Eutaktos más que unos breves segundos a la luz del fuego.

Tampoco sabía ya quiénes eran Kore y Europa o cuál había sido su significado antes para mí, aunque pude recordar un tiempo no muy lejano en el que había sabido todo eso. Sus nombres y su recuerdo me turbaban casi tanto como la idea de que el león y el lobo podían rondar aún por las cercanías del claro. Musité las palabras «Kore» y «Europa» incesantemente mientras alimentaba la hoguera agonizante y pasaba leños ardiendo a la otra para encenderla de nuevo; hasta que por fin Kore y Europa dejaron de tener significado alguno para mí, y ya ni tan siquiera fueron nombres.

Yendo de una hoguera a otra esperé el amanecer antes de cruzar la colina. Los cuerpos de muchos Cordeleros yacían en ese sendero y aún se veían abundantes manchas de sangre, pero los esclavos habían arrastrado los cadáveres a un lado de tal modo que ahora yacían medio ocultos por las sombras bajo los árboles, envueltos en la verde vida de los robles. No creo que los demás Cordeleros puedan encontrarles ahí.

Desde el lugar donde Drakaina me había cogido del brazo pude ver a la vieja diosa andando por el valle; era una mujer más alta que cualquier mujer normal, a la vez más oscura y más brillante que las copas de los árboles progresivamente encendidas por el amanecer. Creo que se detuvo en la tumba, pues un rato más tarde desapareció ante mis ojos y la oí llorar.

Cuando hube cruzado por la colina hendida arrojé a un lado mi arma y me apresuré por entre los campos hasta llegar a la orilla del Eurotas, donde ahora estoy escribiendo estas palabras bajo la claridad del sol. Io me encontró aquí, y después de que le hube contado parte de lo sucedido esta noche me curó mis heridas con un poco de ungüento y lloró sacudiendo amargamente la cabeza por el golpe que me había derribado. Luego, llena de orgullo, me llevó hasta donde había escondido a Cerdon entre la paja de nuestras mulas; pero Cerdon había muerto mientras ella dormía, y sus miembros ya estaban rígidos y fríos.