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En la Colina

Hemos acampado y he olvidado ya gran parte de lo ocurrido desde que vi al Dios Veloz. A decir verdad, he olvidado incluso que llegué a verlo y sólo sé de tal encuentro lo que acabo de leer en el pergamino que escribo.

La Colina es muy hermosa. Hay edificios de mármol y un maravilloso mercado en ella. Sin embargo, la gente que la habita está asustada y no ama al Gran Rey porque no ha venido hasta aquí con más soldados suyos. Lucharon por él, creyendo que vencería a los ejércitos de Pensamiento y el Cordel, aunque los hijos de esas ciudades descienden de Helen al igual que ellos. Dicen que la gente de Pensamiento odia incluso su nombre y piensa incendiar sus calles, del mismo modo que se comportó el Gran Rey con las calles de Pensamiento. Dicen (después les he oído hablar en el mercado) que se confiarán a la clemencia de los Cordeleros, pero que los Cordeleros no conocen la clemencia. Quieren que permanezcamos aquí, pero dicen que no tardaremos en irnos dejándoles sólo la protección de sus murallas y sus hombres, de entre los cuales los mejores, el Grupo Sagrado, ya han muerto todos. Y creo que es cierto pues ya he oído cómo algunos decían que por la mañana levantaremos el campamento.

Aquí hay gran abundancia de posadas pero el hombre negro y yo no tenemos dinero, por lo que dormimos fuera de las murallas con los demás soldados del Gran Rey. Ojalá hubiera descrito al médico cuando empecé a escribir, pues soy incapaz de encontrarle ahora entre el gentío. Hay muchas mulas pintas y no escasean tampoco los hombres con un solo ojo, pero ninguno de ellos me ha dicho que sea criado de un médico. Casi todos se niegan a dirigirme la palabra: al ver mis vendajes, piensan que acudo a ellos para mendigar. No deseo mendigar, aunque me parece todavía menos honroso comer lo que roba el hombre negro, tal y como vengo haciendo. Esta mañana intenté conseguir comida en el mercado igual que hace él, pero su habilidad es mayor que la mía. Muy pronto iremos a otro mercado y una vez allí me interpondré entre él y los propietarios de los puestos, tal y como hice esta mañana. No le resulta fácil porque la gente siempre se le queda mirando, pero aun a pesar de ello es muy astuto y tiene éxito con frecuencia incluso cuando le vigilan. No sé cómo lo hace pues me ha repetido muchas veces que no debo mirar en su dirección.

Mientras el hombre negro habla con sus manos y los demás discuten, escribo estas palabras en el templo del Dios Resplandeciente, que se alza en el ágora, el gran mercado de la Colina. Muchas cosas han ocurrido desde la última vez que pude escribir y no tengo la menor idea de cuál puede ser su significado, así que no estoy demasiado seguro de por dónde debo empezar.

El hombre negro y yo fuimos a otro mercado después de haber comido un poco y descansar un rato; el mercado era el ágora, en el centro de la ciudad. En él se venden joyas y recipientes de oro y plata, no solamente pan y vino o pescados e higos como en otros mercados. Hay muchos edificios hermosos con pilares de mármol y el suelo está cubierto por losas de piedra como si nada más llegar a él se encontrara ya uno dentro de un edificio similar a aquéllos.

En el centro de todo esto, rodeada por la multitud ruidosa de los que compran y venden, se encuentra una fuente, y en el centro de la fuente, vertiendo en ella sus aguas, se halla una imagen del Dios Veloz hecha de mármol.

Al haber leído sobre él en mi pergamino me apresuré hacia la imagen pensando que se trataba del Dios en persona y empecé a llamarle a gritos. En ese momento nos rodearon casi cien personas, algunos soldados del Gran Rey como nosotros pero la mayoría ciudadanos de la Colina. Nos hicieron a gritos muchas preguntas y yo las contesté tan bien como pude. El hombre negro se dedicó a pedirles dinero por señas y en sus manos llovió cobre, bronce y plata, con tal abundancia de monedas que finalmente tuvo que cesar en sus peticiones y las metió en la bolsa que usa para guardar lo que le pertenece.

Eso causó mala impresión en la multitud y no hubo más monedas, pero entonces llegaron hombres con muchos anillos y dijeron que debíamos ir a la Casa del Sol; cuando el hombre negro dijo que no iríamos allí nos explicaron que el sol es quien todo lo cura y llamaron a unos soldados de la Colina para que les prestaran ayuda.

De este modo se nos condujo hasta uno de los edificios más hermosos, que tenía columnas y un gran número de amplias escalinatas; allí se me hizo arrodillar ante la profetisa, que estaba sentada sobre un trípode de bronce. Los hombres de los anillos hablaron largo rato con un sacerdote muy delgado, quien les repitió muchas veces y en modos muy distintos que la profetisa no hablaría en nombre del dios mientras no se hiciera una ofrenda.

Por último, uno de los hombres con muchos anillos mandó a su esclavo que se fuera no sé adónde y tuvimos que aguardar mucho tiempo, y todos los hombres de los anillos hablaron mientras de los dioses y de cuanto sabían acerca de ellos, así como de aquello que les contaron sus padres, sus abuelos y sus tíos. El esclavo regresó finalmente trayendo consigo una esclava muy joven que me llegaba apenas a la cintura.

Su propietario habló de ella en términos de gran alabanza, haciéndonos ver a todos lo hermoso que era su rostro y jurando que era capaz de leer y que jamás había conocido varón alguno. El oír tal cosa me maravilló, pues por el modo en que ella miraba al esclavo que la había traído hasta aquí vi que lo conocía y no le apreciaba mucho. Sin embargo, no tardé en comprender que el sacerdote delgado no creía las palabras del hombre con muchos anillos más de lo que las creía yo, y quizá aún menos que yo.

Una vez que éste hubo terminado de hablar, la esclava fue conducida hasta los muros y se le enseñaron las letras que había en ellos. No eran como las que estoy trazando ahora pero me di cuenta de que se trataba de una forma de escritura.

—Niña, lee para mí las palabras del dios que hace visible y claro el futuro —le ordenó el sacerdote—. Lee en voz alta lo que dice el dios que cura y permite volar a las raudas saetas de la muerte.

Y la esclava así lo hizo, con fluidez y sin error alguno:

Aquí el hijo de Leto, tañendo su lira,

Ilumina nuestros días con el fuego dorado,

Curando todas las heridas y dando la esperanza divina,

A quienes en este altar se arrodillan.

Su voz era clara y dulce, y aunque no se parecía en nada a los gritos que se oyen en el campo de entrenamiento pareció alzarse por todo el mercado dominando su clamor.

El sacerdote asintió satisfecho y le indicó con un gesto a la esclava que guardara silencio. Luego le hizo una seña a la profetisa y ésta de inmediato fue poseída por el dios al que servía, empezando a retorcerse y aullar sobre su trípode.

Sus alaridos no tardaron en aquietarse y empezó a hablar con tal rapidez que sus palabras parecían guijarros repiqueteando en el interior de una urna y su voz no era la de una mujer corriente. Sin embargo, no presté demasiada atención a lo que decía pues tenía los ojos clavados en un hombre dorado cuya estatura era muy superior a la de cualquier hombre normal y que había surgido silenciosamente de una estancia del templo.

Me hizo una señal y fui hacia él.

Era joven y tenía porte de soldado, pero no había en su cuerpo cicatriz alguna. En su mano izquierda sostenía un arco y un cayado de pastor y en la espalda llevaba una aljaba de flechas doradas. Cuando estuve ante él hincó la rodilla en tierra, como lo haría yo si quisiera hablar con un niño.

Me incliné ante él y al hacerlo miré hacia los demás, que estaban oyendo a la profetisa en actitudes de gran reverencia y no parecían ver al gigante dorado.

—Para ellos no estoy aquí —me dijo, respondiendo así a la pregunta que yo no había llegado a formular.

Me hablaba con dulzura y suavidad, como el vendedor que le explica a su cliente cómo le ha reservado sus mejores mercancías.

—¿Cómo es posible tal cosa?

Y durante todo ese tiempo los demás murmuraban y asentían, los ojos clavados aún en la profetisa.

—Solo al hombre solitario le es dado ver a los dioses —me dijo el gigante—. Para los demás hombres, cada dios es el Dios Desconocido.

—Entonces, ¿estoy solo? —le pregunté.

—¿Puedes verme?

Asentí en silencio.

—Las peticiones que a mí se dirigen son concedidas algunas veces —continuó—. Pero tú no has venido a mí con ninguna petición. ¿Tienes ahora algo que pedirme?

Incapaz de hablar o de pensar, sacudí la cabeza.

—Entonces, te daré los dones que está en mi mano conceder. Escucha cuáles son mis atributos: soy el dios de la adivinación y de la música, de la muerte y de la curación. Soy el que mata a los lobos y soy el amo del sol. Mi profecía es que irás hasta muy lejos buscando tu hogar y no lo encontrarás hasta no haberte alejado por completo de él. Serás capaz de cantar por una sola vez tal y como cantaban los hombres en la Edad de Oro acompañando la música de los dioses. Mucho tiempo después, encontrarás lo que buscas en la ciudad muerta.

»Aunque tengo el don de la curación no puedo curarte, y tampoco lo haría si pudiera. Caíste junto a un altar de la Gran Madre y a uno de sus altares debes volver. Cuando estés allí te indicará el camino, y cuando todo haya terminado el colmillo del lobo hará volver junto a ella a quien lo envió.

Y a medida que pronunciaba estas palabras el hombre dorado pareció hacerse más y más borroso, cual si la sustancia de su cuerpo se escapara ya hacia la estancia de la que había surgido unos momentos antes.

—Mira bajo el sol…

Cuando hubo desaparecido me puse en pie, quitándome el polvo de mi chitón con las manos. Todos seguían inmóviles ante la profetisa, pero los hombres con muchos anillos estaban empezando ya a removerse y no tardaron en discutir violentamente entre ellos; unos señalaban hacia el más joven, y éste acabó también hablando a gritos y agitando las manos.

Cuando hubo terminado, los demás empezaron a hablar al unísono y muchos le dijeron lo afortunado que era pues no tardaría en salir de la ciudad. Al oír esto, empezó a gritar de nuevo. No tardé en cansarme de escucharle y me puse a leer lo que hay escrito en el pergamino, escribiendo luego al igual que lo hago ahora, cuando la discusión no se ha apagado todavía y el hombre negro sigue hablando de dinero con las manos y el más joven de los hombres con muchos anillos (aunque a decir verdad no es demasiado joven, pues el pelo empieza ya a ralear en sus sienes), retrocede lentamente cual si se dispusiera a salir corriendo.

La esclava se vuelve primero hacia mí y luego hacia el hombre negro para, un instante después, contemplarme de nuevo con ojos llenos de duda y curiosidad.