9
Llega la noche
Sombras negras surcan el mar como enormes carros. Aunque pronto estará demasiado oscuro para seguir escribiendo continuaré durante todo el tiempo que me sea posible, y si no puedo escribir aquí todo lo necesario iré hasta uno de los fuegos; allí terminaré de hacerlo, y dormiré luego.
Apenas había dejado a un lado el punzón cuando el kiberneta se dirigió a los marineros, y éstos dejaron de hablar y apostar entre ellos para arriar rápidamente la vela, quitar el mástil y poner en posición los remos.
Resulta maravilloso viajar en esta nave esbelta y rápida impulsada por la vela, pero aún resulta más espléndido viajar con los remeros esforzándose en sus bancos y el barco saltando sobre las olas a cada golpe de remos para caer luego otra vez sobre ellas con un grito estruendoso. El viento deja de estar detrás del barco y éste crea un viento propio que se puede sentir en el rostro aunque la espuma plateada del oleaje salte por encima de la borda.
El muchacho empieza a tocar la flauta y los marineros cantan todos siguiendo el compás de su instrumento para no perder el ritmo al remar. En sus canciones llaman a los dioses del mar y éstos acuden a la superficie para oírlas; sus orejas son como conchas y sus cabelleras como las algas arrastradas por la corriente en alta mar. Durante largo tiempo permanecí en la borda contemplándolos y viendo cómo se aproximaba la tierra, sintiendo que yo también era un dios de las aguas.
Por último, cuando la tierra se encontraba tan próxima que podía distinguir las hojas de los árboles y las piedras de la playa, el kiberneta se acercó a mí y se quedó inmóvil. Al comprender que durante unos instantes no pensaba dar ninguna orden más me arriesgué a decirle lo hermosa que me parecía su nave y las demás, a las que habíamos rebasado y que se distinguían ahora detrás nuestro.
—No hay nave mejor —me contestó—, y casi ninguna la iguala. Puedes decir lo que quieras de Hipereides pero no ha regateado nada para la Europa. Claro, bien puedes opinar que eso resulta natural ya que él iba a tomar el mando de la nave, pero hay muchos otros que se encontraron en situación idéntica y buscaron la madera más económica posible. Pero Hipereides no obró así, pues tiene la inteligencia suficiente para darse cuenta de que a bordo de esta nave viajan tanto su vida como su honor.
—Creo que también debe ser valiente —añadí— para haberse encargado de este barco cuando podría haberse quedado sano y salvo en su hogar.
—Oh, no, eso le habría resultado imposible —me dijo el kiberneta, mirando hacia la playa—. Algunas veces en la Asamblea se portan como auténticos idiotas pero nunca han llegado a ser tan idiotas como para permitir que quienes proveen a la flota y el ejército se mantengan apartados del combate. De todos modos, tampoco habría estado a salvo en la ciudad: los bárbaros la incendiaron. Claro que podría haber servido en tierra de haberlo deseado… Hubo muchos que así lo hicieron, pero ¡Ah, mira la Clitia!También es un barco precioso. Mi hermano es su kiberneta. ¿Sabes lo que me dijo el poeta?
Al ignorar quién era el poeta, sacudí la cabeza.
—Dijo que sus remos cubiertos de espuma la hacían parecer un pájaro con cuatro alas blancas. Y es cierto, no debes hacer sino mirarla y lo verás… Puede que sea un cerdo del País de las Vacas pero de todos modos es un magnifico poeta. ¿Estabas presente cuando cantó para nosotros la noche anterior?
—Me temo que no lo recuerdo —contesté.
—¡Ja, ja! Bebiste en exceso y te quedaste dormido… —Me dio un golpe en el hombro y siguió riéndose—. Tienes alma de marino. Cuando se te haya curado esa herida de la cabeza te empezaremos a entrenar con el remo…
—¿Eran buenos los poemas?
El kiberneta hizo un gesto de asentimiento.
—Los hombres no parecían cansarse de oírlos. Voy a pedirle a Hipereides que le haga cantar de nuevo esta noche sus poemas, aunque quizá no me haga falta decírselo… ¡Despacio, ahora! ¡Despacio! —gritó de repente.
—¿Los barcos van a quedar varados ahí?
—Naturalmente, chico. Tenemos el viento a favor, así que podríamos bordear el cabo antes de que se ponga el sol y si no fuéramos bien de tiempo quizá decidiera intentarlo. Pero si tuviéramos algún problema no quedaría más remedio que pasar la noche en el mar y eso no es ninguna broma, créeme. Le dije a Hipereides que debíamos intentar atracar y él estuvo de acuerdo. No lejos de aquí hay una aldea llamada Teutrone y quizá podamos comprar pescado fresco allí; nuestras provisiones de la Colina casi han desaparecido.
Empezó a gritar de nuevo dando órdenes y, de pronto, todos los remos de un costado se quedaron inmóviles después de tocar por última vez el agua. El barco giró en redondo, como una brizna de paja atrapada en un remolino, y un instante después los remos tocaron de nuevo el agua, impulsándonos ahora con la popa hacia la costa. Media docena de marineros saltaron de la popa y empezaron a nadar hacia la playa como focas. Otros dos marineros les arrojaron rollos de cuerda.
—¡Remos de timón! —gritó el kiberneta, añadiendo después—: ¡Por el flanco!
En mi rostro debió de notarse el asombro que sentía pues el kiberneta se frotó las manos y, volviéndose hacia mí, dijo:
—Sí, es una tripulación estupenda. A la mayor parte los escogí en persona y el resto son hombres que trabajaron para Hipereides antes de la guerra.
En esos momentos apenas si quedaban unas diez personas a bordo: el kiberneta, yo, los soldados (cuyas grebas y petos les habrían hecho hundirse cual piedras si hubieran saltado al mar), el hombre negro, los tres prisioneros y, naturalmente, Hipereides. Una vez desprovista de su tripulación la nave parecía tan ligera que por unos instantes temí que fuera a volcar.
—¡Venid aquí! —gritó el kiberneta, agitando la mano.
Los soldados y los prisioneros se dirigieron hacia donde nos encontrábamos, haciendo con ello que la popa se levantara un poco más.
Los marineros que habían llegado a la playa estaban tirando de las cuerdas. Sentí cómo rechinaba el cabrestante, girando lentamente hasta que sus engranajes agarraron por fin en las muescas. La cubierta empezó a oscilar y todos nos agarramos a la borda.
—No se te ocurra saltar ahora —advirtió el kiberneta, adivinando lo que pensaba—. El fondo está lleno de rocas.
La cubierta se había escorado de tal modo que nos resultó difícil avanzar hacia la proa, pero una vez ahí era fácil trepar por el poste y desde él saltar hasta la playa, sin tan siquiera mojarnos los pies.
Cuando tuve los pies en tierra firme los marineros habían empezado ya a recoger madera para encender un fuego y las otras dos naves se encontraban aproximadamente a un estadio de la playa. El hombre negro y yo les ayudamos a recoger madera, habiéndonos dado cuenta de que para los marineros resultaba una cuestión de honor conseguir los mejores leños antes de que las tripulaciones de las otras dos naves llegaran a la costa.
Aquí la playa es más bien rocosa y baja, con unos cuantos árboles achaparrados, pero aun así sería injusto decir que el paisaje resulta desagradable. Mientras lo estaba contemplando, un halcón se precipitó por encima del risco y encontró la corriente de aire que se alza del mar, navegando por ella como si fuera una gaviota, con las alas totalmente inmóviles, y al verle percibí por primera vez esta tierra como lo que era: un dedo cubierto de bosque en la mano que la tierra tiende al mar.
Hipereides escogió a tres soldados y una decena de marineros y se dirigió hacia la aldea para comprar vituallas. Acetes mandó dos soldados al risco para que montaran guardia, en tanto que el resto de nosotros nos quitábamos la ropa para arrojarnos a nadar y limpiarnos. Me di cuenta de que incluso a los prisioneros se les permitía lavarse, aunque a causa de sus cadenas les resultaba imposible nadar. Yo no me interné demasiado en el agua pues no quería mojar los vendajes de mi cabeza. También me di cuenta de que los arqueros se alejaban un poco de los demás para no ser vistos.
Cuando volví a la playa la joven estaba sentada en una piedra junto a mis posesiones. Le di las gracias por haberlas vigilado y ella me dijo:
—Amo, no querría que nadie se apoderara de tu manuscrito, pues entonces no podrías saber quién eres y tampoco quién soy yo.
—¿Quién eres? —le pregunté—. ¿Por qué me llamas amo?
—Soy tu esclava, Io.
Le expliqué entonces que la había tomado por una hija de aquellos junto a los que estaba encadenada en el barco.
—Ya lo sabía —me replicó—. Pero hace poco que los encontramos. Soy tu esclava y te fui entregada como propiedad personal por el Dios Resplandeciente cuando estuviste en la Colina.
Agité la cabeza, algo confuso.
—Es la verdad, amo, y puedo jurarlo por el garrote de Hércules. Y si lees tu pergamino descubrirás todo lo que te he contado, así como todo lo referente a la maldición que descargó sobre ti la Gran Madre. De tal modo comprenderás que no es justo mi estado actual —alzó la mano, enseñándome las cadenas—, en tanto que tú puedes andar libre. También yo debería ser libre, para servirte mejor.
Intenté recordar lo que me había dicho la mujer por la mañana.
—Los soldados nos capturaron cuando nos dirigíamos hacia algún sitio.
—No fueron estos soldados, amo. Nos capturaron los esclavos de los Cordeleros y te pegaron, tratándome luego a mí como si fuera ya una mujer y haciéndome sangrar por esa parte, aunque aún no soy una mujer. Hilaeira dice que no tendré ningún niño, aunque ella si podría tenerlo.
Io suspiró, imagino que recordando todo el dolor y las penalidades que yo he olvidado.
—Luego nos topamos con soldados auténticos —continuó—, hombres que llevaban escudos, cascos y lanzas muy largas. Hicieron que los esclavos de los Cordeleros nos soltaran y se nos llevaron. Yo escondí tu pergamino, pues tenía miedo de que te lo robaran, y nos enviaron a la Colina de la Torre, pero tengo la impresión de que sus habitantes no deseaban tenernos allí; temen a los Cordeleros, como todo el mundo, y no desean tener prisioneros que les hayan pertenecido. Pero también temen a la gente de Pensamiento, y los soldados de mi ciudad ayudaron a que la suya fuera quemada. Por todo ello, acabaron entregándonos a Hipereides. Él nos separó pero no tardé en comprender que tú le gustabas, y cuando vino a conversar contigo te devolví el pergamino. Lo había guardado bajo mi peplo y até sus cordoncillos alrededor de mi cintura. ¿Lo has leído ya? Te dije que deberías leerlo.
—No lo sé —contesté yo.
—Quizá lo hayas leído. Pero si no escribiste nada en él desde la última vez, no importa.
—Sabes mucho para ser tan joven —le dije, poniéndome el chitón.
—Hasta el momento eso no me ha servido de mucho. En la Colina pertenecí a una familia muy amable y ahora me encuentro aquí; todo lo que he obtenido de este viaje es un baño. ¿Hablarás con Hipereides para decirle que me quite las cadenas?
—No es tan fácil desprenderse de las cadenas —repuse, atándome las sandalias.
—Sí lo es. Las tienen solamente para los marineros indisciplinados y los prisioneros bárbaros y son demasiado grandes para alguien de mi talla. Me aprietan un poco pero puedo sacar el pie. La noche pasada lo hice.
—Enséñamelo.
Pasó el pie por encima de la rodilla, sacando la lengua a causa del esfuerzo, y luego empezó a tirar del grillete, el cual era realmente demasiado grande para ella.
—Entonces estaba sudada —me dijo—, y supongo que de ese modo resulta más fácil. Ahora tengo la piel cubierta de arena.
—Vas a quedar despellejada.
—No, de veras. Amo, pon aquí tu mano derecha y aprieta con el pulgar en mi talón. Luego tira con los dedos y dime lo que piensas.
Obedecí sus instrucciones y el grillete resbaló sobre su pie tan fácilmente como si hubiera sido una ajorca.
—Estabas bromeando —le dije—. ¡Pero si te habría bastado con ponerte en pie y sacudirte un poco para quitártelo…!
—Quizá bromeaba un poco, sí. ¿No te habrás enfadado conmigo, amo?
—No. Pero será mejor que vuelvas a ponértelo antes de que te vea alguien más.
—Creo que eso es imposible —alegó—. Diré que se me cayó estando en el agua y que no pude encontrarlo.
—Entonces, será mejor que lo escondas bajo las piedras.
—Conozco un lugar mejor. Lo encontré mientras estabas en el agua. Mira esa gran roca.
Había un agujero tan grande como la cabeza de un hombre. Cuando metí el brazo en él descubrí que era recto y bastante profundo.
—Yo no haría eso —me aconsejó Io—. Ahí dentro hay algo que huele bastante mal. —Dejó caer la cadena y el grillete dentro del agujero—. No creo que vuelvan a ponerme otro. Tendrán miedo de que vuelva a perderlo como éste.
Uno de los marineros que habían vuelto al barco estaba ya de vuelta en la playa con un chisquero de bronce, y me sorprendió ver cómo brillaban los agujeros del metal. El sol se estaba ocultando tras el dedo de tierra, sumergiendo la playa en las tinieblas.
—Voy a buscarte un poco de comida, amo —dijo lo con voz alegre—. Esa es una de mis misiones.
—¡No debe de estar preparada aún! —le grité, pero ella no me hizo ningún caso.
Antes había recogido el pergamino y empecé a seguirla, pero alguien me golpeó suavemente el hombro.
Era un arquero.
—No hará nada malo: no es más que una niña —le advertí. Él se encogió de hombros como para demostrar que eso no le importaba lo más mínimo.
—Me llamo Oior —dijo—, y soy de Escoloti. Tú eres Latro. Oí cómo el hombre y la mujer hablaban de ti.
Asentí.
—No conozco este país.
—Tampoco yo.
Al oírme pareció sorprendido, pero siguió hablando con expresión decidida:
—En él hay muchos dioses. En mi tierra hacemos sacrificios al fuego rojo y al aire invisible, así como a la negra tierra, al sol y la luna, a la pálida superficie del agua y al hierro de la espada. Eso es todo. Y no conozco a aquéllos. Me siento inquieto al estar aquí y mi inquietud acabará siendo compartida por todos los demás. —Miró a nuestro alrededor para ver si alguien nos estaba escuchando—. No tengo mucho dinero pero te daré todo lo que está en mis manos.
Y extendió hacia mí su mano, llena de monedas de bronce.
—No quiero tu dinero —le dije.
—Tómalo. Así se hacen amistades en esta tierra.
Cogí una de las monedas, esperando complacerle de ese modo.
—Bien —prosiguió—, pero este lugar no es bueno para conversar y pronto habrá comida. Cuando hayamos comido y bebido ve hacia lo alto. —Señaló el risco y su dedo apuntaba al hueco que había entre las negras siluetas de los centinelas mirando al norte y al sur que se recortaban contra el cielo—. Allí es donde debes esperar a Oior.
Ahora estoy sentado, esperando, y mientras espero he escrito todo lo anterior. El sol se ha ocultado ya y sus últimas luces no tardarán en esfumarse del cielo. Por el horizonte asoma ya la luna, y si el arquero no aparece antes de que me entre sueño, iré hasta una de las hogueras y dormiré junto a ella.