14
Una fiesta muy extraña
—¿Hubo alguna vez visión semejante? —dijo Píndaro, señalando hacia las filas de flores detrás de las cuales asomaban las paredes derruidas a medio restaurar—. Sí, ahora sí que ésta es ciertamente la ciudad de la Señora de Pensamiento. La gente ha vuelto pero su lechuza anida aún en las ruinas. ¡Ah, qué poema haré de todo esto!
—Cuando lo escribas no se te olvide decir que yo estuve aquí —exclamó Hipereides tras él—, y que bebí mi vino y abracé a mi muchacha como en los viejos tiempos.
—No eres un tema adecuado para la gran poesía —repuso Píndaro—. Pero no, nada de eso… Te convertiré en un buen tema y durante mil años tu nombre estará unido al de Aquiles.
Yo los había ido contando en mi mente a medida que fueron entrando hasta sumar un total de seis: Píndaro, Hipereides, el kiberneta, Acetes y otros dos a los que no reconocí, los capitanes del Eidya y el Clitia. Acetes había alargado la mano y en ella había un fardo de telas.
—Toma, Latro. Hipereides dice que debes quedártelos.
Deshice el nudo que cerraba la tela y encontré dentro unos discos de bronce para proteger el pecho y la espalda, así como una espada curva y un ceñidor también de bronce. Me resultó muy extraño tocar el frío metal de la espada y el ceñidor pues yo, que no recordaba nada más, tuve la sensación de que podía acordarme de esos objetos, aunque no podía decir dónde los había llevado y ni tan siquiera cuándo los había perdido. Me abroché el ceñidor y la espada, sabiendo de ellos, tan sólo que me habían pertenecido antes.
Una vez que hube dejado los discos en la habitación que Kaleos me había cedido, volví al atrio donde ella había recibido a sus invitados, quienes estaban siendo instalados en los divanes comprados por la tarde.
—Hipereides —dijo, sirviéndole el vino ella misma—, tengo una proposición que hacerte.
—Nadie podrá decir nunca que encontró a Hipereides poco dispuesto para los negocios —exclamó éste con una sonrisa.
—Te dije que esta noche no habría nadie aparte de tú mismo y los demás invitados. Si miras a tu alrededor verás que he cumplido mi palabra.
—Ya me has engañado otras veces —le dijo Hipereides—. Veo que están saliendo las estrellas… Pero no importa, no pienso pedir que me devuelvas a mi esclavo. Sólo te exigiré al negro del que te apoderaste sin mi permiso…
—Naturalmente —dijo Kaleos—, cuando me lo llevé creí que se trataba de un marinero libre. Puede volver contigo por la mañana. Pero antes, Hipereides, debo decirte que un amigo mío apareció hoy sin avisar al enterarse de que yo había vuelto a la ciudad. Es un hombre de alegría inigualable y no tardarás en descubrir que conoce innúmeras chanzas y relatos sorprendentes, te lo prometo. Si no deseas que se una a la fiesta, sin embargo, no tienes más que decirlo y te juro que nunca llegarás a ver su rostro. Pero si no tienes objeción a ello, te quedaré enteramente agradecida y, por supuesto, ni él ni tú deberéis pagar nada por la fiesta de esta noche. Su nombre es Euricles de Mileto.
En ese instante apareció una de las mujeres para decirme que la comida ya estaba en la puerta; me dirigí hacia la parte trasera para ayudar al propietario de la fonda y al hombre negro, que la estaban descargando.
Kaleos llegó justo cuando ya estábamos terminando.
—¡Bien, bien! Todos están hambrientos… ¿Sabes algo de cocina, Latro?
—No lo recuerdo —repliqué yo.
—Me lo suponía… —dijo ella mientras examinaba las bandejas que yo estaba preparando—. Al menos de momento lo estás haciendo bastante bien. Las muchachas se encargarán de llevarlas adentro, ¿comprendido? No quiero que vuelvas a entrar salvo si hay algún problema, y esta noche no espero ninguno en particular, aunque eso nunca se sabe de antemano. Intenta no dormirte y no bebas; de ese modo todo irá bien. Algunas veces las chicas gritan y otras veces gritan… ¿sabes a qué me refiero?
—Creo que si.
—Bueno, pues no entres a no ser que griten. ¿Entendido? Y si todas empiezan a chillar al mismo tiempo, entra sin perder ni un instante. No quiero que desenvaines esa espada a menos que sea absolutamente necesario, y no quiero que la utilices, pase lo que pase. Por cierto, ¿de dónde la has sacado?
—Del Dios Veloz —respondí, y sólo una vez que hube pronunciado esas palabras me di cuenta de que no tenía ni idea de cuál era su significado.
—Pobre muchacho… —Kaleos me besó levemente en la mejilla—. Fie, querida, haz que algunas de esas rameras perezosas vengan aquí para coger estas bandejas o no tendrá sitio para trabajar. Si no has afinado aún tu lira ya puedes ir haciéndolo, y diles también a las flautistas que cojan sus instrumentos. Pero no empieces hasta que no hayan entrado todas las bandejas.
—Ya lo sé —dijo Fie—, ya lo sé.
Kaleos se volvió hacia mí sacudiendo la cabeza.
—Vino, música y mujeres… ¿qué otra cosa puede precisar un hombre? Eso es lo que me preguntó tu amigo el poeta y, ¿sabes una cosa?, estuve a punto de responderle. Pues, para empezar, necesita carne: ternera y cordero, que me han costado… Bueno, no pienso decir lo que me han costado porque no resulta de buena educación, pero me han salido bastante caros. Y eso sin mencionar el pescado, las tres clases de queso, el pan, los higos y las uvas, la miel… Y mañana tendrás que barrer la mitad de lo que he comprado del suelo donde habrá caído o lo habrán tirado… No me saliste gratis, Latro, permite que te lo diga… —Se quedó callada un instante, observándome—. Sabes, yo también fui esclava…; vengo del norte.
—Lo había supuesto por el color de tu piel —aduje—. Aquí hay muy poca gente que tenga el cabello rojo o los ojos azules.
—Soy una Budini…, o lo era. Ahora ya ni tan siquiera recuerdo las palabras de su idioma. Creo que me secuestraron cuando era una niña… —Se quedó nuevamente callada y me miró—. ¿Quieres ser libre, Latro?
—Soy libre —repliqué—. Sólo que no lo recuerdo…
Kaleos suspiró.
—Bueno, mientras no lo recuerdes tendrás que andar con alguien que se acuerde de ello y…, bien, si quieres que te diga la verdad, supongo que yo serviré tan bien para eso como cualquier otra persona.
Una vez estuvieron listas todas las bandejas me acerqué a la entrada del atrio para escuchar las flautas, pero instantes después apareció Píndaro y me hizo entrar en la cocina.
—Hipereides te ha vendido a Kaleos —me dijo.
—Sí, he estado trabajando para ella.
—Eso me pone en un serio apuro, tal y como tengo la esperanza de que comprendas.
Le dije que hasta no haber encontrado mi hogar y mis amigos yo sería tan feliz en aquel sitio como en cualquier otro.
—Tu felicidad, y permíteme hablarte con franqueza, no me preocupa demasiado en estos instantes pero el juramento que hice en el templo del Dios Resplandeciente sí. Prometí llevarte hasta el altar de la Gran Madre y hasta el momento he obrado tan bien como he podido y debo decir que el Dios Resplandeciente me ha recompensado con largueza: he oído tocar a un dios y te he oído cantar. Ese privilegio se concede a muy pocos y ha mejorado mi poesía de un modo casi increíble. Pero si vuelvo a la ciudad sin haber cumplido mi voto…
—¿Entonces?
—Puede que me arrebate su don y eso da mucho miedo. Y aunque no lo haga, alguien acabará preguntando por nuestra visita y lo que ocurrió en el altar. ¿Qué voy a decirle? ¿Qué Le dejé aquí como esclavo mientras intentaba reunir el dinero necesario para comprar tu libertad? ¿Qué pensarán de mí? Tenemos que hacer algo, pensar algún plan.
—Lo intentaré —accedí.
—Sé que lo harás —contestó él, dándome una palmada en el hombro—, y yo haré lo mismo. Y si consigo llevarte hasta el altar puede que te cures y en ese momento ya nos preocuparemos de tu felicidad. Lo más probable es que desees volver a tu tierra natal, y en tal caso podría buscarte pasaje en algún barco de carga. La guerra está a punto de terminar y los mercaderes no tardarán mucho en hacerse nuevamente a la mar.
—Eso me gustaría mucho —admití—. Volver a mi hogar y encontrar gente a la que no olvidara…
Por encima del hombro de Píndaro vi cómo la puerta trasera se movía sin hacer ningún ruido. Por un instante distinguí el rostro del hombre negro. Éste, al vernos, se llevó el dedo a los labios indicándome luego que me reuniera con él, y volvió a cerrar la puerta.
—Será mejor que vuelvas ahí dentro —le dije a Píndaro—, antes de que te echen en falta. Me acordaré de todo.
—No importa —replicó él—, pensarán que he salido para aliviar mi vejiga.
—Píndaro, tu Dios Resplandeciente… ¿es muy grande?
—Es uno de los dioses más grande que hay. Es el dios de la música y de la poesía, de la luz y de la muerte súbita, de los rebaños y las bandadas de aves, de la curación y de muchas cosas más…
—Entonces, si desea que yo visite ese altar lo haré. Confió en ti para que me guiaras, y pienso que tú deberías confiar en él para que nos guiara.
Píndaro meneó la cabeza como si estuviera asombrado.
—Latro, ¿acaso tu sabiduría se debe a que eres incapaz de recordar el pasado?
Estuvimos hablando durante unos instantes más y él me contó cómo se estaban reparando las naves de Hipereides, mientras que yo le expliqué los trabajos que el hombre negro y yo habíamos realizado para Kaleos.
—Habéis hecho maravillas —me dijo Píndaro—. Es prácticamente como si estuviéramos cenando en nuestra propia ciudad. ¿Crees que me pedirán que les recite algo?
—Supongo que sí.
Píndaro meneó nuevamente la cabeza.
—Ése es el eterno problema de ser un poeta: todos tus amigos te consideran como una especie de bufón público. Para empeorar las cosas ahora no tengo nada adecuado para la ocasión. Si puedo intentaré escurrir el bulto; quizá pueda proponer que juguemos a cualquier cosa, o que cantemos…
—Estoy seguro de que se te acabará ocurriendo algo.
—Preferiría cien veces más pensar en cómo llegar hasta ese altar —murmuró él, girándose ya hacia el atrio.
Apenas se hubo marchado me dirigí a toda prisa hacia la puerta trasera. El hombre negro me estaba esperando y vi brillar su sonrisa en la oscuridad mientras tendía hacia mí sus brazos en los que sostenía una joven dormida.
—Io.
Yo asentí, pues la recordaba de aquella mañana, cuando aún estábamos en el barco de Hipereides.
El hombre negro entró en la cocina, donde había más luz, y movió los dedos por el aire como si estuviera andando con ellos, mientras seguía sosteniéndola con un solo brazo.
—¿Todo ese camino? —dije yo—. No me sorprende que esté cansada. Supongo que siguió a Píndaro y los otros manteniéndose lo bastante atrás como para que no la viera nadie.
El hombre negro me indicó con una seña que le acompañara y la llevó hasta uno de los dormitorios que ahora carecían de techo. Una vez en él, la depositó sobre una pila de vestidos viejos y se llevó el dedo a los labios.
—No —le dije yo—, si despierta aquí sin saber cómo ha llegado tendrá miedo. —Me resulta imposible decir cómo sabía yo tal cosa; pero lo sabía, al igual que muchas otras cosas. Le toqué suavemente el hombro, diciendo—: Io, ¿por qué has venido tan lejos?
—¡Oh, amo!
—Deberías haberte quedado con la mujer —le dije yo.
—No soy propiedad de ella —murmuró Io—. Te pertenezco.
—Podría haberte ocurrido cualquier desgracia en el camino y por la mañana tendríamos que haberte llevado otra vez a los barcos.
—Te pertenezco. El Dios Resplandeciente me envió para que cuidara de ti.
—El Dios Resplandeciente envió a Píndaro —le contesté—, o al menos eso dice él.
Io agitó la cabeza de un lado a otro, medio dormida.
—El oráculo envió a Píndaro. El dios me envió a mí. Me pareció inútil seguir discutiendo.
—Io, debes guardar silencio y no abandonar esta habitación —le advertí—. Mira, voy a cubrirte con estas ropas para que no tengas frío. Si Kaleos o alguna de sus mujeres te ven harán que te marches; si ocurre tal cosa, ve a la parte trasera de la casa y espérame.
Había vuelto a quedarse dormida antes de que yo hubiera terminado de hablar. El hombre negro dejó junto a ella una muñeca tallada en madera y luego se acostó al lado de la muñeca.
—Sí —convine—, es mejor que tenga un protector.
Él asintió en silencio… y se quedó dormido, creo, antes de que yo hubiera salido de la habitación.
Ahora estoy sentado en una silla rota cerca de la puerta del atrio y desde aquí puedo oír las canciones de Fie. Tengo una lámpara con un buen pábilo que da una llama brillante y clara, y aquí estoy sentado, contemplado las estrellas y la luna menguante, escribiendo todo lo que ha ocurrido en el día de hoy. Por eso no duermo, y si Kaleos aparece de repente y pretende pegarme puede que la mate. No deseo hacerlo y también yo podría morir antes. Es mejor escribir, por mucho que me ardan y lloren los ojos.
Ha pasado el tiempo y Fie ya no canta. Píndaro sugirió que jugaran al kotabos y yo, no sabiendo de qué modo se juega, permanecí un rato en el umbral para verles. Píndaro trazó un circulo en el suelo y luego una línea a cierta distancia de éste. Todos se pusieron detrás de la línea y cuando uno acababa el contenido de su copa arrojaba el poso al círculo.
Una vez que hubieron jugado varias rondas, Euricles propuso que el perdedor de la siguiente narrara una historia y Píndaro le apoyó. El perdedor fue Hipereides, y estoy aquí sentado ahora oyendo la historia mientras escribo, aunque creo que no me tomaré la molestia de anotar lo que relata.