7

Junto a los barcos varados

Esta tienda me parece realmente pequeña. Cuando desperté no hace mucho tiempo descubrí el pergamino. Al no poder marcharme de aquí por impedirlo el centinela que hay en la entrada, y no deseando molestar al hombre negro que comparte la tienda conmigo (estaba muy ocupado haciendo una pequeña efigie), decidí leerlo a partir del principio.

Apenas si había empezado cuando un hombre que llevaba un delicado corselete de bronce entró en la tienda y yo le tomé por el médico sobre el que había leído unos instantes antes. Él me hizo desechar tal idea de inmediato nada más hablar.

—Me llamo Hipereides, amigo —dijo—, Hipereides, el Trierarca. Ahora soy vuestro amo. ¿Cómo puedes fingir que no me conoces?

—Temo que se me olvidan las cosas muy rápido —respondí.

Frunció el ceño con expresión irritada y me señaló con el dedo.

—¡Ahora si que te he pillado! Si lo olvidas todo, ¿cómo puedes acordarte de eso?

Le expliqué cómo lo había leído hacía sólo unos instantes y le indiqué el lugar donde estaba escrito: «El médico dijo que todo se me olvida muy de prisa a causa de una herida que sufrí durante el combate».

—Maravilloso —dijo Hipereides—, ¡maravilloso! Tienes respuesta para todo.

—No —repuse—, ojalá eso fuera cierto. Si no eres el médico, ¿puedes explicarme dónde me encuentro ahora?

Había un escabel en un rincón de la tienda. (Lo estoy usando ahora para escribir todo esto). Lo cogió y tomó asiento en él, indicándome que me sentara en el suelo delante suyo.

—Las armaduras siempre pesan —me dijo—, aunque de joven no me daba cuenta de ello cuando veía pasar a los soldados en las Panateneas. Muy pronto aprendes a sentarte siempre que te es posible y a ocupar un asiento bien alto para que luego te cueste menos levantarte. —Se quitó el casco, que llevaba una hermosa cresta de crines azules, y se rascó su calva cabeza—. Soy demasiado viejo para esta clase de asuntos, si quieres que te diga la verdad. Luché en el campo de Fenel, muchacho, y de eso hace ya diez años. ¡Ah, qué gran batalla! ¿Quieres oír la historia de esa batalla?

—Sí —respondí—, me gustaría mucho.

—¿De veras? ¿No lo dices meramente por complacer a un hombre más viejo que tú?

—No, realmente me gustaría. Quizá eso me recordara la batalla en la cual fui herido.

—¿No recuerdas cómo te la conté ayer? No, ya me doy cuenta de que no… No pretendía hacerte tanto daño —tosió levemente—, pero intentaré compensarte por ello, muchacho. Soy un hombre rico en mi país, aunque nadie lo pensaría viéndome así ataviado. Me dedico a negociar con cueros, ¿sabes?, y todo el mundo que comercia con el cuero conoce a Hipereides. —Se calló por unos instantes y su sonrisa se fue esfumando—. Tres naves me impuso la Asamblea…

—¿Tres naves?

—Construirlas, equiparlas, pagar los remeros… Costaron…, bueno, no llegarías a creer lo que costaron. ¿Quieres echarles una mirada, muchacho?

—Sí. Estoy seguro de haber visto naves en algún sitio con anterioridad y son muy interesantes.

—Claro que sí —dijo Hipereides—. Tú también lo eres.

Al volverme vi que el hombre negro había dejado la efigie que estaba tallando con su pequeño cuchillo y preguntaba por señas si podía venir con nosotros.

—Está bien —le dijo Hipereides al centinela de la entrada—. De hecho, creo que ya no haces más falta aquí. Busca a Acetes y pregúntale si tiene algo para ti.

En la playa había tres barcos cuyas bordas pintadas de rojo estaban llenas de hombres que introducían a martillazos brea y crines entre las cuadernas.

—Nos alcanzó un vendaval cuando dábamos la vuelta al cabo Malea —explicó Hipereides—. Las cuadernas se aflojaron un poco y cuando llegamos a la Colina de la Torre estaba entrando demasiada agua como para navegar con tranquilidad. Debo admitir que se acaba aprendiendo algo de barcos cuando estás en el negocio del cuero, y creí preferible calafatearlos ahora antes que volver a casa en su estado después del vendaval, corriendo el riesgo de que nada más llegar me entregaran algún mensaje urgente y me ordenaran zarpar de nuevo de inmediato. Sería mal asunto tropezar con unos cuantos bárbaros y descubrir que sus barcos están en mejores condiciones que los míos.

—¿Quiénes son esos bárbaros? —le pregunté.

—Pues la flota del Gran Rey, naturalmente… Puedo decirte que les dimos una buena paliza en el Estrecho de la Paz con la ayuda de Bóreas, y la batalla fue magnífica, créeme. Ah, muchacho, ojalá hubieras podido ver nuestros espolones… hasta el bronce está cubierto de señales. Hubo un momento… bueno, no espero que me creas pero te juro que es la pura verdad…; hubo un momento en que el mar estaba tan cubierto de sangre que nuestra línea de flotación se hundió casi un palmo más de lo normal, como si estuviéramos ascendiendo por un estuario. Te juro que cada uno de los hombres que ves aquí luchó como un héroe y cada uno de estos remos se alzó sobre las aguas como una lanza mortífera… —Señaló uno de los barcos—. Esa es mi nave insignia, la Europa. Ciento noventa y cinco hombres para mover sus remos, doce soldados aparte de mí y cuatro Hijos de Escoloti hábiles en el arco. A los soldados no hace falta pagarles, ya que son ciudadanos como yo o forasteros que viven en nuestra ciudad. Pero los remeros, muchacho… ¡Por los dioses, los remeros! cada uno de ellos me cuesta tres óbolos al día, aparte de la comida… ¡y el vino para añadir a su agua! Un dracma al día para cada Hijo de Escoloti y dos para el kiberneta. Eso supone casi doce lechuzas al día solamente para la Europa y con las otras naves se llega a las veinte.

Se quedó callado unos instantes contemplando el suelo arenoso con el ceño fruncido y luego me miró de nuevo, sonriendo.

—¿Has comprendido el significado de su nombre, muchacho? Europa fue raptada por el Tonante bajo la forma de un toro, con lo cual cuando la gente ve a Europa piensa en un toro… ¡ah, espera a ver su vela principal! Y, ¿en qué les hace pensar un toro? ¡Pues, naturalmente, en el cuero, ya que el cuero de mejor calidad y resistencia se hace con la piel de toro! Y cuando esta guerra termine, muchacho, habrá muchos escudos por reparar, si quieres saber mi opinión al respecto. Cuero… toro, toro… Europa, Europa… Hipereides. Además, Europa bautizó a todo el continente, y es más grande que el reino de su hermano y Libia juntas, y los bárbaros vienen del otro lado Europa… Europa, Europa… Hipereides. Así pues, ¿a quién le comprarás tu cuero cuando acabe la guerra?

—Prometo que a vos, señor —repuse. Pero en realidad no hacía sino mirar los barcos y pensar que en toda mi vida no lograría ver algo que fuera obra de los hombres y resultara ni la mitad de bello, aunque olieran a brea y estuvieran algo inclinados sobre sus bordas como tres troncos encallados en la arena—. Si la mujer llamada Europa era tan graciosa y esbelta como esas naves no me extraña que el Tonante decidiera raptarla. Cualquier hombre habría deseado hacerlo…

Me callé, no deseando evidenciar con mis palabras que no lograba recordar quién era el Tonante.

Hipereides se había vuelto a poner el casco pero lo llevaba tan hacia atrás que el protector frontal parecía una visera para proteger del sol. Al oírme se lo quitó de nuevo para frotarse la calva.

—Yo siempre he pensado que debía inclinarse más bien a la abundancia de carnes —dijo—. Me refiero a que… bueno, ¿a qué tipo de mujer le haría gracia que un dios se convirtiera en toro para ella? Además se la llevó en su lomo y el que para ello escogiera la forma de un toro me parece indicar que el peso a transportar resultaba algo considerable… —Me pasó el brazo por los hombros y siguió hablando—. Muchacho, resulta un completo error pensar que si una mujer debe darte placer ha de ser para ello tan lisa y delgada como un joven de la palestra. Cuando volvamos a casa te presentaré una hetaira llamada Kalleos, y entonces verás bien a qué me refiero. Además, es más fácil pillar a una muchacha si tiene algo de carne encima; cuando hayas alcanzado mi edad empezarás a darte cuenta de lo importante que resulta eso.

Mientras permanecíamos de tal modo contemplando los barcos, el hombre negro se había acercado corriendo hasta ellos y los estaba mirando de arriba abajo. Cuando Hipereides habló de la hetaira regresó de un salto junto a nosotros y se acuclilló ante él, señalando con el mentón hacia los barcos y las olas brillantes, haciendo luego un montón de marcas con los dedos en la arena.

—Fíjate —me explicó Hipereides—, ha visto la flota bárbara. Los dos tenéis que haberla visto, ya que ibais en su ejército y sus barcos lo iban siguiendo contorneando el Agua.

—¿Había realmente tal cantidad de ellos? —le pregunté.

—Más de un millar, y eso sin contar los que transportaban las provisiones de las tropas y las naves especiales que el Gran Rey hizo construir para las monturas. ¡Pero si en todo el Estrecho de la Paz no se podía ver el agua a causa de la sangre y los restos de las naves hundidas…! —Se acuclilló junto al hombre negro—. Aquí se encuentra la Larga Costa y aquí está Encuentro, donde se alzaba mi viejo almacén antes de que le prendieran fuego; Megareos, mi encargado, está ahora al mando de la Eidyia y el hombre que tenía en Ceos se encarga de la Clitia.

»Nuestra flota se hallaba en Encuentro antes de zarpar para Artemisium. Ahí arriba queda la isla de la Paz, y aquí está Paz. Sólo teníamos trescientos barcos, y los escondimos en esas tres bahías que ofrece la isla la noche anterior. Los míos se encontraban en esta bahía de aquí, al igual que todos los barcos de nuestra ciudad. A un mercader se le puede tener en alta mar durante medio mes, muchacho; pero un navío de guerra debe tocar puerto casi cada noche porque lleva tanta gente a bordo que es imposible almacenar agua suficiente para todos.

—Ya lo entiendo —repuse.

—Temístocles iba con la flota, y tenía un esclavo al que mandó cruzar a nado el canal para pedir una audiencia con el Gran Rey. El esclavo dijo que le mandaba Temístocles, lo que era totalmente cierto, y que éste deseaba convertirse en sátrapa de la Larga Costa. Luego advirtió al Gran Rey de que nuestra flota intentaría zarpar al día siguiente sin ser vista para reforzar a la Colina de la Torre. —Hipereides se rió levemente—. Y el Gran Rey se lo creyó todo. Mandó todos los barcos de la Tierra del Río al otro extremo de la bahía para cortarnos el paso. Entonces los estrategas (por lo que he oído fue cosa de Temístocles y de Euríbiades, el Cordelero) hicieron zarpar las naves de la Colina para asegurarse de que nuestros enemigos no podían atacarnos por detrás. Hay mucha gente en la ciudad convencida aún de que los barcos de la Colina desertaron, y te será fácil comprender la razón de ello; el rumor empezó a causa del esclavo, y luego abandonaron al resto de la flota.

El hombre negro movió su mentón, señalando hacia la playa, y vi entonces a un marinero que se nos acercaba. Hipereides habló con él durante unos instantes y luego nos comunicó que debíamos volver a su tienda.

—Voy a confiar en vuestro honor —dijo—. No quiero teneros encadenados como a los otros, pero si intentáis huir, tendré que hacerlo. ¿Comprendido?

Le dije que lo había comprendido.

—Pero se te acabará olvidando… no me acordaba de ello. —Entonces se volvió hacia el marinero y le dijo—: Quédate junto a ellos hasta que mande alguien para relevarte. No creo que tengas ningún tipo de problemas; lo único que debes hacer es impedir que se marchen.

El marinero se encuentra ahora junto a nosotros; se llama Lison. Me preguntó si Hipereides me había contado la batalla del Estrecho y le dije que había empezado a contármela, pero entonces había tenido que irse y yo estaba deseoso de escuchar el resto del relato.

Lison sonrió ante mis palabras y me dijo que Hipereides nos había llevado a contemplar sus barcos el día anterior y había estado contando todo lo sucedido en la batalla mientras admirábamos las naves. Lison había estado tallando pernos y lo había oído casi todo.

—También te llevó a ver a los demás prisioneros, pues deseaba hacerles preguntas sobre ti. La muchacha te entregó ese pergamino e Hipereides te permitió conservarlo, y también permitió que este hombre tuviera un cuchillo como el mío porque le dio a entender que deseaba hacer alguna efigie en madera.

Le pregunté la razón de que los demás prisioneros estuvieran encadenados y nosotros no.

—Porque proceden de la Tierra de las Vacas, naturalmente. Pero tú eres un público ideal para Hipereides: te puede contar sus historias una y otra vez.

Lison lanzó una carcajada.

—Supongo que las tres tripulaciones se estarán riendo mucho de mí —le dije.

—Oh, no, estamos demasiado ocupados para ello. De todos modos, las risas se las lleva casi todas Hipereides, no tú. Y no reiríamos tanto a su costa si no le apreciáramos.

—¿Es un buen comandante?

—Se preocupa demasiado por las cosas —contestó Lison—, pero sí, lo es. Sabe mucho sobre vientos y corrientes, y es bueno tener a bordo alguien que se preocupe tanto de las cosas. También es bueno como mercader y por eso hemos llegado hasta aquí; siempre sabe encontrar comida barata para nosotros y no le hace falta ahorrar en lo imprescindible como a la mayoría de los capitanes.

—Me parece extraño tener a un mercader al mando de tres naves de guerra —le comenté—. Pensaba que eso estaría encomendado a un caballista…

—¿Se haría de tal modo en tu país?

—No lo sé. Quizá.

—En Pensamiento nos gusta que los caballistas se ocupen de sus caballos, y ahí es donde deben estar. Pero escúchame bien: si no le estabas mintiendo a Hipereides y realmente no sabes de dónde provienes, lo único que debes hacer es buscar una ciudad donde un caballista pueda estar al mando de una nave de guerra. Supongo que en el Imperio alguna habrá…

Le pregunté dónde podía encontrarse.

—Hacia el este, más bien. De todos modos, ¿con quién crees que estábamos combatiendo en el estrecho de la Paz?

—Con el Gran Rey, por lo que dijo Hipereides.

—Y el Gran Rey gobierna el Imperio. Tú estabas en su ejército y ahora tenemos en nuestro poder tu espada y esas tapaderas de olla que llevas por coraza. ¿Cómo crees que conseguiste esa herida?

Meneé la cabeza y de algún lugar me llegó el recuerdo de que en tiempos pasados ese movimiento me había producido dolor, pero ya no ocurría así.

—En una batalla. El resto, lo ignoro.

—Ya… pobre hombre. Creo que alguien debería echarle una buena mirada, de todos modos; esos vendajes están tan sucios que se podría atracar en ellos.

El hombre negro nos había estado escuchando y, aunque no había dicho palabra, pareció entender todo lo que se dijo. Empezó a mover los dedos y explicó que si se le permitía me quitaría los vendajes, que los lavaría (realizó una vívida pantomima de cómo los frotaría con una piedra y luego los golpearía con otra) dejándolos secar al sol y luego volvería a ponérmelos.

—Ah, bien… —aceptó Lison—. Pero si voy contigo, entonces éste huirá.

El hombre negro lo negó enfáticamente, cogiéndome de la mano y diciendo por señas que ni él me abandonaría ni yo sería capaz de abandonarle a él.

—Lo olvidará todo.

El hombre negro inclinó la cabeza a un lado para demostrar que no entendía esa palabra.

Lison señaló su propia cabeza y movió el dedo sobre el suelo como si estuviera escribiendo o dibujando y luego pasó la mano sobre sus trazos imaginarios, borrándolos.

El hombre negro asintió y fingió dibujar también sobre el suelo, indicando luego con el dedo el curso del sol en la bóveda celeste, y cuando éste hubo llegado a su fin hizo el gesto de borrar el dibujo.

—Ah, le cuesta todo el día olvidar…

El hombre negro asintió de nuevo y me quitó los vendajes. El marinero y él se fueron andando uno junto al otro, y no tardaron en hacerse amigos.

En cuanto a mí, he terminado de leer el pergamino. Ahora ya han vuelto y estoy escribiendo, pero tengo la sensación de saber aún menos que nunca. Tantas cosas extrañas, tantos acontecimientos a los que apenas si puedo dar crédito…; se habla de tantas maravillas y gentes que he olvidado en este pergamino… Estoy seguro de que Io era la muchacha que me lo entregó esta mañana, pero, ¿dónde están Píndaro, Hilaeira y Cerdon? ¿Dónde está la mujer serpiente, y cómo hemos llegado el hombre negro y yo hasta el lugar en que estamos ahora?