10
Bajo la pálida luna
Escribo junto a la hoguera, y cuando miro a mi alrededor tengo la impresión de que no hay nadie despierto salvo el hombre negro y yo. Él anda arriba y abajo por la playa con el rostro vuelto hacia el mar como si estuviera esperando distinguir alguna vela, y yo escribo.
Pero sé que hay muchos hombres despiertos. De vez en cuando alguno se incorpora un poco, mira a los demás y vuelve a acostarse en el suelo, El viento suspira entre los árboles y las peñas, pero en el aire hay también otros suspiros que no han nacido del viento.
Le pregunté a Hipereides si enterraríamos al muerto por la mañana. Me dijo que no, pues hay esperanza de que pronto llegaremos a la ciudad. Si lo conseguimos, el muerto podrá reunirse con su familia, si es que la tiene, y descansar allí para siempre.
Quizá sea mejor que vuelva al punto en el que dejé de escribir no hace mucho tiempo. Io me trajo algo de comida y vino aunque ya había comido antes, y lo compartimos con la espalda apoyada en una de las rocas más grandes de todo el risco, viendo cómo la luna se iba levantando por encima del mar y gozando con el espectáculo de las hogueras y los barcos varados en la playa.
Hipereides había sido generoso con la comida y, al no recordar nadie que yo había comido anteriormente durante el día, Io recibió dos raciones completas. Mientras yo fingía comer por segunda vez durante esta jornada, ella iba colocando todo lo que no le gustaba de su ración en mi escudilla, y cuando acabé mi vino y me limpié los dedos con pan para dejar la escudilla en el suelo, ésta se encontraba aún prácticamente llena.
—Me gustaría tomar un poco.
Miré a nuestro alrededor para ver quién había hablado y descubrí que un rostro de mujer nos observaba. Antes lo había confundido con una piedra apoyada en otra piedra mucho más grande. Apenas se dio cuenta de que la había visto se puso en pie y vino hacia nosotros. Estaba totalmente desnuda y avanzaba con paso grácil, aunque ya había dejado atrás su primera juventud (al menos por lo que yo pude juzgar a la claridad de la luna) todavía conservaba su belleza. La negra cabellera que le caía hasta la cintura me pareció mucho más frondosa y enredada de lo que habría creído posible en ninguna mujer.
Cuando estuvo junto a nosotros decidí que sería una celebrante de algún culto, pues aunque no llevaba vestimenta alguna se había atado sobre las caderas a modo de cinturón la piel seca de una serpiente, dejando que la cabeza y la cola colgaran libremente.
—Toma —le dije, extendiéndole mi escudilla—. Puedes comerlo todo.
Ella sonrió y meneó la cabeza.
—¡Amo! —dijo lo con voz ahogada. Tenía los ojos clavados en los míos y le pregunté qué le ocurría—. ¡Ahí no hay nadie! —me contestó.
—Es tu esclava —susurró la mujer—. ¿No quieres entregármela? Tócala y será mía. Tócame y seré tuya.
Cuando hablaba sus labios apenas si se movían, y al pronunciar las últimas palabras sus ojos se apartaron hacia la luna.
—Amo, ¿hay alguien ahí? ¿Hay alguien que no pueda ver?
—Hay una mujer con el cabello oscuro y que lleva las caderas ceñidas por una piel de serpiente —le expliqué a Io.
—¿Igual que el hombre que tocaba la flauta?
No recordaba a tal hombre y no pude hacer más que sacudir la cabeza.
—Vamos junto al fuego —me suplicó, intentando apartarme de aquel lugar.
—No te haré daño —susurró la mujer—. He venido a instruirte y a darte un aviso.
—¿Y la muchacha?
—Es tuya. Podría ser mía. ¿Qué hay de malo en eso?
—Vete —le dije a Io—, corre hacia el fuego. Quédate ahí hasta que yo vuelva.
Salió corriendo como una liebre que siente sobre ella los pesados cascos de los corceles guerreros, saltando entre las rocas hasta perderse de vista.
—Eres egoísta —acusó la mujer—. Comes y mientras tanto yo paso hambre.
—Puedes comer igual que lo hice yo.
—Pero tienes el ingenio pronto, y eso es magnífico. Por desgracia, me resulta imposible masticar esa comida.
Me sonrió y entonces vi que sus dientes eran muy pequeños y puntiagudos, y que brillaban bajo la luz lunar.
—Ignoraba que existieran mujeres como tú. ¿Acaso todos los habitantes de esta orilla se te parecen?
—Ya hemos hablado antes —repuso.
—Entonces lo he olvidado.
Estudió mis ojos en silencio y luego se dejó caer con fluidez hasta el suelo, sentándose junto a mí.
—Si me has olvidado, debes de haber visto muchas cosas nuevas.
—¿Has venido a enseñarme eso?
—Ah… —respondió—, es mi rostro lo que no recuerdas.
Hice un gesto de asentimiento y ella siguió hablando.
—Y el resto se encuentra ahora dispuesto de modo levemente cambiado. Sí, tienes razón, ésa es una de las cosas que he venido a enseñarte.
La miré y vi lo bello que era su cuerpo y cuán blanca su piel.
—Me encantará aprender.
Su mano acarició mi muslo, pero aunque sus dedos se movían llenos de vida su tacto era frío como el de la piedra.
—Quizá algún día… ¿Me deseas?
—Mucho.
—Entonces, luego, tal y como te dije. Cuando te hayas recobrado de esa herida. Pero ahora hay muchas cosas que debo enseñarte, tal y como prometí antes. —Señaló hacia la luna—. ¿Ves a la diosa?
—Sí —respondí—, pero ¡qué necio soy! Hace sólo un momento pensé que no era más que una lámpara que ardía en el cielo.
—Ahora hay una sombra a través de su rostro —me indicó—. Dentro de siete días esa sombra lo habrá cubierto por completo y ella se convertirá en nuestra diosa oscura. Si acude entonces a ti, la verás de ese modo.
—No lo comprendo.
—Te cuento todas estas cosas pues sé que una vez se te mostró como una diosa brillante cuando la luna estaba casi llena. Lo que ya ha hecho una vez lo hará de nuevo y es bueno, por lo tanto, que sepas todo esto. A cambio de un precio muy pequeño te contaré más cosas… cosas que te serán de inmenso valor.
No pregunté cuál era ese precio pues ya lo sabía, del mismo modo que ella sabía que yo lo conocía.
—¿Podrías llevártela, cogerla para ti? —inquirí—. ¿Incluso sentada junto a la hoguera y acompañada por todos los demás?
—Podría llevarla conmigo aunque estuviera sentada dentro de esa hoguera.
—No pagaré tal precio.
—Aprende a ser sabio —me dijo—. La sabiduría es más valiosa que el oro.
Yo meneé la cabeza.
—La sabiduría no tarda en variar, y luego acaba perdiéndose en la niebla para no ser más que un eco percibido confusamente.
Al decir yo eso ella se incorporó, limpiándose el polvo de las piernas como cualquier otra mujer.
—Y yo que buscaba enseñarte la sabiduría… Bien te burlaste de mí cuando dijiste que eras un idiota.
—Si me burlé de ti, lo he olvidado.
—Sí, eso es lo mejor, olvidar… Pero acuérdate de mí cuando necesites a mi señora bajo cualquiera de sus formas. Recuerda que te ayudé y que aún te habría ayudado más si hubieras sido tan generoso hacia mi como yo lo fui hacia ti.
—Lo intentaré —asentí.
—Y ahora te haré mi advertencia, tal y como prometí. La muchacha huyó por esta colina y halló la seguridad, pero muy pronto quien ande por esta colina morirá. ¡Escúchame bien!
—Eso hago —le dije.
—Entonces, aguarda a que se produzca esa muerte y luego podrás marcharte sano y salvo. —Se quedó callada, lamiéndose los labios e inclinando la cabeza a un lado como si oyera algún ruido. También yo presté atención y percibí en la distancia el ruido que hace una piedra al rebotar contra otra—. Alguien se acerca —dijo ella—. Me gustaría pedírtelo en ofrenda pero eso significa tu muerte. Date cuenta de que soy amiga tuya, que soy justa y compasiva y que en todos mis tratos obro de modo más que generoso.
—Oigo tus palabras.
—No olvides mis enseñanzas y mi aviso. Una cosa más aún… —Fue con paso rápido hasta la roca tras la que había estado esperando cuando la distinguí por primera vez, y desapareció durante unos segundos al agacharse para coger algo del suelo. Luego volvió a mi lado y dejó caer el objeto ante mis pies con un tintineo metálico parecido al de las monedas que cambian de mano—. Aquí las mujeres ponen dagas bajo las cunas de sus hijos —me explicó—, y se dicen la una a la otra que con eso nos mantendrán alejadas; y, aunque no siempre lo consiguen, lo cierto es que no amamos el hierro. —Se inclinó de nuevo, esta vez para limpiarse las manos frotándolas en el suelo—. La razón de que no lo amemos ya la conocerás en el futuro.
Recogí lo que había dejado caer en el suelo y vi que era una cadena con un grillete en el extremo.
—No permitas nunca más que tu chiquilla arroje su basura en mi mansión —advirtió la mujer.
Entonces oí una voz masculina, grave y algo ronca, gritando «¡Latro!». Volví los ojos hacia la dirección de su llamada y cuando miré de nuevo hacia la mujer ésta había desaparecido. La piedra se encontraba apoyada en la roca, como antes; fui hasta ella y la cogí, pero era solamente una piedra corriente y en nada difería de todas las otras, por lo que acabé tirándola a lo lejos.
—¡Latro! —gritó por segunda vez el hombre.
—Estoy aquí —le respondí y unos instantes después vi aparecer un gorro de piel.
—Me alegro de que esperases —dijo el arquero—, pues así estoy seguro de que eres realmente amigo mío.
—Sí —respondí yo—. Muy pronto volveremos juntos a la hoguera, Oior.
Hablé de tal modo porque no confiaba ni en la mujer ni en su advertencia, y temía lo que pudiera haberle ocurrido a la muchacha.
—Pero no antes de que hayamos hablado. —El arquero se quedó callado unos instantes, frotándose el mentón—. Un amigo cree en sus amigos.
—Eso es cierto.
—Te dije que no conozco a los dioses de esta tierra.
Yo asentí; la brillante claridad lunar hacia que fuera tan fácil vernos el uno al otro casi como en pleno día.
—Y tú no conoces a los míos. Debes creer todo lo que te diga de ellos, pues un amigo nunca le cuenta mentiras a sus amigos.
—Creeré todo cuanto me digas, Oior —aseguré—. Esta noche he visto ya cosas más extrañas de las que tú puedas contarme.
Oior tomó asiento en el suelo, donde antes se había instalado la mujer.
—Come, Latro.
Yo me senté igualmente en el suelo y la escudilla quedó entre los dos.
—Ya no quiero comer más.
—Igual me ocurre a mí, Latro, pero en mi tierra los amigos siempre comparten la comida.
Cogió un trozo de pan y me entregó la mitad.
—Aquí también.
Comí el pan que me había entregado y él comió el suyo.
—En tiempos nuestra tierra fue gobernada por los Hijos de Cimer —empezó diciendo Oior—. Eran un pueblo poderoso y su reino se extendía del Ister al mar de las Islas. Casi todos dominaban la magia y hacían sacrificios con sus propios hijos a la deidad triple. Artimpasa. Sus brujos acabaron matando al mismísimo hijo del rey, al acólito de Apia. Ella es la Madre de los Hombres y de los Monstruos pero la sangre del muchacho ardió sobre el altar de Artimpasa.
»Mas el rey llegó a enterarse del sacrificio de su hijo y alzando las manos al cielo declaró la muerte, para que ningún brujo hiciera de nuevo sacrificios entre los Hijos de Cimer. Y envió a sus soldados para que cumplieran su orden, diciéndoles: “¡Matad a todos los brujos! ¡No dejéis a ninguno con vida!”.
»Siete brujos lograron huir hasta el mar de las Islas. Estuvieron a punto de morir y tuvieron que habitar en el desierto, tallando las piedras en sus riscos para construir con ellas sus viviendas y engendrando con el tiempo una numerosa nación que fue conocida como los Neuri.
Moví la cabeza, para demostrar que le estaba escuchando.
—Con el tiempo enviaron de nuevo hechizos contra los Hijos de Cimer, robando la fuerza de sus espadas. Vendieron plata a los Hijos de Escoloti y fueron pagados con caballos pálidos cual la luna y mujeres para sus orgullosos sacerdotes. Así aprendieron de nuestros labios, copiando nuestro atuendo y costumbres.
»No tardaron en decir: “¡Fuertes son los Hijos de Escoloti! ¿Por qué viven en el desierto? Deberían atacar a los Hijos de Cimer, pues son un pueblo que gime y languidece viviendo dentro de una tierra digna de grandes señores”. Y acabamos tensando nuestros arcos y les declaramos la guerra.
»Los Hijos de Cimer fueron dispersados como ramitas ante el vendaval, y nuestros caballos se apacentaron en sus mansiones en tanto que nuestras tiendas se alzaban en sus templos, habiéndonos convertido en príncipes de sus llanuras.
»Hace mucho tiempo que les vencimos y humillamos. Los cronistas más cuidadosos cuentan los reyes desde que llegamos al país de los Hijos de Cimer, pero eso está fuera de mi conocimiento.
Lanzó un suspiro, habiendo terminado su relato. Yo creía conocer la razón de que me lo hubiera contado, así que le miré y dije:
—Pero, ¿qué fue de los Neuri, Oior?
—¿Cómo puede un simple arquero hablar de brujos? Viven en su vieja tierra, al este del mar de las Islas; pero también viven entre nosotros y nadie puede decir quiénes son. Hablan nuestra lengua y visten como nosotros, sabiendo tensar el arco con idéntica habilidad y amansando con su mano a los caballos que nos pertenecen. Nadie les conoce, si no ha visto el signo.
—Y tú lo has visto —le animé yo, viéndole vacilar.
Él abatió la cabeza, reconociéndolo.
—Apia marcó con su fuego a los Neuri en castigo por haber vertido la sangre del muchacho. Una vez cada año y algunas veces con mayor frecuencia, cada uno de ellos cambia. «Brujo» es palabra tuya, Latro. Neuriano, dicen los Hijos de Escoloti. Apia es la tierra y Artimpasa la luna.
—Lo entiendo —asentí—. ¿De qué modo cambian?
—Sus ojos se oscurecen y sus orejas se aguzan, en tanto que sus pies cruzan veloces llanuras.
Un perro aulló en la lejanía y Oior me cogió fuertemente del brazo.
—¡Escucha!
—Es un perro —dije yo—, un perro cantándole a la luna. Nada más… Hay una pequeña ciudad no muy lejos de aquí; el kiberneta la llamó Teutrone. Donde hay gente siempre hay perros.
—Cuando los Neuri cambian beben la sangre de los hombre y devoran su carne, removiendo la tierra que oculta a los muertos para hacer que despierten.
—¿Y tú crees que aquí hay uno de ellos?
Oior asintió.
—Está en la nave. Ya has visto nuestra nave… ¿Has visto también su parte más baja, allí donde el agua lame los muros de madera?
Negué con la cabeza.
—Allí hay arena. También hay agua y vino, pan y carne seca, y muchas otras cosas buenas para comer. He vigilado con frecuencia al hombre, a la mujer y a la joven… ¿comprendes?
Esta vez asentí.
—Una vez tuvieron sed y cuando todos hubieron comido nadie se encargó de darles alimento. El hombre habló con Hipereides. Hipereides es bueno, pues ni tan siquiera les ha sacado los ojos. Me dijo que fuera a ese lugar y que trajera de él agua, vino, pan, aceitunas y queso. Cogí lo que me había dicho, y entonces pensé que quizá nunca volviera a bajar hasta allí y que podría ser bueno verlo todo. Estaba donde se encuentran los remeros, allí donde no se sientan.
—¿En la popa? —le pregunté—. ¿Dónde están los remeros?
—Me encontraba debajo de ellos y di un paso hacia adelante con la espalda encorvada. Después di dos pasos más, y luego tres. Todo estaba muy oscuro. La comida está donde los remeros porque el agua mala siempre huye cuando la nave es atracada en la playa. Si hubiera dado la vuelta y me hubiera ido entonces, jamás lo habría sabido. Di un paso más hacia adelante y ante mí se abrieron unos ojos. No eran humanos.
—Así pues, ¿crees que uno de los arqueros es un Neuriano?
—He visto ojos similares antes —prosiguió Oior—, cuando murió mi hermana. Eran como dos piedras blancas, frías y brillantes. Pero ahora, cuando miro a los ojos de los demás, no consigo ver las piedras. Oigo al hombre y a la mujer cuando hablan e incluso a la muchacha. Tú has sido bendecido por tus dioses y ves cosas que son invisibles. Tú debes mirar en sus ojos.
—He sido maldecido por nuestros dioses —repuse—, igual que tus Neuri. Además, Hipereides nunca nos creería.
—Mira… —dijo Oior, sacando la daga de su cinto—. La plegaria de Apia ha sido escrita a lo largo de su filo. Puede enviarlo a la tumba y luego yo cubriré el lugar de piedras. Entonces no podrá volver, a no ser que se quiten las piedras. ¿Querrás mirar?
—Supón que miro y no logro ver nada —respondí—. ¿Me creerás?
—Sé que verás algo —afirmó Oior, señalando hacia la luna—. Allí está Artimpasa y tú verás en sus ojos o en los del lobo negro de Apia. Entonces sabrás la verdad.
—Pero si no veo nada… —insistí—, ¿me creerás?
Oior asintió.
—Eres mi amigo y te creeré.
—Entonces, miraré.
—¡Bien! —se puso en pie, sonriente—. Ven conmigo. Te llevaré junto a los demás arqueros y diré: «Este es Latro, amigo de los Hijos de Escoloti, amigo de Oior, enemigo de todo lo que es maligno». Diré sus nombres y tú les estrecharás la mano uno a uno mirándoles a los ojos.
—Entiendo.
—Los demás estarán escuchando al hombre encadenado, pero los arqueros nunca le escuchan porque cuando habla sus palabras no significan para nosotros más que el graznido de los gansos. Ven, no está muy lejos y conozco bien el camino.
Resultaba bastante difícil ver el camino a la luz de la luna, ya que en realidad apenas existía un sendero digno de tal nombre, pero Oior se movía con tal facilidad como si estuviéramos andando en pleno día a través de una llanura. Se encontraba a unos cinco pasos por delante de mí cuando un brazo me rodeó el cuello.