39

Máquinas de guerra

Las torres de asedio y los arietes están esparcidos junto a la ciudad y alrededor de cada uno hay centenares de guerreros dispuestos a protegerlos de una posible salida. De este modo los bárbaros no podrán saber de dónde vendrá el ataque, tal y como me explicó el estratega de Pensamiento, Xantipos. Naturalmente, Pasicrates le preguntó de dónde vendría, pero Xantipos se limitó a menear la cabeza y poner cara de sabio, diciendo que en esos momentos tenía aún varias opciones que estudiar. Yo tuve la impresión de que aún no se había decidido porque en estos momentos no hay ningún lugar lo bastante débil como para permitir el asalto.

Pero quizá estoy haciendo pasar a mi perro antes que al ganado que debe cuidar. Primero debería decir que Pasicrates, Drakaina y yo fuimos esta mañana a ver a Xantipos y que es un hombre aproximadamente de mi corpulencia, con las sienes ya canosas y con ese aire afable pero reservado que, según me explicó Drakaina, es característico de la vieja aristocracia de Pensamiento.

Nos dio la bienvenida cordialmente en una tienda carente de todo signo de riqueza o lujo; el suelo de la tienda estaba cubierto con una lona muy gastada y el mobiliario era muy sencillo, como si hubiera sido fabricado allí mismo.

—Nos complace en grado sumo que los Cordeleros hayan decidido unirse a nosotros —dijo—, y resulta muy alentador ver nuestra vieja amistad renovada ante el enemigo común. ¿Debo suponer que los demás barcos fueron desviados de su curso por la tormenta de ayer? Espero que lleguen sanos y salvos en el día de hoy.

—¿Por qué? —le preguntó Pasicrates sin demasiada cortesía—. ¿Hacen falta tropas?

—No, en absoluto. Lo que realmente necesitamos es un agujero a través de esas murallas.

Xantipos rió levemente y sus agudos ojos grises parecieron incluirnos a todos en su afable diversión.

—En total, dentro no habrá más que unos quinientos bárbaros, y también algunos miles de helenos que espero cambiarán de bando apenas empiece el asalto.

Pasicrates asintió.

—Algo por lo que los helenos son famosos… salvo los hombres de mi ciudad. Entonces, nuestro asalto será…

—Tan pronto como se haya abierto brecha en los muros, lo cual creo ocurrirá dentro de un mes aproximadamente. ¿Puedo preguntar si es el rey Leotíquides o el príncipe Pausanias quien está al mando?

—Ninguno de los dos —contestó Pasicrates—. Tampoco vendrán más barcos. Sólo hubo uno y en él hemos venido.

Me resultó imposible decidir si Xantipos se había quedado realmente sorprendido o si sólo fingía estarlo, pues tuve la impresión de que pertenecía a esa especie de hombres que llevan ya tanto tiempo dominando sus emociones que se han vuelto incapaces de conocerlas realmente, y pueden estar furiosos o perdidamente enamorados sin ser conscientes de ninguna de las dos cosas.

—Soy el hombre del regente —se identificó Pasicrates sacando el anillo de hierro que llevaba en el dedo y entregándoselo a Xantipos—. Vengo en su nombre.

—Entonces, a través de tu persona espero que se me permita felicitarle por su gran victoria, y confieso que me supondrá un inmenso placer decírselo a él mismo algún día venidero. Sin duda, en esa gloriosa batalla tú mismo debiste jugar un papel muy importante. ¡Cómo lamento haber estado con la flota! ¿Te importaría dejar a un lado, aunque sólo fuera brevemente, esa a veces incómoda parquedad en el habla por la cual son tan bien conocidos tus conciudadanos y describirme exactamente lo que hiciste… digamos que sólo para deleitarme con el relato de tus acciones y aumentar mis conocimientos de estrategia?

—Cumplí con mi deber —repuso Pasicrates; luego interrogó al estratega sobre los progresos del asedio, aunque fue muy poco lo que supo a través de Xantipos.

—Por lo tanto —dijo éste extendiendo las manos—, podrás comprender que lo principal es mantener la flexibilidad que te permite no ceder en el asedio y darte cuenta en el momento adecuado de cuándo ha surgido una oportunidad.

—Pero tú esperas que Sestos caiga dentro de un mes…

—Puede que un poco más tarde. Ciertamente, espero que ocurra antes del invierno, aunque también es posible que veamos las primeras fases de su caída. Me han dicho que en la ciudad hay muy pocas provisiones y que sus habitantes no son precisamente como los Cordeleros, acostumbrados a vivir con un pedazo de pan y un puñado de aceitunas.

—Tus hombres deberían estar ya plantando la cosecha del año próximo.

—Son casi todos hombres de ciudad —replicó Xantipos sonriendo—. A los Cordeleros os encanta decir que no tenéis soldados… y que entre vosotros sólo hay albañiles, herreros, labradores y todo el resto de oficios imaginables. A veces eso tiene sus ventajas.

—Y a vosotros —le contestó Pasicrates— os encanta decir que los Cordeleros nada sabemos sobre los asedios.

Se calló un instante intentando contenerse; al momento se recuperó y dijo:

—He venido para transmitirte los respetos del regente y…

—Considéralo hecho.

Así lo hago. Y debo decirte también que tendremos que compartir las raciones de tus hombres, pues nosotros sólo hemos traído las necesarias para unos cuantos días. Supongo que no desearás poner a prueba nuestra vieja amistad, y a cambio de un pedazo de pan y un puñado de aceitunas encabezaremos vuestro asalto. Lo único que debéis hacer es seguirnos.

Xantipos seguía sonriendo.

—Vuestra heroica oferta ha sido debidamente anotada.

—Descubrirás que el valor de tus hombres aumentará en cuanto sepan que van a ser guiados en el ataque por los hoplitas del Cordel.

Pasicrates se puso en pie y tanto Drakaina como yo le imitamos.

—En cuanto a los asedios, sabemos más de lo que piensas —dijo extendiendo la mano y abriendo los dedos en forma de abanico—. Cuéntalos, Xantipos, pues afirmo que Sestos caerá antes de la cifra a la que llegarás.

Xantipos no pareció afectado por sus palabras.

—Entonces, las noticias que me traes son doblemente buenas. No sólo hemos recibido refuerzos de vuestra ciudad, sino que Sestos caerá dentro de cinco días. Pues tengo la esperanza de que tu número cinco hacia referencia a días y no a meses, ¿verdad? Antes de que te vayas, ¿puedo preguntarte por qué razón has traído a nuestra conferencia a este hombre y a esta mujer?

Y, sin aguardar la respuesta de Pasicrates, se volvió hacia Drakaina:

—¿Eres de Babilonia, querida mía? Una ciudad maravillosa y justamente afamada por la belleza de sus mujeres. Antes de que empezara esta infortunada guerra tuve el placer de visitarla y tengo la esperanza de volver a ella, a no ser que mis conciudadanos decidan someterme al ostracismo… lo cual, me temo, es más que probable.

—Puedes preguntar —replicó Pasicrates—, pero no se te responderá.

Una vez fuera Drakaina dijo:

—No hubiéramos debido acompañarte. Ahora se nos someterá a vigilancia.

Pasicrates lanzó un bufido de irritación.

—¿Artes mágicas, y no eres capaz de sacudirte de encima a un puñado de tenderos? ¿Cómo piensas entrar en la ciudad?

—No transformándome en murciélago, si era eso lo que tenías en mente. No, a menos que no me quede otro remedio; y de momento aún no he tenido la ocasión de considerar el problema.

—Yo tampoco —admitió Pasicrates—. Tienes razón; será mejor que le demos una ojeada a las murallas.

Había dejado de llover, pero nubes grisáceas se cernían sobre Sestos y tuvimos que abrirnos paso a través del fango. Me di cuenta de que algunos soldados de Pensamiento llevaban botas adecuadas para el invierno, pero nosotros seguíamos calzados con sandalias. Desde los muros hasta las distantes colinas se extendían las melancólicas ruinas de las casas que antes habían sido vecinas de la ciudad. Los agujeros que en tiempos fueron sus sótanos estaban ahora llenos de agua negra, y por donde los hombres de Pensamiento habían trazado sus toscos caminos y senderos asomaban los ladrillos rotos y los maderos calcinados.

No habríamos recorrido ni un par de estadios cuando Io se reunió con nosotros a la carrera, chapoteando por entre el fango con los pies descalzos.

—¿Qué tal era Xantipos? —preguntó.

Le dije que si era la mitad de listo contra los bárbaros que lo había sido al tratar con nosotros, la ciudad caería dentro de cinco días tal y como le había prometido Pasicrates.

—Eso se debía a tu presencia, ¿verdad, Pasicrates?

El Cordelero fingió no haberla oído y siguió andando a unos cuantos pasos por delante nuestro.

—Debemos entrar en la ciudad —observó Drakaina—. Eres una joven inteligente, así que intenta mantener los ojos bien abiertos.

—Ya lo hice —susurró Io—. Puedo hacerte entrar en cuanto lo desees, siempre que no haya nadie mirando.

Drakaina se detuvo y la contempló sin pestañear.

—¿Cómo…? Deja, no importa. Cuando estemos solos… Pero, ¿os habéis fijado realmente en esas murallas? El Gran Rey ha convertido esta ciudad en el candado con el cual mantiene aherrojada toda la costa.

—Entonces, hemos traído la llave, si es cierto el sueño del regente —replicó Io—. Pasicrates asaltará la ciudad dentro de uno o dos días: eso decían los Cordeleros durante vuestra ausencia.

—Pero si la llave está dentro del arca, ¿quién podrá abrir ésta? —dije yo—. Entraré en la ciudad con Drakaina.

—Amo, la Doncella te envió aquí. No lo recuerdas pero yo sí, y dijo que aquí hallarías a tus amigos. Si entras en la ciudad puede que las cosas no vayan bien, y además yo tendría que acompañarte. Te pertenezco y tengo que recordar las cosas para ti.

—¡Desde luego que no! —siseó Drakaina, furiosa.

—Estoy de acuerdo con ella. No pienso arriesgar tu vida de ese modo, Io. Luego me reuniré contigo si puedo.

Io señaló hacia lo lejos, sin duda para distraerme.

—¡Un lago!

—No —corrigió Drakaina—. Es solamente el estrecho. Unos instantes después estuvimos allí, y tal como había indicado Io el estrecho no superaba en tamaño a un lago pequeño; podíamos ver a los hombres que trabajaban en los muelles de la ciudad situados en la orilla opuesta y, aunque al noroeste su perfil se confundía con el del horizonte, al sudoeste vimos lo que parecía ser el final. Mientras contemplábamos la extensión de agua apareció en ella una trirreme cual si hubiera nacido de la costa pedregosa, y, agitando seis alas blancas, pareció volar a lo largo de las olas hasta unirse a las demás naves que bloqueaban Sestos.

—Si esto llega al mar —dijo Io—, me sorprende que no desembarquen los suministros en este lugar. Sería mucho más seguro.

—Sería mucho más peligroso —le expliqué yo—, si esa costa situada al este sigue reconociendo el poder del Gran Rey.

Pasicrates había estado estudiando la escena en silencio.

—Fue aquí, pequeña Io —habló por fin—, donde el valeroso Leandro nadó de costa a costa para ver a su amada. Veo que conoces la historia…

Io asintió.

—Pero se ahogó una noche y ella se arrojó desde lo más alto de su torre. Ignoraba que éste fuera el lugar.

Pasicrates le dirigió su sonrisa más acerba.

—Estoy seguro de que si entrarais en la ciudad os indicarían la torre exacta… y muy probablemente también las manchas de su sangre en el suelo de la calle.

—No parece estar tan lejos. Apuesto a que podría ir nadando…

—No lo intentes —le advertí—. ¿No te has dado cuenta de la velocidad con que se aproxima esa nave? La corriente debe de ser muy potente.

—Por lo que a mí respecta, Io —añadió Drakaina—, podrías intentarlo; pero tu amo está en lo cierto, y además las tormentas son frecuentes. Pasicrates, también tú estás pensando que si alguien pudo nadar hasta allí en el pasado es posible repetir tal viaje en el presente, ¿no?

El Cordelero asintió con un gesto lento y pensativo.

—Pero un nadador sólo puede transportar consigo un cuchillo —añadió ella—. Una docena de hoplitas servirían para darle su merecido a un centenar de esos nadadores.

—No estaba pensando en atacar la ciudad con nadadores —le replicó Pasicrates—. Me estaba preguntando cómo consigue Xantipos su información.

Giró en redondo el camino que habíamos seguido para venir.

—La hermosa Hele se ahogó también aquí —comentó Drakaina—, bautizando con su nombre este lugar al caer de espaldas del Carnero Dorado. Debes comprender que estas aguas son peligrosas…

Miró a Io, sonriéndole como podría sonreírle un armiño a un gorrión, aunque me dio la impresión de que estaba intentando parecer amable con ella.

—Esa historia no la conozco —repuso Io—. ¿Te importaría hablarme del Carnero Dorado, por favor?

—Será un placer… Pertenece al Guerrero y vive en el cielo entre el Toro y el Pez. Si me lo recuerdas, en una noche despejada te indicaré dónde queda. Hace mucho tiempo vino a la tierra para intervenir en un asunto relacionado con dos criaturas, Frixos y Hele, que se habían convertido en una carga para su madre adoptiva, Ino. Sin duda el Guerrero había planeado convertir a Frixos en un héroe o en algo parecido. Ahora Ino es llamada la Diosa Blanca, por cierto, y es uno de los aspectos de la Triple Diosa. Fuera como fuere el Carnero estaba decidido a estropear sus planes, por lo cual se atavió con una capa de oro y fue a buscar a las dos criaturas que estaban jugando en un prado, prometiéndoles un paseo encima de su espalda. Apenas estuvieron subidos en ella el Carnero se lanzó a los aires y en el punto más alto de su gran vuelo, aquí mismo, Hele cayó y se ahogó tal y como ya te he explicado.

—¿Qué fue de su hermano? —preguntó Io.

—El Carnero lo llevó hasta el este del Euxino, a Ea, creyendo que allí estaría a salvo. Después de entregárselo al rey y encomendarlo a su cuidado, colgó su capa dorada de un árbol y volvió al cielo. Yo fui princesa en Ea y…

—¡Espera un momento! Creí que esto había ocurrido hace cientos y cientos de años.

—Vivimos muchas vidas diferentes en cuerpos igualmente distintos —le explicó Drakaina a Io—. Al menos, eso ocurre en algunos de nosotros… Fui princesa en Ea y sacerdotisa de Enodia tal y como lo soy ahora. Le dije a mi padre con toda sinceridad que la diosa había proclamado su futura muerte a manos de un extranjero. Dado que Frixos era el único que había en esos momentos por el lugar, eso acabó con su problema. Luego dejé a mi pitón favorita para que vigilara el vellocino de oro. Y luego…

Habíamos alcanzado ya a Pasicrates, que se había detenido para examinar una de las rampas que los hombres de Pensamiento estaban construyendo a ras de tierra con capas de troncos cruzados en diagonal para reforzarla.

—Infantil —dijo.

Yo me arriesgué a decir que me parecía bastante bien construida.

—¿Sí? ¿Cómo piensan continuar cuando se aproximen al muro? Allí debe alcanzar su máxima altitud y los defensores dejarán caer sobre ella piedras y lanzas. Puede que también tengan pez hirviendo para derramar sobre sus cabezas.

—Yo le pondría a cada trabajador un hombre con un escudo —replicó—. Un hoplón es lo bastante grande como para proteger a dos hombres de las piedras y lanzas que les pueden arrojar desde arriba. Además, se podría usar un carro con el techo reforzado para mover los troncos, y la mayor parte del trabajo podría hacerse desde el interior de ese carro siempre que se le quitaran las tablas del suelo. Además, situaría a todos mis arqueros y honderos desde aquí hasta el muro para hacer que mis enemigos se lo pensaran dos veces antes de asomar la cabeza para arrojar lanzas y piedras. En ese parapeto sólo pueden situarse formando una fila, pero mis arqueros y honderos podrían disponerse en cuatro o cinco, de tal forma que por cada uno de sus proyectiles seríamos capaces de arrojarles cuatro o cinco de vuelta.

Pasicrates se acarició el mentón y no me respondió.

No tardamos en llegar junto a un carro parecido al que yo le había descrito, del que colgaba un ariete medio roto: sin duda lo habría visto en nuestro camino hacia el estrecho y el recuerdo inconsciente de ese espectáculo me había impulsado a hablar tal y como lo había hecho. Me detuve junto a él y pregunté a los hombres que estaban arreglando el ariete cómo se había llegado a romper éste; uno de ellos me señaló una de las angostas puertas que había en la base del muro.

—Intentamos derribarla pero ahí dentro tienen un tronco tres veces tan grueso como éste. Lo sujetan con una cadena de tal modo que pueden dejarlo caer y luego recogerlo de nuevo. Cuando nuestro viejo ariete salió de su protección para golpear, ellos dejaron caer su tronco y lo partieron a la altura del bronce, tal y como puedes ver.

Por joven que sea Pasicrates hasta ese momento jamás había visto en su comportamiento ningún rasgo típico de su edad. Entonces me pareció casi un niño.

—Diles lo que deben hacer, Latro. Estoy seguro de que lo sabes…

—Lo que deben hacer, básicamente —contesté yo—, es atrapar ya sea al tronco o a la cadena, con algo que pese demasiado e impida que los hombres de la muralla puedan recobrarlo. Este carro me parece lo bastante pesado como para intentarlo; el techo es de madera muy fuerte y las ruedas son de roble sólido y tan gruesas como mis dos piernas juntas. Los hombres que se encargan de las reparaciones ya están poniendo un tronco más resistente en el ariete, pero si yo estuviera al mando diría que pusieran espigones a sus lados, así como en los del carro. De ese modo el tronco de la muralla se clavaría en ellos cuando lo dejaran suelto.

Uno de los hombres que había estado trabajando en el ariete colocando el nuevo tronco en sus soportes dejó lo que hacía y se nos acercó.

—Soy Ialtos. Estoy encargado del ariete y te agradezco tus consejos: haremos buen uso de ellos. Me pareció oír que el Cordelero te llamaba Latro.

—Ése es mi nombre —asentí—. Al menos, así soy llamado entre los tuyos.

—Tenemos por aquí un capitán… —dijo, señalando hacia lo lejos—. ¿Ves esa torre montada sobre ruedas? Están cubriendo la parte delantera de cuero igual que los costados para que no puedan prenderle fuego, y él se encarga de supervisar el trabajo. Fingirá ser sordo a todo lo que le digas, si es que me entiendes, pero sabe mucho del cuero y cómo conseguirlo.

—¡Hipereides! —gritó Io.

—Ése es su nombre, ya veo que le conocéis. A veces habla de un esclavo que poseyó y que se llamaba Latro. Según Hipereides parece que era un tipo algo simplón, pero cuando le oyes hablar de él se nota que le apreciaba. Se lo cambió a una hetaira por unas cuantas cenas… y creo que, sobre todo, para mantenerle lejos de los combates.

—Yo no calificaría a Latro de simplón, pero sí olvida todas las cosas de un día al siguiente —repuso Io, al tiempo que contemplaba con expresión algo burlona al Cordelero—. Y en ciertos aspectos también se sale de lo corriente, ¿verdad Pasicrates?

—Incluso las mujeres que hablan poco terminan hablando en demasía.

Pasicrates la cogió del brazo para alejarla de Ialtos.

Io había estado estudiando la torre montada sobre ruedas y de pronto se volvió hacia mí, tirándome de la capa.

—¡Mira, amo, en lo alto de esa escalera! ¡Es el hombre negro!