23

En la aldea

Estoy escribiendo en el atrio de la posada. Eutaktos sentía tales deseos de abandonar Pensamiento que no compró provisiones para el camino de vuelta a la Isla Roja. Creo que quizá pensó que podría comprarlas más baratas una vez lejos de la ciudad y supongo que estaba en lo cierto. Sea como sea nos hemos detenido aquí, y ahora Eutaktos y algunos Cordeleros están comprando comida en el mercado. Yo estoy escribiendo porque aún no he olvidado lo que sucedió la noche anterior, aunque no recuerdo cómo he llegado a encontrarme entre estos Cordeleros.

El Milesio vino a verme una vez que nos detuvimos aquí y me dijo:

—Busquemos alguna taberna y te pagaré en ella lo que me diste la noche anterior.

Fingí que se me había olvidado pero él insistió en que fuéramos a una taberna, diciendo:

—Basias puede acompañarnos, de ese modo no podrán pensar que intentábamos huir.

El Milesio, Basias, Io y yo no tardamos en hallarnos cómodamente instalados en una mesa a la sombra; en el centro había una jarra de vino y otra jarra con agua fría, y cada uno de nosotros tenía un vaso delante.

—Recordarás que la otra noche estábamos hablando sobre la Triple Diosa —me dijo el Milesio—. Al menos, espero que lo recuerdes… Aún no lo has olvidado, ¿verdad?

Sacudí la cabeza.

—Puedo recordar cómo levantamos el campamento en las afueras de la aldea la noche anterior y todo lo que ocurrió después de eso.

—¿Dónde estamos ahora? —preguntó Io—. ¿Estamos muy lejos de Advenimiento?

—Nos encontramos en Aquernae —respondió el Milesio—, y debemos estar a unos cincuenta estadios de Advenimiento, que será nuestra próxima parada. Si hubiéramos tomado por el Camino Sagrado la distancia habría resultado algo más corta, pero supongo que Eutaktos debió de encontrar demasiado peligroso el ser acusado de impiedad.

Miró a Basias como buscando que éste confirmara sus palabras, pero el Cordelero se limitó a encogerse de hombros y se llevó el vaso a los labios.

—Ya he estado en Advenimiento —dijo Io—. Fuimos allí con Latro, Hilaeira y Píndaro. Latro durmió en el templo.

—¿De veras? ¿Y aprendió algo durante su estancia?

—Que la diosa no tardaría en devolverle el recuerdo de sus amigos.

Le pedí a Io que me lo explicara.

—No sé gran cosa porque no me hablaste con detalle de todo eso. Creo que le dijiste bastante más a Píndaro que a mí y probablemente escribiste mucho más de lo que le dijiste a Píndaro. Todo lo que sé es que viste a la diosa, y que ella te entregó una flor y te prometió que no tardarías en ver de nuevo a tus amigos. Todos éramos amigos tuyos, tanto yo como Píndaro e Hilaeira, pero creo que la diosa no se refería a nosotros. Creo que se refería a los amigos que perdiste al ser herido.

Basias me estaba mirando con el ceño fruncido.

—¿Te dio una flor durante tu sueño?

—No lo sé —respondí yo.

—Él me dijo que se la había dado —le explicó Io.

El Milesio hizo girar una lechuza sobre la mesa como si estuviera esperando que ello le inspirase un presagio.

—Con las diosas nunca se sabe a ciencia cierta… y con los dioses tampoco, claro. Es posible que un sueño en el que ves a una diosa sea más real que un día entero en el que no ves a ninguna… Son cosas de las diosas, y en ellas no hay más ley que su voluntad. Me gustaría ser…

—¿Una diosa? —pregunté sorprendido.

—O un dios. Lo que fuera. Me gustaría encontrar un lugar alejado de todos en el que pudiera impresionar a la gente con mis poderes y hacer que me construyeran un templo.

—Será mejor que eches más agua al vino —le dijo Basias.

Euricles sonrió.

—Quizá tengas razón.

—Beber vino puro sin agua hace que los hombres pierdan la razón…, todo el mundo lo sabe. Los Hijos de Escoloti beben el vino de ese modo y tienen tan poco seso como una cabra salvaje.

—Sin embargo, he oído decir que en vuestra costa hay pequeñas aldeas que siguen adorando dioses marinos olvidados en todo el resto del mundo.

Basias tomó otro sorbo de vino.

—¿Quién se preocupa de lo que puedan hacer los esclavos? ¿Y a quién le importa cuáles sean sus dioses?

—En la nave de Hipereides había cuatro Hijos de Escoloti, Latro. Pero la misma noche en que murió el marinero uno de ellos se fue y no regresó.

Basias asintió.

—¿Y qué te dijo?

Euricles hizo girar nuevamente su moneda.

—No todos son Hijos de Escoloti. Algunos son de Neuria, y en la ciudad había uno de ellos.

—¿Quiénes son? Jamás había oído hablar de ellos.

—Viven al este de los Hijos de Escoloti y se les parecen mucho en costumbres. Al menos, se parecen cuando los ves…

Basias volvió a llenar su vaso.

—Entonces, ¿a quién le importa lo que hagan?

—Salvo por el hecho de que pueden convertirse en lobos. Bueno, al menos se convierten en lobos; hay quien dice que son incapaces de controlar ese proceso.

Euricles bajó la voz haciendo que sus palabras sonaran sobrecogedoras.

—Latro, no puedes recordar cómo hice levantar a esa muerta, allá en la ciudad —prosiguió—; pero uno de ellos había abierto su tumba. Verás, yo había planeado cómo fabricar un fantasma pero cuando vi ese ataúd roto…, en fin, era una ocasión demasiado buena para desperdiciarla.

El tabernero, que había estado apoyado en la pared no muy lejos de nosotros, avanzó para unirse a nuestra conversación.

—No he podido evitar oír lo que estabais diciendo sobre hombres capaces de convertirse en lobos. Bueno, la noche anterior sucedió algo bastante raro, aquí mismo, en Aquernae. Una familia entera estaba durmiendo pacíficamente en sus camas, y entonces se oyó un trueno espantoso y la casa entera se llenó de… bueno, no sé cómo les llamáis. La gente empezó a hablar de Sabaktes y Mormo y todas esas cosas como si hubiera sido una broma, pero esos nombres no son para tomarlos a broma, por mucho que estuvieran o no escritos en las paredes de la casa.

—Supongo que se desvanecieron con el alba —alegó Euricles—. Me gustaría poder quedarme aquí otro día para exorcizarlos y hacerle así un favor a esa buena gente. Mi fama en este terreno llega más allá de los confines del mundo conocido, aunque me cueste proclamarlo… Pero me temo que el noble Eutaktos tiene la intención de ponernos nuevamente en marcha después de haber comido.

—Ya se han ido —explicó el tabernero—. No he podido hablar personalmente con la familia; pero sé de gente que lo ha hecho, y dicen que cuando estaban a punto de salir huyendo apareció un hombre en su puerta. Dijo que si le daban un odre de vino lo arreglaría todo; se lo dieron y entonces él puso en pie una estatua de las tres diosas que había sido derribada y luego derramó un poco de vino ante cada diosa, y apenas lo hubo hecho se desvanecieron.

El tabernero se quedó callado unos segundos y nos miró uno a uno; después añadió:

—Dijeron que era un hombre muy alto y que tenía una cicatriz en la cabeza.

Euricles bostezó.

—¿Qué fue del vino? Supongo que no lo usó todo para las libaciones…

—Oh, el odre de vino se lo llevó y hay quien dice que todo ese asunto de los como-se-llamen es invento suyo para conseguir el vino. En mi opinión, si es hombre capaz de hacer tales cosas, se contenta con un pago extremadamente barato.

—Yo también me contentaría con semejante pago —dijo Euricles una vez se hubo ido el tabernero, haciendo girar de nuevo su lechuza sobre la mesa como antes—. Pero, claro, todo depende de en nombre de quién se haya obrado el prodigio, ¿verdad? Cuando hice levantarse a esa mujer de entre los muertos tuve el sentido común suficiente como para llevarla ante unas cuantas personas importantes antes de que cantara el gallo; y puedes estar bien seguro de que antes de verla esas personas no eran precisamente mis protectores… pero luego sí lo fueron. Sin embargo, hay gente que desprecia la riqueza… Yo mismo, por ejemplo.

—Pues nadie lo diría oyéndote hablar —replicó Basias.

—¿Tienes dinero?

—Pensaba que esta ronda corría de tu cuenta.

—Oh, sí; sólo deseo saber cuánto dinero tienes.

—Un par de óbolos —acabó admitiendo Basias.

—Entonces, tíralos. No sirven de nada allí donde vamos, o eso es lo que me han dicho. Arrójalos al suelo aquí mismo y estoy seguro de que ese tipo que se acaba de ir estará encantado de recogerlos.

Basias contempló al Milesio con expresión ceñuda, pero no dijo nada.

—¿Ves? No desprecias el dinero, ni yo tampoco. La riqueza es incómoda, estúpida y arrogante, y lo único bueno que tiene es que significa dinero. El dinero es muy bello… Fíjate en esta moneda.

Cogió la lechuza entre sus dedos, y la sostuvo en alto.

—¿Ves cómo brilla? En un lado tienes el ave: el principio masculino. En el otro tienes a la Dama de Pensamiento: el principio femenino —alegó, haciendo girar la moneda sobre la mesa—. El dinero siempre te da algo en qué pensar.

—¿Sabes qué hizo Pausanias tras la batalla de Arcilla? —le preguntó Basias.

El Milesio pareció aburrido ante la pregunta, pero Io, entusiasmada, exclamó:

—¡Dínoslo!

—Matamos a Mardonio y nos apoderamos de todas sus cosas, así que Pausanias le dijo a sus cocineros que le prepararan una comida igual a la que habrían preparado para él y su séquito. Luego hizo llamar a todos nuestros oficiales y se la mostró. Yo no estaba ahí, pero Eutaktos sí y me lo explicó todo. Pausanias dijo: «Contemplad la riqueza de esta gente que ha venido a compartir nuestra miseria».

—Es verídico —asintió el Milesio, haciendo girar todavía su moneda—. Para nuestro tipo de vida la riqueza del Imperio es inconmensurable y, por cierto, su nombre no era realmente Mardonio. Era Marduniya, y eso quiere decir «el guerrero».

—No lograría pronunciar esa palabra sin desencajarme la mandíbula —replicó Basias.

—Pues deberás aprender a desencajarte la mandíbula si esperas hacerte rico liberando las ciudades de Asia junto con Pausanias.

—¿Quién ha dicho que espero hacerme rico?

—Oh, nadie. Sólo he dicho «si».

—Hablas demasiado, Euricles.

—Lo sé, lo sé —admitió el Milesio, incorporándose—. Pero ahora, amables amigos míos, si tenéis la amabilidad de excusarme, tengo que… ¿Dónde irá uno aquí? Supongo que a la parte de atrás.

Nadie habló durante un instante; después Basias dijo:

—Me gustaría ir con él.

Le pregunté por qué no lo hacía.

—Porque se supone que debo permanecer contigo; pero me gustaría ver lo que esconde bajo toda esa ropa. ¿Lo has visto alguna vez?

—¿Qué si le he visto desnudo? —le pregunté—. No, que yo recuerde.

—Yo tampoco lo he visto desnudo y no quiero verlo —dijo Io—. Soy demasiado joven para eso.

Basias la miró sonriendo.

—Al menos sabes que aún eres demasiado joven, pero la mitad de las chicas no lo saben. De todos modos, si cambias de parecer te enseñaré un buen modo de empezar.

—Y yo te mataré —le advertí.

—Quieres decir que lo intentarás, bárbaro…

—Latro no es ningún bárbaro —dijo Io—. Habla tan bien como tú, e incluso mejor.

—Hablar sí, pero… ¿sabe luchar?

—Ya le viste derribar a tu lochagos.

Basias estaba sonriendo de nuevo.

—Lo vi, y eso me hizo empezar a pensar… ¿Quieres que luchemos un poco, bárbaro? —me dijo, terminando su vino—. Las mismas reglas que utilizan en Olimpia: nada de golpes o patadas, y nada de presas por debajo de la cintura.

Me puse en pie y me saqué el chitón. Basias dejó el cinturón con la espada sobre la mesa y se quitó la coraza para sacarse luego el chitón por encima de la cabeza. El tabernero pareció surgir de la nada con media docena de clientes detrás.

—Es sólo una pequeña competición amistosa —alegó Basias.

Yo le llevaba una mano de ventaja en cuanto a estatura pero él era un poco más robusto que yo. Cuando extendió su brazo ante mí para que se lo cogiera fue como agarrar una rama de roble. En apenas un segundo me tuvo sujeto por la cintura y un segundo después me encontré tumbado de espaldas en el suelo.

—Presa fácil —dijo Basias—. ¿Nunca te han enseñado?

—No lo sé —contesté.

—Bueno con ésa tenemos una caída. A las tres, pierdes. ¿Quieres intentarlo de nuevo?

Me froté las manos con el polvo para limpiarlas de sudor y esta vez me levantó por encima de su cabeza.

—Ahora, bárbaro, si quisiera hacerte daño me bastaría con arrojarte sobre la mesa… pero con eso echaría a perder el vino.

El atrio de la taberna giró locamente hasta encontrarse allí donde habría debido estar el cielo, y entonces me golpeó igual que un hombre hace con una mosca.

—Dos caídas para mí. ¿Aún te queda algo de resuello?

Sentía en mis ojos las lágrimas de vergüenza y me las limpié con el brazo. Uno de los clientes le dijo al tabernero:

—Cogeré mi óbolo ahora mismo. ¿Por qué no ahorrarse el tiempo y la molestia?

—Te apuesto otro óbolo —retó Io al cliente una vez que yo hube conseguido ponerme de rodillas.

—¿Apostar con una criatura? Deja que vea tu dinero… Está bien, pero estarías cometiendo una estupidez aunque fuera el mismísimo Hércules.

La rama de roble que había imaginado un segundo antes apareció ante mis ojos.

—No puedo ayudarte —retumbó el hombre gigantesco que la sostenía—, pues va contra las reglas. Pero no va contra ellas que tardes todo lo que puedas en levantarte y será mejor que tardes el máximo.

Uno de mis pies tocó el suelo pero mantuve la otra rodilla en él mientras me limpiaba la frente.

—Te está venciendo porque te levanta del suelo, tal y como hice yo con Anteo. Tienes que agarrarte constantemente a él; no puede levantarse a sí mismo.

Cuando Basias me ofreció otra vez su mano yo me agarré lo más fuerte que pude, cogiéndole por debajo de los brazos igual que me sujetaba él por la cintura.

—Intentará doblarte la espalda —me advirtió el hombre del garrote—. Retuércete y aprieta. Cada uno de los músculos que hay en tu brazo es un tendón crudo que se está secando al sol, haciéndose cada vez más rígido. ¿Oyes cómo crujen sus costillas? Ahora, clava en su cuello ese mentón tan puntiagudo que tienes…

Caímos juntos al suelo y, cuando me hube apartado de él, Basias me dijo.

—Estás aprendiendo. Una caída para ti; esta vez tendrás que darme tú el brazo.

Le hice girar y descubrí que sus costillas de abajo eran bastante más blandas que las de arriba. Sus brazos ya no eran tan largos ni duros como antes, y con una mano en su cintura y otra en su hombro pude levantarle por encima de mi cabeza.

—No me arrojaste sobre la mesa —le dije—, así que yo tampoco lo haré.

El gigante que sostenía la rama de roble señaló al cliente que había apostado con Io.

—Está bien —asentí, y le tiré a Basias encima, haciéndolo caer.

El Milesio aplaudió, golpeando la mesa con su vaso de vino.

—¡Bien! —susurró el gigante. Ahora déjale vencerte.