13

¡Oh, ciudad coronada de violetas!

—¡Oh, brillante baluarte de nuestra nación, ahora en ruinas! —exclamó Píndaro.

Una leve humareda azul se cernía sobre lo que había sido la ciudad de Pensamiento Inmortal, y aunque se encontraba bastante apartada del mar (Encuentro, que se hallaba casi junto a éste, se encontraba en mucho mejor estado) la atmósfera despejada y la brillante luz veraniega revelaban sin piedad cuán poco quedaba de ella.

—¡Oh, tú, coronada de violetas! —exclamó Píndaro, apartándose del espectáculo.

—¿Cómo puedes cantar sus alabanzas? —le preguntó Hilaeira—. Esto es lo que nos habrían hecho sus habitantes.

—Porque escogimos la rendición —le replicó Píndaro—. Y perdimos incluso luchando al lado del Gran Rey. Ellos escogieron la resistencia y vencieron incluso teniéndonos a nosotros como enemigos. Habíamos errado y ellos estaban en lo cierto. Su ciudad fue destruida y la nuestra mereció igual destino.

—No puedes estar hablando en serio…

—Sí. Amo nuestra Ciudad Resplandeciente tanto como puede amar un hombre a su hogar y me deleito en su perdurabilidad. Pero estudié aquí con Agatocles y Apolodoro y no puedo decir que todo esto haya sido debido a la justicia de los dioses.

El hombre negro se indicó a sí mismo con el dedo y luego me señaló a mí como explicándome que habíamos sido testigos de su destrucción. Yo asentí para darle a entender que así era, esperando que nadie más le hubiera visto.

Hipereides se acercó a la proa frotándose las manos. El viento había cambiado en dirección norte apenas salimos de la bahía y ello le hacia sentirse totalmente seguro de que el favor de los dioses estaba con nosotros.

—¡Qué barco! Está cargado hasta la borda y aún es capaz de distanciar a los otros. Mira, muchacho, ahí tenemos a la Larga Costa pasando ante nosotros como un rayo: ésa es la tierra que engendró a mi barco y a nosotros mismos. Si hubiera llegado a saber lo bueno que sería habría hecho construir tres trirremes en lugar de sólo uno y los triacóntoros. Bien, lo siento por sus dos patronos pero esto les enseñará que su viejo jefe sigue siendo el mejor.

—La Clitia ha sacado los remos —anunció de pronto Io con voz aguda—, y ahora la Eidyia está haciendo lo mismo.

—Ah, queridita mía, creen que así podrán vencemos pero puedes apostar lo que desees a que no lo conseguirán. También nosotros podemos emplear ese truco.

Unos instantes después nuestra tripulación empezaba a sudar sobre los remos. ¡Amo a mi chico y él me ama también! ¡Pero no hago sino remar y remar! Y lo hacían muy bien, ya que llegamos con un buen largo de distancia sobre la Eidyia y tres sobre la Clitia.

Fui a reunirme con Kaleos mientras los marineros se ocupaban del mástil. Ella estaba vigilando a sus mujeres, las cuales pasaban el tiempo rechazando a los soldados de Acetes y bromeando con ellos después.

—Es una vela preciosa, ¿no? —me dijo—. Si debo decirte la verdad, siento que haya llegado el momento de arriarla.

—No es ni la mitad de hermosa que el original, señora.

Sus ojos azules brillaron levemente.

—Latro, tú y yo vamos a llevarnos muy bien…

—Entonces, señora, ¿iré contigo?

—Así es. Hipereides no ha firmado todavía la venta, pero hemos sellado el trato con un apretón de manos y esta noche hará el contrato necesario. Verás, Latro, en mi negocio necesito un hombre capaz de mantener el orden: prefiero que no se vea obligado a luchar pero quiero que sepa hacerlo. Solía tener a un liberto llamado Gelo pero tuvo que irse al ejército, y he oído decir que cayó durante las escaramuzas del invierno. Sé cortés, cumple con tu labor, no molestes a mis chicas excepto cuando ellas quieran ser molestadas y te prometo que nunca llegarás a sentir el látigo. Haz que me enfade y… bueno, siempre hacen falta hombres fuertes en las minas de plata.

—Escribiré lo que has dicho —le expliqué—, y de ese modo no se me olvidará.

Pero incluso cuando estaba pronunciando esas palabras pensé que no era el esclavo de nadie, por mucho que todos ellos dijeran lo contrario cuando hablaban de mí.

Apenas el mástil quedó en cubierta, el barco atracó y los marineros y sus familias bajaron a tierra formando un considerable grupo de gente. Yo me dispuse a reunirme con ellos, pero Kaleos me detuvo.

—Espera hasta que se hayan ido. Si crees que voy a ir con todos ellos hasta la ciudad a pie es que no me conoces todo lo bien que llegarás a conocerme. Si puedo alquilaré una silla de manos, y si eso resulta imposible al menos haremos el viaje con calma y sin tener que soportar a todos esos malditos mocosos.

—Si me dices lo que pretendes prometerles a los porteadores me encargaré de alquilar una silla para ti y haré que la traigan hasta el barco —le propuse.

Ella se volvió a mirarme, inclinando levemente la cabeza.

—Sabes, quizá acabes resultando ser aún mejor adquisición de lo que me había imaginado… Pero se me ocurre otra idea mejor. Ve por la izquierda y toma la calle más angosta que veas; en la tercera puerta a la izquierda hay un hombre que solía alquilar sillas y puede que aún las conserve, incluso si la mayor parte de sus empleados están ahora en la flota. Dile que te manda Kaleos y que pagarás un óbolo por una silla sin cargadores que se la devolverás tú mismo por la mañana. Si no está conforme, arroja la moneda al suelo y coge la silla. Aquí tienes el óbolo y también un dracma por si te pide un depósito por la silla; tráela aquí y luego alquilaremos a uno de esos marineros para que lleve el otro extremo.

—Creo que puedo encontrar una persona a quien no será necesario pagar, siempre que se le dé comida.

—¡Aún mejor! Ve a buscarle.

Le hice una señal al hombre negro y juntos no tuvimos ninguna dificultad en convencer al propietario de la silla para que nos dejara coger una que no pesaba demasiado y tenía los palos bastante largos, así como un dosel pintado por techo.

—Perdí algo de carne en la isla —nos dijo Kaleos mientras ocupaba el asiento—. Es fácil saberlo por el modo en que me caen los vestidos ahora. Al menos a vosotros os irá bien eso…

Mientras habíamos estado fuera había encontrado a una docena de marineros para que llevaran los fardos y las ropas de las muchachas, con lo que el resultado final fue convertir nuestro grupo en toda una procesión cerrada por los abigarrados trajes de las jóvenes a los cuales seguían, no muy lejos, los marineros llevando el equipaje. Las mujeres estaban todas de buen humor y les alegraba volver a la ciudad aunque ésta hubiera sido destruida. Cuando llegamos a las piedras que indicaban sus límites, Kaleos hizo que empezaran a tocar sus flautas y tamboriles mientras una mujer alta y hermosa llamada Fie cantaba tocando la lira.

—Tiene una voz preciosa, ¿verdad? —me preguntó Kaleos. Le dije que sí y no mentía. El hombre negro llevaba la parte delantera de la silla y yo la trasera.

—Si hubiera aprendido filosofía podría sacarle dos dracmas por noche —gruñó Kaleos—, pero no hubo forma. Es imposible meter nada dentro de su espesa mollera… El año pasado hice que uno de los mejores sofistas de la ciudad le diera instrucción, y después de tres días le pregunté a ella si había aprendido muchas cosas y todo lo que supo decirme fue: «Pero, ¿de qué sirve todo eso?».

Kaleos meneó la cabeza y prosiguió: «¿De qué sirve, señora?»… ¡Pues para ganar dos dracmas por noche grandísima idiota! Un hombre no pagará jamás tanto dinero si no piensa que está acostándose con alguien que le supera; no importa lo hermosa que sea la chica o lo complaciente que sepa mostrarse con él. No quiere realmente que hable sobre Solón o sobre si el mundo se compone exclusivamente de fuego, de agua, pero desea pensar que podría hacerlo si a él le viniera en gana. ¡Solón…! —Kaleos rió levemente—. Cuando era mucho más joven tuve tratos con una mujer ya mayor que le había conocido. ¿Sabéis lo que le gustaba? Pues le gustaba una chica que fuera capaz de beber tanto como él sin quedarse atrás, eso es lo que me contó la vieja. Acabaron encontrando una, llamada Geta, rubia y enorme, que les costó una fortuna. Estuvo bebiendo con él toda la noche, luego se acostó con él y le dio las gracias por señas, mientras aún estaba en la cama, cuando él pagó dándole una buena propina y se fue a su casa. Después de eso el propietario y el duro… es decir, tú, Latro…, le dijeron que se levantara de la cama y ella se cayó de bruces, rompiéndose la nariz.

Yo había estado contemplando la humareda que se cernía sobre la ciudad. Le pregunté cómo era posible que la ciudad siguiera ardiendo si había sido destruida, como me pareció entender, el otoño pasado.

—Oh, eso no son los fuegos de los bárbaros —me explicó Kaleos—. Es sólo el polvo que levantan las obras y la gente que está quemando los escombros para sacarlos de en medio. Unos cuantos volvieron apenas se hubo marchado el ejército del Gran Rey, y a medida que el clima mejoraba a lo largo del año fueron volviendo en número cada vez mayor, ahora, después de la victoria volverán todos los restantes. También está viniendo gente muy adinerada de Argolis, y eso quiere decir que los clientes estarán aquí y no en la isla. Por lo tanto, aquí estamos y todo ese estruendo y esas canciones son para que se enteren bien de que hemos regresado. —Señaló con un dedo hacia lo lejos y me explicó lo que veía—. Allí arriba construirán un nuevo templo para la diosa, sobre la roca sagrada; he oído decir que empezarán en cuanto termine la guerra y puedan encontrar el dinero necesario.

—Será un lugar magnífico —dije.

—Siempre lo ha sido. Allí arriba hay un manantial de agua salada creado en la Edad de Oro por el mismísimo Destructor de la Tierra cuando quiso apoderarse de la ciudad. Y hasta el año pasado allí estuvo también el olivo más viejo del mundo entero, el primer olivo, plantado por la diosa en persona. Los bárbaros talaron su tronco y lo quemaron, pero me he enterado de que ha empezado a brotar un nuevo retoño de sus raíces.

Le dije que me gustaría verlo y que me sorprendía mucho el que los ciudadanos no hubieran luchado hasta la muerte para defender objetos tan preciados.

—Muchos así lo hicieron. Los tesoreros del templo se vieron obligados a luchar porque la cantidad de riquezas era tal que no pudieron evacuarlas todas a tiempo, y hubo muchos pobres a los que las últimas naves dejaron abandonados. Antes de que el ejército del Gran Rey llegara aquí la Asamblea envió un grupo al Ombligo para preguntar cuál debía ser su rumbo de acción. El dios siempre da buenas respuestas pero normalmente las expresa de tal modo que uno acaba deseando que se hubiera quedado callado. Esta vez dijo que estaríamos a salvo tras murallas de madera. Supongo que lo has entendido…

Miró hacia atrás para ver si lo había entendido y yo negué con la cabeza.

—Bien —prosiguió—, pues a nosotros nos pasó igual. La mayoría creyeron que se refería a los barcos, pero había una vieja empalizada de madera alrededor de la colina y algunos creyeron que se refería a ella. La reforzaron todo cuanto pudieron pero los bárbaros la incendiaron con sus flechas ardientes y los mataron a todos.

Después de contarme eso no pareció tener muchos deseos de seguir hablando y yo me contenté con oír la música de las muchachas y contemplar todo cuanto me rodeaba, viendo la destrucción de Pensamiento la cual ya no había sido demasiado grande como ciudad antes del incendio, o eso me pareció.

Un poco después Kaleos le indicó al hombre negro que torciera por una calle lateral y una vez en ella nos detuvimos ante una casa que aún tenía dos paredes en pie. Kaleos bajó de la silla y cruzó el umbral destruido con la cabeza alta y el porte orgulloso, sin mirar a derecha ni a izquierda. Sin embargo, vi cómo una lágrima surcaba su mejilla.

Las muchachas dejaron de tocar y cantar para dispersarse en busca de sus posesiones, aunque creo que ninguna de ellas ha encontrado gran cosa. Los marineros dejaron su carga en el suelo y exigieron su paga. El hombre negro y yo les explicamos (él mediante señas y yo verbalmente) que no teníamos dinero y entramos en la casa para buscar a Kaleos.

La encontramos en el atrio dando patadas a la basura y escombros que lo llenaban.

—Por fin estáis aquí —dijo—. ¡Al trabajo! Esta noche tendremos invitados y quiero que todo esto sea limpiado de inmediato.

—No has pagado a los marineros, señora —le recordé.

—Eso es porque aún tengo más trabajo para ellos, bobo. Diles que vengan y… no, empezad a trabajar y yo me encargaré de hablar con ellos.

Hicimos todo cuanto nos fue posible poniendo a un lado los objetos que nos pareció podían ser reparados o que aún servían de algo y quemando el resto, al igual que estaban haciendo mil personas más en toda la ciudad. Muy pronto los marineros se pusieron también a trabajar, arreglando la puerta y poniendo un ladrillo encima de otro para reconstruir los muros. Kaleos preguntó cuántas urnas quedaban aún intactas y le dije que solamente tres.

—No son suficientes Latro; tu memoria llega hasta un día o algo así… ¿no dijo eso Hipereides?

Yo no lo sabía pero el hombre negro movió la cabeza, asintiendo.

—Magnifico. Quiero que vayas al mercado. La mayoría de los vendedores tendrán un puesto o habrán desplegado una tela sobre el suelo, a ésos no les hagas el menor caso. Debes encontrar a un alfarero que tenga su mercancía puesta en un carro. ¿Me has entendido?

—Sí, señora.

—Ah, y busca también un carro en el que venden flores. Dile a ése y al otro que te sigan con sus carros y tráelos aquí; compraré todo lo que tengan. No hay nada como las flores cuando no tienes muebles… Tu amigo va a quedarse aquí para trabajar, ¿entendido? Y tampoco tú tendrás tiempo para el ocio: hay mucho que hacer antes de la noche.

Hice tal y como me había ordenado Kaleos, pero en el camino de vuelta me detuvo un hombre de aspecto bastante extraño y cuyo porte no resultaba agradable. Alrededor de sus flacos hombros llevaba una clámide pálida como el jacinto y en la mano sostenía un gran báculo lleno de nudos y en cuya punta destacaba la efigie de una mujer. Tenía los ojos oscuros y tan saltones que parecían a punto de salir disparados de su cabeza.

Sosteniendo el báculo a un costado me hizo una gran reverencia al modo oriental. Me pareció que había en ella algo de burla pero, a decir verdad, y dado lo flaco y desgarbado de su cuerpo, así como el desorden de su cabello y sus extraños ojos, en todo su aspecto y sus palabras parecía haber muy poco de serio.

—Buen señor, os quedaría sumamente agradecido si pudiérais darme una pizca de información. ¿Puedo atreverme a preguntar quién necesita tantas urnas y flores? Comprendo muy bien que no es asunto de mi incumbencia, pero supongo también que no habrá mal alguno en revelármelo y, ¿quién sabe?, quizá pronto me halle en posición tal que me permita haceros algún pequeño favor en señal de gratitud, buen señor. Después de todo, no es otro que el ratón quien roe la red que aprisiona el león, tal y como nos enseñó hace mucho tiempo un sabio esclavo procedente del este.

—Son para Kaleos, mi dueña —le dije.

Su boca se abrió con tal amplitud al sonreír que parecía que hubiera en ella más de cien dientes.

—¡Kaleos, la buena y querida Kaleos! La conozco sumamente bien y somos buenos amigos. No me había enterado de su vuelta a esta gloriosa ciudad.

—Ha regresado hoy mismo —expliqué.

—¡Maravilloso! ¿Me permitís que os acompañe? —Miró a su alrededor como intentando conciliar el actual espectáculo de la destrucción con la ciudad tal y como la había conocido—. Ah, pero si tengo entendido que su casa está solamente a unas puertas de aquí, ¿no es cierto? Amigo mío, dile que un viejo admirador dispuesto a presentarle sus respetos aguarda que le conceda un poco de su tiempo. Soy Euricles, el Nigromante.