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Yo, Euricles, escribo

Tal y como me ha pedido tu esclava, Io, describiré los acontecimientos de la noche y el día anterior, moldeando sus palabras de forma que puedan ser transcritas adecuadamente aquí. Me lo ha pedido al haber prohibido Eutaktos, el Espartiata que tuvieras el pergamino en tu poder, creyendo que escribir en él ha sido causa de que se trastornara tu mente. Io quiere que se mantenga una crónica de todo lo ocurrido para que le sea posible leértela cuando te devuelvan el libro y yo formo las letras mejor que ella y, además, sé hacerlas más pequeñas.

Pero antes de escribir tal y como me ha pedido permíteme decirte algo sobre mi persona, pues debes saber, Latro, que quizá el augusto regente te quiera mal, o quizá que te quiera bien, tal y como yo espero sincera y fervientemente que ocurra. Entonces, ¿cómo podrás recordar a tu amigo y compañero en este viaje a la austera y triste isla de Pélope, si no dejo consignado aquí un leve perfil de mi persona para que obre como correctivo de tu memoria vagabunda? Eso haré, pues, tras haber aplacado a la joven Io (feroz como el tábano), la cual se mordisquea los labios por la impaciencia.

Comienzo, pues, y seré breve: nací en Mileto, en el Asia Menor, habiendo sido mi padre, tal y como siempre me ha asegurado mi madre, un distinguido ciudadano de mi urbe nativa. Cuando sólo tenía once años de edad se me apareció en un sueño la Triple Diosa, señalándome las hojas de cierta planta y animándome a que con su ayuda escapara de otro muchacho de cuyas manos había recibido gran cantidad de injusticias. Tras varios errores descubrí la planta adecuada en el mundo diurno, y logré deslizar una hoja joven y tierna en el brebaje que fingí comer hasta que él me lo arrebató. Antes de morir estuvo enfermo durante varios días; un sabio sacerdote al que sus padres mandaron llamar atribuyó correctamente dicha muerte a los dardos de Aquel que Dispara a lo Lejos, el Deliano.

Tras la muerte de este muchacho hice muchos, muchos sacrificios (como bien habrás podido imaginar, mi querido amigo), y aunque no sacrifiqué más que ranas, gorriones y otras fruslerías infantiles no me arredra declarar (o, mejor dicho, soy lo bastante impúdico como para hacerlo) que al parecer fueron aceptados muy acertadamente en tanto que ofrenda de un corazón voluntarioso aunque todavía joven. Un año más tarde oí hablar del gran templo que tiene consagrado en Caria, el cual no se encuentra a mucha distancia de mi ciudad. Viajé hasta él, haciendo a pie la mayor parte del camino, y una vez allí le dirigí una plegaria a ese astuto mensajero que le presta a los ladrones las alas de sus pies y logré ofrecer un sacrificio de lo más adecuado consistente en un enorme conejo negro que tenía una luna blanca creciente en la frente. (Dicho animal me hizo ser calurosamente felicitado por el sacerdote, cuya bondad no se me ha olvidado todavía, y pongo a estas delicadas fibras por testigo de ello).

Al regresar a Mileto descubrí que mi madre había aprovechado mi ausencia para abandonar la ciudad, unos decían que con destino a Samos y otros que a Quíos. En ello se veía claramente la mano de la diosa, y decidí que sólo a ella tendría por madre desde entonces. Me dediqué a relacionarme todo lo estrechamente que me fue posible con quienes gozaban de su favor y le ofrecí mis servicios a quienes, como el prudente Agamenón, llamado Rey de los Hombres, buscaban alcanzar dicho favor.

Puedo decir que me lo ha concedido plenamente y no tengo escrúpulos en afirmar que no existe hombre o mujer más hábil que yo en sus misterios y que nadie es más hábil en el tramado de maldiciones, la preparación de venenos o la invocación de fantasmas. Tú mismo pudiste presenciar mi mayor triunfo, Latro, y rezo para que esa divina Trioditis, capaz de ver tan bien el pasado como el presente y el futuro, pueda algún día restaurar aquello que has perdido y de tal modo seas capaz de atestiguarlo.

En cuanto a mi persona, soy un auténtico hijo de Jon, mucho más alto que el común de los hombres, y he sido bendecido con una constitución de danzarín que resulta más osada y grácil que musculosa. Tengo los ojos prominentes, al igual que los huesos del rostro, y tanto mi nariz como mi boca son delicadas: mi esclarecida frente se halla medio oculta por una abundante cabellera. Si la impaciente Io no tarda en leerte todo esto, me podrás reconocer por mi clámide, la cual ha sido teñida con el agradable color de las moras.

Como visitante asiduo de su ciudad, no tardé en ganarme la confianza de tu ama, Kaleos, feliz acontecimiento que fue doblemente feliz a causa de la victoria que ya he mencionado. Baste con decir que tú y yo, en compañía de algunos otros entre los cuales no se encontraba incluida Io, la del ojo llameante, fuimos desde la mansión de tu ama a cierto lugar de entierro, y una vez allí descubrimos a Una a la cual restauré, al menos durante un breve periodo, a la Tierra de los Vivos. Todos los que lo vieron quedaron maravillados, y si por ventura te resultara difícil dar crédito a lo que te digo te insto a que vuelvas a la ciudad que hemos abandonado, donde hallarás que ese acontecimiento sigue en boca de todos.

Y para procurar tu bien he compuesto igualmente un hechizo destinado a calmar tu mente y devolverle la lucidez, cosa que hago tanto a petición tuya como de Eutaktos y que ciertamente habría hecho sólo con que uno de los dos me lo pidiera.

Para la Luna, una piedra blanca. Para la Cazadora, una de las diminutas puntas de flecha creadas antes del tiempo de los dioses, que el iniciado de vez en cuando puede descubrir. Para la Oscuridad, un cabello negro arrancado de la cabeza de alguien que se haya consagrado por completo… es decir, de mi propia cabeza. Con una espina de zarzal mojada en mi propia sangre escribo sobre una tira de la corteza del ciprés la plegaria que en tu nombre elevo a la diosa. Encierro todo esto en un círculo hecho con piel de gamo y con poderosas invocaciones lo cuelgo alrededor de tu cuello suspendido de un hilo.

Los sofistas dirían que todo esto (piedra, dardo, cabello, plegaria y cuero) no importa en lo más mínimo y que como mucho puede servir para dirigir las mentes del sacerdote y el suplicante hacia los dioses. Sin embargo, he podido observar que quienes profesan tales creencias no ganan favor alguno y, por lo tanto, yo creo que sirven de algo más. Con el amuleto en su lugar (tal y como me está pidiendo cada vez con mayor insistencia que escriba Io), Eutaktos y yo, junto con Io y algunos otros, te escoltamos hasta el altar que yo había mandado construir a los esclavos. Una vez allí se prendió el fuego sagrado y Eutaktos en persona ofreció un sacrificio en tu nombre y luego te quedaste junto a él, rodeado a cierta distancia por los centinelas.

Lamento no haber estado presente cuando hablaste con Eutaktos por la mañana pero Io si lo estaba, pues había logrado esconderse cerca con el sigilo y la astucia que tan bien se adecúan a la naturaleza de esos medio bárbaros dedicados a criar ganado de los cuales procede. Su descripción de lo que se habló allí es francamente prolija, pero la resumiré.

En tu sueño parece que despertaste al oír el crujido de una rama o un palo (o eso dice Io que le contaste a Eutaktos) para ver a un hombre ya anciano, de espalda encorvada y barba blanca como el plumaje de un cisne, que venía desde el bosque. Te pusiste en pie y le preguntaste si era el dios Esculapio, y él lo negó. Cuando insististe en preguntarle si lo era mantuvo que era ciertamente Esculapio, mas que no era ningún dios, sino un simple mortal obligado a servirles. Entonces le preguntaste si no iba a curarte, y él sacudió nuevamente la cabeza diciendo que había sido enviado por la asesina de su madre, a quien sirve como esclavo en su templo de Eubea, para que acudiera al templo de la isla de Anadiómene, pero que nada podía hacer. Un instante después se desvaneció.

Io dice que al oír esto Eutaktos se enfadó, y gritó que Esculapio no habría utilizado tales palabras para describir a la diosa. Ese fue el instante que elegiste para preguntar (y, amigo Latro, estoy seguro de que podrías haber obrado con mayor sabiduría eligiendo otro momento) si Eutaktos pensaba devolverte a donde estaban tus camaradas, y añadiste que en tu pergamino habías leído lo referente a tu visita a la Reina del Mundo Inferior y que Eutaktos no debía asumir la responsabilidad de oponerse a lo que era voluntad de quien, al final, recibía a todo el mundo en su seno.

Al oír esto Eutaktos se irritó aún más y ordenó que se te quitara el pergamino (Basias se encargó de ello), y levantamos el campamento. Todo esto ya lo habrás olvidado o, al menos, eso tememos Io y yo. Vayamos ahora a cosas más recientes de las que en el instante actual te encuentras tan bien enterado como lo estamos nosotros (o tal es nuestra esperanza), pero que posiblemente se te habrán escapado cuando Io te lea mis palabras.

Primero, la diosa. Esculapio, como ya te he explicado era el hijo de su hermano gemelo y fue gestado en el seno de una mortal llamada Coronis; pero durante ese tiempo Coronis fue infiel, y al enterarse de tal infamia la diosa acabó con su vida. El dios, sin embargo, recordando que el niño de su vientre era tan suyo como de ella, le salvó de su pira funeraria, arrebatándole al mismo tiempo de las llamas y del útero materno y entregándolo a la tutela de alguien que le enseñó tanto sobre el arte curativo que llegó a superar en él tanto a su maestro como a todos los demás mortales.

No puedo creer que llamara asesina a la hermana gemela de su salvador (y padre), pues los dioses tienen el derecho incuestionable de matar a los mortales al igual que nosotros matamos a las bestias y la mujer estaba muy lejos de ser inocente. Me alegra saber, sin embargo, que Esculapio es súbdito de la diosa, al menos en esta parte del mundo: tan alta se encuentra ya ella a los ojos de su devoto Euricles, que nada podría exaltarla más; pero eso puede resultarme útil.

Ahora, vayamos a los acontecimientos más recientes. Desearás saber cómo hemos llegado Io y yo a poseer tu pergamino aunque tú no puedas disponer de él. La respuesta es que Basias, el Espartiata nos lo ha permitido por la buena disposición que siente hacia Io y hacia ti mismo, diciendo que mientras no se te permita leerlos Eutaktos no hará objeciones al respecto. Esta es la razón de que no te lo dejemos ver y yo esté escribiendo en él.

Esta noche nos hemos detenido en el camino de Megara, habiendo pasado por Eleusis sin hacer ninguna parada. El regente (o al menos eso comentan los soldados) se encuentra acampado cerca de Megara con su ejército. Megara no está gobernada abiertamente por su ciudad pero es miembro de su liga, y no dudo de que al menos parte de sus tropas son de allí. Cuando lleguemos a Megara en el día de mañana podemos, por lo tanto, esperar que se nos entregue al regente. Me he esforzado en descubrir lo más posible sobre él; Io está de acuerdo en que será mejor que te transmita mis conocimientos por este medio.

Se dice que es ya todo un hombre con sus veinte años, que su talla es algo superior a la media, que es apuesto aunque con el rostro lleno de cicatrices y que, al igual que todos esos extraños isleños, es muy musculoso. Se dice también que sabe hablar de modo bastante más persuasivo que la mayoría de ellos, pero que puede ser tan seco e hiriente como ellos lo son. Es vástago de su más antigua casa real, la de los Agidas, y por lo tanto se encuentra remotamente emparentado con el gran Licurgo, cuyo código de leyes ha hecho esta nación tan distinta a todas las demás. Concretando, es hijo de Cleombroto, el cual a su vez fue el hijo más joven del rey Anaxandridas; y a través del tal enlace familiar es tío del rey Pleistarco, el cual ascendió al trono paterno el año pasado, siendo su regente en estos momentos. Tiene esposa esperándole en la ciudad y un hijo bastante joven, Pleistoanax.

En cuanto a su habilidad en la batalla (lo que este pueblo valora por encima de todo lo demás hasta tal extremo que ninguna otra cosa cuenta para ellos), su victoria sobre los Hijos de Perseo, cuyo ejército era enormemente superior al suyo, puede atestiguarla ampliamente y no le hace falta ninguna otra prueba. En cuanto al favor de los dioses, ¿qué soldado puede lograr la victoria sin él?

Estoy hablando de él con un interés superior al normal, pues un mensajero enviado según dicen por él acaba de llegar y ha ido sin perder un segundo a la tienda de Eutaktos. Al salir de ella para refrescarse un poco se encontró con Io y le preguntó por ti. Ella le acompañó hasta donde estabas y los tres estuvimos hablando durante un rato. Luego, habiendo quedado satisfecho (o eso dice Io) en cuanto a que realmente no recordabas nada, deseó examinar este pergamino y ella le acompañó hasta donde estaba.

Su nombre es Pasicrates y es un joven muy apuesto, tan alto y de rasgos hermosos como suelen serlo estas gentes, pero tan envarado y ceñudo como todos ellos. Al pedírmelo le enseñé tu pergamino y estuve presente cuando descubrió (como le ha ocurrido a otros) que era incapaz de leerlo. Pese a todo lo desenrolló hasta el final y examinó la flor, colocándola luego otra vez con gran cuidado en su sitio y enrollándolo de nuevo. Me preguntó si había estado presente cuando Eutaktos la encontró; le confirmé que así había sido y le describí la escena. Me preguntó la razón de que Eutaktos hubiera decidido llevarme contigo y a ello repliqué diciendo que mejor haría consultándole a él. Luego deseó saber cuál era mi ciudad y la razón de que hubiera dejado la bella costa jónica para cruzar el Agua. Dada su insistencia acabé describiéndole mi vida tan bien como pude, con un poco más de extensión y detalle de lo que he consignado aquí. También él es servidor de la Triple Diosa, y lo probó enseñándome su espalda y las cicatrices que había recibido al ser azotado ante su altar de Ortia.

Quizá debería explicarte ahora una costumbre de este pueblo de la cual muy probablemente no estás enterado. Cada año, cuando los jóvenes de ese censo se encuentran a punto de abandonar la tutela de sus profesores y pasar a la de sus oficiales, los mejores y más fuertes son elegidos para celebrar una carrera y un combate en honor de la diosa. Se derrama mucha sangre, y he oído decir que la prueba suele continuar hasta que hay uno o dos muertos entre los jóvenes.

Debería añadir que, para los jóvenes, el no gritar ni llorar es una cuestión de honor, aunque no puedo decirte lo que le ocurriría a uno de ellos si lo hiciera. Creo que han pasado muchos años desde que sucedió algo parecido, o quizá nunca haya sucedido. Los jóvenes que mueren en silencio son recibidos como sacrificio por la diosa. (¡Ah, qué triste es contar los lugares en que siguen haciendo tales sacrificios, los más agradables a los ojos de la diosa, y descubrir que es más que suficiente con los dedos de una mano!). Los que viven son honrados por encima de todos los demás y se les considera especialmente favorecidos por ella durante el resto de sus días.

Hablé con este Pasicrates con toda la elocuencia y el encanto oratorio del que soy capaz, virtudes que algunos no han dudado en calificar de grandes. Y no pienso negar que me complacería enormemente conseguir el amor de un joven tan apuesto, consagrado además a la diosa al igual que lo estoy yo mismo… aunque soy incapaz de afirmar por ahora si a él le complacería igual que a mí.

Pero lo que sí puedo decir, y pienso hacerlo, es que tuve la impresión de que Pasicrates no era totalmente insensible a mis encantos personales. (Cosa que no sucede contigo, querido Latro, aunque vacile a la hora de escribirlo). Nosotros contemplamos a esta gente que vive sólo para la guerra y que perpetuamente se entrena para el combate y pensamos en lo hermosos que son. Mas, ¿cuáles serán sus pensamientos cuando escuchan por primera vez surgir de nuestros labios los clarines de la elocuencia y los graves redobles de la filosofía? ¿No pensarán acaso que nos hallamos tan por encima de los hombres corrientes como ellos nos lo parecen a nosotros? Me atrevo a tener la esperanza de que así piense el mensajero del gran regente al ver a tu pobre amigo.

EURICLES DE MILETO