13

El caldé se rinde

— ¿Pátera? ¡Ay, Pátera!

La Máitera Mármol le hacía gestos desde los escalones del frente del viejo manteón de la calle del Sol. Al lado de ella había dos coraceros; su oficial, de uniforme verde, consentía en que la pequeña Máitera Menta admirara su espada. Gulo apretó el paso.

El oficial levantó la vista.

— ¿Pátera Seda? Queda usted detenido.

Gulo sacudió la cabeza y explicó.

La Máitera Mármol lanzó un resoplido, un resoplido de poder y desprecio tan devastador que borró todo el placer obtenido por el joven oficial con la azorada admiración de la Máitera Menta.

— ¿Llevaros al Pátera Seda? ¡No podéis! Un santo…

De la multitud que se había apretujado alrededor de Gulo surgió un suave rugido. Aunque Gulo no era un hombre de imaginación, le pareció que se estaba despertando un león inadvertido; y que, después de todo, las plegarias que había cantado cada esfigsedo no eran absurdas.

— ¡No peleen! -Devolviendo la espada al oficial, la Máitera Menta alzó las manos.- ¡Por favor! No hay necesidad.

Voló una piedra y fue a dar en el casco de uno de los coraceros. Otra silbó junto a la cabeza de la Máitera Mármol antes de chocar contra la puerta, y el coracero que había sido alcanzado disparó. Al estampido le siguió un grito. La Máitera Menta se precipitó hacia la multitud

El coracero volvió a disparar, y el oficial le bajó de un manotazo el cañón del trabuco.

— Abra eso -ordenó a Gulo-. Más vale que entremos.

Volaron más piedras mientras entraban corriendo en el manteón. El coracero alcanzado disparó dos veces mientras la Máitera Mármol cerraba la pesada puerta; los disparos sonaron tan seguidos que habrían podido ser uno. Les respondió un golpeteo de piedras.

— Es el calor. -El oficial hablaba con confianza y hasta sonreía.- Ahora que no nos ven se olvidarán. -Envainó la espada.- Ese Pátera Seda es popular.

La Máitera Mármol asintió. Y luego:

— ¡Pátera!

— Tengo que ir. -Gulo estaba descorriendo de nuevo el cerrojo.- Yo… yo no tendría que haber entrado. -Pugnó por recordar el nombre de la otra sibila, no pudo y mansamente concluyó:- Ella tenía razón.

El oficial le agarró la túnica un instante tarde, y Gulo se escabulló; gritos airados invadieron el manteón y se apagaron cuando los coraceros cerraron la puerta echando de nuevo el cerrojo. Débilmente, el oficial oyó que Gulo gritaba: «¡Pueblo! ¡Pueblo!».

— No le harán daño, Máitera. -Hizo una pausa para escuchar, inclinado la cabeza.- No me gusta arrestar a nadie…

Viendo que ya no tenía la atención de ella, dejó que la excusa se perdiera en el aire. El rostro metálico de la sibila reflejaba tonos tenues: limón, rosa y acedera. Siguiéndole la mirada, el oficial vio los arremolinados colores de la Ventana Sagrada y se arrodilló. Los danzantes matices creaban motivos que no alcanzaba a distinguir del todo: signos, figuras y paisajes a medio formar, un rostro que giraba y se derretía para al fin fusionarse antes de que la diosa hablara en una lengua que él casi entendía, un idioma que había conocido en otra vida, en un lugar inimaginable, en un tiempo inconcebiblemente pasado. Aquí él era un gusano; la voz de ella proclamaba que una vez había sido hombre, aunque los recuerdos que despertaba quizá no fueran más que los pensamientos muertos del hombre que él estaba devorando.

Sí, gran Diosa. Lo haré. Con nosotros él estará a salvo.

Detrás y arriba de él oyó a la quimi hablando con el augur gordo.

— Mientras estaba fuera vino un dios, Pátera. Nos ha honrado sin que hiciéramos sacrificio. No había nadie para interpretarlo. Siento terriblemente que se lo haya perdido…

Y el augur:

— No me lo perdí, Máitera. No todo.

El oficial deseó que se callaran. La voz divina seguía resonándole en los oídos, lejana y dulce; y él sabía qué deseaba que hiciera.

Salir a la superficie del lago como salió Seda, alzarse desde la asfixia, ver de nuevo la fina, brillante veta del sol e inhalar la primera bocanada de aire, fue renacer. No era un nadador resistente, y la verdad es que no era en absoluto un nadador; sin embargo, exhausto como estaba, se las arregló para permanecer a flote en el oleaje dando patadas espasmódicas, con un leve miedo a que cada una llamara la atención del gigantesco pez.

Hubo un grito distante, seguido del estruendo de una sartén violentamente golpeada; los pasó por alto hasta que las olas lo elevaron lo suficiente para ver las gastadas velas pardas.

Tres pescadores medio desnudos lo alzaron a su barca.

— ¡Hay otro más! -dijo, jadeante-. Tenemos que encontrarlo.

— ¡Ya lo tienen! -Y Grulla le sonreía.

El pescador más alto y más encanecido le dio una palmada en la espalda.

— A los augures los cuidan los dioses. Eso decía mi padre, Pátera.

Grulla asintió sabiamente.

— A los augures y a los tontos.

— Sí, señor. También a ellos. La próxima vez que salgan a navegar lleven un marinero. Ojalá podamos encontrar a su mujer.

La idea del gran pez llenó la mente de Seda, que se estremeció.

— Es usted muy bondadoso, pero me temo que…

— ¿No pudo alcanzarla, Pátera?

— No, pero… No.

— Bien, si la divisamos la rescataremos.

Seda se levantó; muy pronto el balanceo de la barca le hizo perder pie y se encontró sentado en un montón de redes.

— Quédese aquí y descanse -murmuró Grulla-. Le ha pasado de todo. A mí también. Pero por suerte nos hemos bañado a fondo. Cuando estalla un quimi se liberan montones de isótopos. -Esgrimió una tarjeta reluciente.- Patrón, ¿no tendría algo para comer? O un poco de vino…

— Déjeme virar, señor, y me fijaré qué queda.

— La faltriquera -susurró Grulla, notando la mirada confundida de Seda-. Lemur me hizo vaciar los bolsillos pero no me palpó. Les prometí una tarjeta si nos llevaban hasta Limna.

— Esa pobre mujer -dijo Seda para nadie en especial-. Esperar trescientos años para esto. -Posado en el aparejo de una barca distante había un pájaro negro; Seda se acordó de Oreb, sonrió y se reprochó la sonrisa.

Miró alrededor con sentimiento de culpa, esperando que nadie hubiese advertido su indecorosa ligereza. Grulla estaba observando al patrón y éste miraba la vela mayor. En la proa había un marinero con un pie en el bauprés. El otro, agarrado a una soga que colgaba de la larga percha (Seda no recordaba el nombre, si alguna vez lo había sabido) que sostenía la vela, parecía esperar una señal del patrón; su nuca resultó a Seda vagamente familiar. Cuando cambió de posición para verlo mejor, se dio cuenta de que las redes donde descansaba estaban secas.

Grulla le había comprado una toga roja, pantalones marrones y zapatos también marrones para reemplazar a los que había perdido en el lago. Seda se cambió en un callejón desierto y arrojó la túnica, la toga rota y los pantalones viejos tras una pila de desechos.

— He recuperado el lanzagujas de Jacinta -dijo-y el gammadión y las cuentas; pero no las gafas ni mis otras pertenencias. A lo mejor es una señal.

Grulla se encogió de hombros.

— Probablemente las tenía Lemur en el bolsillo. -Él también llevaba toga y pantalones nuevos, y se había comprado una navaja. Mirando la boca del callejón, añadió:- Hable en voz baja.

— ¿Qué ha visto?

— Un par de guardias.

— El Ayuntamiento pensará que hemos muerto, seguro -objetó Seda-. Hasta que se enteren de la verdad no hay razón para temer a la Guardia.

Grulla meneó la cabeza.

— Si pensaran que tal vez sobrevivimos, podrían haber salido a la superficie a buscarnos, ¿no?

— No sin alertar a todo el mundo de que tienen un barco bajo el agua. ¿Cómo le sientan?

— Algo grandes. -Seda se miró los pantalones y deseó tener un espejo.- Ese barco habrá aflorado para recoger al pobre Iolar.

— Es que usted es delgado -dijo Grulla-. No. Mandaron el bote pequeño que vimos. Y tras nosotros no podían enviarlo porque la bodega se habría inundado apenas abrieran el escotillón.

— Se inundó cuando abrimos el del suelo -murmuró Seda.

— Así es. Yo había girado todo lo posible la válvula de aire. Pero, con el aire que se escapó cuando usted y la mujer bajaron, la presión no tuvo tiempo de aumentar lo suficiente. Como es natural entró mucha agua. Pero, al comprimir el aire, aumentó su presión hasta igualar la del agua, con lo cual casi en seguida salió expulsada de nuevo.

Seda vaciló un momento y acabó por asentir.

— Pero si abren el escotillón de arriba, el del pasillo, el compartimiento volverá a inundarse, ¿no?

— Claro. También se inundaría el resto del barco. Por eso no enviaron el bote a perseguirnos. No me imagino cómo van a cerrar ese escotillón sin poder entrar en el compartimiento, pero seguro que ya se les ocurrirá algo.

Apoyándose en un muro, Seda se quitó la venda del tobillo.

— No soy marino, pero si de mí dependiera me internaría lago adentro, allí donde fuera difícil que me vieran; o quizás iría a la gruta que mencionó Lemur cuando usted le preguntó de dónde había sacado su maletín.

— Cómo lamento haberlo perdido. -Grulla se acarició la barba.- Hacía veinte años que lo tenía.

Recordando su estuche de escritura, Seda dijo:

— Sé lo que siente, doctor. -Azotó el muro con la venda.

— Supongamos que efectivamente volvieran a la gruta. El problema seguiría existiendo. Ese submarino es demasiado grande para arrastrarlo a tierra.

— Pero podrían inclinarlo -dijo Seda-. Mover todo a un lado y por el otro obligar a salir toda el agua. Podrían incluso sujetarlo con un cable atado al borde de la cueva.

Grulla asintió sin apartar la vista de la entrada del callejón.

— Supongo que sí. ¿Listo?

Cuando Grulla se fue, Seda abrió la ventana. La habitación estaba en el tercer piso de La Farola Oxidada y desde ella se veía un majestuoso panorama del lago, además entraba una brisa restauradora. Apoyándose en el antepecho, Seda miró la calle del Muelle. Grulla quería perderse de vista, o algo así había dicho; pero apenas alquilaron la habitación había pedido pluma y papel y, después de garabatear una breve nota, había salido de nuevo a la calle, dejando a Seda solo. Mirando a un lado y otro, Seda decidió que si a Grulla no lo perjudicaba volver a salir, tampoco le haría nada a él estudiar la calle desde una ventana tan alta.

El posadero había dicho que Limna era apacible; pero la noche anterior había habido disturbios en la ciudad, disturbios que la Guardia había sofocado con violencia.

— Los de Seda -les había dicho el posadero, prudente-. Si quieren saber lo que pienso, los que agitan son ellos.

Los de Seda.

¿Quiénes eran? Sumido en la reflexión, Seda se acarició la mejilla y sintió dos días de barba bajo los dedos. Los que habían escrito su nombre con tiza, sin duda. En el barrio había algunos capaces de hacer eso y más, fuera de duda, y hasta de afirmar que actuaban según directivas de él. No por primera vez, se le ocurrió que algunos podían ser los que en la calle del Sol se habían hincado a pedir que los bendijese cuando él le había contado a Sangre sobre la iluminación; hombres que de tan desesperados aceptarían a cualquier líder que pareciera favorecido por los dioses.

Incluso a él.

Por la calle del Muelle se acercaban dos guardias con blindaje verde moteado y los trabucos listos. Hacían clara ostentación de sus armas, con la esperanza de que su presencia a la luz diurna disuadiera de armar disturbios por la noche; que disuadiera a hombres con picas y piedras, y con dagas como la de Alca y unos pocos lanzagujas, de luchar contra coraceros blindados y provistos de trabucos. Durante un momento Seda pensó en llamarlos, en decirles que el Pátera Seda era él y que si así se acababa la lucha estaba dispuesto a entregarse. Era difícil que el Ayuntamiento lo matara si él se rendía públicamente, y aunque no pudiera probar su inocencia le daría satisfacción declararla.

Sin embargo, el manteón aún no estaba salvo. Él había prometido salvarlo, si podía, y ahora corría más peligro que nunca. ¿Cuánto tiempo le había dado Mosqueta? ¿Una semana? Sí, una semana desde el ésciles. ¿Pero estaba hablando por Sangre, como había alegado, o por sí mismo? Legalmente el manteón era de Mosqueta; entregarse ahora sería ceder su manteón a Mosqueta.

Algo se rebeló en el fondo de su alma ante esa idea. Acaso pasaría a Sangre, si no se podía evitar. Pero seguro que nunca, nunca, a alguien… a… Vaya, la posibilidad misma había llevado al Extraño a iluminarlo para que lo evitara. Mataría a Mosqueta si…

Si no había otra salida; y si era capaz de convencerse de que debía hacerlo.

Se apartó del antepecho y se estiró en la cama; recordó al consejero Lemur y su muerte. Como oficial principal del Ayuntamiento, Lemur había sido caldé, si no nominalmente al menos de facto; y Grulla lo había matado. Tal vez había estado en su derecho, porque Lemur pensaba ejecutarlo sin juicio.

No obstante, el juicio habría sido una mera formalidad. Grulla era espía y lo había admitido; espía de Palustria. ¿Realmente había estado Grulla en su derecho de matar a Lemur? ¿Y eso importaba?

Aunque tarde, a Seda se le ocurrió que la nota que tan deprisa había escrito Grulla debía de ser casi sin duda un mensaje al gobierno de su ciudad: al caldé de Palustria, o como lo llamaran allí. Al príncipe-presidente. Grulla habría descrito el barco subacuático del Ayuntamiento (lo había considerado en extremo importante) y la peculiar forma de lágrima de la sección transversal de un ala apta para volar.

Se oyeron unos pasos en el corredor, y Seda contuvo el aliento. Grulla le había dicho que sólo quitara el cerrojo cuando oyera tres golpes breves, pero daba lo mismo. En cuanto el Ayuntamiento eligiera un nuevo oficial principal y ese oficial principal decidiera que había una posibilidad de que Grulla y él estuvieran vivos (y hasta la pobre Mamelta, pues el oficial principal tampoco podía tener la certeza de que Mamelta hubiese muerto), a buen seguro la Guardia iría a registrar esa posada y todas las demás. Grulla había insistido en pagar una habitación en la mejor posada de Limna argumentando que si parecían ricos la Guardia tendería menos a molestarlos; pero, espoleada por órdenes urgentes del Ayuntamiento, la Guardia no vacilaría en molestar a cualquiera, por rico que fuese.

Los pasos se fueron alejando y se apagaron.

Seda se sentó en la cama y, mientas se quitaba la nueva toga roja, tomó la súbita decisión de afeitarse. Poniéndose en pie, tiró vigorosamente del llamador de la campanilla y se vio recompensando por un lejano tintineo en la escalera. Tal vez una barba de dos días lo disfrazara, pero también lo destacaría como individuo necesitado de un disfraz, y no había razón para que el Extraño se opusiera a una afeitada, algo que Seda hacía cotidianamente. Si lo detenían, que fuese para bien. Cesarían los disturbios y la pérdida de vidas; y él sería detenido como él mismo: como Seda, el hombre al que otros llamaban caldé, y no un fugitivo sigiloso.

— Jabón, toallas y una jofaina de agua caliente -le pidió a la solícita camarera que respondió al llamado-. Voy a librarme de esto ahora mismo. -La mujer traía con ella el aroma de la cocina, y eso despertó el hambre de Seda-. También comeré un bocadillo, o algo así. Cualquier cosa que preparen rápido. Mate o té. Cárguelo todo a nuestra cuenta.

En cuanto hubo vuelto, Grulla pidió más toallas y agua limpia para afeitarse.

— Apuesto a que pensó que lo había abandonado -dijo mientras disponía las cosas en el lavabo.

Seda sacudió la cabeza y, descubriendo que la acción era prácticamente indolora, se tocó el chichón dejado por el puño de Potto.

— Si no hubiera vuelto habría sabido que lo habían arrestado. ¿Piensa afeitarse la barba? No le importará, espero, que le haya usado la navaja.

— En absoluto. -Grulla se miró en el espejo, lujosamente amplio.- Creo que más me vale eliminar la mayor parte.

— En su situación, la mayoría de los hombres se habrían afeitado antes de enviar el informe. ¿Cree que si los interroga la Guardia los pescadores contarán que nos rescataron?

— Ajá. -Grulla se quitó la toga.

— Entonces la Guardia sabrá que debe buscarnos en Limna.

— De todos modos aquí habrían venido. Si hemos sobrevivido, es el lugar más probable.

— Supongo. ¿Les dio una tarjeta? Una tarjeta ha de ser muchísimo dinero para un pescador.

— Nos salvaron la vida. Además, el capitán irá a Virón a comprar algo y los marineros se emborracharán. Si se emborrachan lo suficiente no los van a interrogar.

Seda asintió de nuevo, consciente de que Grulla lo veía por el espejo.

— No sabe cuánto me sorprendió descubrir que uno de los marineros era el chofer que me llevó a casa desde la villa de Sangre. Parece que se ha hecho pescador.

Grulla se giró a mirarlo, la cara enjabonada, la navaja en la mano.

— Otra vez lo he subestimado. Cada vez que sucede me digo que es la última. -Como no había réplica, se volvió de nuevo hacia el espejo.- Gracias por guardárselo hasta que estuviéramos solos.

— Me parecía conocido, pero cuando logré identificarlo ya estábamos en el puerto. Como él intentaba que no le viera la cara, me mostraba la nuca; pero mayormente era la nuca lo que yo le había visto cuando me llevó al manteón. Yo iba sentado detrás.

Grulla rasuró una patilla con la navaja.

— O sea que sabía.

— En realidad no comprendí hasta ahora, pensando en lo buen espía que es usted… en lo valioso que debe de ser para su ciudad.

Grulla soltó una risita.

— Parece que nos echamos flores el uno al otro.

— Lo de la barca sólo empecé a entenderlo cuando nos cambiamos de ropa en el callejón -le dijo Seda-. Antes de eso estaba muy desconcertado; pero alguien a bordo de esa barca, el capitán o más probablemente el chofer que me llevó a casa, le había dado a usted varias tarjetas.

— Usted se dio cuenta de que no había ninguna faltriquera. Desde entonces he estado reprochándomelo y esperando que no lo hubiera notado.

— Cuando Chenilla le contó sobre el comisario… ¿Cómo se llamaba?

— Simuliid.

— Sí, Simuliid. Cuando Chenilla le contó que había venido al lago a reunirse con miembros del Ayuntamiento, usted vino también a investigar. Lo sé porque hablé con una pareja joven de la cual se hizo amigo. Si es que ya no lo tenía, en aquel momento decidió que debía tener aquí alguien permanente; y contrató al capitán de esa barca. Imagino que debían vigilar la Vía de los Peregrinos. Hay lugares donde el sendero corre al borde del acantilado, de modo que desde el lago es fácil ver a los que lo recorren. Desde luego que ahora no pienso informar sobre él ni sobre usted, pero tengo curiosidad.

¿El capitán es vironés?

— Sí -dijo Grulla-. No es que importe mucho.

— No se está afeitando. No era mi intención interrumpirlo.

Grulla se giró de nuevo a mirarlo.

— Prefiero prestarle toda mi atención. Espero que se dé cuenta de que he estado trabajando tanto para mi ciudad como para usted. Para ponerlo en el poder porque quizás así se evite una guerra.

— Yo no quiero poder -dijo Seda-. Pero sería inicuo no agradecerle todo lo que ha hecho por mí… Salvarme la vida, encima, cuando para usted habría sido más seguro dejarme en el agua.

— Si realmente piensa eso, ¿está dispuesto a que formalicemos la alianza? Si vuelve a echarnos mano, el Ayuntamiento de Virón nos matará. Yo soy espía, y usted se ha convertido en una enorme amenaza para su poder. Se da cuenta, ¿verdad?

Seda asintió de mala gana.

— Así pues, o nos mantenemos codo a codo o ambos acabamos mal. Cuénteme todo lo que sepa y yo le contaré lo que aún quiera saber. Le doy mi palabra. No tiene ninguna razón especial para confiar en ella, pero es mejor de lo que piensa. ¿Qué responde?

— El trato no es muy justo para usted, doctor. Lo que he adivinado yo no le será de particular valor; pero usted podría tener información extremadamente valiosa para mí.

— Hay más. Usted hace todo lo que puede para asegurar que no nos atrapen a mi gente y a mí, y para liberarnos si nos atrapan. Le prometo que no haré nada que perjudique a su ciudad. Se da cuenta, ¿no?, que si quiere seguir respirando quizá tenga que escapar. Si no podemos hacerlo caldé, al menos le daremos un lugar adonde ir. No porque rezumemos bondad, sino porque mientras usted esté vivo concentrará el descontento. Lo necesitamos ahora, pero quizás en un par de días usted nos necesite mucho más a nosotros.

— ¿Contestará abierta y sinceramente a todas mis preguntas?

— Es lo que he dicho, ¿no? Sí. Cuente en todo con mi palabra. Si es posible lo alzaremos al poder; y, cuando lo hayamos hecho, usted mantendrá la paz y no irá en nuestra busca. Ahora yo quiero su palabra. ¿La tengo?

Lentamente Seda asintió. Tendió el brazo. Grulla dejó a un lado la navaja y se dieron la mano.

— Bien, dígame qué sabe de nuestra operación.

— En realidad muy poco. Desde luego, Jacinta trabaja para usted, ¿no es cierto?

Grulla asintió.

— He ahí por qué estoy haciendo esto. -Seda había sacado las cuentas del bolsillo; sin dejar de hablar empezó a pasarlas entre los dedos.- Volviéndome contra mi ciudad, digo. Esa venilla que se me reventó en el cerebro… Vea, no tengo ganas de discutir la cuestión con usted. Todavía no, porque puede enemistarnos de nuevo. Algo quiere que yo salve el manteón, de modo que, si puedo, debo hacerlo; pero por mi parte yo quiero salvar a Jacinta. Usted pensará que es otra locura.

— Yo también estoy tratando de salvarla -dijo Grulla-. Y a los hombres de la barca que nos rescató. Son todos gente mía. Me siento responsable por ellos. Por Tártaro, soy responsable de ellos. De no ser por eso le habría contado lo de la barca en cuanto lo recogimos. Pero ¿y si lo detenían y hablaba? Iban a morir esos tres hombres, que son míos.

Seda asintió una vez más.

— A mí me pasa lo mismo con los que vienen a hacer sacrificios al manteón. Usted dirá que sólo son porteadores, ladrones y fregonas, pero la verdad es que ellos son el manteón. Los edificios y hasta la Ventana Sagrada son reemplazables, y yo igual; ellos no. -Se levantó y fue hasta la ventana-. Como le decía, doctor, estuve pensando en lo importante que es usted y en lo tonto que fui en no percatarme antes. Usted tendrá por lo menos cincuenta años.

Grulla se enfrentó de nuevo al espejo para lavarse la espuma seca de la barba.

— Cincuenta y seis.

— Gracias. Es decir que lleva mucho tiempo siendo espía y probablemente sea de un grado alto. El solo hecho de ser médico, además, lo hace importante para el gobierno de su ciudad. Nunca lo habrían enviado solo a la villa de Sangre. Jacinta es vironesa. Lo sé porque he hablado con alguien que la conoció cuando era más joven. Pero mi chófer es de su ciudad; al menos eso imagino. ¿Él es su primer subalterno?

— Correcto. -Grulla se estaba enjabonando la cara otra vez, con amplias barridas de la brocha de cerdas.

— Sangre le dijo a Mosqueta que ordenara una flotadora para mí; pero usted ya lo había previsto, y cuando salió fue para decirle a su segundo que se preparase. Me había dado el azot, claro, y existía la posibilidad de que lo viese el que me conducía.

— Tiene razón. -Grulla rasuró un poco de pelo en una mejilla.- También quería que mi hombre lo conociera a usted. Más tarde podía ser útil. Ahora diría que lo ha sido.

— Supongo que debería sentirme halagado. -Apoyado en la ventana, Seda se asomó a mirar hacia arriba.- Lo importante, diría yo, es que, para actuar como lo hizo (hablo de hoy), su segundo tiene que haber estado al corriente, no sólo de que lo habían capturado a usted, sino de que lo habían llevado al lago. Da la impresión de que sabía precisamente dónde estaba el sumergible, pues hizo situar la barca de pesca tan exactamente que los pescadores lo recogieron en cuanto emergió. Usted no puede haber salido del barco subacuático mucho antes que yo; tampoco pudo alcanzar la superficie mucho más rápido. Aunque yo no estuve mucho tiempo en el agua, cuando me rescataron usted ya estaba en la barca, y su segundo había tenido tiempo para pasarle algún dinero. Debía de estar preparado, porque sin duda sabía que a usted le habían quitado las pertenencias. Incluso si fue él la persona que le llevó a Lemur su maletín médico…

— No fue él. Se había marchado más temprano de la villa de Sangre. En cierto modo fue una lástima. Habría podido escabullirse con algo útil.

— Yo iba a decir que incluso si se enteró de que usted estaba en el lago porque él llevó el maletín, u oyó que le daban la orden a otro chofer, ha de haber tenido algún otro medio de localizarlo. He intentado imaginarme de qué medio podría tratarse, y sólo pensé que el hombre puede proyectar el espíritu, como Mucor, o que usted lleva encima un espejo muy pequeño, o al menos un dispositivo de ese tipo. ¿Me dirá si estoy en lo cierto, y en ese caso cómo fue que no lo descubrieron?

— Porque lo llevo aquí dentro. -Grulla se dio un golpecito en el pecho.- Hace ocho años un cirujano me hizo un bypass. Aprovechamos la oportunidad para implantar un aparatito que cada dos minutos envía una señal de medio segundo. Cualquiera que escuche sabe así cómo funciona mi corazón, y la dirección de la señal le permite encontrarme. De modo que si alguna vez vuelve a necesitar que lo rescaten, simplemente máteme. -Sonrió.- Mientras aún estoy entre los vivos, ¿me permite preguntarle qué le interesa tanto de esa ventana?

— Me preguntaba si en caso de urgencia podríamos salir por aquí; por ejemplo, si la Guardia se pusiera a derribar la puerta. Creo que yo podría alcanzar el alero del tejado y trepar.

— Yo no. Quizá cuando tenía su edad. -Grulla reanudó la afeitada.

— ¿Usted vuela?

Grulla soltó una risita.

— Ojalá pudiera.

— Pero lo que transmitió a su presidente-príncipe fue eso, ¿no? La forma que nos mostró Lemur. Cómo vuelan los Voladores.

— No. Ahí se equivoca.

Seda se apartó de la ventana.

— ¿Un secreto con tanto valor militar? ¿Por qué no?

— Me gustaría poder decírselo, de veras. Pero no puedo. No estaba incluido en el acuerdo. Espero que se dé cuenta. Juré decirle todo lo que quisiera sobre mi organización y esta operación. Puedo decirle qué contenía el informe. El informe era parte de la operación, lo admito.

— Continúe.

— Pero no fue al presidente-príncipe de Palustria. ¿Realmente pensó que iba a contarle la verdad a ese demente de Lemur? Sé que usted lo hizo. Pero yo no soy usted.

— Espero que ahora no vaya a decirme que no es espía, doctor.

— No; soy espía, claro. ¿Le parece bien así? ¿O me la afeito entera?

— Yo la quitaría toda.

— Me lo estaba temiendo. -Reacio, Grulla la emprendió con otra extensión de barba.- ¿No me preguntará para quién espío? Para Trivigaunte.

— ¿Las mujeres?

Grulla volvió a reír.

— En Trivigaunte dicen: «¿Los hombres. Como la mayoría de las ciudades, Virón está dominada por hombres. ¿Se piensa que el Ayuntamiento no tiene espías mujeres? Tiene todo lo que necesita, le garantizo.

— Nuestras mujeres son leales, naturalmente.

— Admirable. -Gesticulando con la navaja, Grulla volvió la cara hacia Seda.- Los hombres de Trivigaunte también lo son. No somos esclavos. Si acaso estamos en mejor posición que las mujeres de aquí.

— ¿Eso es verdad?

— Totalmente. La verdad y nada más.

— Entonces cuénteme qué había en su informe.

— Le contaré. -Grulla limpió la navaja.- Era bastante breve, cosa que usted ya sabe, o debería saber, porque me vio cuando lo escribía. Informé de que el Ayuntamiento andaba detrás de mí, de que me habían capturado y de que tratando de huir había matado al consejero Lemur. También de que habían derribado a un Volador pero que habían perdido el MP en el lago. De que había descubierto su cuartel general, un barco capaz de navegar bajo las aguas del lago Limna. Reclamé la recompensa que ofrece por eso nuestra Rani.

Con su sonrisa más ancha, Grulla continuó:

— Y por cierto que me la darán. Cuando vuelva a Trivigaunte seré rico. Pero dije que aún no me marcharé porque en mi opinión hay buenas posibilidades de que Seda derroque al Ayuntamiento. Yo lo rescaté de las manos de ellos, tiene razones para estarme agradecido y pienso que un cambio de gobierno en este lugar justifica cualquier riesgo.

— Le estoy agradecido -dijo Seda-. Y mucho, ya se lo he dicho. ¿Eso era todo?

Grulla asintió.

— El grueso, es casi exactamente como lo escribí. Ahora quiero que me explique cómo se enteró de que Jacinta trabaja para mí. ¿Lo dijo ella?

— No. Me fijé en el grabado del lanzagujas. -Seda sacó el arma del bolsillo.- Está lleno de jacintos, pero aquí arriba hay un pájaro alto (una garza, me pareció) en un estanque; cuando comprendí que en vez de una garza podía ser una grulla supe que se la había hecho grabar usted. -Abrió la recámara.- Espero que no se haya estropeado con el agua.

— Antes de disparar déjelo que se seque. Acuérdese de engrasarlo y funcionará bien. Pero el hecho de que yo le regalara a Jaci un lanzagujas adornado no puede haber sido su único indicio. Eso lo habría hecho cualquier viejo tonto ilusionado con una mujer hermosa.

— Es cierto, claro; pero en el mismo cajón ella guardaba el azot. A propósito, ¿todavía lo tiene?

Grulla asintió.

— Así pues, era probable que los dos se los hubiera dado la misma persona; de lo contrario ella no habría querido que esa persona los viera juntos. Un azot vale varios miles de tarjetas; si usted se lo había entregado, claramente era más de lo que aparentaba. Además luego me lo pasó a mí mientras me examinaba en presencia de Sangre. No creí que el hombre que usted fingía ser se atreviera a hacer algo así.

Grulla dejó escapar una nueva risita.

— Es usted tan astuto que empiezo a dudar de su inocencia. ¿Seguro que no es de mi oficio?

— Confunde inocencia con ignorancia, aunque en muchos sentidos también soy ignorante. La inocencia se elige, y se elige por la misma razón que se elige cualquier otra cosa: porque parece mejor.

— Tendré que reflexionarlo. Comoquiera que sea, respecto a que le di el azot a Jacinta se equivoca. Un par de días antes alguien me había revisado la habitación; no lo encontraron, pero para estar seguro le pedí a Jaci que me lo guardara.

— Cuando me lo puso bajo la faja…

— Dije que allá arriba había una diosa que lo quería, y era cierto. Ella me entregó el azot y me dijo que debíamos idear una forma de pasárselo a usted, pues pensaba que Sangre le ordenaría a Mosqueta que lo matara. Ella llegó, convencida de que me iba a encontrar remendándolo, pero yo ya había acabado y lo había enviado a Sangre. Mientras conversábamos vino a buscarme Mosqueta, así que le guiñé un ojo a Jaci y me llevé el azot, calculando que tendría una oportunidad de deslizárselo.

— ¿Y ella fue a verlo y le pidió que hiciera eso?

— Así es -dijo Grulla-, y no lo culpo si eso lo reconforta. Cuando tenía su edad, a mí me habría hecho bailar de contento.

— Me reconforta. No lo niego. -Seda se mordió el labio.- Como favor, como enorme favor, ¿me permite ver el azot de nuevo, si no le molesta? Uno o dos minutos, ¿eh? No tengo intención de hacerle daño, ni siquiera de proyectar la hoja, y se lo devolveré en cuanto me lo pida. Sólo quiero mirarlo otra vez, y tenerlo en la mano.

Grulla sacó el azot de la faja y se lo pasó.

— Gracias. Mientras lo tuve me molestó que no llevara jacintos grabados; pero ahora entiendo. Este demon, ¿es de sanguinaria?

— Sí. Debía ser un regalo para Sangre. Nuestra Rani me dio una buena cantidad de dinero por si teníamos que comprarlo, y uno de nuestros janums añadió el azot como presente extra de conciliación. El ya tiene un par, pero en aquel momento aún no lo habíamos descubierto.

— Gracias. -Seda hizo girar el azot en las manos.- De haber sabido que era suyo y no de Jacinta, no habría regresado con Mamelta a buscarlo en esos túneles diabólicos. No nos habrían capturado los soldados de Lemur y ella no estaría muerta.

— Me temo que lo habrían atrapado igualmente aunque no hubiera vuelto a buscarlo -le dijo Grulla-. Pero en ese caso Lemur no habría tenido el azot y yo no habría podido matarlo. A estas alturas estaríamos muertos usted y yo. Y muy probablemente también su amiga.

— Supongo. -Por la que creyó última vez, Seda apretó los labios contra la resplandeciente empuñadura de plata.- Siento que sólo me ha traído mala suerte; pero, de no haberlo tenido, el talus me habría matado. -Con cierta reticencia se lo devolvió a Grulla.

Esa noche, tendido en su cama de alquiler y contemplando un techo extraño, los túneles se entremezclaron con los pensamientos de Seda, como delgados zarcillos que se extendían por todas partes. ¿Estaría ahora debajo de él, mientras le llegaba el sueño, aquella alta cámara donde los durmientes esperaban en frágiles tubos? Parecía enteramente posible, ya que la cámara no distaba mucho del túnel cubierto de cenizas, y las cenizas habían caído del manteón de Limna. Sin duda su manteón de la calle del Sol estaba sobre un túnel semejante, como había dado a entender Pedernal.

¡Qué horriblemente estrechos le habían parecido esos túneles! No los había construido el Ayuntamiento; era imposible. Los túneles eran mucho más antiguos, y de vez en cuando los obreros que cavaban cimientos nuevos se los encontraban, y sensatamente volvían a tapar los agujeros que habían hecho por accidente en los muros.

¿Pero quién había hecho los túneles, y con que propósito? La Máitera Mármol recordaba el Sol Corto. ¿Recordaría ella los túneles, la excavación hecha para los túneles y su uso, además?

La habitación, que debería haber sido fresca, estaba sobrecalentada; hacía allí más calor que en su habitación del manso, siempre calurosa por demás aunque estuvieran abiertas las dos ventanas, la de la calle de la Plata y la del jardín, con las delgadas cortinas blancas ondeando en un viento caliente que nada hacía por refrescar el ambiente. El doctor Grulla esperaba fuera con la Máitera Mármol, y le lanzaba a la ventana guijarros de roca de nave sacada de los túneles para avisarle que debía regresar en busca del azot plateado de Jacinta.

Como humo, él se alzaba y se dirigía a la ventana. Allí flotaba el Volador muerto, y de la nariz y la boca le salían burbujas de la exhalación final. Finalmente, todo el mundo respiraba por última vez, sin saber que era la última. ¿Era eso lo que había intentado decir el Volador?

De golpe se abría la puerta. Era Lemur. Detrás de él esperaba la monstruosa cara azul, dorada y roja del pez que había devorado a la mujer dormida en el tubo de cristal, en el que él mismo dormía ahora junto a Chenilla, que era Kypris, que era Jacinta, que era Mamelta con el pelo negro de Jacinta, que el pez había devorado y devoraría, chac, chac, chac, choque de fauces monstruosas…

Seda se sentó. La habitación era amplia y estaba oscura y en silencio, y el tibio aire húmedo retenía el recuerdo del sonido que lo había despertado. Grulla se agitaba en la otra cama.

El sonido empezó de nuevo. Un golpeteo débil, como el tictac del reloj en su habitación del manso.

— La Guardia. -Seda no habría podido explicar cómo lo sabía.

Grulla murmuró:

— Seguro que es la camarera, que quiere hacer las camas.

— Todavía está oscuro. Es de madrugada. -Seda descolgó las piernas al suelo.

Recomenzó el golpeteo.

En medio de la calle del Muelle había un guardia con trabuco, apenas visible en la luz del sol amortiguada por las nubes. Al ver a Seda en la ventana agitó la mano; en seguida se cuadró e hizo el saludo.

— Es la Guardia -dijo Seda, poniendo en juego toda su voluntad para mantener un tono tranquilo-. Me temo que nos tienen cojidos.

Grulla se sentó.

— Los guardias no golpean así.

— Afuera hay uno que está vigilando esta ventana. -Seda retiró el cerrojo y abrió la puerta. Un uniformado capitán de la Guardia hizo el saludo militar; los tacones chocaron, cortantes como las fauces del gran pez. Detrás del capitán, otro coracero blindado saludó también, la mano plana sobre el cañón del trabuco.

— Que todos los dioses os sean favorables -dijo Seda, porque no se le ocurría otra cosa. Se hizo a un lado-. ¿Os gustaría entrar?

— Gracias, mi caldé.

Seda parpadeó.

Cruzaron el umbral, el capitán descuidadamente elegante en su uniforme de confección, el coracero impecable en su blindaje encerado.

Grulla bostezó.

— ¿No ha venido a arrestarnos?

— ¡No, no! -dijo el capitán-. De ninguna manera. He venido a prevenirlos… a prevenir a mi caldé, en particular… de que hay otros que quieren arrestarlo. Otros que en este mismo momento lo están buscando. Presumo que es usted el doctor Grulla, ¿verdad, señor? Se ofrecen recompensas por los dos. Están necesitados de urgente protección, y he acudido yo. Siento haberles perturbado el sueño, pero me complace haberlos encontrado antes que los otros.

Lentamente Seda dijo:

— Creo que esto ocurre debido a una observación apresurada del consejero Lemur.

— No sé nada de eso, mi caldé.

— Por casualidad lo oyó algún dios… Creo imaginarme cuál. ¿Qué hora es, capitán?

— Las tres y cuarenta y cinco, mi caldé.

— Demasiado temprano para volver a la ciudad, pues. Siéntese… No, primero haga entrar al coracero que está vigilando la ventana. Luego quiero que se sienten los tres y nos cuenten qué está pasando en Virón.

— Si deseamos hacer creer a los otros que lo estoy arrestando, mi caldé, quizá sea mejor dejarlo donde está.

— Y ahora ha cumplido el arresto. -Seda tomó los pantalones y se sentó en la cama a ponérselos.- Ya que el doctor Grulla y yo estamos reducidos y desarmados, ese hombre ahí fuera no hace falta. Tráigalo aquí.

El capitán le hizo una seña al coracero, que fue hasta la ventana e hizo un gesto; el capitán tomó asiento en una silla.

Seda batió la venda de Grulla contra el poste de la cama.

— Me trata usted de caldé. ¿A qué se debe?

— Todo el mundo sabe, mi caldé, que tiene que haber un caldé. El Fuero, escrito por nuestra Patrona y el mismo Señor Pas, lo dice con claridad; sin embargo no ha habido caldé en los últimos veinte años.

— Sin embargo todo ha marchado bastante bien, ¿no? -dijo Grulla-. ¿No está en calma la ciudad?

El capitán meneó la cabeza.

— En realidad no, doctor. -Echó una mirada al coracero y se encogió de hombros.- Anoche hubo más disturbios y ardieron tiendas y casas. Para defender el Palatino casi no alcanza con una brigada entera. ¡Es increíble! Cada año es un poco peor. Ahora las cosas están muy mal por el calor, y la carestía en el mercado… -Volvió a encoger los hombros.- Si el Ayuntamiento me hubiera preguntado qué opinaba, les habría aconsejado comprar alimentos básicos (maíz y alubias, la comida de los pobres) y revenderlos por debajo del costo. No preguntaron, y escribiré mi opinión en su sangre.

Inesperadamente el coracero dijo:

— Nos habló una diosa, caldé.

El capitán se alisó el fino bigote.

— Así es, mi caldé. Ayer, en su manteón, donde ahora vuelven a hablar los dioses, merecimos esa alta honra.

Seda se enroscó la venda en el tobillo.

— ¿Y uno de ustedes le entendió?

— Todos, mi caldé. No de la manera en que le entiendo a usted, ni de la manera en que sin duda usted le habría entendido. Sin embargo nos dijo llanamente que lo que nos habían ordenado era blasfemia, que a usted se lo tiene como sagrado. Por el favor de la diosa, mientras ella hablaba regresó su acólito. Él puede transmitir el mensaje en las palabras originales. El meollo era que los dioses están disgustados con nuestra infeliz ciudad, que han decidido que usted sea nuestro caldé y que todos cuantos resistan deben perecer. Mis hombres…

Como si aquello hubiese sido una señal, en la puerta sonó un golpe; el coracero la abrió para dejar entrar a su camarada.

— Estos hombres -siguió el capitán- estaban dispuestos a matarme si yo insistía en cumplir las órdenes, mi caldé. No obstante, yo no tenía la menor intención de hacerlo, esté bien seguro.

Seda recibió todo en silencio. Cuando el capitán concluyó, se puso la toga roja.

El coracero que acababa de entrar miró al capitán, que asintió. El coracero dijo:

— A nadie se le escapa que hay algo que no marcha. Pas está frenando la lluvia y el calor no cesa. Las cosechas fracasan una tras otra. Mi padre tenía un pozo grande, pero lo secamos a fuerza de bombear agua para regar el maíz. Ahora lleva todo el verano seco y con suerte habremos obtenido unos diez quintales.

El capitán ladeó la cabeza hacia el coracero que había hablado, como diciendo ya ve con qué dificultades debemos lidiar.

— Se habla de abrir canales para el agua del lago, mi caldé, pero eso tardará años. Mientras tanto, los cielos siguen estando cerrados para nosotros y todos los manteones de la ciudad están en silencio salvo el suyo. Ya antes de que hablara la diosa era evidente que los dioses están disgustados con nosotros. Muchos pensamos que el porqué es muy obvio. ¿Tiene usted conciencia, mi caldé, de que por toda la ciudad hay gente que está escribiendo «Seda para caldé» en las paredes?

Seda asintió.

— Esta noche hemos estado escribiendo, mis hombres y yo. Pero nosotros hemos escrito «Seda es caldé».

Grulla soltó una risita seca.

— Las dos cosas significan lo mismo, ¿no capitán? Si prenden a Seda lo matarán.

— Demos gracias porque eso no ha ocurrido, doctor.

— Esté seguro de que yo le estoy agradecido. -Grulla apartó su sábana, empapada en sudor.- Pero la gratitud no llevará al caldé al Juzgado. ¿Puede sugerir un sitio donde escondernos hasta que se disponga eso?

— Yo no me pienso esconder -declaró Seda-. Yo vuelvo a mi manteón.

Grulla alzó las cejas, y el capitán quedó sorprendido.

— Antes que nada porque quiero consultar a los dioses. Segundo, porque tengo que decirle a todo el mundo que debemos deponer al Ayuntamiento por medios pacíficos, si podemos.

— ¿Pero está de acuerdo en que hay que deponerlo, mi caldé? ¿Pacíficamente si se puede, por la fuerza si es preciso?

Seda vaciló.

— Acuérdese de Iolar -murmuró Grulla.

— De acuerdo -dijo Seda al fin-. Hay que reemplazar a los actuales consejeros del Ayuntamiento por otros nuevos, pero dentro de lo posible sin derramamiento de sangre. Ustedes tres han sugerido que están dispuestos a luchar por mí. ¿También están dispuestos a acompañarme hasta el manteón? Si alguien viene a detenerme pueden decirle que ya estoy en situación de arresto, como iban a hacer aquí. Podrían decir que me llevan al manteón para que recoja mis cosas. Tratándose de un augur semejante cortesía no estaría fuera de lugar, ¿no?

— Será muy peligroso, mi caldé -dijo lúgubremente el capitán.

— Peligrosa será cualquier cosa que hagamos, capitán. ¿Y usted qué, doctor?

— Resulta que yo me afeito la barba, y usted vuelve al barrio donde lo conoce todo el mundo.

— Puede empezar hoy a dejársela de nuevo.

— ¿Entonces cómo voy a negarme? -sonrió Grulla-. No hay forma de librarse de mí, caldé. No pienso apartarme de usted.

— Esperaba que dijera algo así. Capitán, ¿ustedes se han pasado la noche buscándome? Eso me pareció entender.

— Desde que nos favoreció la diosa, mi caldé. Primero en la ciudad; luego aquí porque su acólito nos dijo que había venido.

— Entonces deberían comer algo antes de partir, y lo mismo el doctor Grulla y yo. ¿Podría enviar un guardia a despertar al posadero? Dígale que pagaremos todo, pero que comeremos lo antes posible.

Una mirada despachó en seguida a uno de los coraceros.

Grulla preguntó:

— ¿Tiene una flotadora?

El rostro del capitán se ensombreció.

— Sólo caballos. Para autorizar una flotadora hay que ser por lo menos coronel. Mi caldé, habría posibilidades de ordenar una flotadora para usted. Haré el intento.

— No sea ridículo -dijo Seda-. ¡Una flotadora para el prisionero! Caminaré delante de su caballo con las manos atadas. ¿No es así como se hace?

El capitán asintió a regañadientes.

— Sin embargo…

Grulla rezongó:

— ¡Este hombre está cojo! Usted lo habrá notado. Tiene un tobillo roto. Es imposible que camine de aquí a Virón.

— Aquí hay un puesto de la Guardia, mi caldé. Quizá podría conseguir un caballo adicional.

Recordando el viaje con Alca a la villa de Sangre, Seda dijo:

— Burros. Aquí tienen que alquilar burros, y luego puedo mandar a Cuerno u otro muchacho para que los devuelvan. Supongo que a un augur y a un hombre de la edad del doctor se les permitirá viajar en burro.

Antes de que estuvieran listos para partir, la primera luz grisácea del develar ya clareaba las calles de Limna.

Seda aún murmuraba la oración matutina al Alto Hiérax cuando montó el joven burro blanco; uno de los coraceros lo sostuvo y le llevó las manos a la espalda para que el otro se las atara.

— Se las pondré bien flojas, caldé -se excusó el coracero-. Como para que no lo lastimen y pueda sacudirlas cuando quiera.

Seda asintió sin interrumpir la oración. Era extraño rezar ahora en toga roja, aunque antes de entrar en la escola lo hubiera hecho muchas veces en ropa de color. Se dijo que en el manso se cambiaría; se pondría una toga limpia y su mejor túnica. Era mal orador (en su propia valoración); si no llevara los hábitos de augur la gente se burlaría de él.

También tendría que haber mucha gente. Toda la que pudieran reunir él y las tres sibilas; y, claro, los estudiantes de la palestra. Cuando hablara… ¿En el manteón o fuera? Cuando hablara…

El capitán había montado su inquieto corcel.

— Sí está listo, mi caldé…

Seda asintió.

— Se me ha ocurrido que le sería muy fácil hacer de este arresto fingido un arresto real, capitán. Si lo hace no tiene nada que temer de mí. Ni de los dioses, creo.

— Hiérax se lleve mis huesos si planeo semejante traición, mi caldé. Puede tomar las riendas cuando quiera.

Aunque Seda no recordaba haberlo pateado, el burro ya avanzaba. Tras un momento de reflexión, concluyó que probablemente el coracero que le había atado las manos lo habría azuzado por detrás.

Grulla estudiaba los negros bancos de nubes que se desplegaban sobre el lago.

— Va a ser un día oscuro. -Apremió a su burro para que alcanzara al de Seda.- El primero en mucho tiempo. Al menos no tendremos que freírnos al sol sobre estas bestias.

Seda le preguntó cuánto pensaba que duraría la cabalgata.

— ¿Con estos animales? Por lo menos cuatro horas. ¿Es que los burros nunca corren?

— Cuando era pequeño vi a uno corriendo en un prado -dijo Seda-. Claro que no llevaba un hombre.

— Ese individuo acaba de atarme las manos y ya me pica la nariz.

Subieron al trote la calle de la Costa, y pronto pasaron frente al Juzgado donde la solícita mujer que había admirado a Oreb había mencionado el santuario de Escila en la Vía de los Peregrinos, y frente al chillón cartel del abogado Vulpes, con su zorro rojo. Vulpes se preguntaría, pensó Seda, por qué no le había dado su tarjeta al capitán… suponiendo que Vulpes lo viera y lo reconociese con la ropa nueva. Sin duda habría argumentado que los delincuentes detenidos en Limna no debían ser devueltos a la ciudad para privarlos de sus servicios.

La tarjeta de Vulpes se había perdido con muchas otras cosas cuando lo habían registrado; ahora que lo pensaba, con las llaves del manteón. Probablemente, cuando Lemur había recibido el lanzagujas de Jacinta, el azot y las cuentas de Seda del consejero Potto, también había recibido la tarjeta de Vulpes, aunque en el tribunal con el que Lemur debía enfrentarse ahora no le serviría de gran cosa…

Seda levantó la vista, y advirtió que Limna había quedado atrás. El camino serpenteaba entre bajas lomas arenosas que debían de haber sido islotes y bajíos cuando el lago era más extenso. Se volvió sobre la silla para mirar por última vez el pueblo, pero detrás del capitán y los dos coraceros a caballo sólo vio el azul acerado del agua del lago.

— Tiene que ser más o menos la hora en que solía llegar Chenilla de pequeña -le dijo a Grulla-. Recorría el agua al develar. ¿Alguna vez se lo contó?

— Eso debía de ser más temprano.

Una gota de agua cayó en el cuello del burro blanco y dejó una mancha oscura en el pelo; otra salpicó el revuelto pelo de Seda, una gota asombrosamente tibia.

— Menos mal que no pasó un poco antes -dijo Grulla-. Aunque en realidad nunca me gusta.

Seda oyó el traqueteo de los disparos un instante después de ver que Grulla se ponía rígido. Detrás, el capitán gritó:

— ¡Abajo! -y algo más, pero el trabuco de un coracero ahogó las palabras con su estampido.

La cuerda que ataba las muñecas de Seda, que un momento antes había estado a punto de caer, pareció tensarse en cuanto él intentó soltar las manos.

— ¡Al suelo, caldé!

Se lanzó de la silla al polvo del camino. Por un aparente milagro tenía las manos libres. Al bramido de una flotadora le siguió un tableteo seco, como si un niño inmenso pasara un listón por los barrotes de una jaula.

A duras penas se puso de pie. Grulla también tenía las manos sueltas; rodeó el cuello de Seda mientras Seda lo ayudaba a bajar del burro. Más disparos. El caballo del capitán relinchó -un sonido espantoso-, reculó y los embistió, lanzándolos a los dos a la zanja.

— El pulmón izquierdo -balbuceó Grulla. Un hilo de sangre manaba de su boca.

— De acuerdo. -Con un solo movimiento, Seda subió la túnica de Grulla y la desgarró.

— Azot.

Al estruendo de los trabucos siguió un estampido más fuerte, de trueno, como si estuvieran disparando los dioses y muriendo también. Pálidas gotas del tamaño de huevos de paloma salpicaban el polvo.

— Voy a vendarlo -dijo Seda-. No creo que sea fatal. Se va a reponer.

— No sirve de nada. -Grulla escupió sangre. Y luego:- Simule que es mi padre. -Un torrente de lluvia los envolvió como una ola.

— Yo soy su padre, doctor. -Seda taponó con un jirón la cavidad febril y palpitante que era la herida de Grulla y la sujetó con otra tira arrancada de la toga.

— Caldé, tome el azot. -Grulla se lo puso en las manos y murió.

— De acuerdo.

Inclinado sobre el doctor, con el inservible retazo en las manos, Seda lo miró partir, vio el temblor que lo convulsionaba y los ojos que rodaban en las órbitas; sintió la tiesura final de los miembros y luego la flojera, y supo que se había ido la vida, que el gran buitre invisible que era Hiérax en momentos como aquél se había abatido en medio del diluvio para arrancar el espíritu de Grulla y liberarlo del cuerpo; que él mismo, arrodillándose en el barro, se arrodillaba en la sustancia divina del dios invisible. Mientras miraba, dejó de manar sangre de la herida de Grulla; un par de segundos más y la lluvia la dejó blanca.

Guardó el azot de Grulla en la faja y sacó las cuentas.

— Yo te transmito, doctor Grulla, el perdón de todos los dioses. Recuerda ahora las palabras de Pas, que dijo: «Haced mi voluntad, vivid pacíficamente, multiplicaos y no perturbéis mi sello. Así escaparéis a mi cólera».

Sin embargo, el sello de Pas había sido perturbado muchas veces; él mismo había raspado los restos de un sello de ésos. Entre los restos de otro había encontrado embriones, meras hilachas de carne podrida. ¿Debía el sello de Pas valorarse por encima de las cosas que estaba destinado a proteger? (Resonó un trueno.) La cólera de Pas se había desatado sobre el mundo.

— «Id con buena voluntad, y todo mal que lleguéis a hacer os será perdonado.»

La flotadora se acercaba; el rugido de sus propulsores se hacía oír dominando el fragor de la tormenta.

— Oh, doctor Grulla, hijo mío, has de saber que este Pas y todos los dioses menores me han autorizado a perdonarte en su nombre. Y yo perdono todos tus crímenes y todas tus faltas. Quedan olvidados. -Chorreando agua, las cuentas de Seda trazaron el signo de sustracción.- Bendito eres.

Habían cesado los disparos. Presumiblemente el capitán y los dos coraceros estaban muertos. ¿Lo dejaría la Guardia transmitirles el Perdón de Pas antes de llevárselo?

— Perdónanos, te ruego, a nosotros los vivientes. -Seda hablaba lo más rápidamente posible, con palabras precipitadas que sus maestros de la escola no habrían aprobado nunca.- A menudo yo y muchos otros te hemos perjudicado, doctor, cometiendo faltas terribles contra ti. No las guardes en tu corazón; comienza la vida que sigue a la vida en completa inocencia, perdonados todos esos daños.

Un trabuco restalló tres veces en rápida sucesión, muy cerca. Se oyó el tableteo de una zumbadora, y a un palmo de la cabeza de Grulla se alzó una columna de barro.

— En nombre de todos los dioses quedas perdonado para siempre, doctor Grulla. Hablo aquí por el Gran Pas… -Y otro tanto por los nueve, cada uno con su epíteto honorífico. Se apoderó de Seda la sensación de que en realidad ninguno de ellos importaba, ni siquiera Hiérax, aunque sin duda Hiérax estaba presente.- Y por el Extraño y todos los dioses menores.

Se incorporó.

Una cenagosa figura agazapada detrás de un caballo muerto gritó:

— ¡Corra, mi caldé! ¡Sálvese usted! -Luego volvió a disparar hacia la flotadora de la Guardia que se cernía sobre ellos.

Seda levantó las manos; la cuerda que no lo había sujetado le colgaba aún de una muñeca.

— ¡Me rindo! -En la faja, el azot abultaba como un trozo de plomo. Se adelantó cojeando lo más rápido que podía, trastabillando, resbalando en el barro mientras la lluvia le acribillaba la cara.- ¡Soy el caldé Seda! -Un relámpago iluminó el cielo, y durante un instante la flotadora que avanzaba pareció un talus con colmillos y ojos escrutadores pintados.- ¡Si tenéis que matar a alguien matadme a mí!

La figura manchada de barro dejó caer el trabuco y también levantó las manos.

La flotadora frenó, y la ráfaga de los propulsores los bañó con agua fangosa.

— Nos han tendido una trampa, mi caldé. -Como por un truco, la figura embarrada hablaba con la voz del capitán.- Morimos por usted y por Virón.

Debajo de la torreta se abrió un escotillón y saltó un oficial cuyo uniforme quedó empapado al instante.

— Lo sé -dijo Seda-. No los olvidaré nunca. -Intentó recordar el nombre del capitán, pero si lo había oído ya no lo tenía presente, y tampoco recordaba el nombre del coracero de rostro moreno y serio, a cuyo padre se le había secado el pozo.

El oficial dio unas zancadas hacia ellos, se detuvo y con un floreo presentó la espada. Sosteniéndola verticalmente, juntos los tacones, erguida la cabeza, saludó como en un campo de instrucción.

— ¡Caldé! ¡Gracias a Hiérax y todos los dioses que he podido rescatarlo!