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SELLADO PARA EL MONARCA

— Ahí lo tiene -le dijo Pedernal a Seda-. Ha estado allí desde que subimos a bordo, y cada vez que la gente habla del sello de Pas, de lo que está hablando es de esto. Antes había muchos más.

— Si es lo que se entiende por sello de Pas -susurró Seda-, este grabado es una reliquia invalorable.

Inclinándose con reverencia, trazó ante el sello el signo de adición y murmuró una oración.

— Tal vez lo sería si lo arrancáramos para llevarlo a un manteón de los grandes. El caso es que no se puede. En cuanto intentara despegarla de las puertas, esa cosa negra estallaría en un millón de pedazos. Al llegar aquí nosotros rompimos unas cuantas, y lo que queda no es más grande que un grano de pólvora H-seis.

— ¿Y nadie sabe qué hay más allá? -inquirió Seda-. En la otra sala, digo.

— Sí, claro. Sabemos bien qué hay ahí dentro. Se parece mucho a lo de aquí, cantidad de gente en estanterías. Sólo que son bíos. ¿Quiere ver?

— ¿Bíos? -repitió Seda. Con esa palabra, el sueño de unas horas antes le volvió al primer plano de la mente con una urgencia y una inmediatez totalmente nuevas: la ladera cubierta de broza, la Máitera Mármol (absurdamente) enferma en cama, el empalagoso perfume de la lámpara de vidrio azul de la Máitera Rosa y Mucor sentada en el agua quieta cuando ya se había desvanecido el sueño en el que ella había participado. «Más allá está más seco. Encuéntrame dónde duermen los bíos.»

— Claro -confirmó Pedernal-. Bíos como usted. Mire, en ésta donde estamos ahora hay soldados de recambio, y en la siguiente, la de las puertas selladas, hay bíos de recambio. El viejo Pas ha de haber temido que hubiera una enfermedad, o tal vez una hambruna, e hicieran falta más bíos para poner Virón de nuevo en marcha. Sin embargo ellos no tienen que ir tumbados como nosotros. Están todos de pie. ¿Quiere verlos?

— Doy por sentado -dijo Seda- que es posible hacerlo sin romper el sello de Pas.

— Descuide. Yo lo habré hecho unas dos docenas de veces. -Los nudillos de acero de Pedernal resonaron contra una de las puertas.- No es que vaya a venir alguien a hacernos pasar, claro -explicó-. Lo hago para que adentro se enciendan las luces, porque de lo contrario no verá nada.

Seda asintió.

— Como dudo que tenga suficiente fuerza en las manos, lo haré yo por usted. -Introdujo en la rendija que había entra las puertas unas uñas como formones.- Debajo del sello hay un botón que mantiene echado el cerrojo. Cuando subimos a bordo la mayoría estaba así. Para que el sello de Pas no se rompiera por más fuerte que uno empujara. Pero yo puedo apartar esto de arriba lo bastante para que usted espíe poniendo un ojo en la ranura. Ande, mire.

Mientras Pedernal hablaba, se oyó un suave repiqueteo en su pecho, y la línea oscura donde se juntaban las puertas se transformó en un hilo de luz verdosa.

— De todos modos para ver algo tendrá que menearse un poco entre la puerta y yo, pero sin alejar el ojo.

Con el cuerpo apretado contra la dura, lisa superficie de las puertas, Seda se las ingenió para espiar por la rendija. Estaba mirando una estrecha sección de lo que al parecer era una sala amplia y muy iluminada. También allí había estanterías de acero pintado de gris; pero los bíos inmóviles de la hilera más cercana al suelo (en línea con la rendija por la que él espiaba) estaban casi verticales. Al parecer, un cilindro del cristal más fino envolvía a cada uno, cristal apenas visible porque lo cubría una capa de polvo. Limitada la visión por la estrechez de la abertura, Seda sólo divisaba con claridad a tres de los durmientes: una mujer y dos hombres. Los tres estaban desnudos y (esa impresión tuvo al menos) eran aproximadamente de su edad. Los tres miraban fijamente adelante, los ojos abiertos en los rostros vacíos y serenos.

— ¿Hay suficiente luz? -preguntó Pedernal; se inclinó hacia adelante para espiar él también por la rendija, el mentón apoyado en la coronilla de Seda.

— Allí hay alguien -le informó Seda-. Alguien que no está dormido.

— ¿Dentro? -La frente de Pedernal golpeó las puertas con un estruendo metálico.

— Mira qué claro está. Deben de estar encendidas todas las luces de la sala. Eso no pueden haberlo logrado unos golpecitos.

— ¡Allí dentro no puede haber nadie!

— Poder, puede -dijo Seda-. Simplemente es que hay otra entrada.

Despacio, tan despacio que Seda no tuvo la certeza de que algo se moviera, la mujer de la hilera inferior alzó las manos para apretarlas contra el muro cristalino que la encerraba.

— ¡Cabo de guardia! -tronó Pedernal-. ¡Al almacén de personal! -A la distancia, un centinela repitió el grito.

Antes de que Seda lograra protestar, Pedernal había descargado la culata de su trabuco contra el sello, que se desmenuzó en un grueso polvo negro. Mientras Seda retrocedía espantado, Pedernal abrió de un tirón ambas puertas y se precipitó en la enorme sala.

Seda se arrodilló, recogió todo el polvo negro que pudo y, a falta de un receptáculo más apto, lo envolvió en el folio que le quedaba y lo guardó en su estuche de escritura.

Cuando tuvo el estuche cerrado y de nuevo en el bolsillo, la mujer aprisionada se estaba apretando la garganta y tenía los ojos casi fuera de las órbitas. Seda se puso en pie tambaleante, entró cojeando en la sala y desperdició preciosos segundos intentando descubrir un modo de destrabar el cilindro transparente, hasta que sacó del bolsillo el lanzagujas de Jacinta y dio un culatazo contra el cristal casi invisible.

Al primer golpe se hizo añicos. De inmediato la atmósfera interior viró a un oscuro azul negro de uvas maduras y se formaron remolinos por el aire que entraba; por fin se desvaneció bruscamente como Mucor en la secuela del sueño de Seda. Con sonámbula lentitud la mujer desnuda volvió a bajar las manos.

Boqueó buscando aire.

Seda desvió los ojos y se desató las tiras de la túnica.

— ¿Quieres ponerte esto, por favor?

— Seremos amantes -le dijo la mujer con una voz sonora que se quebró en la penúltima sílaba. Tenía el pelo negro como el de Jacinta, y los ojos de un asombroso azul más intenso que los de Seda.

— ¿Conoces este lugar? -le preguntó Seda, apremiante-. ¿Hay otra salida?

— Conozco todo. -Moviéndose casi con normalidad, ella salió del estante.

— Tengo que escapar. -Seda habló lo más rápido posible, preguntándose si ella lo entendería si le hablara despacio, como a una niña.- Tiene que haber otra salida, porque aquí había alguien que no entró por esas puertas. Muéstramela, por favor.

— Por ahí.

Él se arriesgó a mirarle la cara, poniendo buen cuidado en impedir que la mirada le resbalara más abajo del cuello, largo y grácil; había en la sonrisa algo familiar, algo horrible que él pugnó por negar. Con manos prudentes le cubrió los hombros con la túnica.

— Tendrás que cerrártela por delante.

— ¿Me la atas tú?

Seda titubeó. -Sería mejor…

— Yo no sé. -Dio un paso hacia él.- Por favor. -Ya controlaba más la voz, que era casi familiar.

Seda tanteó las tiras; parecía injusto que fuera tan difícil hacer para otro algo que todas las mañanas hacía automáticamente.

— ¡Ahora puedo volar! -Estirando los brazos, ella desplegó la túnica y, lenta y torpe, echó a correr por el pasillo hasta perderse casi de vista en el muro lejano. Allí dio media vuelta y se precipitó de nuevo hacia donde estaba Seda… -¡Puedo… en… serio! -Tragó aire a bocanadas, los pechos convulsos.- Pero… entonces… tú… no… me… ves. -Todavía jadeando, sonrió de orgullo, la cabeza hacia atrás como Pedernal; y por la sonrisa, que era el rictus burlón de un cadáver, Seda la reconoció.

— ¡No tienes derechos sobre esta mujer, Mucor! -Trazó el signo de adición.- En el nombre de Pas, Señor del mundo, ¡vete!

— Soy… una… mujer. Sí… sí.

— En el nombre de la Dama Equidna, ¡vete!

— A… ella… la… conozco. Le… gusto.

— ¡En los nombres de Escila y Esfigse! ¡En el santísimo nombre del Extraño!

Ella ya no prestaba atención.

— ¿Sabes… por qué este… lugar es… tan alto? -Hizo un gesto hacia el techo abovedado.- Para que los Voladores… puedan volar… sin tener que… andar. -Señaló un amasijo de huesos, pelo y carne ennegrecida en el fondo de un cilindro del segundo nivel.- En un tiempo… fui ella. Ella… se acordaba.

— Para mí eres el demonio que poseyó a la hija de esa pobre mujer -le dijo Seda, iracundo-. El demonio que poseyó a Orpina. -Vio en los ojos de ella un destello de miedo.- Soy malo, te lo garantizo. Un hombre sin ley, y a menudo muy poco piadoso. Con todo soy un santo augur consagrado y bendecido. ¿No hay nombre que respetes?

— No me asustarás, Seda -dijo ella retrocediendo.

— En el nombre de Faia, ¡vete! En el nombre de Teljipeia, ¡vete! En el nombre de Molpe, cuyo día es hoy, y en los de Escila y Esfigse. ¡Márchate en el nombre de estos dioses!

— Quería ayudar…

— ¡Vete en el nombre de Tártaro y de Hiérax!

Ella levantó las manos como había hecho él para guardarse del golpe de Pedernal; y Seda, viendo el miedo en su rostro, recordó que Hiérax era el nombre por el que Mosqueta había llamado al de cabeza blanca, el buitre grifo del tejado de Sangre. Con ese recuerdo volvió la noche del faides: su frenética carrera por el césped de Sangre a la sombra de una nube veloz; el ruido de su horqueta en el techo del invernadero, y el filo de su hacha incrustado entre el bastidor y el marco de la ventana de Mucor, la ventana que había supuesto la amenaza a la que él había recurrido al día siguiente para expulsar a Mucor de La Orquídea.

Casi bondadoso, le dijo:

— Si no me dejas en paz, Mucor, te cerraré la ventana y no habrá forma de abrirla más. Vete.

Como si nunca hubiera estado presente, ella abandonó a la alta mujer de pelo azabache que Seda tenía delante; sin haber visto ni oído nada, él lo supo, tan cierto como si hubiera habido un fogonazo o una ráfaga de viento.

La mujer parpadeó dos veces, los ojos desenfocados, faltos de comprensión.

— ¿Que me marche? ¿Adónde? -Se envolvió en la túnica.

— Alabado sea el Gran Hiérax, el Hijo de la Muerte, la Nueva Muerte, cuya merced es definitiva infinita -dijo sentidamente Seda-. ¿Te encuentras bien, hija mía?

Ella lo miró fijamente, una mano entre los pechos.

— Mi… corazón…

— Sigue agitado por los esfuerzos de Mucor, estoy seguro; pero en unos minutos se te aquietará el pulso.

Callada, ella tembló. En el silencio él oyó un martilleo de pies de acero.

Cerró la doble puerta que Pedernal había abierto, pensando que Pedernal había indicado el fondo del arsenal. Los premiosos soldados tardarían un tiempo en comprender que en realidad los había convocado a la vasta sala contigua.

— Quizá si caminamos un poco -sugirió- podamos encontrar un lugar cómodo para sentarte. ¿Conoces alguna salida?

La mujer no dijo nada, pero no se opuso a que Seda la llevara por un pasillo que eligió al azar. Las bases de los cilindros de cristal, veía ahora, estaban impresas en negro. Alzándose de puntillas para examinar uno del segundo estante, leyó el nombre de la mujer (Olivia) que ocupaba uno, la edad (veinticuatro) y lo que tomó por un resumen de su educación.

— Debería haber leído el tuyo. -Le habló como hablaba con Oreb, para dar forma a los pensamientos.- Pero más vale no retroceder. Si lo hubiera hecho cuando tuve la ocasión, ahora al menos sabría cómo te llamas.

— Mamelta.

El la miró con curiosidad.

— ¿Así? -Era un nombre que no había oído nunca.

— Me parece. No…

— ¿Te acuerdas? -sugirió él con suavidad.

Ella asintió.

— Sin duda no es un nombre corriente. -Arriba, las luces verdosas ya empezaban a atenuarse; en la penumbra remanente, Seda vislumbró a Pedernal corriendo por el pasillo perpendicular, como a media sala de distancia, y preguntó:- ¿Puedes andar más deprisa, Mamelta?

Ella no respondió.

— Por razones personales -explicó él-, me gustaría evitar a ese hombre. Pero no tienes que temerle… No nos hará daño, ni a ti ni a mí.

Mamelta asintió, aunque él no podía estar seguro de que hubiese entendido.

— Me temo que no encontrará lo que busca, pobre sujeto. Quiere encontrar al que avivó estas luces, pero tengo la razonable certeza de que fue Mucor, y ella se ha ido.

— ¿Mucor? -Mamelta se señaló a sí misma, ambas manos vueltas hacia la cara.

— No -le dijo Seda-. Tú no eres Mucor, aunque durante un breve lapso Mucor te poseyó. Creo que te despertó cuando aún estabas en el tubo, algo que supuestamente no debía ocurrir. ¿Ya podemos andar un poco más deprisa?

— De acuerdo.

— Correr no servirá. Podría oírnos él, y entonces seguro que sospecharía; pero si andamos quizá lo perdamos de vista. Si no es así, y nos encuentra, sin duda va a pensar que las luces las avivaste tú. Así quedará contento y no habremos perdido nada. -Entre dientes Seda añadió:- Eso espero.

— ¿Quién es Mucor?

Seda la miró con cierta sorpresa.

— Ya te sientes mejor, ¿verdad?

Ella miraba adelante, los ojos fijos en la pared lejana; daba la impresión de no haber oído la pregunta.

— Supongo… no, lo sé… que moralmente tienes derecho a una respuesta, la mejor que yo pueda proporcionar; pero temo no tener ninguna muy buena. No sé ni con mucho lo que me gustaría saber de ella, y al menos dos de las cosas que creo saber son conjeturas. Es una joven que puede abandonar su cuerpo; o, para decirlo de otro modo, proyectar el espíritu. No está bien de la mente; al menos eso me pareció la única vez que estuvimos cara a cara. Ahora que he tenido tiempo de pensar en ella, creo que quizás esté menos perturbada de lo que supuse. Debe de ver el mundo de un modo muy diferente del que lo vemos la mayoría.

— Me parece que yo soy Mucor…

Seda asintió.

— Esta mañana (aunque calculo que a estas alturas será ayer por la mañana) tuve una conversación con… -Buscó las palabras adecuadas.- Con alguien que llamaré una mujer extraordinaria. Hablamos de la posesión, y ella dijo algo a lo que no presté la atención debida. Pero en mi caminata hasta el santuario (eso tal vez te lo cuente luego) volví a pensarlo y comprendí que podía ser de extrema importancia. Ella había dicho: «Incluso así habrá algo que quede, como pasa siempre». O una frase por el estilo. Si le entendí bien, cuando Mucor sale de una persona debe dejar atrás parte de su espíritu, y llevarse una parte del espíritu de la persona. Solemos pensar que los espíritus son indivisibles, me temo; pero las escrituras los comparan una y otra vez con el viento. Los vientos no son indivisibles; son aire en movimiento.

Mamelta susurró:

— Cuántos muertos. -Estaba mirando un cilindro cristalino que sólo contenía huesos, algo que parecía tierra negra y unas hebras de pelo.

— Me temo que parte de eso debe ser obra de Mucor. -Seda calló un momento, torturado por la conciencia.- Dije que te contaría de ella, pero no te he contado una de las cosas más importantes, en todo caso para mí. Y es que yo la traicioné. Ella es hija de un tal Sangre, un hombre poderoso que la trata abominablemente. Cuando hablamos, yo le dije que en cuanto tuviera la ocasión de ver al padre lo reconvendría. Más tarde tuve con él una larga conversación, pero nunca saqué la cuestión del maltrato de su hija. Temía que al enterarse de que había hablado conmigo la castigara; pero ahora siento que de todos modos fue una traición. Si se le mostrara que otros la valoran, quizá…

— ¡Pátera! -Era la voz de Pedernal.

Seda miró alrededor.

— ¿Sí, hijo mío?

— Estoy aquí. Puede que a dos filas. ¿Está bien?

— Oh, sí, perfectamente -dijo Seda-. He estado pues… digamos que dando un paseo por este fascinante almacén, o como lo llaméis, y mirando algunas personas.

— ¿Con quién hablaba?

— Para serte franco, con una de estas mujeres. Temo haberle dado una conferencia.

Pedernal rió con el mismo sonido seco e inhumano que Seda le había oído en el túnel al sargento Arena.

— ¿Ha visto a alguien?

— ¿Intrusos? No, ninguno.

— De acuerdo. El retén de guardia ya debería estar aquí, pero no ha aparecido. Voy a averiguar por qué se demora. Espérenos en la puerta.

Sin esperar la respuesta de Seda, Pedernal se alejó traqueteando.

— Debo volver a los túneles -le dijo Seda a Mamelta-. Me dejé algo valioso; no es mío y, aunque el superior de ese soldado me deje ir, seguro que me hará escoltar hasta Limna.

— Por ahí -dijo ella y señaló algo que Seda no supo bien qué era.

Asintiendo, se puso en marcha.

— Lo lamento pero no puedo correr. No como tú. Si pudiese correría.

Por primera vez ella pareció verlo.

— Tienes un morado en la cara, y estás cojo.

El asintió.

— He tenido varios accidentes. Para empezar, rodé por una escalera. Los cardenales se me curarán muy pronto. Iba a contarte sobre Mucor, pero me temo que no lo haré. ¿Estás segura de que por aquí vamos bien? Si retrocedemos…

Mamelta apuntó de nuevo, y ahora él vio que indicaba una línea verde pintada en el suelo.

— Seguimos eso.

Él sonrió.

— Debería haberme dado cuenta de que debía de haber algún sistema.

La línea verde terminaba ante una estructura cúbica cuya fachada era un panel de muchas láminas de cristal. Mamelta apretó el centro y las láminas temblaron y, con un chirrido, se movieron, lo que le recordó a Seda la puerta que había resistido sus esfuerzos; luego pareció el despliegue de una fragante rosa.

— Qué hermoso -le dijo a Mamelta-. Pero esto no puede ser la salida. Parece… un depósito de herramientas, quizá.

La habitación cuadrada que la puerta rosa reveló al abrirse estaba sucia y en penumbra; en el suelo había vidrios rotos y en los rincones, pilas de acero pintado de verde. Mamelta se sentó en una, y una diminuta nube de polvo se alzó en el aire.

— ¿Esto nos llevará al elevador? -preguntó ella.

Aunque al hablar lo había mirado, Seda sintió que no era su cara lo que ella veía.

— Me temo que no nos llevará a ningún lado -le dijo mientras la puerta se plegaba de nuevo-. Pero supongo que podemos escondernos un rato. Si cuando salimos los soldados se han ido, puede que encuentre el camino a los túneles.

— Necesitamos volver. Siéntate.

El se sentó, sintiendo inexplicablemente que el acero apilado -que todo el almacén, de hecho- se hundía bajo su peso.

— ¿Qué es el elevador, Mamelta?

— El Piedra de Logan, la nave que nos llevará hasta el crucero estelar Mundo.

— Me parece… -Seda se debatió un momento con ese término desconocido.- Quiero decir… ¿no… no has pensado que, que esa embarcación que debía llevarte adonde fuese… que tal vez eso fuera hace mucho tiempo? ¿Mucho, mucho tiempo?

Ella miraba fijo adelante. Seda advirtió la tensión de su mandíbula.

— Iba a contarte sobre Mucor. Tal vez deba acabar la historia; luego podemos pasar a otros temas. Comprendo que todo esto ha de inquietarte.

Mamelta asintió casi imperceptiblemente.

— Iba a decirte que me molesta muchísimo que el padre parezca no ser consciente de lo que ella hace. Ya te dije que se proyecta en espíritu. Posee a la gente, como te poseyó a ti. A mí se me apareció en mi manso, incorpórea, y después (hoy, en realidad) en los túneles, luego de soñar con ella. Además, casi al mismo tiempo que ella, se me apareció el fantasma de un amigo muy querido; de mi maestro y consejero, debí decir. Creo que en cierto modo la aparición de ella posibilitó la de él, aunque, la verdad, de estas cuestiones sé mucho menos de lo que debería.

— ¿Yo soy un fantasma?

— No, claro que no. Tú estás muy viva. Eres una mujer viviente, y muy bella. Tampoco Mucor era un fantasma cuando se me apareció. En otras palabras: lo que yo vi era un fantasma de los vivos, no de alguien que había muerto. Cuando habló, oí un sonido real, de eso estoy seguro, y en el almacén tiene que haber gritado o roto algo para avivar tanto las luces.

Seda se mordió el labio inferior. Un sexto sentido le decía (aunque a las claras falsamente) que estaba precipitándose, precipitándose sin cesar, como si la pila de acero verde y el suelo rociado de vidrios resbalasen bajo él y lo arrastrasen en su caída.

— Iba a decirte que, cuando en una casa de nuestra ciudad Mucor poseyó a varias mujeres, al parecer el padre nunca llegó a sospechar que el diablo del cual se quejaban era su propia hija; eso me tuvo el día entero desconcertado. Creo que ahora he dado con la respuesta, y por favor, si puedes, dime tú si es acertada. Si Mucor dejó en ti parte de su espíritu, es posible que lo sepas. ¿Ha pasado por algún tipo de intervención quirúrgica, una operación en la cabeza?

Hubo una larga pausa.

— No estoy segura.

— Porque, entre muchas otras cosas, su padre y yo hablamos de médicos. Él tiene un médico residente y me dijo que el anterior era neurocirujano.

Seda esperó la reacción de Mamelta, pero no hubo ninguna.

— Me pareció extraño, hasta que se me ocurrió que acaso hubiera contratado al neurocirujano movido por una necesidad específica. Supón que Mucor haya sido una niña normal salvo por la capacidad para poseer a otros. Habrá poseído a los más cercanos (eso pienso yo, al menos) y a ellos les habrá gustado muy poco. Probablemente Sangre habrá consultado a diversos médicos, pues, no siendo nada religioso, habrá considerado su extraordinaria capacidad como una enfermedad. Por fin habrá encontrado uno que le dijo que podía «curarla» extrayéndole del cerebro un tumor o algo así. O incluso extrayéndole parte del cerebro mismo, aunque la idea es tan horrible que ojalá hubiera algún modo de evitarla.

Mamelta asintió.

Alentado, Seda continuó:

— Sangre ha de haber creído que la operación había sido un éxito total. No habrá sospechado que era su hija quien estaba poseyendo a las mujeres aquellas porque creía firmemente (como, es de presumir, había creído durante años) que ya no era capaz de poseer a nadie. Creo probable, de hecho, que la operación haya anulado esa capacidad hasta que creció, tal como parece haberle dañado los procesos de pensamiento. Pero con el tiempo, al regenerarse esa parte del cerebro, la capacidad habrá regresado. Al contar con esa segunda oportunidad, ella tuvo la prudencia de ampliar su campo, y en general de esconder la capacidad restaurada; aunque se diría que llegó hasta las mujeres siguiendo al padre o a otro habitante de su casa, como indudablemente más tarde me siguió a mí. ¿Algo de esto te suena familiar, Mamelta? ¿Puedes decirme algo?

— La operación fue antes de subir a la nave.

— Comprendo -dijo Seda, aunque no era cierto-. ¿Y luego…?

— Luego vino. Ahora me acuerdo. Nos ataron.

— ¿Era una nave de esclavos? En Virón no tenemos, pero sé que en otras ciudades hay, y que en Amnis hay barcos de esclavos que atacan aldeas de pescadores. Lamentaría oír que también más allá del mundo hay barcos de ésos.

— Sí -dijo Mamelta.

Seda se levantó a presionar el centro de la puerta, como había hecho Mamelta, pero la puerta no se abrió.

— Todavía no. Se abrirá automáticamente, pronto.

Él volvió a sentarse, con la inexplicable sensación de que toda la habitación se deslizaba a la izquierda y también caía.

— ¿Llegó la nave?

— Había que ser voluntario. Era… No podíamos negarnos.

— ¿Recuerdas haber estado fuera, Mamelta? ¿Hierba, árboles, cielo y esas cosas?

— Sí. -Una sonrisa le alzó las comisuras de la boca.- Sí, con mis hermanos. -Se le animó la cara.- Jugando al balón en el patio. Mamá no me dejaba salir a la calle como ellos. Había una fuente, y nos lanzábamos la pelota rozando el agua, así que el que la atajaba acababa mojado.

— ¿Veías el sol? ¿Era corto o largo?

— No entiendo.

Seda hurgó en su memoria en busca de todo lo que la Máitera Mármol le hubiera dicho respecto del Sol Corto.

— Aquí -empezó con cuidado- el sol que tenemos es largo y recto, una línea de oro ardiente que separa nuestras tierras de las tierras del cielo. ¿Para vosotros era así? ¿O era un disco en medio del cielo?

Los ojos de Mamelta se anegaron de lágrimas.

— Y no volver nunca. Abrázame. ¡Oh, abrázame!

Él lo hizo, torpe como un adolescente y con una conciencia aguda de la tibieza y suavidad de la carne bajo la raída sarga negra de la túnica que él le había prestado.