10
En el vientre del mundo
Apoyado en la baja balaustrada del santuario de Escila, Alca estudió las dentadas losas de roca gris que había al pie del acantilado. A la luz del cielo, las superficies irregulares, angulosas y afiladas tenían un pálido brillo espectral, pero las grietas y fisuras entre una y otra eran negras como la brea.
— ¡Aquí, aquí! -Oreb picoteó entusiasmado los labios de Escila-. ¡Altar lo comió!
— Yo no vuelvo contigo -le dijo Chenilla a Alca-. Me has hecho caminar hasta aquí con mi vestido de lana bueno, y todo para nada. No importa. Me diste golpes y puntapiés. Tampoco importa. Pero si quieres que vuelva contigo vas a tener que llevarme en brazos. Haz la prueba. Dame un par de castañas más y una buena patada. Ya verás si me levanto.
— No puedes quedarte aquí toda la noche -gruñó Alca.
— ¿Que no puedo? Tú mírame.
Oreb volvió a picotear.
— ¡Alca, aquí!
— Quieto. -Alca lo agarró.- Y ahora escucha. Voy a lanzarte como te lancé por el sendero hasta aquí. Tú buscas al Pátera Seda como lo buscaste antes. Si lo encuentras, cantas.
Con indiferencia, Chenilla previno:
— Esta vez no volverá.
— Seguro que sí. A volar pájaro. Allá vas. -Arrojó a Oreb por encima de la balaustrada y lo observó mientras se alejaba planeando.
— Ese carnicero larguirucho puede haber caído en cien lugares distintos -dijo Chenilla.
— Ocho o diez, quizá. Ya me he fijado.
Ella se estiró en el suelo de piedra.
— Ah, Molpe, ¡estoy tan cansada!
Alca se volvió hacia ella.
— ¿De veras vas a pasar la noche aquí?
Si ella asintió, bajo la cúpula del santuario estaba demasiado oscuro para verla…
— Podría venir alguien.
— ¿Alguien peor que tú?
Él rezongó.
— Qué gracioso -siguió ella-. Apuesto todo lo que tengo a que, aunque revisaras hasta el último fulano de ese pueblo dejado de dios, no encontrarías un solo…
— ¡Cállate!
Durante un rato ella obedeció, ni ella misma habría podido decir si por miedo o por mero cansancio. En el silencio oyó el chapoteo de las olas al pie del acantilado, el gemido del viento entre las columnas extrañamente torcidas del santuario, y percibió el empuje de la sangre en los oídos y el rítmico estruendo del corazón.
Con óxido se habría arreglado todo. Recordando el frasquito vacío que había dejado en su cama de La Orquídea, imaginó uno veinte veces más grande, un frasco más grande que una botella y lleno de óxido. Inhalaría una pizca, y se pondría una buena pulgarada en el labio, y regresaría con Alca hasta ese lugar donde una se sentía colgada del aire, y luego lo empujaría para que rodara y rodara hasta caer en el lago.
Pero no había un frasco así, ni lo habría nunca, y la media botella de vino tinto que había bebido ya se había desvanecido en ella hacía rato; se apretó con los dedos las sienes palpitantes.
Alca gritó:
— ¡Pájaro! ¿Estás ahí? ¡Canta!
Si Oreb lo había oído no contestó.
— ¿Por qué habrá venido hasta aquí? -preguntó Alca, reflexionando en voz alta.
Chenilla movió la cabeza de un lado a otro.
— Ya me lo preguntaste antes. No sé. Recuerdo que viajamos en una especie de carreta, ¿de acuerdo? Caballos. Sólo que en aquel momento había otra a cargo, y ojalá apareciese de nuevo. -Se mordió un nudillo, atónita por lo que había dicho. Cansadamente añadió:- Hacía las cosas mejor que yo. Mejor que tú, también.
— Cállate. Escucha, voy a bajar un trecho. Hasta donde pueda sin caer. Tú descansa. Debería volver muy pronto.
— Tendremos un desfile -le dijo Chenilla. Minutos después agregó-: Un desfile grande, por la Alameda. Con bandas.
Luego se durmió y entró en una gran sala iluminada, llena de hombres vestidos de blanco y negro y mujeres con joyas. A su lado, llevándola del brazo, iba un almirante de tres soles, en uniforme de gala, que no contaba en absoluto. Ella avanzaba orgullosa, sonriente, y llevaba un ancho collar lleno de diamantes, y cascadas de diamantes le caían de las orejas y destellaban en sus muñecas como luces en el cielo nocturno; y hacia ella se volvían todos los ojos.
En ese momento Alca le sacudió el hombro.
— Me voy. ¿Quieres venir o no?
— No.
— En Limna hay buenos lugares para comer. Te pagaré la cena y una habitación, y mañana podemos volver a la ciudad.
Por entonces ella se había despertado lo bastante para decir:
— Tú no escuchas, ¿no? Lárgate.
— De acuerdo. Si se te echa encima algún fulano, no me culpes a mí. Hice todo lo posible.
Ella cerró los ojos de nuevo.
— Si alguno me quiere violar, por mí está bien en tanto que no seas tú ni pretenda menearme. Y mientras no pretenda ayudarme.
Oyó nítidamente el roce de las botas cuando Alca salió del santuario, y tras lo que pareció un lapso muy corto se forzó a ponerse de pie. Era una noche clara; una sobrenatural luz del cielo rielaba en el lago ondulado iluminando cada punta de roca áspera y desnuda. En el horizonte, lejanas ciudades envueltas con Virón en la bruma parecían pequeñas fosforescencias de moho, ni la mitad de deseables que las heladas chispas que había llevado en las muñecas.
— ¿Jaco? -llamó, alzando la voz-. ¿Jaco?
Casi en seguida él surgió de las rocas tenebrosas para erguirse en el mismo saliente desde donde Seda había visto al espía desaparecer del santuario, y desde donde ella había imaginado que lo empujaría.
— Jarrita, ¿estás bien?
Chenilla sintió que algo invisible le oprimía la garganta.
— No, pero lo estaré. Jaco…
— ¿Qué pasa? -La luz del cielo que volvía remoto e ilusorio cada arbusto y cada peña le impedía interpretar la postura de él (tenía talento para eso, aunque no fuera consciente de tal cosa); por mucho que la revelara; y el tono de la voz era chato y falto de emoción, aunque quizá fuera por la distancia.
— Quiero empezar de nuevo. Pensé que a lo mejor tú también querías.
Mientras él guardaba silencio, ella se contó siete golpes de pulso. Por fin Alca dijo:
— ¿Quieres que vuelva?
— No -dijo ella, y pareció que él se había vuelto diminuto-. Lo que digo es… Quiero que una noche vayas a La Orquídea. ¿De acuerdo?
— De acuerdo. -No era el eco.
— Tal vez la semana que viene. Y yo a ti no te conozco. Y tú no me conoces. Empezamos de nuevo.
— De acuerdo -dijo él de nuevo. Y después-: Algún día me gustaría verte.
Ella quiso decir Nos veremos, pero las palabras se le trabaron en la garganta; así que agitó la mano y entonces, comprendiendo que él no podía verla, salió de la cúpula hasta quedar también bajo la clara, suave luz del cielo y agitó la mano otra vez, y lo miró desaparecer allí donde la Vía de los Peregrinos doblaba hacia tierra adentro.
Era eso, pensó.
Estaba cansada, le dolían los pies y, aunque no sabía por qué, no quería meterse de nuevo debajo de la cúpula; se sentó pues en la roca plana y lisa de la entrada, de sendas patadas se quitó los zapatos y se acarició los cardenales.
Curioso cómo una se daba cuenta. Era eso, y él era ése, y no lo había entendido hasta oírle decir: Algún día me gustaría verte.
Él iba a querer que dejara La Orquídea, e inesperadamente ella comprendió que se alegraría de marcharse de aquel maldito lugar para vivir donde fuera, hasta debajo de un puente, pero con él.
Curioso.
Pegada a la piedra lisa del santuario había una placa de metal; ociosamente pasó los dedos por las letras, nombrando las que conocía. Le pareció que la placa se movía, muy levemente, como si no estuviera sujeta del todo, sino por bisagras en el borde de arriba. Metió las uñas debajo, la levantó y vio un remolino de colores: rojos, azules, amarillos, rosados, marrones dorados, verdes, negros verdosos y otros para los cuales no tenía palabras.
— De inmediato, Su Eminencia -dijo Incus volviendo a inclinarse-. Comprendo a la perfección, Su Eminencia; dentro de una hora estaré en el escenario. Puede confiar absolutamente en mí, Su Eminencia. Como siempre.
Entre reverencias continuas cerró la puerta despacio, casi sin ruido, y se aseguró de que había caído el seguro antes de escupir. El Círculo iba a reunirse tras una cena en casa de Fulmar, y Madreselva había prometido que mostraría los prodigios que afirmaba haber logrado con un viejo porteador, quien -según le había confiado al Pátera Tussa, por lo que se decía- podía adorarla como Equidna, Escila, Molpe, Teljipeia, Faia o Esfigse según se le ordenara, todo ello supuestamente ejecutado en compilador. Incus había querido -como nunca antes- ver eso. Había querido ver al porteador desprovisto de la placa craneal y la placa facial. Tal como se decía, enfadado, había sentido mucha ansiedad por presenciar personalmente una demostración real de la técnica de Madreselva, a fin de poder compararla con la suya.
¿Sería cierto que cualquiera podía hacer un trasvase, o acaso era todo mucho más simple de lo que él había imaginado? En el plano ideal, lo que se hacía era subvertir el arte de los programadores del Sol Corto, utilizándolo en beneficio propio, así como el luchador experto derribaba a un adversario demasiado corpulento aprovechando la fuerza del contrario.
Con los dientes apretados, Incus descargó el pequeño puño en la palma de la otra mano, y se dijo que tal vez algún dios bien dispuesto enloquecería a Rémora esa noche para que él quedara libre de sus obligaciones; pero eso era un disparate, y él lo sabía. Él tenía derecho a ir esa noche. El Círculo no volvería a reunirse hasta el mes siguiente, y nadie se había afanado en la mecánica negra tanto como él; nadie había compartido de tan buena gana sus descubrimientos, ni se había ganado esa noche una docena de veces. No había en el mundo equidad ni justicia. A los dioses les importaba un rábano; o más bien eran hostiles. Sin ninguna duda eran hostiles con él.
Derrumbándose furioso en su silla, hundió la pluma más a mano
Mi querido amigo Fulmar:
Con honda pena debo comunicarte que el viejo loco me ha endilgado un recadito totalmente ridículo. He de ir esta noche a Limna, y no cabe transferir el encargo a otro. He de confraternizar con pescadores para buscar a una mujer (sí, bien digo una mujer) que no he visto nunca, y que tal vez ni siquiera esté allí, todo porque sus despreciables espías han vuelto a fracasar.
Duélete, pues, amigo mío, por tu pobre compañero de trabajo, este mismo, que si le fuera posible estaría esta noche contigo.
Incluso el tonto de Fulmar comprendía que este mismo era una forma de escribir yo. Con gran satisfacción, Incus releyó, admiró, corrigió mentalmente y por último aprobó la nota, antes de romperla en dos, estrujarla y tirar el bollo al incinerador. Las posibilidades de que el viejo Rémora viera alguna vez ese escrito y lo identificara como autor eran escasas, pero no tanto como para que la prudencia no le prohibiera sincerarse de ese modo. Una hoja nueva, en tal caso, y más tinta; con la pluma mal empuñada.
Mi querido amigo:
Deberes urgentes me impiden asistir a la agradable cena social a la que has sido tan amable de invitarme esta noche.
Había reemplazado su característica y ornamentada M por un carácter nuevo notablemente austero. ¡Bien! ¡Bien!
Tú sabes, amigo mío, aunque pensándolo bien se diría que no puedes saber, cuánto he esperado un simple relato de primera mano de las maravillosas aventuras de nuestro mutuo conocido Abeja.
No, no serviría. El género masculino despistaría a Fulmar; sería preciso pasar por su casa y dejarle al ayuda de cámara un mensaje claro y directo. Tampoco quedarían sin recompensa la molestia y la pérdida de tiempo; al menos tendría la satisfacción de preguntar al desafortunado ayuda de cámara cuándo había recibido por última vez su salario, y observar su perplejidad. El quimi había sido un proyectuelo encomiable que, por lo demás, Fulmar jamás habría podido concluir con pleno éxito sin su ayuda.
Poniéndose de pie, Incus emitió un silbido estridente y dijo al muchacho gordo y cariacontecido que respondió al llamado:
— Necesito una litera rápida con ocho porteadores que me lleve al lago. Una imbécil… No importa. Su Eminencia no quiere autorizar que se alquile una flotadora, aunque hace hincapié en la velocidad. Dile a los hombres que habrá un solo pasajero, yo. Bien puedes describirme, no soy pesado. Se les pagará el doble por el viaje hasta Limna y allí serán despedidos. Hazlo lo mejor que puedas, pero date prisa… ¡Te digo que vayas! ¡Deprisa! ¿Todavía te duele el trasero? Si no vuelas te lo pondré peor.
— Sí, Pátera. En seguida, Pátera. De inmediato. -Con una reverencia, el gordo muchacho cerró la puerta, esperó a que Incus echara el pestillo, y con gran pericia escupió en un rincón.
Fascinado, Seda observó que la puerta se abría con un remolino de pétalos y dejaba a la vista un ancho corredor verde.
— Tardé un rato en identificar la sensación -confió a Mamelta-, pero al fin la localicé. Era lo que sentía de chico cuando, después de haberme tenido en brazos, mi madre me bajaba.
Callado, caviló un momento.
— Y ahora estamos en un lugar muy distinto, mucho más hondo bajo tierra. ¡Francamente extraordinario! ¿Hay alguna forma de impedir que Pedernal baje detrás de nosotros?
Mamelta meneó la cabeza; Seda no habría podido decir si era un gesto de negación o si sólo intentaba aclarársela.
— Muy extraño… ¿Es otro sueño?
— No -le aseguró él. Se levantó de su asiento-. No. Aparta por completo esa idea. ¿Soñabas mucho, allá arriba?
— No sé cuánto duró. Digamos que soñaba cada cien años…
Seda se asomó al corredor. No lejos de la puerta de pétalos había un pozo: por la penumbra de un hueco bajaba una escalera en espiral. Avanzó por el corredor para examinarlo pero, al sentir algo a través de la gastada suela de un zapato, se paró a recogerlo.
Era una tarjeta.
— ¡Mira esto, Mamelta! -La sostuvo en alto.- ¡Dinero! Por cierto que desde que te conozco me ha cambiado la suerte. A ti te sonríe algún dios, y también me sonríe a mí porque estoy contigo.
— Eso no es dinero.
— Sí que es -dijo él-. ¿En el mundo del Sol Corto teníais dinero de otra clase? En Virón usamos éste y, si los comerciantes de otras ciudades lo aceptan, supongo que también han de usar tarjetas. Esto sería un bonito chivo para Pas, por ejemplo… y hasta una oveja blanca, si el mercado está bajo. Córtala en cien trozos y cada trozo es un bit. Con un bit compras dos coles grandes o media docena de huevos. ¿No piensas salir de ahí? No creo que la habitación móvil vaya a hundirse más.
Levantándose, ella lo siguió por el corredor.
— La Máitera Mármol se acuerda del Sol Corto. Intentaré presentártela. Seguro que tendréis mucho en común. -Como Mamelta no replicaba, Seda preguntó:- ¿Quieres hablarme de tus sueños? Tal vez te haga bien. ¿Con qué soñabas?
— Con gente como tú.
Seda se inclinó a atisbar por encima de la barandilla que rodeaba el hueco… En los primeros seis escalones estaban escritas estas palabras: