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La dama Kypris

Ni Seda ni la Máitera Mármol se habían acordado de las plañideras, pero éstas aparecieron una hora antes de que empezaran los ritos de Orpina, alertadas por el vendedor ambulante que había proporcionado la ruda. Respondiendo a la promesa de dos tarjetas, cuando llegaron los primeros devotos ya se habían tajeado con pedernal los brazos, los pechos y las mejillas y eran la imagen misma de la desdicha, las largas cabelleras flameando al viento mientras se rasgaban las vestiduras tiznadas, aullaban o se hincaban a untarse con sangre el rostro ensangrentado.

Cinco largos bancos se habían reservado delante del manteón para los deudos, que empezaron a llegar de a dos o tres poco después de que se llenó la zona irrestricta del viejo edificio de la calle del Sol. En su mayoría eran las jóvenes que la víspera Seda había visto en la casa amarilla de Orquídea en la calle de la Lámpara, aunque también había algunos comerciantes (presionados, Seda no lo dudaba, por Orquídea) y algunos hombres con aspecto de duros que fácilmente habrían podido ser amigos de Alca.

El propio Alca estaba también, con el chivo prometido. Sentada en medio de los deudos, la Máitera Menta relucía de felicidad. Seda supuso que Alca le habría explicado que había sido amigo de la difunta. Aceptó la soga del chivo, le agradeció a Alca con educada cortesía (a cambio de lo cual recibió una sonrisa avergonzada) y por la puerta lateral sacó el chivo al jardín, donde la Máitera Mármol presidía lo que ya era casi un zoológico.

— Esa ternera ya se ha comido varios bocados de mi perejil -le dijo a Seda-, y me ha pisoteado un poco la hierba. Pero también me ha dejado un regalo, y el año que viene tendré el jardín mucho más bonito. Y los conejos… Ay, Pátera, ¿no es grandioso? ¡Mírelos a todos juntos!

Seda los miró, acariciándose la mejilla derecha mientras deliberada sobre la secuencia sagrada del sacrificio. Ciertos augures preferían tomar primero la bestia más grande, otros empezar por un sacrificio general a todos los Nueve; en cualquiera de los casos, hoy le tocaría a la ternera blanca. Por otro lado…

— Todavía no ha llegado la madera. La Máitera insistió en ir ella. Yo quería mandar a algunos de los muchachos. Si no vuelve con la carreta…

Se trataba de la Máitera Rosa, por supuesto, y la Máitera Rosa apenas podía caminar.

— Aún está llegando gente -dijo Seda, distraído, a la Máitera Menta-, y si es preciso yo puedo subirme allí y hablar un rato.

Habría agradecido (como admitió tras un momento de despiadado autoescrutinio) una excusa para comenzar los ritos de Orpina sin la Máitera Rosa… y completarlos sin ella, para el caso. Pero no podía haber sacrificios hasta que no llegara el cedro y se encendiera el fuego.

Entró de nuevo en el manteón justo a tiempo para presenciar la llegada de Orquídea, pese al calor, excesivamente vestida de terciopelo morado y marta cibelina, y algo ebria. Le corrían lágrimas por las mejillas cuando Seda la condujo hasta el asiento del pasillo que le habían reservado en la primera fila; y aunque él pensó que el paso vacilante de la mujer y el cascabeleo del collar de azabaches deberían divertirlo, se encontró compadeciéndola de todo corazón. La hija de ella, separada de la humedad de su chispeante cojín de hielo por una casi invisible lámina de poliuretano, parecía en comparación satisfecha y compuesta.

— Primero la oveja negra -se descubrió murmurando Seda, y no habría podido explicar cómo se había decidido. Informó a la Máitera Mármol y por el portón del jardín salió a la calle del Sol a buscar la carretada de cedro de la Máitera Rosa.

Seguía afluyendo un riachuelo de devotos, rostros familiares unos, de docenas de ésciles, desconocidos otros que presumiblemente tenían algún vínculo con Orpina u Orquídea, o que simplemente habían oído (como al parecer había oído todo el barrio) que ese día en la calle del Sol, en el que acaso fuera el manteón más pobre de Virón, se harían suntuosos y abundantes sacrificios a los dioses.

— ¿No puedo entrar, Pátera? -preguntó una voz a su lado-. No quieren dejarme.

Sorprendido, Seda bajó la vista hasta la cara casi circular de Escleroderma, la mujer del carnicero, casi tan ancha como alta.

— Desde luego que puedes -dijo.

— En la puerta hay unos hombres.

Seda asintió.

— Lo sé. Los he puesto yo. Si no los hubiera puesto, no habría quedado lugar para los deudos y, lo más probable, habríamos tenido disturbios antes del primer sacrificio. En cuanto llegue la leña dejaremos que algunos entren en los pasillos laterales.

La hizo entrar con él y echó llave al portón del jardín.

— Yo vengo todos los ésciles.

— Lo sé -le dijo Seda.

— Y siempre que puedo pongo algo. La verdad, muy a menudo. Casi siempre pongo al menos un bit.

— Eso también lo sé -asintió Seda-. Por eso, callados los dos, te haré entrar por la puerta del costado.

Haremos como si hubieras traído un animal. -Y se apresuró a añadir:- Aunque no lo diremos.

— Siento lo de la otra vez con la comida de gato. Tirársela encima así. Fue terrible. Es que estaba furiosa. -Ella se había adelantado, con su andar de pato, quizá para no mirarlo a los ojos; ahora se detuvo a admirar a la ternera blanca.- ¡Pero mire qué carne!

Seda no pudo reprimir la sonrisa.

— Ojalá tuviera un poco de tu comida de gato. Se la daría a mi pájaro.

— ¿Tiene un pájaro? Mucha gente me compra comida para perros. Le traeré un poco.

Como había prometido, Seda la hizo entrar por la puerta del costado y la puso en manos de Cuerno.

Acababa de subir los escalones del ambión cuando el primer fardo de cedro avanzaba por el pasillo central. La Máitera Rosa pareció materializarse junto al altar para supervisar el armado de la pira, y el tropo devolvió al Pátera Perca -casi olvidado esa mañana en el alboroto de los preparativos- al primer plano de la mente de Seda.

O más bien, se dijo firmemente Seda, el fantasma del Pátera. Nada se ganaba con negarlo, con no llamar la cosa por su nombre. Desde la infancia él había defendido lo espiritual y lo sobrenatural. ¿Y ahora iba huir aterrorizado a la mera mención de un espíritu?

En el ambión ya estaban las Escrituras Crasmológicas, colocadas allí una hora antes por la Máitera Mármol. El faides les había dicho a los chicos de la palestra que en las Escrituras siempre encontrarían orientación. De modo que empezaría con una lectura; quizá también hubiera allí algo para él, como había habido esa tarde, dos días atrás. Abrió el libro al azar y con una mirada silenció a los devotos.

— Sabemos que la muerte es la puerta a la vida, así como la vida que conocemos es la puerta a la muerte. Descubramos qué consejo aportará la sabiduría del pasado a la hermana que parte, y a nosotros mismos.

Se detuvo. En el manteón acababa de entrar Chenilla (el pelo rojo, iluminado desde atrás por el tórrido sol de la entrada, la identificó en seguida). Seda recordó que él mismo le había dicho que asistiera; de hecho, se lo había exigido. Muy bien, allí estaba. Le sonrió, pero los ojos de ella, más grandes y oscuros de lo que recordaba, se habían clavado en el cadáver de Orpina.

— Ojalá que, además de prepararnos para enfrentar la muerte, nos hagan más aptos para enmendar nuestra vida. -Tras otra pausa solemne, escudriñó la página.- «Quien sufre pena o descontento por algo es como un cerdo que gruñe y patalea ante el sacrificio. Como paloma para el sacrificio es quien se lamenta en silencio. Nuestra única distinción es que nos es dado aceptar, si queremos, la necesidad que a todos se nos impone.»

Una hebra de fragrante humo de cedro flotó en el ambión. El fuego ya ardía; podían empezar los sacrificios. En un momento la Máitera Mármol, desde el jardín, vería salir el humo por el portal de los dioses del tejado y, dando la vuelta por la calle del Sol, conduciría la oveja negra por la entrada principal del manteón. Seda hizo un gesto al fornido hombre que había dejado de guardia, y los pasillos laterales empezaron a llenarse.

— Aquí está en verdad el consejo que buscábamos. En breve pediré a los dioses que nos hablen directamente, si a ello se avienen. ¿Pero qué podrían decirnos de mejor utilidad que la sabiduría que acaban de ofrecernos? Nada, sin duda. Entonces ¿cuál es esa necesidad que se nos impone? ¿Nuestra muerte? Eso esta fuera de toda discusión. Pero también mucho, mucho más. Todos y cada uno conocemos el miedo, la enfermedad y numerosos males más. Peor aún, los sufrimos: la pérdida del amigo, la pérdida del ser amado, la pérdida del hijo.

Esperó con aprensión, confiando en que Orquídea no rompiera a llorar.

— Todas estas cosas -continuó- son condiciones de nuestra existencia. Sometámonos a ellas con buena voluntad.

Chenilla se había sentado junto a la menuda, oscura Amapola. Estudiándole la cara inexpresiva, terriblemente atractiva, y los ojos vacuos, Seda recordó que era adicta a la droga ocre llamada óxido. Recordó que a Jacinta la droga la había estimulado; seguramente las reacciones variaban según las personas, y era probable que Jacinta no hubiera tomado tanto.

— Aunque Orpina yace ante nosotros, sabemos que no está aquí. En esta vida no volveremos a verla. Era amable, bella y generosa. Sus alegrías las compartió con nosotros. Cuáles fueron sus penas ya no lo sabremos, pues en vez de molestar a otros cargó sola con ellas. Sabemos que tuvo el favor de Molpe, pues murió en la juventud. Si os intriga que la favoreciera una diosa, meditad en lo que acabo de deciros. El favor de los dioses no se compra con riquezas; todo cuanto hay en el mundo ya es suyo. Tampoco puede invocarlo la autoridad; pues somos súbditos de los dioses, no ellos de nosotros, y así será para siempre. Puede que nosotros, ciudadanos de la sagrada Virón, no valorásemos a Orpina en mucho; sin duda no la valorábamos según sus méritos. Pero a los ojos de los dioses omniscientes, nuestras valoraciones no significaban nada. A los ojos de los dioses omniscientes Orpina era preciosa.

Seda se giró para dirigirse al brillo grisáceo de la Ventana Sagrada que tenía detrás.

— Aceptad, dioses todos, el sacrificio de esta blanca joven. Si bien con el corazón desgarrado, nosotros, su madre -hubo un súbito rumor de preguntas entre los deudos- y sus amigos, consentimos.

Las plañideras, que habían guardado silencio mientras Seda hablaba, aullaron a coro.

— Mas habladnos, os suplicamos, de los tiempos por venir. Tanto los de Orpina como los nuestros. ¿Qué hemos de hacer? Guardaremos como un tesoro vuestra más leve palabra. Si empero disponéis de otro modo… -Aguardó en silencio, los brazos extendidos. Como siempre, de la ventana no salía ningún sonido, ni un destello de color.

Dejó caer los brazos a los lados.

— Seguiremos aceptando. Habladnos, os suplicamos, a través de nuestros sacrificios.

La Máitera Mármol, que esperaba en la puerta de la calle del Sol, entró conduciendo la oveja negra.

— Esta excelente oveja negra es presentada al Alto Hiérax, Señor de la Muerte y en adelante señor de Orpina, por su madre Orquídea. -Seda tomó los guantes sacrificiales y aceptó de la Máitera Rosa el cuchillo con empuñadura de hueso.

La Máitera Mármol susurró: «¿El cordero?»; y él asintió.

Un puntazo y un tajo más rápidos casi que la vista despacharon a la oveja. La Máitera Menta se arrodilló a recoger parte de la sangre en un cáliz de barro. Un momento después la arrojó al fuego, lo que produjo un siseo impresionante y volutas de vapor. Cuando la punta del cuchillo de Seda encontró la coyuntura entre dos vértebras, la cabeza de la oveja negra se desprendió limpiamente, todavía chorreando sangre. La mantuvo en alto y luego la puso en el fuego. En rápida sucesión la siguieron las cuatro pezuñas.

Cuchillo en mano, se volvió de nuevo hacia la Ventana Sagrada.

— Acepta, oh Hiérax, el sacrificio de esta excelente oveja. Y háblanos, te suplicamos, de los tiempos por venir. ¿Qué hemos de hacer? Guardaremos como un tesoro tu palabra más leve. Si empero dispones de otra manera…

Dejó caer los brazos.

— Consentimos. Háblanos, te suplicamos, a través de este sacrificio.

Alzando el cadáver de la oveja hasta el borde del altar, abrió el vientre. La ciencia del augurio derivaba de ciertas reglas fijas, aunque también había lugar para la interpretación individual. Mientras estudiaba las circunvoluciones de las vísceras y el ensangrentado hígado de la oveja, Seda se estremeció. La Máitera Menta, que como todas las sibilas también sabía algo de augurios, apartó la cara.

— Hiérax nos previene de que muchos más van a tomar el sendero que ha tomado Orpina. -Se debatió por mantener la voz sin expresión.- Peste, guerra o hambre nos esperan. No digamos que los dioses inmortales han permitido que estos males nos golpeen sin advertencia. -Un malestar recorrió a los devotos.- Siendo esto así, agradezcamos doblemente a los dioses por la gracia de compartir con nosotros su alimento.

»Orquídea, este don es regalo tuyo y por tanto tienes prioridad sobre el alimento sagrado que proporciona. ¿Lo quieres? ¿Una parte, quizá?

Orquídea negó con la cabeza.

— En tal caso, el alimento sagrado se dividirá entre todos. Que quienes quieran compartirlo se adelanten a reclamar una porción. -Seda alzó la voz hacia el público agolpado en la entrada de la calle del Sol, aunque la continuada presencia respondía con creces la pregunta.- ¿Hay más afuera? ¿Muchos más?

Un hombre respondió: -Cientos, Pátera.

— Entonces tengo que pedir a los que compartan el alimento sagrado que luego salgan en seguida. Por cada persona que se marche será admitida una más.

En cada sacrificio que Seda había llevado a cabo hasta entonces, los que se acercaban al altar nunca habían obtenido más que una reducida ración. Ahora tenía la ocasión de manifestar libremente su natural caritativo, y lo hizo: una pierna entera a uno, medio lomo a otro y todo el pecho a un tercero; el cuello se lo pasó a una de las mujeres que cocinaban para la palestra, un costillar a una viuda mayor que vivía a menos de cincuenta pasos del manso. Las puntadas que sentía en el tobillo eran poco precio por las sonrisas y agradecimientos de los receptores.

— Este cordero negro lo ofrezco yo al Tenebroso Tártaro, en cumplimiento de un voto.

Despachado el cordero, Seda se dirigió a la Ventana Sagrada.

— Acepta, oh Tenebroso Tártaro, el sacrificio de este cordero. Y háblanos, te suplicamos, de los tiempos por venir. ¿Qué hemos de hacer? Tu más leve palabra la guardaremos como un tesoro. Si empero dispones de otra manera…

Dejó caer los brazos.

— Consentimos. Háblanos, te suplicamos, a través de este sacrificio.

Las vísceras del cordero negro eran algo más favorables.

— Tártaro, Señor de la Tiniebla, nos previene de que muchos hemos de marchar pronto a su reino, aunque volveremos a surgir a la luz. Los que así lo queráis, estáis invitados a reclamar una porción de este alimento sagrado.

El gallo negro, apenas sujetado por la Máitera Mármol, aleteaba pugnando por soltarse, lo cual siempre era mala señal. Seda lo ofrendó entero, llenando el manteón de un hedor a plumas quemadas.

— Este chivo gris lo ofrece Alca. Como no es blanco ni negro, no puede ser ofrecido a los Nueve ni a uno solo de ellos. No obstante, es posible ofrecerlo a todos los dioses o a un dios menor en particular. ¿A quién lo ofreceremos, Alca? Tendrás que alzar la voz, me temo.

Alca se levantó.

— A ése del que usted habla siempre, Pátera.

— Al Extraño. ¡Quiera él hablarnos mediante el augurio!

De pronto, inexplicablemente, Seda estaba encantado. A una señal suya, la Máitera Rosa y la Máitera Menta apilaron cedro fragante en el altar hasta que las llamas, más altas que el portal de los dioses, asomaron por encima del tejado.

— Acepta, oh Oscuro Extraño, el sacrificio de este excelente macho cabrío. Y háblanos, te suplicamos, de los tiempos por venir. ¿Qué hemos de hacer? Tu más leve palabra la guardaremos como un tesoro. Si empero dispones de otra manera…

Dejó caer los brazos.

— Consentimos. Háblanos, te suplicamos, a través de este sacrificio.

Cuando se arrodilló a examinar las vísceras, la cabeza de cordero reventó en el fuego.

— Este dios nos habla libremente -anunció tras un estudio prolongado-. No creo haber visto nunca tantas cosas escritas en una sola bestia. Aquí hay un mensaje personal para ti, Alca, con lo que quiero decir que lleva el signo del donante. ¿Puedo pronunciarlo ahora? ¿O prefieres que te lo diga en privado? Diría yo que son buenas noticias.

Desde su sitio en un banco de la primera fila, Alca rezongó:

— Como le parezca mejor, Pátera.

— Muy bien, pues. El Extraño indica que en el pasado actuaste solo, pero esos tiempos casi han acabado. Marcharás a la cabeza de una tropa de valientes. Ellos y tú triunfaréis.

La boca de Alca se frunció en un silbido silencioso.

— También hay un mensaje para mí. Si Alca ha sido tan franco, yo no puedo ser menos. He de cumplir la voluntad del dios que habla, y también la voluntad de Pas. Sin duda me esforzaré por cumplir ambas, y del modo en que están escritas infiero que son una sola. -Seda vaciló y se mordisqueó el labio inferior; la dicha que había sentido un momento antes se derretía como hielo en torno al cadáver de Orpina.- Hay también un arma, un arma dirigida a mi corazón. Intentaré prepararme. -Respiró hondo, lleno de miedo, pero avergonzado de sentirlo.

»Por último hay un mensaje para todos: cuando amenaza el peligro, debemos encontrar seguridad en estrechos pasajes. ¿Alguien sabe qué puede significar esto?

Aunque le flaqueaban las piernas, Seda se irguió para recorrer las caras que tenía delante.

— El que está sentado junto a la imagen de Tártaro. ¿Alguna sugerencia, hijo mío?

El hombre en cuestión habló, inaudiblemente para Seda.

— ¿Quieres ponerte en pie? A ver si te oímos todos.

— Debajo de la ciudad hay túneles, Pátera. Derrumbados en ciertas partes, y muchos llenos de agua. La semana pasada mi cuadrilla topó con uno, cavando para el nuevo fisco. Pero nos hicieron llenarlo para que nadie se haga daño. Allí es muy estrecho, le digo, y todo naufragita.

Seda asintió.

— Ya había oído hablar de esos túneles. Supongo que servirían de refugio, y bien podría tratarse de ellos.

Una mujer dijo:

— En nuestras casas. Aquí nadie tiene una casa grande.

Orquídea se giró en la silla y la fulminó con la mirada.

— En un barco -sugirió un hombre desde la otra punta del pasillo.

— También ésas son posibilidades. Guardemos en mente el mensaje del Extraño. Estoy seguro de que, cuando llegue el momento, el significado se nos hará manifiesto.

De pie en el fondo del manteón, la Máitera Menta sostenía un par de palomas. Seda dijo:

— Alca tiene prioridad sobre el alimento sagrado. Alca, ¿la reclamarás toda o solamente una porción, hijo mío?

Alca sacudió la cabeza, y rápidamente Seda partió el cuerpo del cordero; cuando todo lo demás hubo desaparecido, arrojó corazón, pulmones e intestinos al fuego.

La Máitera Mármol sostuvo una paloma mientras Seda presentaba la otra a la Ventana Sagrada.

— Acepta, oh Agraciada Kypris, el sacrificio de estas excelentes palomas blancas. Y háblanos, te suplicamos, de los tiempos por venir. ¿Qué hemos de hacer? Tu más leve palabra la guardaremos como un tesoro. Si empero dispusieras de otra manera…

Dejó caer los brazos.

— Consentimos. Háblanos, te suplicamos, a través de este sacrificio.

Un solo movimiento diestro cercenó la cabeza de la primera paloma. Silk la arrojó a las llamas y luego sostuvo el agitado cadáver rojiblanco para que rociara de sangre el cedro abrasado. Al principio, los ojos pasmados y las bocas abiertas de los dolientes y la muchedumbre reunida para adorar -o para compartir los sacrificios mortuorios de Orpina- sólo le parecieron reacciones a algo ocurrido en el altar. Quizá se le habían prendido fuego los guantes, o la vieja Máitera Rosa se había caído.

La Máitera Mármol vio que la Ventana Sagrada resplandecía y oyó una voz indistinta. Hablaba un dios, como en tiempos del Pátera Perca había hablado Pas. La Máitera cayó de rodillas, e involuntariamente soltó la paloma que estaba sujetando. La paloma salió disparada hacia el techo y, como cabalgando casi en las llamas sagradas, cruzó el portal de los dioses y se perdió de vista. Viendo a la sibila arrodillada, un hombre sin afeitar de la segunda fila se arrodilló también. Un momento después, vestidas de lentejuelas, se hincaban las jóvenes que acompañaban a Orquídea, codeándose unas a otras, tirando del ruedo de las que seguían sentadas y traspuestas. Cuando al fin la Máitera Mármol alzó la cabeza para ver, en la que casi seguramente sería la última vez en su vida, el torbellino de colores de la divinidad presente, el Pátera Seda estaba ya a su lado, suplicando con las manos en alto.

— ¡Vuelve! -imploraba a los colores danzantes y el suave trueno-. ¡Oh, vuelve!

La Máitera Menta vio con claridad el rostro de la diosa y oyó la voz, y hasta ella, que tan poco sabía del mundo y deseaba saber menos, comprendió que ambos superaban en belleza a los de toda mortal. También se parecían mucho a los suyos, y le dio la impresión de que cada vez se parecían más, hasta que, conmovida de reverencia y modestia desbordante, cerró los ojos. Era el sacrificio más grande que había hecho nunca, aunque había hecho miles, de los cuales cinco al menos habían sido realmente grandes.

La Máitera Rosa fue la última de las tres sibilas que se arrodilló, y no por falta de reverencia, sino porque la acción de arrodillarse involucraba ciertas partes del cuerpo que, aun siendo de nacimiento, en sentido estricto ya estaban muertas, si bien todavía funcionaban y seguirían funcionando por muchos años. Como Equidna la había cegado a los dioses, justo castigo de la diosa, no veía ni oía nada, por mucho que los Tonos Sagrados no cesaran de bailar a lo largo y ancho de la Ventana Sagrada. Entre los tonos profundos de la voz divina, tonos que se encontró comparando a los de un violonchelo, de vez en cuando captaba una palabra o una frase. El joven Pátera Seda (siempre tan negligente, y nunca más negligente que cuando trataba asuntos de la mayor importancia) había dejado caer el cuchillo del sacrificio, el cuchillo que la Máitera Rosa venía limpiando, aceitando y afilando desde hacía casi un siglo, tinto aún en la sangre de la paloma. Estirándose, la Máitera Rosa lo recogió. El mango de hueso no se había partido; ni siquiera parecía que la hoja se hubiera ensuciado en su breve contacto con el suelo, aunque por precaución lo limpió con la manga. Distraídamente probó la punta en la yema de su pulgar mientras escuchaba y a veces distinguía, o llegaba casi a distinguir, una breve secuencia tocada por una orquesta demasiado maravillosa para ese pobre mundo, un mundo, como la propia Máitera Rosa, exhausto y desgastado, más allá de un tiempo suyo que no había llegado nunca, demasiado viejo aunque no fuese siquiera tan viejo como la Máitera Mármol y estuviese mucho más cerca de la muerte. Violonchelos de los bosques del Marco Central, flautas de diamante. La misma Máitera, la vieja Máitera Rosa, cansada a tal punto que ya ni se sabía cansada, había tocado la flauta en una época. No había vuelto a pensar en la flauta desde la vergüenza de sangre. La había devorado el dolor, se dijo, la había torturado hasta acallarla, pero qué dulce, ay, qué dulce sonaba en un tiempo al atardecer.

Sin saber bien cómo, la Máitera Rosa percibió que esa diosa no era Equidna. Teljipeia, tal vez, o incluso la Hirviente Escila. Escila era de sus favoritas, y al fin y al cabo era ésciles.

La voz se aquietó. Poco a poco los colores se apagaron como los hermosos y complejos tintes de las piedras mojadas por el río, que se vuelven nada al secarse las piedras al sol. Todavía de rodillas, Seda se inclinó hasta apoyar la frente en el suelo del santuario. Un rumor se alzó entre deudos y devotos y arreció hasta transformarse en bramido de tormenta. Seda los miró por encima del hombro. Le pareció que uno de los hombrones sentados con Orquídea gritaba, agitando el puño hacia la Ventana Sagrada, los ojos salientes y la cara púrpura por una emoción que Seda sólo podía imaginar. Una preciosa muchacha de rizos tan negros como las cuentas de Orquídea bailaba en el pasillo central al son de una música tocada para ella sola.

Seda se puso en pie y cojeando se acercó despacio al ambión.

— Tenéis todos derecho a oír…

Era como si su voz no existiera. Se le habían movido la lengua y los labios, entre los labios había pasado aire, pero ni un clarín se habría hecho oír sobre el barullo.

Levantando las manos, Seda miró de nuevo la Ventana Sagrada. Estaba de un gris rielante, tan vacía como si nunca hubiera hablado por ella dios alguno. El día anterior, en la casa amarilla de la calle de la Lámpara, la diosa le había dicho que pronto volvería a hablarle, y repetido pronto.

Ha cumplido la palabra, pensó.

Casi ociosamente se le ocurrió que los registros que había detrás de la Ventana Sagrada ya no estarían vacíos como él los habría visto siempre. Ahora uno de ellos mostraría un sencillo; el otro daría la longitud de la teofanía de la diosa, en unidades que ninguna persona viviente entendía. Tuvo ganas de mirarlos, de verificar la realidad de lo que acababa de ver y oír.

— Tenéis todos derecho a oír… -La voz le sonaba débil y aflautada, pero al menos la oía.

Tenéis todos derecho a oíros hablar cuando no pudisteis ni oíros a vosotros mismos, pensó. Tenéis todos derecho a saber cómo os sentisteis y qué le dijisteis a la diosa, o quisisteis decirle; aunque la mayoría no lo sabremos nunca.

El tumulto ya menguaba, declinante como una ola en el lago. Fuerte, se dijo Seda, desde el diafragma. Por eso lo habían elogiado en la escola.

— Tenéis derecho a saber qué dijo la diosa, y el nombre que dio. Era Kypris; y, como sabéis, no es un nombre de los Nueve. -Antes de poder parar, añadió:- También tenéis derecho a saber que previamente Kypris se apareció a mí en una revelación privada.

Ella le había dicho que no lo contara, y acababa de hacerlo. Tuvo la certeza de que no se lo perdonaría nunca, como no se lo perdonaría él.

— Las Escrituras mencionan a Kypris siete veces. Dicen que siempre se interesa por… por… las jóvenes. Mujeres casaderas todavía jóvenes. No cabe duda de que se interesó por Orpina. Estoy seguro de ello.

Ahora estaban casi en silencio, y muchos escuchaban con atención; pero él aún tenía la mente abrumada por el prodigio de la diosa, y yerma de pensamientos coherentes.

— La Agraciada Kypris, que nos ha favorecido así, es mencionada hasta siete veces en las Escrituras Crasmológicas. Lo he dicho antes, creo, aunque puede que algunos no lo hayan oído. Han de ofrendársele palomas blancas y conejos blancos, razón por la cual teníamos dos palomas. Las palomas las aportó su madre… Quiero decir, la madre de Orpina, Orquídea.

Providencialmente recordó algo más:

— En las Escrituras se la honra como la compañera más favorecida por Pas entre los dioses menores.

Hizo una pausa y tragó saliva.

— He dicho que teníais derecho a oír todo lo que ella dijo. Es lo que prescribe el canon. Desafortunadamente, no puedo cumplir con el canon como desearía, pues parte del mensaje iba dirigido únicamente al deudo principal. Debo transmitirlo en privado, y en cuanto haya terminado aquí intentaré arreglar que así sea.

El mar de caras se removió. Hasta las

mudas escuchaban azoradas y boquiabiertas.

— Ella… Quiero decir, la Agraciada Kypris dijo tres cosas. Una es el mensaje privado que debo transmitir. También dijo que iba a profetizar, para que creáis. Dudo que haya aquí alguien que no crea. Ahora no. Pero es posible que más adelante algunos pongamos la teofanía en cuestión. O tal vez estuviera pensando en toda la ciudad; en todos nosotros los de Virón.

»La profecía es ésta: aquí en Virón habrá un gran crimen, un crimen que tendrá éxito. Sobre los… los criminales, la diosa tiende su manto, y por eso tendrán éxito.

Estremecido, intentando desesperadamente ordenar las ideas, Seda se quedó callado. Lo rescató un hombre sentado cerca de Alca, que gritó:

— ¿Cuándo?¿Cuándo será eso?

— Esta noche. -Seda se aclaró la garganta.- Dijo que sería esta noche.

El hombre cerró la mandíbula con un chasquido y miró alrededor.

— La tercera cosa es ésta: que volvería a esta Ventana Sagrada, pronto. Yo le pedí… me habréis oído. Le imploré que regresara, y dijo que lo haría, y pronto. Esto… esto es todo lo que puedo deciros ahora.

Vio la cabeza inclinada de la Máitera Mármol y percibió que estaba rezando por él, rezando para que de algún modo recibiera la fuerza y la presencia de ánimo que tan claramente necesitaba.

— Y ahora debo solicitar al deudo principal que suba aquí. Orquídea, hija mía, haz el favor de unirte a mí. Tenemos que retirarnos a… un lugar privado para que te entregue el mensaje de la diosa.

La sacaría al jardín por la puerta lateral, y pensando en el jardín se acordó de la ternera y las otras víctimas.

— Permaneced todos en vuestros sitios, por favor. O marchaos, si queréis, para que puedan unirse otros a la comida sagrada. Sería una acción meritoria. En cuanto haya transmitido el mensaje de la diosa, proseguiremos con los ritos de Orpina.

Había dejado el bastón de Sangre con mango de leona detrás de la Ventana Sagrada; lo recogió antes de que bajaran la escalera hacia la puerta lateral.

— Afuera hay asientos, en el cenador. Yo tengo que quitarme esto que llevo en la pierna y… y golpearlo contra algo. Espero que no te moleste.

Orquídea no respondió.

Sólo cuando salieron al jardín Seda se dio cuenta del calor que hacía en el manteón, junto al fuego del altar. El lugar todo parecía fulgurar; los conejos, tendidos de lado, boqueaban en busca de aire, y las hierbas de la Máitera Mármol se marchitaban casi a ojos vista; pero a Seda el viento candente y seco le llegaba fresco, y la barra ardiente que era el sol del mediodía, que habría debido golpearlo, le daba sin fuerza.

— Yo debería beber algo -dijo-. Agua, quiero decir. No tenemos otra cosa que agua. Creo que tú también deberías.

Orquídea asintió, y Seda la llevó hasta el cenador; y fue cojeando hasta la cocina del manso, bombeó una y otra vez hasta que salió agua y puso la cabeza debajo del chorro.

Cuando volvió a salir, le dio a Orquídea un vaso de agua, se sentó y llenó otro para él de la garrafa que había llevado.

— Al menos está fría. Siento no poder ofrecerte vino. Tendré dentro de uno o dos días, gracias a ti; pero esta mañana no hubo tiempo.

— Me duele la cabeza -dijo Orquídea-. Lo que necesito es esto. -Y luego:- Era guapa, ¿verdad?

— ¿La diosa? ¡Oh, sí! Era… era preciosa. No hay artista que…

— Yo digo Orpina. -Orquídea había vaciado su vaso; mientras hablaba lo tendió para que él volviera a llenarlo, y Seda, asintiendo, inclinó la garrafa.-¿No le parece que es un motivo para que viniera esta diosa? Sea como sea, a mí me gusta pensar eso, Pátera. Y a lo mejor es cierto.

— Más me vale darte ahora mismo el mensaje de la diosa; ya he esperado demasido -dijo Seda-. Me pidió que te dijera que nadie que ame algo fuera de sí mismo puede ser totalmente malo. Que por un tiempo te había salvado Orpina, pero que ahora debes encontrar algo distinto que te salve. Que debes encontrar algo nuevo que amar.

Orquídea estuvo callada por lo que a Seda le pareció un largo rato. La ternera blanca, echada debajo de la higuera moribunda, cambió a una posición más cómoda y se puso a rumiar. La gente que esperaba en la calle del Sol, al otro lado del muro del jardín, charlaba con entusiasmo. Seda no alcanzaba a entender qué decían, aunque no le costaba imaginarlo.

Por fin ella murmuró:

— ¿Es verdad que el amor significa más que la vida, Pátera? ¿Es más importante?

— No lo sé. Tal vez podría ser.

— Yo habría dicho que amaba muchas otras cosas. -La mujer torció la boca en una sonrisa amarga.-El dinero, por empezar. Pero el caso es que para esto le di a usted cien tarjetas, ¿no? Tal vez sea una prueba de que no lo amo tanto.

Seda buscó palabras a tientas.

— Los dioses tienen que hablarnos en nuestro lenguaje, un lenguaje que nosotros no dejamos de corromper, porque es el único que entendemos. Ellos, quién sabe, tendrán mil palabras para mil clases de amor diferentes; pero cuando nos hablan tienen que decir «amor», como nosotros. Pienso que a veces eso debe oscurecer su mensaje.

— No será fácil, Pátera.

Seda meneó la cabeza.

— Nunca imaginé que lo sería, ni pienso que Kypris lo crea. Si fuera fácil, ella no te habría enviado un mensaje, estoy seguro.

Orquídea tocó las cuentas de azabache.

— Me he preguntado por qué nadie la salvó, Kypris o Pas o el que fuera. Creo que ahora lo sé.

— Dímelo, pues -dijo Seda-. Yo no lo sé, y me gustaría mucho saberlo.

— No la salvaron porque la salvaron. Parece raro, ¿verdad? No creo que Orpina quisiera a nadie salvo a mí, y si yo me hubiera muerto antes que ella… -Orquídea se encogió de hombros.- Así que la dejaron marchar primero. Era guapa, más de lo que yo fui nunca. Pero no igual de dura. Bueno, yo no lo creo. ¿Usted qué ama, Pátera?

— No estoy seguro -admitió Seda-. La última vez que hablamos, habría dicho que amo este manteón. Ahora he aprendido bastante más, o al menos eso creo. Trato de amar al Extraño; como dijo Alca, me paso el tiempo hablando de él, pero a veces casi lo odio, porque me ha dado tanto honor como responsabilidades.

— Ha tenido una iluminación. Eso me dijo alguien cuando venía para aquí. Usted traerá de nuevo el Fuero y será caldé.

Seda meneó la cabeza y se puso en pie.

— Es mejor que entremos. Tenemos a quinientas personas esperando en ese horno.

Cuando partían, ella le palmeó el hombro. Fue una sorpresa.

Cuando hubo acabado el último sacrificio y el último trozo de alimento santo estuvo repartido, Seda desalojó el manteón.

— Ahora pondremos a Orpina en su ataúd -explicó- y lo cerraremos. Quienes deseen dar el adiós postrero pueden hacerlo a medida que salen, pero deben salir todos. Quienes quieran acompañar el ataúd al cementerio han de esperar fuera, en los escalones.

La Máitera Rosa ya había salido a lavar los guantes y el cuchillo sacrificial. La Máitera Menta susurró:

— Yo preferiría no mirar, Pátera. ¿Puedo…? Seda asintió, y ella marchó de prisa al cenobio. Los deudos empezaban a desfilar, y Orquídea esperaba para cerrar la fila. La Máitera Mármol dijo:

— Lo cargarán esos hombres, Pátera. Para eso están. Ayer se me ocurrió pensar que tendría que haber alguien, y la dirección estaba en la lista. Le envié a Orquídea un chico con una nota.

— Gracias, Máitera. Como he dicho mil veces, no sé qué haría sin ustedes. Hágalos esperar en la entrada, por favor.

Chenilla aún estaba en su asiento. -Tú también deberías irte -le dijo Seda, pero pareció que ella no lo oía.

Cuando volvió la Máitera Mármol, levantaron el cadáver de Orpina de su lecho de hielo y lo pusieron en el ataúd preparado.

— Lo ayudaré también con la tapa, Pátera. Él negó con la cabeza.

— Chenilla quiere hablarme y creo que no lo hará si usted está delante. Vaya a la entrada, Máitera, por favor, que si hablamos en voz baja desde allí no nos oirá. -Y añadió para Chenilla: -Voy a sujetar la tapa. Si quieres, mientras tanto puedes hablarme.

Ella lo miró parpadeando, pero no abrió la boca. -La Máitera debe permanecer aquí, ¿comprendes? Tiene que haber dos de nosotros para que cada uno pueda atestiguar que el otro no robó el cadáver ni lo ofendió. -Gruñendo, alzó la pesada tapa y la colocó en su sitio.- Si te has quedado a preguntar si le confié a alguien lo que me contaste en tu confesión, te digo que no lo he hecho. Probablemente no me creas, pero en realidad ya lo he olvidado casi todo. Mira, nosotros hacemos un esfuerzo para que así sea. Una vez que se te ha perdonado, estás perdonada; esa parte de tu vida ha terminado y no tiene sentido que la retengamos.

Chenilla continuó como estaba, mirando fijo adelante. La frente ancha y redondeada le relucía de sudor; mientras Seda la estudiaba una gota sola se le deslizó dentro del ojo y volvió a salir, como renacida en una lágrima.

El fabricante del ataúd había entregado seis largos tornillos de bronce, uno para cada esquina. Junto con el destornillador del armario de la palestra, estaban escondidos debajo del paño negro que cubría el catafalco. Para recibir cada tornillo se habían practicado agujeros. Seda estaba sacándolos cuando oyó los lentos pasos de Chenilla en el pasillo y levantó la vista. Ahora lo miraba, pero los movimientos parecían casi mecánicos.

Seda le dijo:

— Si quieres despedirte de Orpina, puedo levantar la tapa. Todavía no he puesto el primer tornillo.

Dejando escapar un sonido inarticulado, ella sacudió la cabeza.

— Muy bien, entonces.

Seda se obligó a bajar los ojos al trabajo. No se había dado cuenta de que era tan guapa; no, ni siquiera mientras hablaban en la habitación de ella en La Orquídea. En el jardín había empezado a decir que ningún artista habría sido capaz de pintar un rostro tan hermoso como el de Kypris. Ahora le parecía que casi lo mismo podía decirse de Chenilla, y por un momento se imaginó pintor o escultor. La haría posar junto a un arroyo, pensó, la cara vuelta hacia arriba como quien mira una alondra…

Antes de poner el primer tornillo sintió su proximidad. Tenía su mejilla, estaba seguro, a un palmo de la oreja. Su perfume lo envolvía; aunque era como el de cualquier mujer, y era más fuerte de lo debido, aunque estaba mezclado con aromas inferiores de polvos faciales y corporales, y hasta con el olor rancio de un vestido de lana que durante casi todo ese largo verano había estado en uno de los maltrechos baúles que él había visto en su habitación, le resultó embriagador.

Mientras apretaba el tercer tornillo, ella le apoyó una mano en la suya.

— Tal vez sea mejor que te sientes -dijo él-. En realidad, se supone que no deberías estar aquí.

Ella rió con suavidad.

Enderezándose, él se volvió para mirarla.

— Está mirando la Máitera. ¿Te has olvidado? Ve a sentarte, por favor. No deseo ejercer mi autoridad, pero si es preciso lo haré.

Cuando ella habló, fue con una mezcla de asombro y diversión.

— ¡Esta mujer es espía! -dijo.