9

En sueños como la muerte

— ¿El Pátera Seda se fue por aquí? -le preguntó Alca al grajo de noche, que estaba en su hombro.

— ¡Sí, sí! -Oreb aleteó de impaciencia-. ¡De aquí! ¡Fue a santuario!

— Pues yo no voy -les dijo Chenilla.

Una anciana que casualmente pasaba por la primera piedra blanca que señalaba la Vía de los Peregrinos arriesgó tímidamente:

— Después de que oscurezca allí no va casi nadie, querida, y oscurecerá muy pronto.

— Oscuridad buena -anunció Oreb con una convicción inconmovible-. Día malo. Duerme.

La anciana soltó una risita.

— Un amigo nuestro fue al santuario esta tarde -explicó Alca-. Y no ha vuelto.

— ¡Santos dioses!

— ¿Allí hay algo que se come a la gente? -preguntó Chenilla-. Éste pájaro dice que el santuario se comió a nuestro amigo.

La anciana sonrió, y un millar de arrugas joviales se le marcaron en la cara.

— Ay, no, querida. Pero es fácil caerse. Casi todos los años se cae alguien.

— ¿Ves? -dijo Chenilla con voz estridente-. Ve tú si quieres hasta el cabronísimo Hiérax por estas rocas abandonadas. Yo vuelvo a La Orquídea.

Aferrándola por la muñeca, Alca le torció el brazo hasta que ella cayó de rodillas.

Atemorizado, Seda alzó la vista hacia las alineadas literas de acero gris. Acaso la mitad estaban vacías; en el resto había soldados, todos ellos echados de espaldas con los brazos a los lados, como dormidos o muertos.

— Hace tiempo, cuando lo construyeron, esto estaba debajo del lago -explicó el cabo Pedernal-. Si alguien quería tomarlo no había forma directa de bajar, ¿entiende? Y era imposible estimar dónde estaba exactamente. Habrían tenido que andar un buen trecho por los túneles, y hay lugares donde veinte latas podrían detener un ejército.

Seda asintió distraído, hipnotizado aún por los soldados yacentes.

— Uno piensa que tendría que filtrarse agua, pero no. Allá arriba hay cantidad de roca sólida. Si pasara, tenemos cuatro bombas grandes para mandarla de vuelta, y hay tres que todavía no se han usado nunca. Cuando yo me desperté, me sorprendió mucho descubrir que arriba el lago había dejado la colina, pero aun así tomar esto sería un trabajo feo. No me gustaría estar en los zapatos de ellos.

— ¿Tú dormiste aquí setenta y cinco años? -le preguntó Seda.

— Setenta y cuatro, la última vez. Todos éstos se han pasado algún tiempo despiertos, como yo. Pero, si quiere seguir andando, le enseñaré algunos que no han despertado nunca. Venga.

Seda lo siguió.

— Debe de haber miles.

— Ahora quedamos unos siete mil. Tal como lo dispuso él cuando vinimos del Sol Corto, era para que todas las ciudades fueran independientes. Pas se imaginó que si alguien tenía demasiado territorio intentaría tomar el Marco Central, el supercerebro que dirige la navegación por el espacio exterior.

Algo confundido, Seda preguntó:

— ¿Todo el mundo, quieres decir?

— Sí, exacto. El mundo. Por eso, lo que hizo (y, si me pregunta, fue muy listo) fue darle a cada ciudad una división de infantería pesada, doce mil latas. Para una ofensiva grande hacen falta acorazados, aéreos, infantería blindada y toda esa escoria. Pero para defender, infantería pesada; y a montones. Divida el mundo en doscientas ciudades, déle a cada cual una división para defenderse, y el asunto tiene que andar estable por muchas locuras que se le ocurra hacer a algún caldé. De momento lleva trescientos años aguantando y, como le digo, todavía nos queda la mitad de la fuerza apta para el servicio.

A Seda lo alegró poder aportar alguna información de su cosecha.

— Virón ya no tiene caldé.

— Psé, cierto. -Pedernal pareció incomodarse.- Lo he oído. Es un engorro, porque las órdenes vigentes dicen que deberíamos recibir instrucciones de él. Según el comandante, de momento tenemos que obedecer al Ayuntamiento, pero a nadie le gusta mucho. ¿Sabe algo sobre las órdenes vigentes, Pátera?

— En realidad no. -Seda se había retrasado para contar la cantidad de niveles en cada litera: veinte. -Me parece que Arena las mencionó.

— Ustedes también tienen -le dijo Pedernal-. Fíjese en esto.

Le lanzó un maligno gancho de izquierda a la cara. Las manos de Seda volaron a protegerla, pero el desmedido puño de acero se detuvo a un dedo de ellas.

— ¿Ha visto? Sus órdenes vigentes dicen que sus manos tienen que defenderle la jeta, tal como las nuestras dicen que tenemos que defender Virón. No puede cambiarlas ni quitárselas de encima, aunque tal vez podría hacerlo otro embrollándole la cabeza.

— Otra de esas órdenes vigentes es la necesidad de adorar -dijo Seda despacio-. Es innato en el hombre que no pueda evitar el deseo de dar gracias a los dioses inmortales que le dieron todo cuanto posee, hasta la vida. Tú y tu sargento no vacilasteis en menospreciar nuestros sacrificios, y yo aseguraría de buena gana que son penosamente inadecuados. Sin embargo, satisfacen bastante esa insatisfecha necesidad de otro modo, tanto de la comunidad como de muchos individuos.

Pedernal meneó la cabeza.

— A mí me es muy difícil imaginar a Pas mordisqueando una cabra muerta, Pátera.

— ¿Y te es difícil imaginarlo contento, aunque sea levemente, con esa prueba concreta de que no lo hemos olvidado? De que estamos dispuestos (incluso la gente de mi barrio, que es tan pobre) a compartir con él la comida que tengamos?

— No, eso lo veo claro.

— Entonces no tenemos motivo para discutir -le dijo Seda-, pues eso es lo que también veo yo, aplicado no sólo a Pas sino a los otros dioses, los restantes dioses de los Nueve, el Extraño y las divinidades menores.

Pedernal se detuvo y giró la cara hacia Seda, obstruyendo prácticamente el pasillo con su enorme cuerpo.

— ¿Sabe qué me parece que está haciendo usted, Pátera?

Seda, que sólo después de hablar estaba comprendiendo lo que había hecho -negarse a contar al Extraño entre los dioses menores-, tuvo la certeza de que iban a acusarlo de herejía. Sólo atinó a murmurar:

— No, no tengo idea.

— Me parece que está practicando lo que les dirá de mí a los latones. Cómo intentará que lo dejen ir. A lo mejor usted no se da cuenta, pero yo creo que es eso.

— Quizá trataba de justificarme -Seda con una inmensa sensación de alivio-, pero no es prueba de que haya dicho algo falso, ni de que yo no sea sincero.

— Supongo que no.

— ¿Crees que me dejarán ir?

— No lo sé, Pátera. Y Arena tampoco. -Con una sonrisa, Pedernal volvió la cabeza atrás.- Por eso me deja que ande por aquí mostrándole, ¿se da cuenta? Si estuviera seguro de que el latón lo va a soltar, ya lo habría dejado ir él mismo sin decir nada. Y si estuviera seguro de que van a encerrarlo, lo habría encerrado él ahora mismo, en una salita a oscuras que tenemos, quizá con un bonito botellón de agua porque usted le cae bien. Pero usted habló de que teníamos que mandar a buscar a su abogado y, como Arena no sabe bien qué dirá el comandante, lo ha dejado asearse un poco y lo trata bien mientras yo me encargo de vigilarlo.

— También me ha permitido guardar mi lanzagujas… O, mejor dicho, el que me prestó un amable amigo, gesto muy bondadoso de su parte. -Seda vaciló, y sólo volvió a hablar porque la conciencia se lo exigía.- Quizá no debería decir esto, hijo, ¿pero no me has contado demasiadas cosas que a un espía le gustaría saber? Como ya te dije, yo no soy espía sino un ciudadano leal; y por eso me inquieta que algo de lo que he llegado a saber yo pueda saberlo un espía. Que nuestro ejército tiene siete mil hombres, por ejemplo.

Pedernal se apoyó en una estantería.

— No se caliente la cabeza. ¿Le parece que si yo fuera un estúpido estaría despierto y a cargo de tropa? Lo único que le he dicho es que tomar este lugar sería desangrarse en balde. Que vayan los espías y se lo cuenten a sus jefes. A Virón no le importa. Y yo no le he contado nada; simple y llanamente le estoy mostrando que Virón tiene siete mil latas que puede convocar el día de la semana que quiera. Por lo que he oído, no hay otra ciudad en esta región del mundo que tenga siquiera la mitad de esas fuerzas. Así que más les vale dejar a Virón en paz, y si Virón les manda escupir aceite mejor que escupan de prisa.

— ¿Entonces lo que me has contado no me pone en peligro? -preguntó Seda.

— Ni un comino. ¿Todavía quiere ver los reemplazos?

— Claro, si todavía me los quieres mostrar. ¿Me dejas preguntarte por qué te preocupan los espías, cuando no te opones a que alguien que podría serlo (y te repito que yo no soy uno) recorra estas dependencias?

— Porque lo que los espías buscan no es esto. Si lo fuera, les daríamos un paseíto rápido y los despacharíamos de vuelta. Lo que les interesa averiguar es dónde se ha metido nuestro gobierno.

Seda lo miró inquisitivamente.

— ¿Donde se reúne el Ayuntamiento?

— Sí, ahora.

— Tengo la impresión de que debe de estar más defendido que este cuartel. De ser así, ¿qué sentido tendría?

— Está defendido -dijo Pedernal- aunque no de la misma forma. De lo contrario sería fácil de localizar. Usted nos ha visto al sargento y a mí, Pátera. ¿Se figura que somos de metal bien duro, Pátera?

— Mucho.

Pedernal alzó un puño de lo más impresionante.

— ¿Piensa que podría zurrarme, Pátera?

— Claro que no. Soy bien consciente de que, si quisieras, podrías matarme en un parpadeo.

— Tal vez conoce algún bío capaz de hacerlo.

Seda negó con la cabeza.

— El bío más formidable que conozco es mi amigo Alca. Es algo más alto que yo y tiene una complexión mucho más fuerte. Además es experto en lucha; pero tú lo vencerías con facilidad, estoy seguro.

— ¿En una pelea a puñetazos? Apueste a que sí. Al primer golpe le partiría la mandíbula. Y recuerde esto, -Pedernal se señaló el rasguño brillante que el lanzagujas de Jacinta le había dejado en el pecho.- Pero ¿y si los dos tuviéramos trabucos?

Diplomáticamente, Seda aventuró:

— No creo que Alca tenga un trabuco.

— Supongamos que Virón le da uno con una caja de munición.

— En ese caso, imagino que en gran medida sería cuestión de suerte.

— Aparte de usted, Pátera, ¿ese Alca tiene muchos amigos?

— Seguro que los tendrá. Hay uno que se llama Suncho… ahora que lo pienso, un hombre más corpulento aun que Alca. Y también, claro, es amiga de Alca una de nuestras sibilas.

— A ella dejémosla aparte. Supongamos que tengo que luchar con usted, con ese Alca y con otro bío llamado Suncho, y que los tres llevan trabucos.

Todavía ansioso de no ofender, Seda dijo:

— Yo diría que es posible cualquier resultado.

Bien erguido, Pedernal dio un paso adelante y se inclinó hacia Seda.

— Tiene razón. Puede que yo los matara a los tres, o que me mataran ustedes sin recibir un rasguño. ¿Pero qué le parece más probable? Le digo sin más que si llega a mentirme no seré tan amable como hasta ahora, o sea que antes de contestar piense un poco. Bueno, ¿qué? Ustedes tres contra mí, y todos llevan trabucos.

Seda se encogió de hombros.

— Si eso quieres… La verdad, yo de pelear no sé mucho, pero es probable, me parece, que mataras a dos de nosotros pero… mientras tanto, por así decir, también murieras tú.

Pedernal echó la cabeza atrás con una nueva sonrisa.

— Usted no se asusta fácilmente, ¿eh, Pátera?

— Al contrario, soy más bien tímido. Me dio mucho miedo… y todavía me dura… decirte eso, pero tú me habías pedido la verdad.

— ¿Cuántos bíos hay en Virón, Pátera?

— No sé. -Haciendo una pausa, Seda se acarició la mejilla.- ¡Qué pregunta interesante! La verdad, nunca lo había pensado.

— Usted es inteligente, ya me he dado cuenta, y hace mucho que yo no paso en la ciudad un buen rato. ¿Cuántos diría?

Seda siguió acariciándose la mejilla.

— Idealmente, a nosotros (al Capítulo, quiero decir) nos gustaría tener un manteón por cada cinco mil residentes, y hoy casi todos esos residentes son bíos; por supuesto, quedan algunos quimis, pero la relación debe de ser de uno a veinte. Creo que hay unos ciento diecisiete manteones. Al menos ésa era la cifra cuando acabé la escola.

— Quinientos cincuenta y cinco mil setecientos cincuenta -le dijo Pedernal.

— Pero la proporción actual es mucho mayor. Sin duda de más de seis mil, y acaso llegue a ocho o nueve mil.

— De acuerdo; digamos seis mil bíos por manteón -decidió Pedernal ya que usted parece seguro de que son más. Eso da setecientos dos mil bíos. Supongamos que la mitad son niños, ¿de acuerdo? Y que del resto la mitad son mujeres, y que tan pocas de ellas pelearán que no serán significativas. Quedan pues ciento setenta y cinco mil quinientos hombres. Pongamos que la mitad son viejos o enfermos o se escapan. Quedan ochenta y siete mil setecientos cincuenta. ¿Comprende adónde voy, Pátera?

Azorado por el diluvio de cifras, Seda sacudió la cabeza.

— Dijimos que siendo tres contra uno probablemente acabaríamos conmigo muerto. Bueno, ochenta y siete mil setecientos cincuenta contra tres mil quinientas latas, que es lo que pensamos que tiene Mecha, sólo por poner un ejemplo, da alrededor de veinticinco contra uno.

— Creo que empiezo a entender -dijo Seda.

Pedernal le apuntó a la cara un dedo grueso como una palanca.

— Ahí tiene el total de los que combatirán. Tome la Guardia, nada más. ¿Cinco brigadas?

— Están formando una nueva -dijo Seda-. Una brigada de reserva, con lo que habrá seis.

— Seis brigadas, con cuatro o cinco mil montados en cada una. Entonces, ¿qué importa más si pronto hay otra guerra, Pátera? ¿Nosotros los latas o el Ayuntamiento, que da órdenes a la Guardia y si quisiera podría entregar trabucos a la mitad de los bíos de Virón?

Perdido entre pensamientos, Seda no contestó.

— Ahora sabe, Pátera, y nosotros también. Hoy en día somos un cuerpo de élite, cuando antes éramos el espectáculo entero. Venga, quiero mostrarle los reemplazos.

Al fondo de ese arsenal amplio y empinado, en las estanterías más vecinas a la pared trasera, yacían soldados envueltos en sucios lienzos de polímero, los miembros untados con un glutinoso conservante de un marrón negruzco. Maravillado, Seda se encorvó a observar al más cercano; sopló polvo y telarañas, y, como eso resultó insuficiente, los quitó con la manga.

— Una compañía -anunció Pedernal con orgullo- tal como salió de Ensamblaje Final.

— ¿Nunca ha dicho una palabra ni… se ha sentado a mirar alrededor? ¿Ni una vez en trescientos años?

— Un poco más. Llevábamos unos veinte años en depósito antes de subir a bordo.

Ese hombre había sido creado más o menos en la misma época que la Máitera Mármol, reflexionó Seda; de hecho, en la misma época que el propio Pedernal. Ahora ella estaba vieja y gastada y no lejos de morir; pero Pedernal era aún joven y fuerte, y ese hombre no había nacido.

— Con sólo gritarle un poco al oído y golpearle el pecho -explicó Pedernal- podríamos despertarlo ahora mismo. Pero no lo haga.

— No. -Seda se enderezó.- ¿Así se le pondrían en marcha los procesos mentales?

— Ya están en marcha, Pátera. En Ensamblaje Final tuvieron que hacerlo para asegurarse de que funcionaba todo. Así que lo dejaron encendido. Sólo que a volumen muy bajo, no sé si me explico, para que prácticamente no haya reducción en las partes vitales. Sabe que estamos aquí, en cierto modo. Nos escucha hablar, aunque para él no significa gran cosa y no le dará que pensar. Lo bueno es que si alguna vez llegara a haber una emergencia, como un incendio, se despertaría y tendría sus órdenes vigentes.

— Hay algo de lo que estoy ansioso por preguntarte: es acerca de lo que me dijiste antes -dijo Seda-. En realidad son varias cosas, y realmente espero que no te enfades, aunque quizá te parezcan de mala educación; pero antes, ¿a todos los soldados que duermen en estas estanterías les pasa lo mismo?

— No exactamente. -La inquietud de la voz de Pedernal le recordó a Seda su insatisfacción con el Ayuntamiento.- Cuando uno lleva un tiempo despierto es más difícil desconectarse. La razón, supongo, es que se han encendido muchas más cosas. ¿Me entiende?

Seda asintió.

— Creo que sí.

— Al principio a uno sólo le parece que está echado ahí. Piensa que algo anda mal y que no va a lograr dormir y bien podría levantarse. Nunca llega a hacerlo, pero eso piensa. Así que luego uno piensa, bueno, si no hay nada mejor que hacer voy a repasar las mejores cosas que ocurrieron, como esa vez que Esquisto puso la caparazón al revés. Y sigue así, salvo que el cabo de un rato ya no es tal cual sucedió, y a lo mejor uno es otro. -Pedernal hizo un gesto raro, inconcluso.- La verdad, no se lo puedo explicar.

— Al contrario -dijo Seda-. Yo diría que lo has explicado muy bien.

— Y va oscureciendo cada vez más. Hay otra cosa que quería mostrarle, Pátera. Venga, hay que seguir un trecho junto a esa pared del fondo.

— Un momentito, hijo mío. -Seda apoyó el pie en el travesaño inferior de la estantería y desenrolló la venda de Grulla.- Mientras me ocupo de esto, ¿puedo hacerte las preguntas que mencioné?

— Claro. Adelante.

— Hace un rato hablaste de un comandante que decidiría si detenerme o no. Supongo que es el oficial de mayor rango que hay despierto.

Pedernal asintió.

— Es el auténtico oficial a cargo del cuartel. En realidad el sargento, yo y el resto somos una simple cuadrilla del oficial. Pero decimos que estamos a cargo. Es una forma de hablar de todos.

— Comprendo. Mi pregunta es ésta: ¿por qué este comandante, o cualquier oficial, es oficial mientras que tú eres cabo? Y para el caso, ¿por qué Arena es sargento? A mí me parece que todos los soldados deberían ser intercambiables.

Pedernal se quedó callado e inmóvil tanto tiempo que Seda se sintió incómodo.

— Perdóname, hijo. Temía parecer insultante, aunque no era ésa mi intención, y me salió peor de lo que pensaba. Retiro la pregunta.

— No es eso, Pátera. Es que antes de abrir la boca lo estaba repasando todo. No vaya a creer que hay una respuesta única.

— Ni siquiera necesito una -lo tranquilizó Seda-. Fue una pregunta ociosa y desacertada que no debería haber hecho.

— Por empezar tiene razón. Casi todo el hardware básico es igual, pero el software es diferente. Un cabo tiene que saber muchas cosas que a un comandante no le hacen falta, y probablemente lo mismo sea a la inversa. ¿Se ha fijado en cómo hablo? No sueno exactamente igual que usted, ¿no? Pero los dos hablamos el mismo maldito idioma, Pátera, con perdón.

Con mucho cuidado, Seda dijo:

— No había notado que tu dicción fuera en modo alguno extraña o inhabitual; pero, ahora que me lo señalas, indudablemente tienes razón.

— ¿Ve? Usted habla como los oficiales, y ellos no hablan tan bien como los soldados rasos y los cabos, ni siquiera como los sargentos. Usan muchas más palabras, y más largas, y nada se dice tan claro como lo dicen los cabos. ¿Y eso por qué? Bien, la próxima vez que haya guerra, Arena y yo tendremos que hacer esto y lo otro con guardias, soldados, cabos y sargentos, ¿cierto? Quizá decirles dónde queremos que lleven las zumbadoras y cosas por el estilo. Así que tendremos que hablar como ellos, para que nos entendamos y luchemos contra el enemigo y no unos contra otros. Como al comandante le pasa lo mismo con los oficiales, tiene que hablar como ellos. Y lo hace. ¿Alguna vez ha intentado hablar como yo, Pátera?

Seda asintió, avergonzado.

— Me temo que sería un fracaso lamentable.

— Muy bien. Pues el comandante tampoco puede hablar como yo, y yo no puedo hablar como él. Cualquier de los dos que quisiera hacerlo debería llevar software para las dos pautas de habla. El problema es que la cabeza no aguantaría toda la basura que anda flotando por ahí, ¿se da cuenta? Aquí en la mollera tenemos un espacio limitado, lo mismo que usted, así que no nos podemos dar el lujo de desperdiciarlo. Cuando allá afuera silban las balas, el comandante no sería tan buen cabo como yo, ni yo tan buen comandante como él.

Seda asintió.

— Gracias. Ahora no me siento mal de hablar así.

— ¿Y eso?

— Hasta ahora me ha preocupado que la gente de nuestro barrio no hable como yo, y que yo no pueda hablar como ellos. Oyéndote me he dado cuenta de que todo es como debe ser. Ellos viven, si puedo expresarlo así, donde silban las balas. No pueden permitirse perder un momento y, aunque no necesiten tratar con las complejidades del pensamiento abstracto, no pueden arriesgarse a que no se les entienda lo que dicen. Yo, en cambio, soy su legado, su nuncio ante los niveles más pudientes de la sociedad, donde la vida tiene menos afanes, pero donde es más frecuente la necesidad de tratar con complejidades y abstracciones y los castigos por ser malentendido no son ni con mucho tan grandes. Así, yo hablo como debo hablar si he de servir a los que represento.

Pedernal asintió.

— Creo que lo capto, Pátera. Y creo que usted me capta a mí. De acuerdo, hay otros elementos además, como la I.A. ¿Sabe algo de eso?

— Me temo que nunca he oído el término. -Seda había estado batiendo la venda de Grulla contra el larguero de la estantería. Apoyó el pie en el travesaño y volvió a vendarse el tobillo.

— Es una manera de llamar a lo que uno aprende. Cualquier cosa que yo hago, aprendo un poco más por hacerla. Suponga que le disparo un tiro a uno de aquellos dioses. Si fallo, de haber fallado aprendo algo. Si le doy, también aprendo de eso. Así mejoro la puntería todo el tiempo, y no desperdicio balas tirando a lo que no puedo acertarle, salvo por mala suerte. Usted hace lo mismo.

— Desde luego.

— ¡No! Ahí es donde se equivoca, Pátera. -Pedernal meneó un gran índice de acero frente a la cara de Seda.- Hay un montón que no lo hacen. Tome una flotadora. Sabe que no debe ir demasiado rápido para el sur, pero nunca aprende sobre qué puede flotar y sobre qué no. Eso tiene que aprenderlo el conductor. O tome un gato, si quiere. ¿Alguna vez intentó enseñarle algo a un gato?

— No -admitió Seda-. Sin embargo tengo… debería decir tenía… un pájaro que realmente parecía aprender. Aprendió mi nombre, incluso el suyo, por ejemplo.

— Hablo en particular de los gatos. Allá por el segundo año de la guerra contra Urbs, encontré una gatita en una granja derruida y la guardé conmigo un tiempo sólo para tener algo con qué hablar y una excusa para conseguir comida de gorra. Era lindo, a veces.

— Sé perfectamente qué quieres decir, hijo.

— Bueno, aquel verano ajustamos un cañón en una colina, y cuando empezó la batalla disparábamos con una rapidez que no habrá visto en su vida, y todo el tiempo el teniente aullando que nos diéramos más prisa. Un par de veces llegamos a poner en el aire ocho o nueve esferas juntas. ¿Alguna vez manejó un cañón, Pátera?

Seda negó con la cabeza.

— Bueno, suponga que se sube y abre la recámara, que está fría, y carga una esfera y dispara. Luego va y abre de nuevo la recámara y salta el casco, ¿entiende? Y le aseguro que ahora está caliente.

— Me imagino.

— Pero cuando uno ha logrado tener seis, siete u ocho esferas juntas en el aire, la recámara se calienta tanto que si pone un pescado tarda menos en freírse que usted en tirar del cordón. Y cuando salta el casco, oiga, le juro que se ve en la oscuridad.

»Así que estábamos venga y venga disparar, y cargando más munición y arrojando hacia todos lados a tal velocidad que por poco ya nos incendiábamos nosotros, y al lado teníamos una pila de cascos vacíos casi de esta altura, cuando de golpe la pobre gatita decide sentarse en un sitio desde donde nos vea bien, y elige la pila de cascos y allí va de un salto. Naturalmente, los de arriba estaban que pelaban.

Seda asintió comprensivamente.

— Soltó un maullido y salió pitando, y no volví a verla durante dos o tres días.

— ¿Pero de todos modos volvió? -Seda sintió que lo animaba la sugerencia de que también Oreb podía regresar.

— Volvió, pero después de aquello ni soñar con que se acercara a un casco. Por mucho que yo se lo mostrara, y hasta le frotara contra el casco una pata o la nariz para probarle que estaba frío como una piedra, a ella le importaba un rábano. Había aprendido que esas cosas quemaban, ¿se da cuenta, Pátera? A partir de entonces ya podía mostrarle a las claras que algunos estaban fríos que nunca iba a aprender. No tenía I.A., y hay gente que es igual. Mucha.

Seda volvió a asentir.

— Cierta vez un teodidacta escribió que los sabios aprenden de las experiencias ajenas. Los locos, en cambio, sólo aprenden de las experiencias propias, mientras que la gran mayoría de los hombres nunca aprende nada. Quería decir, me imagino, que la gran mayoría no tenía I.A.

— Da en el blanco, Pátera. Pero si se tiene experiencia, cuanta más ha juntado alguien, tanto más arriba se lo pondrá. O sea que Arena es sargento, yo soy cabo y Esquisto es soldado raso. Dijo que tenía dos preguntas. ¿La otra cuál es?

— Ya que hay una caminata por delante, quizá convenga empezar ahora -propuso Seda; y partieron juntos, codo a codo por el ancho pasillo, entre la pared y la hilera final de estantes.

«Quería preguntarte por la disposición de Pas de mantener la independencia de las ciudades. Cuando me la describiste me sonó básicamente sensata; me pareció que funcionaría precisamente como Pas se proponía.

— Y ha funcionado -confirmó Pedernal-. Dije que la consideraba muy bien pensada, y todavía pienso igual.

— Pero después hablamos de un soldado como tú enfrentado a tres bíos con trabucos como el tuyo, y de la Guardia Civil y esas cosas. Y se me ocurrió que el arreglo que habías descrito, por admirable que haya sido en un tiempo, difícilmente podría imponerse ahora. Si Mecha tiene tres mil quinientos soldados y nuestra ciudad siete mil, nuestra ciudad sólo es el doble de fuerte si los únicos que valen en la guerra son los soldados. Pero si también combaten diez o veinte mil guardias, por no hablar de cientos de miles de ciudadanos corrientes, ¿no será Mecha tan fuerte en conjunto como Virón? ¿O más? ¿En qué queda el arreglo de Pas en esas circunstancias?

Pedernal asintió.

— Eso tiene a todo el mundo un poco preocupado. Según lo veo yo, Pas pensaba sobre todo en los primeros doscientos años. Quizá los primeros doscientos cincuenta. Tal vez imaginó que al cabo de ese tiempo habríamos aprendido a convivir o nos habríamos matado unos a otros, lo que tampoco es una bobada. Vea, Pátera, al principio no había por ahí tantos bíos, y no eran unos ases para hacer cosas. Las ciudades ya estaban cuando llegaron, la mayor parte calles pavimentadas y edificios de roca de nave. La gran cuestión era cultivar comida. Así que cuando hacían cosas eran sobre todo herramientas y ropa, y ladrillos de barro para levantar más edificios donde Pas no había puesto nada pero ellos creían necesitarlos.

»Deténgase aquí, Pátera, que se lo mostraré en un momento.

Pedernal se detuvo frente a una amplia puerta de dos batientes, de manera que obstruía con el cuerpo la luz que quedaba entre ellas, evidentemente para impedir que Seda viese cierto objeto.

— Pues le decía que hace trescientos años no había tantos bíos. Un montón de trabajos corrían por cuenta de los quimis. Parte hacíamos los soldados, pero la mayoría los hacían los civiles. Quizás usted conozca algunos. No llevan coraza y tienen un software diferente.

— Lamento decirle que en gran medida hoy han desaparecido -le dijo Seda.

— Sí, y pienso que ahí el viejo Pas metió un poco la pata. Yo y una quimi podríamos hacer un crío. ¿Sabe?

— Por cierto.

— Cada uno cargado con la mitad de los planes. Pero el hecho es que con suerte podría llevarnos un año, y sin suerte veinte, mientras que ustedes los bíos pueden hacer la labor principal una noche cualquiera después del trabajo.

— Créeme -le dijo Seda-, lo digo de todo corazón: ojalá os parecierais más a nosotros y nosotros más a vosotros. En mi vida he sido más sincero.

— Gracias. En fin, como sea, pasado un tiempo llegó a haber más bíos y las herramientas mejoraron, sobre todo porque aún había por ahí muchos quimis para hacerlas. También había unos cuantos trabucos circulando en todas las ciudades que habían entrado en alguna guerra, porque habían muerto los soldados que los usaban. En realidad hacer un trabuco no es tan difícil. Hay que tener algunas barras de acero y un torno para el cañón, y no está de más una fresadora. Pero nada de lo que hace una fresadora no puede hacerlo igual de bien alguien cuidadoso con unas limas y un taladro manual, si tiene tiempo.

Pedernal incluyó el arsenal entero en un gesto.

— Henos aquí, pues. No tan firmes como antes, y todos dispuestos a echarle la culpa al viejo Pas a la primera derrota.

— Parece una pena -dijo Seda, pensativo.

— Arriba el ánimo, Pátera. Aquí mismo está lo mejor que tengo para mostrarle. Como es augur lo he reservado para lo último, o casi lo último, bueno. ¿Ha oído hablar de lo que llaman el sello de Pas?

A Seda se le desorbitaron los ojos de asombro.

— Por cierto que sí. Se lo menciona en el Perdón. «Haced mi voluntad, vivid pacíficamente, multiplicaos y no perturbéis mi sello. Así escaparéis a mi cólera.»

Con una nueva sonrisa burlona, Pedernal echó la cabeza atrás.

— ¿Alguna vez lo ha visto?

— Hombre, no. El sello de Pas… hasta donde yo sé, en todo caso, en buena medida es una metáfora. Si yo te confesara, por ejemplo, todo lo que llegara a saber durante la confesión quedaría bajo el sello de Pas, para no ser divulgado nunca a un tercero sin tu expreso consentimiento.

— Bien, eche un vistazo -dijo Pedernal, y dio un paso al costado.

A la altura de la cintura, en la línea de contacto entre las dos puertas se veían una mancha de material sintético. Seda hincó una rodilla para leer las letras y números impresos.