QUIEN DESCIENDE SIRVE MEJOR A PAS
— Fíjate en eso -dijo; ella no miró, y él preguntó-: ¿Quién era esa gente de tus sueños?
El silencio de ella se prolongó tanto que Seda pensó que no contestaría; pasando por la abertura de la barandilla bajó el primer escalón.
— Están todos escritos -le dijo-. La serie siguiente dice: «Enseñaré a mis hijos cómo realicé el Plan de Pas». Debe de haber un santuario de Pas allá en el fondo. ¿Te gustaría verlo?
— Trato de… pensar en una forma de contártelo. Nosotros no hablábamos. Con palabras. Ahora tengo que recordar cómo se habla así. Digo algo. Pero tú no me oyes salvo si muevo los labios. Mover los labios y la boca… mientras hago este ruido con la garganta.
— Te está saliendo muy bien -le dijo Seda, afectuoso-. Pronto tendremos que subir de nuevo, aunque no con la misma habitación pequeña, pues supongo que nos llevaría al mismo lugar. De todos modos yo debo volver a los túneles del subsuelo de Limna y encontrar las cenizas de aquel manteón. No estoy nada seguro de que debamos tomarnos el tiempo para ver este santuario, recitar oraciones y todo eso. ¿Tú qué crees?
— Yo… -Mamelta quedó en silencio, la mirada fija.
— El Pátera Perca, mi antecesor y un hombre sumamente devoto, solía hablar en sueños, y en voz alta -le dijo Seda-. A veces me despertaba desde la habitación vecina. Pienso que quizá tú temas hablar porque crees que esto también es un sueño, y que podrías despertar a otros durmientes. Pero ahora no es un sueño, así que descuida.
Ella asintió con un movimiento casi imperceptible.
— Puede que al principio yo hablara. Una era pequeña, la segunda hija del monarca. La que a menudo veíamos bailar.
— ¿Molpe? -sugirió Seda.
— Recuerdo haberla visto a menudo en su casa, bailando en mis sueños. Era una bailarina maravillosa, pero nosotros la aplaudíamos por miedo. Se le veía en la cara el hambre de los aplausos que recibían otros.
— Acaso sea Pas quien te favorece -decidió Seda-. Sí, probablemente es él, ya que la habitación móvil nos llevó derecho a un santuario suyo. De ser así, seguro que si no lo visitamos se ofenderá, después de lo que ha hecho por nosotros. ¿Quieres venir conmigo?
Ella se unió a él en el primer escalón y juntos bajaron por la espiral, viendo en el fino polvo de los peldaños las huellas de quienes los habían precedido y temblando en el aire frío del hueco, a medida que más descendían se iba volviendo más estrecho y oscuro.
Habían hecho la mitad del camino cuando Seda percibió con desagrado un leve olor a corrupción; era como si no se hubiera limpiado y purificado debidamente un altar. Dando por sentado que el santuario que había previsto incluía tal altar, resolvió purificarlo por su cuenta si hacía falta.
Mamelta, que se había retrasado unos peldaños, le tocó ahora el brazo.
— ¿Eso es un pedernal?
Seda se volvió a mirarla.
— ¿Pedernal? ¿Dónde?
— Ahí abajo. -Con un ademán ambiguo indicó el fondo del hueco.- Algo gime.
Seda se detuvo a escuchar; el sonido era tan débil que no estaba seguro de no imaginarlo; un misterioso lamento apenas audible que crecía y menguaba y parecía apagarse por momentos.
En el fondo, donde yacía el soldado, el sonido seguía siendo débil. Seda aferró el brazo izquierdo del muerto y le dio la vuelta, descubriendo en la operación que ya no era tan fuerte como antes. En el pecho pintado de azul vio un agujero irregular del tamaño de su pulgar.
Después de recobrar el aliento dijo:
— Mejor no te acerques, Mamelta. Rara vez los quimis explotan una vez pasado el momento de la muerte, pero siempre hay un riesgo.
Agachándose, empleó una de las gammas de acero que formaban su cruz hueca para desprender la placa facial del muerto. Al ver que el puente hecho con la gamma no producía chispa alguna, meneó la cabeza.
— ¿Cómo…? Me llamo Mamelta, ya te dije. ¿Me has dicho cómo te llamas tú?
— Pátera Seda. -Se incorporó.- Llámame Pátera, por favor. ¿Ibas a preguntar cómo murió este hombre?
— Es una máquina. -Ella miraba la herida.- ¿Un robot?
— Un soldado -le dijo Seda-, aunque nunca había visto uno azul. Los nuestros son jaspeados, en verde, marrón y negro; por eso supongo que venía de otra ciudad. Como sea, lleva muerto mucho tiempo, pero en el santuario hay alguien que está vivo y sufre.
A un lado del hueco había una enorme puerta entornada. Seda la abrió y entró en el santuario.
Se encontró en una sala circular de unos buenos treinta codos de alto, con divanes tapizados, espejos e inscripciones polícromas en el techo, el suelo y la curva del muro. Todos los espejos estaban encendidos, y en todos ellos cabeceaba algo maltrecho, semejante a una calavera, que ya no era una cara. Aullaba.
Seda batió palmas.
— ¡Monitor!
De la cara salía un barullo confuso. Un agujero irregular se abría y cerraba; los sonidos se alzaron hasta el alarido penetrante, y en el centro de la sala se levantó un escotillón.
— Quiere que vayas a la proa -dijo Mamelta.
Seda fue hasta la abertura del suelo y miró abajo. En el fondo, a cincuenta codos, se agitaban tres puntitos brillantes que se movían a la vez. No pudo menos que recordar las luces de la tumba de Orpina con las que había soñado. Observó los puntitos brillantes hasta que desaparecieron y fueron reemplazados por una sola chispa.
— Voy a bajar.
— Sí. Es lo que quiere.
— ¿El monitor? ¿Lo entendiste?
Ella sacudió la cabeza, un movimiento ínfimo.
— He visto esto. Yendo a la nave que nos elevaría del Mundo.
— Esto no puede ser una embarcación -protestó Seda-. Todo el santuario debe de estar cavado en roca maciza.
— Ése es el muelle -murmuró ella, pero él ya se había agachado y descolgaba las piernas por la abertura circular revelada por el escotillón. Peldaños colocados en la pared le permitieron bajar a una burbuja translúcida fuera de la cual se veía una oscura planicie de roca desnuda. Mientras la miraba, algún mecanismo desconocido se ajustó en su mente y, por debajo del cóncavo suelo de cristal, el enjambre de chispas dejó de ser meramente lejano para volverse infinitamente remoto, lámparas y fuegos de nuevas tierras del cielo.
— Gran Pas…
El nombre divino sonaba allí vacío y disparatado, por mucho que toda su vida él lo hubiera empleado sin dudar de su validez; el Gran Pas no era tan grande como aquello, ni siquiera era un dios allí fuera.
Seda tragó saliva, seca la boca y sin tragar nada en realidad, y con el gammadión que llevaba al cuello trazó el signo de adición.
— Esto es lo que me enseñaste, ¿no? Lo mismo que vi en el patio de juegos: el terciopelo negro y las chispas de colores bajo los pies.
Hubo, o le pareció, un asentimiento que no era una palabra dicha.
Eso lo reafirmó como nada más habría podido. Primero una y después la otra, separó las manos sudorosas de los helados peldaños de la escalera y se las secó en la túnica.
— Si deseas que muera, sé que moriré; y no querría otra cosa. Pero después de mostrarme esto en el patio de juegos me pediste que salvara el manteón, así que déjame volver, por favor… al mundo que conozco. En cuanto pueda costearlo te ofrendaré un toro blanco, te lo juro.
Esta vez no hubo respuesta.
Miró alrededor; algunos puntitos de luz eran rojos, otros amarillos como el topacio, otros violetas, muchos como diamantes. Aquí y allá veía algo así como brumas o nubes de luces; ciudades enteras, sin duda. La sombría llanura, que recordaba el rostro de un niño picado de viruelas, era mucho más yerma que los áridos acantilados de la Vía de los Peregrinos; ni un árbol, ni una flor, ni una brizna de hierba o mota de musgo brotaba de la roca.
Seda permaneció donde estaba, mirando la oscuridad fulgurante, hasta que Mamelta, desde un peldaño más alto, le llamó la atención tocándole la coronilla; entonces él se sobresaltó, la miró un instante sorprendido y apartó los ojos, consternado por la visión de su pubis desnudo.
— ¿Qué has descubierto? Yo descubrí de dónde es. Dámela.
— Te la llevaré -dijo él. Iba a subir cuando se dio cuenta de que tenía las manos rígidas y frías-. ¿La tarjeta, dices?
Ella no contestó.
Todas las salas eran pequeñas, aunque la más amplia estaba bordeada de innumerables divanes y tenía más altura que la torre principal del Gran Manteón, que daba al palacio del prolocutor en el Palatino. Al entrar en la habitación superior a esta sala cilindrica, Seda pisó una masa blanca y podrida, y comprendió cuál era el origen del hedor a corrupción. Dispersas por el suelo había una docena de masas similares de carne muerta. Le preguntó a Mamelta qué eran; ella se inclinó a examinar una y dijo:
— Humano.
Agachándose a mirar otra, Seda reconoció el basto polvo negro en donde yacían; el gabinete de metal bruñido, que parecía haber contenido miles o decenas de miles de embriones, había estado sellado en su origen con el Sello de Pas, como la sala donde Mamelta había dormido con tantos otros bíos; alguien había roto ese sello y diseminado los embriones. En la escola, a Seda le habían enseñado que el mero abuso de cualquier nombre divino era blasfemia. Si aquello era cierto, ¿esto qué era? Con un escalofrío se apresuró detras de Mamelta.
En un compartimiento tan pequeño que no pudo evitar rozarla, ella señaló un marco y unos cables que colgaban.
— Éste es el lugar. Tú no sabes controlarlo. Déjame a mí.
Curioso, y medio atónito aún por el saqueo de los tesoros de Pas, le dio una tarjeta. Ella sujetó tres grapas y estudió un espejo que había arriba.
— Es de otra clase -dijo. Agachándose, introdujo la tarjeta en el marco a la altura del tobillo-. Déjame verlas todas.
Él accedió, y ella las fue probando como la primera, despacio y al parecer insegura de algunas decisiones, pero tomando siempre la correcta. Seguía trabajando cuando una quebrada cara gris cobró forma en el espejo.
— ¿Ya es hora? -preguntó la cara; y otra vez-: ¿Ya es hora?
Seda meneó la cabeza, pero la cara siguió preguntando.
— Si tienes más debes dármelas -dijo Mamelta.
— No tengo. Me quedaban siete de los ritos de Orpina, dos del sacrificio de Sangre y aquella que encontré contigo. Te las he dado todas para que repararas este pobre monitor. No sabía que con dinero…
— Necesitamos más -dijo Mamelta.
Él asintió.
— Si es que quiero salvar el manteón, sin duda. Muchas más que diez. Con todo, si recuperamos esas diez tarjetas, él estará como cuando llegamos. -Exhausto, Seda se apoyó en la pared; de haber podido se habría sentado.
— ¿Has comido? A bordo hay comida.
— Tengo que ir de nuevo abajo-. Seda reprimió con firmeza el súbito placer que le daba la preocupación de ella.- Tengo que verlo de nuevo. El monitor. ¿De veras esto es una especie de embarcación?
— No es como la Piedra de Logan. Ésta es más pequeña.
— En cualquier caso el monitor tenía razón: lo que vi desde la proa era algo que me estaba dado ver. Pero también tienes razón tú: antes debería comer. No he comido nada desde… desde la mañana del día en que fuimos al lago. Supongo que a estas alturas eso es ayer. Comí media pera, muy rápido, antes de nuestra oración matutina. No me extraña que esté tan cansado.
Unas bandejitas envueltas en una película empañada, que Mamelta comía con placer manifiesto, se calentaron casi en exceso al quitarles la película, y resultaron estar hechas de un crujiente bizcocho prensado. Temblando aún y agradecidos por la tibieza, ellos devoraron tanto las bandejas como su contenido sentados uno junto a otro en uno de los divanes; incesantemente el monitor preguntaba «¿Es la hora? ¿Es la hora?», hasta que Seda dejó de oírlo. Mamelta le regaló una verdura retorcida, verde oscuro, cuyo sabor le recordó el del ganso gris que él había ofrecido a todos los dioses el día de su llegada a la calle del Sol; él le dio a cambio un pastelito de un dorado oscuro, aunque tuvo la impresión de que para ella era demasiado.
— Ahora bajaré de nuevo a la proa -dijo Seda-. Quizá no vuelva nunca a este lugar, y no soportaría haberme ido sin convercerme para siempre de que he visto lo que he visto.
— ¿El vientre del Mundo?
Él asintió.
— Si así quieres llamarlo, pues sí… Y lo que hay más allá del vientre. Si te hace falta puedes descansar aquí, o irte si prefieres no esperarme. Me siento encantado de que uses mi túnica, pero si te vas por favor déjame el estuche de escritura. Está en el bolsillo.
Quedaba algo de comida y un trozo de bandeja crujiente; pero tampoco Seda tenía más hambre. Se levantó, sacudiéndose las migas de la toga tiznada.
— Cuando vuelva, tendremos que ir (tendré yo, si tú no quieres venir) de nuevo a los túneles a recuperar el azot que dejé cuando los soldados me salieron al paso. Te prevengo que será peligroso. Hay animales terribles.
Mamelta dijo:
— Si no te quedan tarjetas, tal vez haya otras cosas que puedo reparar. -Él se volvió para irse, pero ella no había acabado.- Es mi trabajo, o parte de mi trabajo.
La escalerilla era la misma, y también eran las mismas las motas de luz inimaginablemente lejanas, pero todo había cambiado. Después de todo, esa embarcación de otro mundo era un santuario, se dijo Seda, y sonrió para sí. O, mejor dicho, era el umbral de un santuario más grande que el mundo entero, el santuario de un dios más grande aún que el Gran Pas.
En la burbuja que se abría al pie de la escalerilla había cuatro divanes. Mientras comía con Mamelta, Seda había reparado en unas gruesas correas trenzadas que pendían del diván que ellos ocupaban. Estos divanes tenían unas correas idénticas; viéndolas pensó otra vez en esclavos y en los esclavistas que, según se decía, navegaban en las aguas del lago Limna.
Razonando que unas correas lo bastante fuertes para sujetar esclavos también lo sujetarían a él, se sentó en el respaldo del diván más cercano y abrochó la correa más alta de modo de poder ponerse de pie sobre el diván, prácticamente en el centro de la burbuja, y asirse al largo travesaño.
Cuando volvió a mirar afuera estaba ocurriendo algo totalmente nuevo. En su ausencia, la llanura de roca se había blanqueado y ahora estaba veteada de arena. Estirando el cuello para mirar hacia atrás, en el confín de la llanura vio un fino haz de luz cegadora. En ese momento le pareció que el Extraño había aferrado el mundo entero tal como un hombre cogería un palo: con una mano gigantesca de la que sólo asomaba el borde de la uña de un enorme dedo.
Aterrorizado, huyó escalera arriba.