11
Algunos resúmenes
— Alca, ¿me has olvidado?
Caminando de regreso hacia Limna, había creído que estaba absolutamente solo bajo el viento que barría la Vía de los Peregrinos. Dos veces ya había parado a descansar y, sentándose en piedras blancas, había escrutado las tierras del cielo. Para Alca era frecuente estar solo y al raso en el nocturno, y cuando tenía tiempo lo disfrutaba: rastrear los hilos de plata de ríos de los que no bebería nunca, explorar con la mente las innumerables ciudades desconocidas donde las ganancias eran (le gustaba imaginar) considerablemente mayores. Pese a la insistencia de Chenilla, no creía que se quedase toda la noche en el santuario de Escila; pero Alca nunca había supuesto que ella pudiera adelantársele. La recordó como estaba al llegar allí: los pies llagados, exhausta, la cara brillante de sudor, los rojos rizos como una maraña empapada, su voluptuoso cuerpo mustio como un ramo en una tumba.
Sin embargo, estaba seguro de que la voz que acaba de oír más atrás era la de ella.
— ¡Chenilla! -llamó-. ¿Eres tú?
— No.
Se levantó, desconcertado, y gritó:
— ¿Chenilla?
Las rocas devolvieron el eco de las sílabas.
— No voy a esperarte, Chenilla.
— Entonces te esperaré yo en el mojón siguiente -dijo la voz, mucho más cerca.
El débil golpeteo podría haber sido por una lluvia; Alca miró de nuevo el cielo despejado. El ruido siguió creciendo; pies que corrían detrás de él por la Vía de los Peregrinos. Así como habían rastreado los ríos, los ojos de Alca siguieron el tortuoso sendero que bordeaba el yermo acantilado.
La clara luz del cielo la reveló casi en seguida, más cerca de lo que había supuesto, la falda alzada hasta los muslos, piernas y brazos que subían y bajaban rítmicamente. Súbitamente desapareció en la sombra de un saledizo, sólo para surgir como un guijarro disparado hacia él con una honda. Por un instante le pareció que a cada paso corría más, que no empezaría a frenar ni pararía nunca, y ni siquiera dejaría de ganar velocidad. Pasmado, se apartó.
Ella pasó como un torbellino, la boca muy abierta, fulgurantes los dientes, los ojos desorbitados. Un momento después se perdió entre los árboles raquíticos.
Él sacó el lanzagujas, revisó el cargador, quitó el seguro y avanzó con cautela, dispuesto a disparar. El viento le llevó un ruido de tela desgarrada y la respiración ronca de ella.
— ¿Chenilla?
Otra vez no hubo respuesta.
— Chenilla, lo siento.
Le pareció que entre las sombras lo esperaba una bestia monstruosa; y, por mucho que se trató de tonto, no pudo alejar el presentimiento.
— Lo siento -repitió-. Fue una cabronada. Debí quedarme contigo.
Media cadena más y las sombras se le cerraron en torno. La bestia seguía esperando, ahora más cerca. Se enjugó la cara sudorosa con un pañuelo; estaba guardándoselo en el bolsillo cuando la divisó, totalmente desnuda, sentada en una piedra blanca en medio de un retazo de luz. A los pies tenía amontonados el vestido negro y la pálida ropa interior, y su lengua colgaba tanto de la boca que era como si estuviese lamiéndose los pechos.
Él se detuvo y apretó más el lanzagujas.
Ella se puso de pie y dio unas zancadas hacia él. Retrocediendo a las sombras más densas, él apuntó la pistola; ella pasó delante de él sin una palabra y cruzó el ralo bosquecito hasta el borde del acantilado. Uno o dos segundos estuvo allí inmóvil, los brazos sobre la cabeza.
Se lanzó y, tras un intervalo que pareció muy largo, se oyó el débil ruido de la zambullida.
Alca había hecho la mitad del camino hasta el borde cuando corrió de nuevo el seguro y devolvió el lanzagujas a la faja. Aunque las alturas no lo atemorizaban, conoció el miedo al pararse en el filo del risco y mirar, más de cien codos abajo, el agua iluminada por el cielo.
A ella no la vio. Las olas empujadas por el viento se precipitaban contra las rocas como caballos de crin blanca, pero allí no estaba ella.
— ¡Chenilla!
Iba a dar media vuelta cuando apareció la cabeza entre dos olas.
— Te encontraré -gritó- allí.
Un brazo que por un instante pareció uno entre muchos señaló la playa rocosa en dirección a las dispersas luces de Limna.
— ¿Brazos?
La pregunta era de Oreb, y llegó desde una densa masa de arbustos a la derecha de Alca.
El sonrió, alegre por la compañía y avergonzado de alegrarse.
— Sí. Demasiados brazos. -Volvió a secarse el sudor de la cara.- No, es camelo. Era como en un espejo, ¿te das cuenta? Chenilla sacó los brazos del agua y con el reflejo pareció que abajo había más. Eso es todo. ¿Encontraste al Pátera?
— Santuario lo comió.
— Sí, claro. Ven que te llevo hasta Limna.
— ¿Como pájaro?
— Supongo. No te haré daño, si te preocupa eso, pero eres del Pátera y si alguna vez lo encontramos te devolveré a él.
Aleteando desde las matas Oreb fue a posarse en el hombro de Alca.
— ¿Muchacha gusta? ¿Ahora gusta?
— ¿Chenilla? Hombre, claro. -Alca hizo una pausa.- Pero tú tienes razón. Ésa no es ella, ¿no?
— ¡No, no!
— Sí, cierto. -Alca asintió para él mismo.- Es algún demonio que se le parece. Vaya, no sé si le gustan los pájaros o no. Si tuviera que adivinar diría que probablemente le gustan en el desayuno o el almuerzo, aunque supongo que para la cena tomará algo un poco más sólido. De todos modos, si podemos lo esquivaremos.
Agotado como estaba, le pareció que los agobiados pies volaban por la loma siguiente y todas las demás, cuando habría preferido consumir meses enteros en subir y bajar cada una. Una hora de fatigosa caminata le parecía menos de un minuto; y, aunque tenía la compañía de Oreb, posado en su hombro, rara vez se había sentido tan solo.
— ¡Lo he encontrado! -La voz de Chenilla le sonó prácticamente al oído; dio un salto y Oreb chilló.- ¿Sabes nadar? ¿Llevas algo valioso que pueda estropearse en el agua?
— Algo -repuso Alca. Se había frenado en seco para buscarla; le era difícil mantener la mano lejos del lanzagujas. Cuando habló de nuevo tuvo miedo de tartamudear-. Sí, llevo. Un par de cosas.
— Pues tenemos que conseguir una barca. -Como niebla del lago, ella se alzaba entre él y la playa rocosa: él había mirado en la dirección equivocada.- No entiendes un comino, ¿no? Soy Escila.
Era, en opinión de Alca, una afirmación de importancia tan capital que ningún ser que él concibiera habría tenido la audacia de hacerla en falso. Cayó de rodillas y murmuró una plegaria.
— Es «hermosa Escila» -le dijo su deidad-, maravilla de las aguas, no madre del agua. Si vas a farfullar ese disparate, al menos hazlo correctamente.
— Sí, Escila.
Ella lo agarró del pelo.
— ¡Levántate! Y para de gemir. Eres ratero y matón, así que puedes ser útil. Pero sólo si haces exactamente lo que yo te diga. -Lo fulminó un momento con la mirada, los ojos ardientes clavados en los de él.- Sigues sin entender. ¿Dónde se puede conseguir una barca? En ese pueblo, supongo. ¿Es así?
De pie él le llevaba una cabeza, y sintió que debía encorvarse.
— Allí alquilan barcas, hermosa Escila. Tengo algo de dinero.
— No intentes hacerme reír. No te valdrá de nada, te lo prevengo. Sígueme.
— Sí, Escila.
— Los pájaros me resbalan -dijo ella, sin preocuparse por mirar a Oreb-. Pertenecían a papá, y ahora son de Molpe y los que son como ése, de Hiérax. Ni siquiera me gusta que a mi gente le den nombres de pájaros. ¿Sabes que soy muy vieja?
— Por supuesto que sí, hermosa Escila. -La voz le salió a Alca una octava más alta de lo habitual. Carraspeó e hizo un esfuerzo por recuperar el control de sí mismo.- Así solía repetir el Pátera Perca en la palestra.
— ¿Perca? -Ella se volvió a mirarlo.- Ése sí que es bueno. ¿Es particularmente devoto de mí?
— Sí, hermosa Escila. O en todo caso lo era. Ha muerto.
— No importa.
Ya habían llegado al comienzo de la Vía de los Peregrinos. Titilantes ventanas de fondas y tabernas iluminaban la calle; los rezagados que volvían a su casa miraban groseramente la desnudez de Chenilla, o decididamente no miraban.
— ¡Seis hijos después de mí! Papá tenía una manía con el heredero varón, y otra con no morirse. -Un carretero borracho intentó pellizcarle un pezón; ella le arrancó los ojos con los pulgares y lo dejó lamentándose en una zanja.- Molpe fue otra niña más, pero cualquiera habría dicho que con Tártaro iba a alcanzar. Pues resultó que no. Así que vino el pequeño Hiérax, pero ni siquiera con Hiérax fue bastante. Entonces hubo tres niñas más, y después… Supongo que ya sabías que os podíamos poseer de este modo, ¿no?
Oreb graznó:
— ¿Muchacha?
Ella no dio señales de haberlo oído.
— No sabía que aún seguía ocurriendo, hermosa Escila -balbuceó Alca.
— Es un derecho nuestro, pero la mayoría necesita un espejo o una Ventana. Así las llamáis vosotros. Terminales. Pero mi terminal es este lago entero, lo que me da muchísimo poder en los alrededores.
Aunque ella no lo miraba, Alca asintió.
— Sin embargo hacía mucho que no andaba por aquí. Esta mujer es una puta. No me extraña que Kypris fuese por ella.
Alca volvió a asentir, ahora débilmente.
— Al principio elegimos las funciones, con papá como dios de todas las cosas (eso significa su nombre) y jefe de todo el mundo. ¿Te das cuenta? ¿Dónde están las barcas?
— Girando por la esquina siguiente, un trecho más abajo encontraremos algunas, hermosa Escila.
— Sólo que ahora está muerto. Lo quitamos del núcleo central hace treinta años. Como fuera, el caso es que le tocaba escoger a mamá, y eligió toda la superficie interior. Yo sabía que iba a quedarse mayormente en tierra, así que tomé el agua. Entonces yo hacía muchísimo buceo. Como cabía esperar, Molpe eligió las artes. -Al doblar la esquina, Chenilla divisó una barca de pesca amarrada al final del callejón y señaló hacia allí.- Ésa ya tiene un hombre. Dos, y uno es un augur. ¡Perfecto! ¿Sabes navegar? Yo sé.
¡Pas estaba muerto! Alca no podía pensar en nada más.
— ¿No? Entonces no los mates. Iba a contarte que elegimos nombres nuevos, adecuados. Allá, en casa, papá era Tifón Primero. Lo que ninguno sabía era que también le permitiría elegir a ella. Y ella eligió el amor, vaya sorpresa. Y con el amor tomó el sexo y todo lo sucio. Al comienzo no se inmiscuía mucho, porque sabía que…
Al oírle la voz, el Pátera Incus alzó la vista.
— ¡Eh, augur! Prepárate a soltar amarras.
Chenilla echó a correr como un velocista y desapareció en las densas sombras del callejón. Un momento después Alca la vio saltar -elevándose en el aire de un modo que habría sido imposible de no haber estado poseída- y aterrizar en la cubierta de la barca de pesca.
— Dije que os prepararais a soltar amarras. ¿Sois sordos?
Golpeó al augur con la mano izquierda y al pescador con la derecha, y el ruido de los golpes bien podría haber sido el de un doble portazo. Alca sacó el lanzagujas y corrió tras ella.
Otra mañana calurosa; otra mañana abrasadora. La Máitera Mármol se abanicaba con un folleto. Llevaba bobinas bajo las mejillas; su plan ya no respondía a su llamada, pero ella lo conocía bien. Las bobinas principales las llevaba en las piernas, y en cada mejilla había una auxiliar; allí el fluido transportador de la fuerza que aún poseía se ponía (o debería haberse puesto) en contacto con la placa facial de titanio, que a su vez estaba en contacto íntimo con el aire de la cocina.
Y supuestamente el aire debía estar más fresco.
Pero no, no podía ser así. En un tiempo había tenido -estaba casi segura de haber tenido- un claro aspecto de bío. Le habían revestido las mejillas con un material que tendría que haber impedido la transferencia de calor. ¿Qué le había dicho el otro día al Pátera Seda? ¿Tres siglos? ¿Trescientos años? Sin duda la coma decimal se había corrido a la izquierda.
Tendría que haberse corrido. Entonces ella había parecido una bío; una muchacha de pelo negro y mejillas sonrosadas. Como una Dalia algo más mayor, de hecho, y Dalia siempre había sido muy deficiente en aritmética: siempre mezclando los decimales, multiplicando dos números decimales para obtener uno con dos comas decimales, meros dígitos revueltos que significaban ni Su Cognescencia sabía qué.
Con la mano libre la Máitera Mármol removió las gachas de avena. Estaban hechas, casi pasadas. Las quitó del fuego y volvió a abanicarse. Al otro lado del umbral, en el refectorio, la pequeña Máitera Menta esperaba el desayuno con una paciencia ejemplar. La Máitera Mármol le dijo:
— Quizá sea mejor que coma ahora, sibi. Tal vez la Máitera Rosa está enferma.
— Muy bien, sibi.
— ¿Es cosa de obediencia, verdad? -El folleto cruzó frente a la cara de la Máitera Mármol; llevaba un paisaje marítimo, con Escila retozando entre pejelunas y esturiones, pero no refrescaba nada. Muy en el fondo de la Máitera Mármol un sensor casi olvidado se agitó peligrosamente.- No tiene por qué obedecerme, sibi.
— Usted es mayor que yo, sibi. -Normalmente las palabras habrían sido casi inaudibles; aquella mañana eran claras y firmes.
La Máitera Mármol tenía demasiado calor para reparar en eso.
— Si no quiere comer no la obligaré, pero tengo que sacarlo del fuego.
— Quiero lo que usted quiera, sibi.
— Voy a subir. La Máitera podría necesitarme para algo. -La Máitera Mármol tuyo una inspiración.- Le llevaré el tazón en una bandeja. -De ese modo la Máitera Menta podría tomar el desayuno sin esperar a la mayor de las sibis.- Pero antes le daré las gachas a usted, y debe comérselas todas.
— Como usted desee, sibi.
La Máitera Mármol abrió el armario y sacó el tazón de la Máitera Menta y el viejo y desportillado tazón preferido de la Máitera Rosa. Subir la escalera la acaloraría más; pero, como no lo había pensado a tiempo, tendría que subir. Empezó a servir las gachas hasta que el cucharón se disolvió en una nube de dígitos; entonces se quedó contemplándolo. Siempre le había enseñado a sus alumnos que los objetos sólidos se componían de enjambres de átomos, pero estaba equivocada: cada objeto sólido, cada sólido pensamiento, era un enjambre de números. Cerrando los ojos, se obligó a hundir el cucharón en las gachas, soltar el folleto y, palpando el borde de un tazón, echar más gachas en él.
El ascenso por la escalera no fue tan penoso como temía; pero el segundo piso del cenobio había desaparecido, reemplazado por nítidas filas de hierbas marchitas y enmarañadas parras. Alguien había escrito con tiza un mensaje: ¡SEDA PARA CALDÉ!
— ¿Sibi? -Era la voz de la Máitera Menta, tenue y lejana.- ¿Se siente bien, sibi?
Las toscas letras y la pared de roca de nave se deshicieron en dígitos.
— ¿Sibi?
— Sí. Sí, dije que iba a subir, ¿no? A ver cómo está la Máitera Betel. -No tenía sentido preocupar a la temerosa Máitera Menta.- Sólo he salido un momento a refrescarme.
— Me temo que la Máitera Betel nos ha dejado, sibi. Va a ver cómo está la Máitera Rosa.
— Sí, sibi. Por supuesto. -Esas franjas danzantes de números eran escalones, le pareció. ¿Pero escalones que llevaban a la puerta o a un piso superior?- Me habré confundido, Máitera. Hace demasiado calor.
— Ánimo, sibi. -Una mano le tocó el hombro.- Tal vez le gustaría llamarme así. Somos hermanas, usted y yo.
De vez en cuando veía los escalones reales, la banda de alfombra marrón, con el motivo gastado, que había barrido tantas veces. La puerta de la Máitera Rosa estaba en el fondo del breve pasillo.
La Máitera Mármol llamó y advirtió que acababa de romper el panel con los nudillos; a través de la madera astillada vislumbró a la Máitera Rosa todavía en la cama, abiertos los ojos y la boca y la cara moteada de moscas.
Entró, desgarró el camisón desde el cuello hasta el ruedo y abrió el pecho de la Máitera Rosa; luego se quitó el hábito, lo colgó cuidadosamente de una silla y se abrió el pecho ella. Casi reacia, empezó a intercambiar componentes con su sibi muerta, probándolos a medida que los colocaba y rechazando algunos. Hoy es társides, se recordó; pero como la Máitera se ha ido esto no puede ser robo.
Éstos ya no los necesitaré más.
El espejo de la pared norte mostraba una barca de pesca a plena vela; sentada junto al timonel, una mujer desnuda llevaba un anillo relampagueante. La Máitera, desnuda también, le evitó la mirada.
A Seda le palpitaba la cabeza y sentía los ojos cerrados con pegamento. Bajo y gordo pero en cierto modo enorme, el consejero Potto se erguía ante él, los puños alertas, esperando a que abriera los ojos. En algún lugar… en algún lugar había habido paz. Se gira la llave para el otro lado y los bailarines bailan hacia atrás, la música suena hacia atrás, reaparecen noches desvanecidas…
Oscuridad y un golpeteo sordo y sostenido, infinitamente tranquilizador. Las rodillas recogidas, los brazos doblados en una plegaria… Contemplación muda, libre de la necesidad de comer, beber o respirar.
El túnel, oscuro y tibio pero cada vez más frío. Gritos de angustia; Mamelta a su lado, la mano de ella en la suya, y el minúsculo lanzagujas de Jacinta ladrando como un chucho.
¿Cuánto te dieron? Golpes que lo sacudían.
Cenizas, invisibles pero asfixiantes.
— Éste es el lugar.
¿Cuánto le contaste a Sangre?
Un chubasco de fuego. Oraciones matutinas en un manteón de Limna que debía de estar a unos treinta codos, y sin embargo a mil leguas de allí.
— ¡Detrás de ti! ¡Detrás de ti!
La lámpara de la muerta, un cuarto de vela sin consumir. Mamelta soplando un carbón brillante para avivarlo.
— Soy un ciudadano leal y…
— Consejero, soy un ciud…
Escupiendo sangre.
— Quien lastime a un augur…
Cuánto…
El ojo derecho de Seda se abrió, vio una pared gris como la ceniza y volvió a cerrarse.
Intentó contar sus disparos… y se encontró de nuevo en el comedor.
— Hombre, Pátera, por empezar la mía carga muchas más agujas… Todas buenas y gruesas; en otros tiempos esto era la Alambrada.
Se abrió la puerta y Potto entró con las cenas en una bandeja; lo seguía el sargento Arena con la caja y las terribles varas.
¡Atrás! ¡Atrás!
Arrodillado en la ceniza, cavando con las manos. Un dios que había sido alcanzado por cinco agujas y seguía de pie al borde de la luz de la lámpara, la boca chorreante de sangre y de baba. Un estampido de trabuco en el túnel, muy cerca.
¿… le diste?
Varas metálicas contra las ingles, el brazo de Arena dándole a la manivela, su cara sin expresión desaparecida en las brumas de un dolor insoportable.
Compró tu manteón.
— Sí, soy un…
¿Por tiempo indefinido? ¿Quieres quedarte un tiempo indefinido?
— Sí.
¿Un tiempo indefinido?
— Sí. No sé…
(Atrás, oh, atrás, pero la corriente tiene demasiada fuerza.)
El ojo izquierdo de Seda se abrió. Acero pintado, gris como la ceniza. Frotándose los ojos se sentó, la cabeza dolorida, el estómago revuelto. Estaba en una habitación de paredes grises y tamaño modesto, sin ventanas. Temblaba. Había estado tendido en un catre bajo, duro y muy angosto.
Desde el borde de la memoria una voz dijo.
— Ah, ha despertado. Necesito, quiero, hablar con alguien.
Respirando con dificultad, él parpadeó. Era el doctor Grulla, una mano en alto, los ojos chispeantes.
— ¿Cuántos dedos ve?
— ¿Usted? Soñé que…
— Lo atraparon, Seda. A mí también me cogieron. ¿Cuántos dedos ve?
— Tres.
— Bien. ¿Qué día es?
Seda tuvo que pensarlo; recordar era un esfuerzo. Al cabo dijo:
— ¿Társides? Las exequias de Orpina fueron el ésciles; el mólpedes fuimos al lago, y yo bajé…
— ¿Sí?
— A estos túneles. Hace mucho que estoy aquí. Ya podría ser hiéraces, tal vez…
— Muy bien; sólo que no estamos en los túneles.
— ¿En la Alambrada?
Grulla sacudió la cabeza.
— Se lo diré, pero harán falta ciertas explicaciones, y antes debo advertirle que probablemente nos han encerrado juntos esperando que digamos algo útil. Quizá no quiera usted complacerlos.
Seda asintió, y en seguida advirtió su error.
— Ojalá hubiera un poco de agua.
— Estamos rodeados de agua. Pero para que nos den algo tendrá que esperar, si es que nos dan alguna vez.
— El consejero Potto me golpeó con el puño. -Seda se acarició con cautela el bulto que tenía en la cabeza.- Es lo último que recuerdo. Cuando habla de ellos, ¿se refiere a nuestro Ayuntamiento?
— Correcto. -Grulla se sentó junto a él en el catre.- Espero que no le importe. Mientras usted estaba inconsciente me lo pasé en el suelo, que es duro y frío para el trasero. ¿Para qué viajó al lago? ¿Le importa decirme?
— No logro acordarme.
Grulla asintió, aprobatorio.
— Probablemente sea la mejor táctica.
— No es ninguna táctica. He tenido… he tenido unos sueños muy raros. -Seda apartó los atroces recuerdos de Potto y Arena.- Uno con una mujer desnuda que también soñaba cosas raras.
— ¡Vaya!
— Hablé con… no importa. Y vencí a un demonio. Usted no va a creerme, doctor.
— No le creo -dijo Grulla jovialmente.
— Pero lo vencí. Llamé a los dioses por turno. El único que la asustó fue Hiérax.
— Un demonio hembra. ¿Era un poco así? -Grulla mostró los dientes.
— Sí, un poco. -Seda hizo una pausa y se tocó la cabeza.- Y no fue un sueño… Usted la conoce. Debe conocerla.
Grulla alzó una ceja.
— ¿Si conozco al demonio que usted ahuyentó? Admito que mi círculo de amistades es amplio, pero…
— Es Mucor, la hija de Sangre. Puede poseer a la gente, y poseyó a la mujer con quien yo estaba.
De golpe serio, Grulla soltó un suave silbido.
— ¿Fue usted el que la operó?
Grulla negó con la cabeza.
— ¿Se lo contó Sangre?
— Me dijo que antes de usted tenía en la casa un neurocirujano. Al conocer los poderes de Mucor comprendí; o al menos me pareció que comprendía. ¿Por qué no me cuenta algo de eso?
El doctor se pasó los dedos por la barba y alzó los hombros.
— Supongo que eso no me perjudicará. De todos modos el Ayuntamiento conoce todo lo importante y de alguna manera hay que pasar el tiempo. Si le cuento, ¿usted contestará a algunas preguntas? ¿Con respuestas francas y completas, salvo si hay algo que no quiere que ellos sepan?
— No sé nada que quisiera ocultarle al Ayuntamiento -declaró Seda-, y ya he contestado a un sinfín de preguntas del consejero Potto. Le diré cualquier cosa que me concierna, y cualquier cosa que sepa de otras personas si es que no me fue confiado bajo sello.
Grulla sonrió.
— Siendo así empezaré por lo elemental. ¿Para quién trabaja?
— Debí decirle que le respondería después de que usted respondiera a mis preguntas sobre Mucor. El arreglo fue así; si puedo me gustaría ayudar a la muchacha.
La ceja de Grulla se alzó de nuevo.
— ¿Se incluye la primera de las mías?
— Sí -dijo Seda-. Por supuesto. Antes que ninguna. ¿De verdad es Mucor hija de Sangre? Ella me dijo eso.
— Legalmente sí. Es hija adoptiva. Por lo general no se permite adoptar a hombres solteros, pero Sangre ha trabajado para el Ayuntamiento. ¿De esto estaba al tanto?
Seda se acordó justo a tiempo de no sacudir la cabeza.
— No. Y me cuesta creerlo. Es un delincuente.
— No es que le paguen una cantidad de tarjetas, ¿comprende? Lo dejan que opere sin inmiscuirse, mientras sus locales no provoquen problemas, y le hacen favores. Al parecer éste es el caso. Habrá bastado con que cualquier consejero hablase con un juez; y, adoptándola, él podía controlarla hasta la mayoría de edad.
— Ya. ¿Quiénes son los padres auténticos?
— No tiene. -Grulla volvió a encogerse de hombros.- En todo caso no en nuestro mundo. Y, fueran quienes fueran, probablemente se conocieron en una probeta. Era un embrión congelado. Imagino que a Sangre le costó un dineral. Sé que pagó una pequeña fortuna por ese neurocirujano que usted mencionó.
Recordando la habitación desnuda y mugrienta donde había visto a Mucor por primera vez, Seda dijo amargamente:
— Una fortuna para destruir lo que le había costado tanto.
— No es tan así. Supuestamente yo tenía que hacerla maleable. Por lo que he oído era todo un horror. Pero cuando el cirujano… por cierto, era de Palustria, que es como descubrimos lo que ocurría. Cuando le abrió el cráneo se topó con un órgano nuevo. -Grulla soltó una risita.- He leído su informe. Está en el archivo médico que hay en el fondo de la villa.
— ¿Un órgano nuevo? ¿Qué era?
— No quise decir que no fuera un cerebro. Lo era. Pero no se parecía a nada que el cirujano hubiera manipulado antes. Desde el punto de vista médico no era un cerebro humano, tampoco animal. Tuvo que trabajar por intuición y, como se dice, a la buena de dios. Y al final hizo una chapuza. Llegó incluso a admitirlo.
Seda se secó los ojos.
— Oh, vamos, Pátera -lo amonestó el doctor-. Ya hace diez años de esto, y se supone que los espías somos de madera más dura.
— ¿Alguien ha llorado alguna vez por ella, doctor? -preguntó Seda-. ¿Usted, Sangre, Mosqueta o el neurocirujano? ¿Alguien?
— Que yo sepa no.
— Pues déjeme llorar a mí. Que al menos tenga eso.
— No se me ocurriría prohibírselo. No me ha preguntado por qué Sangre no se libró de ella.
— Según acaba de decirme es la hija… Legalmente, al menos.
— Eso no iba a impedírselo. Fue porque el cirujano dijo que un tiempo después de que se curara podían regenerársele las capacidades sustitutivas. Era una corazonada, nada más, pero, a juzgar por lo que cuenta usted sobre un demonio, ha sucedido. Y, gracias a usted, ahora lo sabe el Ayuntamiento. Volverá a Virón más peligrosa que nunca.
Con una punta de la túnica Seda volvió a secarse los ojos y se sonó la nariz.
— Más formidable, querrá decir. Para su gobierno, en Palustria, puede ser un problema, pero a mí no me molesta.
— Claro. -Grulla se deslizó en el catre hacia atrás hasta que pudo apoyar la columna en la pared metálica.- Prometió que si le contaba sobre Mucor usted me diría para quién trabaja. Ahora me dirá que trabaja para Su Cognescencia el prolocutor o algo por el estilo. ¿Es eso? Me parece que no juega limpio.
— No. O en cierto sentido sí. Es una bonita cuestión ética. Sin duda estoy haciendo lo que Su Cognescencia desearía de mí, pero a él no se lo he contado; diría que no he informado oficialmente al Capítulo. Realmente no he tenido tiempo, la vieja excusa. ¿Me habría creído si le hubiera dicho que espiaba para Su Cognescencia?
— No le habría creído, y no le creo. Su prolocutor tiene espías en abundancia. Pero no son santos augures. No es tan tonto. ¿Quién es?
— El Extraño.
— ¿El dios?
— Sí. -Aunque no lo estaba mirando a la cara, Seda percibió que Grulla había vuelto a alzar una ceja. Se llenó los pulmones y expulsó el aire por la boca.- Como nadie me cree, salvo un poco la Máitera Mármol, tampoco esperaba que me creyera usted, doctor. Usted menos que nadie. Pero ya se lo he contado al consejero Potto, y se lo contaré a usted. El faides pasado el Extraño me habló en el patio de juegos de nuestra palestra. -Esperó el bufido desdeñoso de Grulla.
— Vaya, qué interesante. Tendríamos que hablar de eso largo rato. ¿Lo vio?
Seda meditó sobre la pregunta.
— No a la manera en que lo veo a usted; de hecho, estoy seguro de que a él es imposible verlo así. En ultima instancia todas las representaciones visuales de un dios son falsas, como le dije hace días a Sangre; son más o menos apropiadas, no más o menos parecidas. Pero el Extraño se me mostró (en espíritu, si cabe hablar del espíritu de un dios) mostrándome las innumerables cosas que ha hecho y realizado, gente, animales, plantas y una miríada más que le importan muchísimo, no todas ellas hermosas o queribles para usted, doctor, o para mí. Inmensos fuegos lejanos al mundo, un escarabajo que parecía una joya pero ponía sus huevos en el excremento y un niño que no sabe hablar y vive… vaya, como una bestia.
»Había un criminal desnudo en un patíbulo, y volvimos allí después de que murió, y otra vez cuando bajaban el cadáver. La madre miraba con un grupo de amigos y, cuando del ajusticiado alguien comentó que había incitado a la sedición, dijo que para ella nunca había sido malo de veras y que lo iba a querer siempre. Había una mujer muerta abandonada en un callejón, y el Pátera Perca, y todo estaba relacionado, como piezas de algo mucho más amplio. -Recordando, Seda hizo una pausa.
— Volvamos al dios. ¿Le oía la voz?
— Oía voces -dijo Seda-. La mayor parte del tiempo una me hablaba a cada oído. Una era muy masculina; no falsamente profunda sino sólida, como si hablara una montaña de piedra. La otra era femenina, una especie de arrullo suave; sin embargo las dos eran de él. Cuando acabó mi iluminación, yo entendía mejor, mucho mejor que nunca por qué los artistas muestran a Pas con dos cabezas, aunque también creo que el Extraño tenía además muchas otras voces. A veces las oía a la espalda, aunque indistintas. Era como si tuviera una multitud esperando detrás, mientras los líderes me susurraban al oído y, a la vez, como si esa multitud fuera una sola persona: el Extraño. ¿Quiere comentarme algo?
Grulla negó con la cabeza.
— Cuando las dos voces hablaban al mismo tiempo, ¿entendía lo que decían?
— Oh, sí. Incluso si decían cosas muy diferentes, como pasaba a menudo. Para mí, lo difícil de entender, incluso ahora (una de las cosas difíciles, en todo caso) es que todo esto haya ocurrido en un instante. Creo haberle dicho luego a alguien que había parecido durar cientos de años; pero la verdad es que no ocupó nada de tiempo. Tuvo lugar en el curso de otra cosa que no era el tiempo, algo que nunca he conocido. Lo estoy expresando mal, pero quizás entienda a qué me refiero.
Grulla asintió.
— Uno de los muchachos… Cuerno, el mejor jugador que tenemos… se había estirado a atajar una pelota. Tenía los dedos casi en el balón, y entonces ocurrió esto fuera del tiempo. Fue como si el Extraño hubiera estado toda la vida detrás de mí, sin hablar nunca hasta que hiciera falta. Me mostró quién era y qué pensaba de todo lo que había hecho. Luego me transmitió qué pensaba de mí, y que quería que hiciese. Me previno que no me ayudaría… -Las palabras se apagaron; Seda se apretó la palma de la mano contra la frente.
Grulla rió.
— No es que estuviera muy amable.
— No me parece cuestión de amabilidad -dijo Seda despacio-. Es cuestión de lógica. Si yo iba a ser agente suyo, como me pidió… En ningún momento exigió nada. Esto debería haberlo recalcado.
»Pero si yo iba a ser su agente, él ya estaba actuando; estaba protegiendo el manteón, porque eso quería que hiciera yo. Lo está protegiendo por mi intermedio. La ayuda que ha enviado soy yo, ¿se da cuenta?; y no se auxilia al auxiliador, como no se lava un jabón o no se compran ciruelas para colgarlas del ciruelo. Yo dije que intentaría hacerlo, desde luego. Dije que intentaría hacer cualquier cosa que él quisiese.
— ¿O sea que se lanzó a una empresa para salvar ese ruinoso manteón de la calle del Sol, y la casita donde vive y lo demás?
— Sí. -Seda asintió; deseando no haberlo hecho añadió:- No necesariamente los edificios que hay ahora. Sería mucho mejor si pudieran reemplazarlos por construcciones nuevas y más amplias; esto apuntó la otra noche el Pátera Rémora, el coadjutor. Pero su pregunta queda contestada. Ya sabe para quién trabajo. O para quién espío, si prefiere, porque lo estaba espiando a usted.
— Para un dios menor llamado el Extraño.
— Sí, así es. La próxima vez que usted fuera a tratarme el tobillo íbamos… iba a decirle que estaba al tanto de que era espía. Que había hablado con gente que le había proporcionado información sin comprender por qué la quería, que le había llevado y traído mensajes; y que en todo esto yo veía una pauta… Ahora la veo más clara, pero ya la había visto entonces.
Grulla sonrió y meneó la cabeza con fingida desesperación.
— Desafortunadamente, el consejero Lemur también.
— Yo además veo otras cosas -le dijo Seda-. Por que estaba usted en la villa de Sangre, por ejemplo; y por qué encontré al talus de Sangre aquí en los túneles.
— No estamos en los túneles -dijo Grulla, ausente-. ¿No ha oído que alrededor hay agua? Estamos en un barco hundido en el lago. O, para ser algo mas exactos, en un barco construido para sumergirse y salir a la superficie cuando el capitán lo ordene. Para nadar bajo el agua como un pez, si es capaz de creerlo. Ésta es la capital secreta de Virón. Si pudiera llevar esta información a mis superiores me haría rico y encima sería un héroe.
Seda se deslizó del catre y cruzó la habitación hasta la puerta metálica. No se podía abrir, como había esperado, y no había cristal ni cerradura por donde mirar afuera. Consciente de pronto del olor de su cuerpo y de las manchas de ceniza en la ropa, preguntó:
— ¿Hay alguna forma de lavarse?
Grulla volvió a sacudir la cabeza.
— Debajo del catre hay un orinal, si lo necesita.
— No. Ahora no.
— Entonces dígame por qué, si no iba a entregarme al Ayuntamiento, le importaba que yo fuera o no espía.
— Iba a entregarlo -dijo Seda con sencillez- si no me ayudaba a salvar el manteón de los designios de Sangre. Pensaba decirle que, si hacía eso, yo lo dejaría salir de la ciudad.
Se sentó en el rincón opuesto al catre; el suelo le resultó tan frío y duro como le había advertido Grulla.
— Pero si no lo hacía, planeaba chivarlo a los Langostas. Así lo dirían en nuestro barrio, y yo trabajaba tanto para el Extraño como para esa gente. Si él quiere salvar el manteón es porque se preocupa por ellos de verdad.
Se quitó los zapatos.
— Llaman «langostas» a los guardias civiles. Por su uniforme verde y porque arrasan con todo.
— Lo sé. ¿Por qué se metió en los túneles? ¿Porque yo había estado preguntando por ellos?
Seda respondió mientras se quitaba los calcetines.
— En realidad no. No pensaba entrar en los túneles, aunque tenía una vaga noticia de ellos: círculos de mecánicos negros que se encontraban allí, y cosas por el estilo, que según nos decían en la escuela eran puros disparates. Usted y esta venda que me prestó me habían posibilitado caminar hasta el santuario de Escila. Fui porque había ido el consejero Simuliid; y la persona que me contó esto dijo que usted estaba interesado en averiguar sobre el santuario.
— Chenilla.
— No. -Seda sacudió la cabeza, sabiendo que le dolería pero deseoso de acentuar la negación todo lo posible.
— Usted sabe que fue ella. No es que importe mucho. Por cierto que cuando la confesó yo estaba fuera escuchando. No oí demasiado, pero ojalá hubiera oído más.
— No habría podido oírlo porque no se dijo. Chenilla reconoció sus propias transgresiones, no las de usted.
— Como le guste. ¿El talus de Sangre lo entregó a Potto?
— Fue más complicado. -Seda titubeó.- Supongo que decirlo es una imprudencia; pero, si el consejero Potto ha puesto alguien a escucharnos, tanto mejor: quiero quitarme esto de la conciencia. Maté al talus de Sangre. Tuve que hacerlo para conservar la vida; pero no me gustó, y desde que sucedió no ha llegado a gustarme un poco más.
— ¿Con…?
— Con un azot que se daba el caso que llevaba encima. Luego me lo quitaron.
— Ya entiendo. Quizá convenga no decir nada más al respecto.
— Entonces hablemos de esto -dijo Seda, y mostró la venda-. Fue usted muy generoso en prestármela, y yo he sido ingrato a más no poder. Ya conoce mi excusa: que esperaba hacer lo que me había pedido el Extraño… para justificar su fe en mí, que en veintitrés años no le había rendido ni siquiera el honor más trivial. No sería justo que siguiera usándola, y agradezco la oportunidad de poder devolvérsela.
— No la aceptaré. ¿Está fría? Seguro que sí. ¿Quiere que se la recargue?
— Quiero que la tenga, doctor. De haber podido, yo lo habría extorsionado. No merezco recibir favores de usted.
— Pues nunca ha recibido ninguno. -Grulla recogió las piernas para cruzarlas debajo del cuerpo.- Yo no lo creé a usted, pero ojalá lo hubiera hecho porque podría atribuirme el mérito de la obra. Es exactamente lo que necesitábamos: un punto de cohesión de la clase baja de Virón, y una ciudad dividida es demasiado débil para atacar a los vecinos. Ande, recargue esto y póngaselo de nuevo en el tobillo.
— Nunca quise debilitar a Virón -contestó Seda-. No era parte de mi tarea.
— No se culpe. El daño lo hizo el Ayuntamiento al asesinar al caldé y gobernar a despecho del Fuero y del pueblo… que no podrá salvarlo cuando Lemur haya acabado con usted. Lo matará lo mismo que a mí.
Seda asintió, compungido.
— Algo así dijo el consejero Potto. Yo esperaba… Sigo esperando que sólo fuera una amenaza. Que pese a la amenaza no me mate, como tampoco me habría matado Sangre.
— Es una situación totalmente distinta. Para ir a la villa usted tuvo que abandonar su manteón, y era probable que eso lo supieran otros. Pero si el talus lo atrapó para arrastrarlo a los túneles, difícilmente alguien sepa que está en poder del Ayuntamiento. Ni siquiera el talus, porque dice usted que lo mató.
— Únicamente Mamelta, la mujer que capturaron conmigo.
— Más aún -dijo Grulla-. Matarlo a usted pondría a Sangre en una posición menos segura. Y les daría más seguridad al consejero Lemur y al resto. De hecho, me sorprende que aún no lo hayan hecho. Por cierto, ¿quién es Mamelta? ¿Una de esas mujeres santas?
— Una de las personas que Pas puso en el mundo después de concluirlo. ¿Sabía que algunos todavía viven, si bien están dormidos?
Grulla negó con la cabeza.
— ¿Se lo contó él? ¿Pas?
— No, me lo contó ella. A mí me habían capturado los soldados; cuando ocurrió dejé el azot por ahí, porque sabía que iban a registrarme. Una nube de ceniza llenaba el túnel, y cuando me llevaron lo dejé enterrado.
Grulla sonrió.
— Sumamente astuto.
— No. En realidad no. Iba a decir que uno de los soldados me mostró a los dormidos y contó que estaban allí desde el tiempo de los primeros colonos. Mucor despertó a una, Mamelta, y como le he contado yo exorcicé a Mucor.
— Sí.
— Mamelta y yo huimos de los soldados (me temo que a Pedernal lo castigarán por perdernos), pero cuando volvimos por el azot nos detuvieron. A mí me encerraron en un sitio peor que éste, y al cabo de un rato me llevaron la túnica. La había estado usando Mamelta, así que a ella deben de haberle dado ropa decente; al menos eso espero. -Seda hizo una pausa; se mordisqueó el labio de abajo.- Supongo que con el azot habría podido resistir a los soldados; muy posiblemente los habría matado a los dos. Pero era incapaz de hacerlo.
— Muy meritorio. ¿Pero cuando volvieron a detenerlo estaba Potto?
— Sí.
— Y comprendió en seguida quién era usted.
— Se lo dije yo -admitió Seda-. Es decir, me preguntó cómo me llamaba y le respondí. Lo haría de nuevo. Como le afirmé una y otra vez, soy un ciudadano leal.
— Me pregunto si es posible ser leal cuando se ha muerto. Pero eso es terreno suyo. Lo que a mí me interesa es que la primera vez usted escapó con esa mujer. ¿Le importa decirme cómo se concilia con la lealtad?
— Tenía que atender un asunto muy urgente -dijo Seda-. Ahora no entraré en detalles, pero así era; y, como no había hecho nada malo, tenía una justificación moral para marcharme cuando se presentara la ocasión.
— ¿Y ahora ha hecho algo? ¿Es un criminal que merece morir?
— No. No tengo la conciencia del todo limpia, pero lo peor es haberle fallado al Extraño. Si de algún modo pudiera escaparme de nuevo, aunque ahora parece imposible, es concebible que tuviera éxito.
— ¿O sea que, de ser posible, estaría dispuesto a fugarse?
— ¿De una habitación de acero con la puerta cerrada? -Seda se pasó los dedos por el desgreñado pelo pajizo.- ¿Cómo propone hacerlo, doctor?
— Quizá no estemos aquí para siempre. ¿Estaría dispuesto?
— Sí, sin duda.
— Entonces recargue la venda. Puede que tengamos que correr. Al menos lo espero. Ande, patéela o golpéela contra el suelo.
Obedeciendo, Seda azotó las planchas de acero.
— Si existe una ínfima posibilidad de cumplir mi promesa al Extraño, debo aprovecharla; y lo haré. Sin duda, doctor, él ha de bendecir su magnanimidad tanto como yo.
— No confiaré en eso. -Grulla sonrió, y durante un momento hasta pareció alegrarse.- Usted tuvo un accidente cerebral, nada más. Muy probablemente se le reventó un vaso sanguíneo debido al esfuerzo en el partido. Cuando pasa eso en el lugar adecuado no es en absoluto infrecuente tener alucinaciones. Zona de Wernicke, se llama.
Se tocó la cabeza señalando el lugar.