7

Los brazos de Escila

— Los dioses sean con usted este… ejem… mediodía, Pátera -dijo Rémora en cuanto su protonotario hubo cerrado la puerta detrás de Gulo. Era una condescendencia extraordinaria.

— Y, aun así, que sean con usted, Su Eminencia. -Gulo se inclinó casi hasta el suelo. La reverencia y las frases convencionales le dieron tiempo para una última revista a los principales asuntos que quería transmitir.- Que la Virginal Molpe, patrona del día, el Gran Pas, patrono del mundo a quien debemos cuanto poseemos, y la Hirviente Escila, patrona de nuestra santa ciudad de Virón, sean con usted siempre, Su Eminencia, cada día de su vida. -En el curso de la reverencia, Gulo se las había ingeniado para palmearse el bolsillo que contenía el brazalete y la carta. Enderezándose, añadió:- Confío en que Su Eminencia goce de la mejor salud. ¿No habré llegado en un momento inconveniente?

— No, no -le dijo Rémora-. Ejem, no, absoluto. Estoy… encantado, realmente encantado de verlo, Pátera. Haga el favor de sentarse. ¿Y qué… ejem… ha sacado en claro del joven Seda, eh?

Gulo bajó el cuerpo rechoncho hasta el terciopelo negro del sillón que había junto al escritorio de Rémora.

— De momento he tenido escasa ocasión de observar su persona, Su Eminencia. Se marchó de nuestro manteón poco después de mi arribo, y aún no había regresado cuando yo salí a traer este informe a Su Eminencia. No volverá antes del anochecer, al menos eso dijo; de modo que es harto improbable que ahora esté allí.

Rémora asintió.

— No obstante me causó una impresión, Su Eminencia, aunque lo viera tan brevemente. Una impresión clara.

— Ejem… entiendo. -Rémora se reclinó en la silla, juntas las yemas de los largos dedos-. ¿Le sería… ejem… cómodo describirme en detalle esa… ejem… entrevista pasajera?

— Como Su Eminencia desee. Poco después de llegar yo al barrio, un hombre me dio esto. -El Pátera Gulo sacó el brazalete del bolsillo y lo tendió; Rémora frunció los labios.

»Debo añadir, Su Eminencia, que desde entonces han venido a la puerta del manso varios hombres más. Fue mi impresión (mi clara impresión, Su Eminencia) que habían venido a entregar regalos similares. Sin embargo declinaron hacerlo al saber que el Pátera Seda no se encontraba presente.

— ¿Los… ehh… apremió usted, Pátera?

— Dentro de mi atrevimiento, Pátera. Ellos no eran de esa clase de hombres que uno querría apremiar demasiado.

Rémora gruñó.

— Estaba a punto de decir, Su Eminencia, que cuando le enseñé esto al Pátera Seda me dio una pieza similar y me dijo que las guardara ambas en una caja, bajo llave. Era una ajorca de diamantes, Su Eminencia. En aquel momento había con él dos personas, un hombre y una mujer. Iban los tres al lago, me parece. Algo se dijo al respecto. -Gulo tosió a modo de excusa.- Posiblemente, Su Eminencia, sólo el Pátera y la mujer.

— Al parecer piensa usted que el Pátera debería haber sido más discreto. -Rémora dio la impresión de hundirse más en la silla.- Pero a menos que haya… ejem… confirmado las identidades de esos dos, no puede… eh… inferir muy bien en qué medida ha sido indiscreto, ¿verdad?

Gulo se movió de inquietud.

— Los llamaba Alca y Chenilla, Su Eminencia. Me los presentó.

— Permítame ver esa… ejem… pulsera. -Rémora alargó la mano para recibir el brazalete.- Apenas… ejem… es preciso decir que usted mismo, Pátera, debería haber sido… eh… más discreto. Por discreto… eh… en este caso, Pátera, quiero decir… enérgico. Confío en que la palabra… ejem… tolere esa interpretación. Ser discreto, Pátera, es… ejem… ejercer el buen juicio, ¿sí? En el… asunto presente, el buen juicio habría indicado una… estrategia, o digamos abordar la cuestión… con una actitud más enérgica.

— Sí, Su Eminencia.

— Debería usted haber recibido agradecidamente… sí… agradecidamente cualquier óbolo de los fieles, Pátera. -Rémora sostuvo el brazalete de modo que recibiera la luz del ojo de buey que tenía detrás; lo hizo oscilar.- No aceptaré… ejem… excusas a ese respecto, Pátera. ¿Me sigue? Ni una excusa, ¿eh?

Gulo asintió humildemente.

— Esos… caballeros pueden regresar, ¿sí? Quizá mientras el Pátera esté ausente como en esta… ejem… ocasión. Cuando llegue ese momento… ejem… se le concederá una… ejem… ocasión de oro merced a la cual quizá pueda… ejem… Asegúrese… recuperar su crédito, ¿sí? No es imposible. Asegúrese de hacerlo, Pátera.

Gulo se retorció.

— Lo intentaré, Su Eminencia. Seré enérgico, le aseguro.

— Bien, pues. ¿Y sus… ejem… observaciones del propio Seda? No hace falta que… ejem… me haga una descripción física. Yo lo he visto.

— Sí, Su Eminencia. -Gulo titubeó, la boca abierta, la mirada perdida-. Parecía resuelto.

— ¿Resuelto, eh? -Rémora dejó el brazalete sobre una pila de papeles.- ¿A hacer qué?

— No lo sé, Su Eminencia. Pero pensé que tenía la mandíbula firme. Una actitud decidida. Había en sus ojos… si puedo decirlo, Su Eminencia… un destello de acero, pensé. Quizás el símil es un poco exagerado, Su Eminencia…

-Quizá lo es -le dijo Rémora con severidad.

— Y con todo expresa bastante lo que percibí en él. En la escola, Su Eminencia, el Pátera estaba dos cursos más adelantado que yo.

Rémora asintió.

— Allí me llamaba la atención como a cualquiera, Su Eminencia. Lo consideraba bien parecido y estudioso, pero algo lento, si cabe. Ahora, no obstante… Rémora apartó el presente con un gesto. -Usted dio a entender, creo, Pátera, que el Pátera… eh… se hizo humo, ¿sí? Con una pareja. ¿Una pareja casada? ¿Estaban… eh… casados, hasta donde puede juzgar?

— Creo que podría ser, Su Eminencia. La mujer tenía una sortija magnífica.

Los largos dedos de Rémora jugaron con el gammadión enjoyado que llevaba puesto.

— Descríbalos, ¿eh? Su… ejem… apariencia. -El hombre era de aspecto rudo, Su Eminencia, y diría que algo mayor que yo. Estaba sin afeitar, pero decentemente vestido y llevaba una daga. Pelo castaño lacio, Su Eminencia. Barba rojiza y ojos oscuros y penetrantes. Muy alto. Me fijé bien en sus manos, en particular cuando tomó eso -Gulo señaló el brazalete- de las mías. Y cuando me lo devolvió, Su Eminencia. Tenía unas manos inusualmente grandes y poderosas, Su Eminencia. Un pendenciero, diría yo. Me temo que Su Eminencia me encuentra fantasioso. Rémora volvió a gruñir.

— Continúe, Pátera. Déjeme oír. Luego le diré, ¿sí?

— Su daga, Su Eminencia. Tenía vaina de bronce, con una guarda grande, y a juzgar por la funda era de hoja más larga y ancha que la mayoría, con una curva algo pronunciada. Me pareció que el arma era como el hombre, Su Eminencia, si comprende lo que quiero decir.

— Ejem… dudo que lo comprenda usted, Pátera. Pero quizás estos detalles no… ejem… sean del todo triviales. ¿Y de la mujer, qué? Esa Chenilla. Sea todo lo fantasioso que quiera.

— Notablemente atractiva, Su Eminencia. De unos veinte años, alta aunque no majestuosa. Y sin embargo tenía un aire…

Vuelta hacia arriba, la palma de Rémora detuvo al joven augur a medio pensamiento.

— ¿Pelo color cereza?

— Pues sí, Su Eminencia.

— La conozco, Pátera. Tengo a dos o tres… eh… hombres de confianza buscándola por ahí desde ayer por la noche. De modo que esa… eh… zorra feroz estaba esta mañana en el manteón de Seda, ¿eh? Tendré que decirles a mis… ejem… adherentes un par de cosas, Pátera. Veamos de nuevo esa alhaja. -Tomó el brazalete.- ¿No sabrá cuánto vale esto, no? La piedra verde… ejem… en particular.

— ¿Cincuenta tarjetas, Su Eminencia?

— No tengo idea. ¿No la ha hecho… ejem… tasar? No, no lo haga. Devuélvala a la caja de Seda, ¿sí? Dígale… eh… nada. Se lo diré yo mismo. Cuando salga, dígale a Incus que el társides quiero hablar con el Pátera. Dígale que le envíe una nota con usted, pero no mencione que estuvo aquí, ¿eh? Dígale que señale la hora en mi régimen.

Gulo asintió enérgicamente.

— Lo haré, Su Eminencia.

— Esa… ah… mujer. ¿Qué dijo e hizo exactamente en su presencia? Hasta la última palabra, ¿sí?

— Bueno, nada, Su Eminencia. Creo que no habló ni una vez. Déjeme pensar.

Rémora lo autorizó con un gesto.

— Tómese el tiempo que… ejem… le parezca. Ninguna circunstancia es… ejem… demasiado trivial para no mencionarla, ¿eh?

Gulo cerró los ojos e inclinó la cabeza, con una mano en la sien. Cayó el silencio sobre la gran sala espaciosa desde donde el Pátera Rémora, en su calidad de coadjutor, conducía los asuntos del Capítulo, a menudo enredados. Los cuatro ojos ardientes del Bicéfalo Pas miraban la curvada espalda de Gulo desde una invalorable pintura de Campion; abajo, en la calle, bufaba la inquieta montura de un guardia.

Pasados uno o dos minutos, Rémora se levantó y fue hasta el ojo de buey que había detrás de su silla. Estaba abierto, y por la abertura circular (cuyo diámetro excedía su propia y considerable altura) vio los tejados y las enormes torres del Juzgado al pie de esa ladera, la más occidental y menos empinada del Palatino. Más arriba de la más alta, flameando en un mástil que algún truco del sol fulgurante volvía casi invisible, flotaba el brillante estandarte verde de Virón. Desde él, sacudidos por el viento caliente, los largos brazos blancos de Escila parecían hacer señas, tal como ondulaban los tentáculos de ciertos invertebrados del lago, en evidente imitación de la superficie, en su incesante, ciega búsqueda de pedazos de carroña y peces por las aguas claras.

— Su Eminencia… Creo que ya puedo contarle todo lo que sé.

Rémora se volvió hacia Gulo.

— Excelente. Ejem… ¡capital! Proceda, Pátera.

— Como le decía, Su Eminencia, fue breve. De haberse prolongado más no me sentiría tan confiado. ¿Conoce Su Eminencia el jardincito adjunto al manteón?

Rémora negó con la cabeza.

— Hay tal lugar, Su Eminencia. Se puede entrar en él desde el propio manteón: así entré yo a mi arribo. Antes había entrado en el manteón, pensando que acaso encontraría al Pátera Seda rezando.

— La mujer, Pátera, por favor. Esa… ejem… Chenilla, ¿sí?

— Cerca del centro hay un cenador emparrado, Su Eminencia, con asientos bajó las ramas. Estaba sentada allí, casi totalmente oculta por el follaje pendiente. A mi entender el Pátera y el seglar, Alca, habían estado conversando con ella. Vinieron a mi encuentro, pero ella permaneció sentada.

— ¿Pero después… ejem… salió?

— Sí, Su Eminencia. Hablamos un minuto, más o menos, y según le he informado el Pátera me dijo cómo se llamaban. Luego dijo que se iba, y su pájaro… ¿Su Eminencia conoce el pájaro?

— La mujer, Pátera -dijo Rémora con impaciencia.

— El Pátera dijo que se marchaban y ella salió del cenador. Él dijo… creo que las palabras precisas fueron éstas: «Chenilla, éste es el Pátera Gulo. Hace un rato hablábamos de él». Ella sonrió y asintió.

— ¿Y luego, Pátera? ¿Qué pasó… ejem… después de eso?

— Salieron juntos, Su Eminencia. Los tres. El Pátera había dicho: «Nos vamos al lago, pájaro bobo». Y cuando cruzaban el portón (hay un portón en el jardín que da a la calle del Sol, Su Eminencia) el seglar dijo: «Ojalá consiga algo; pero, no se me derrumbe si no consigue nada». La mujer no abrió la boca.

— ¿Su vestido, Pátera?

— Negro, Su Eminencia. Por un momento, recuerdo, pensé que era un hábito de sibila, pero en realidad sólo era un vestido de lana negra, de esos que las mujeres elegantes llevan en invierno.

— ¿Joyas? Ha dicho que llevaba una sortija, ¿sí?

— Sí, Su Eminencia. Y un collar y pendientes, ambos de jade. Noté en especial la sortija porque destelló cuando ella apartaba la parra. Tenía una piedra rojo oscuro como un carbúnculo, muy grande, creo que en un simple engarce de oro amarillo. Si Su Eminencia se aviniera a confiar en mí…

— ¿Que le diga por qué es tan… ejem… central? Puede que no lo sea. -Suspirando, Rémora apartó la silla del escritorio y volvió a la ventana. De espaldas a Gulo, con las manos enlazadas detrás, repitió: -Puede que no lo sea.

Llevado por un exceso de urbanidad, Gulo también se puso de pie.

— O… eh… quizá sí. Está usted ansioso por servir a los dioses, Pátera. O eso declara, ¿sí?

— Ah, sí, Su Eminencia. Extremadamente ansioso.

— Y también por ascender en los… ejem… libros de una… eh… ah… familia notablemente extendida, ¿eh? Eso también lo he… ejem… notado. Ha considerado usted la perspectiva de que a su… eh…, debido tiempo pueda al fin llegar a prolocutor, ¿verdad?

Gulo se ruborizó como una niña.

— Oh, no, Su Eminencia. Eso… es decir… Yo…

— No, no, lo ha pensado, ¿eh? Les pasa a todos los augures jóvenes; yo mismo lo pensaba. ¿Se le ha ocurrido ya que cuando llegue usted a… ejem… oler siquiera las uvas, aquellos a quienes espera… mmm… impresionar… estarán muertos? Se habrán ido, ¿sí? Olvidados por todos salvo por los dioses, Pátera Gulo, muchacho mío. Olvidados por todos salvo por los dioses y por usted. ¿Y quién puede responder por los dioses, eh? Así son las cosas, se lo… mmm… garantizo.

Sensatamente sin duda, Gulo tragó saliva y guardó silencio.

— No puede lograrlo por más que se esfuerce, Pátera. En modo alguno. Asumir el cargo. Si es que llega. No hasta que me haya ido yo, ¿eh? Y lo mismo mi sucesor. De momento es usted… ejem… demasiado joven. Ni siquiera si yo vivo mucho, ¿eh? Lo sabe, ¿sí? Haría falta ser idiota para no darse cuenta, ¿eh?

El pobre Gulo asintió, cuando en cambio deseaba desesperadamente huir.

El coadjutor se volvió hacia él.

— Yo no puedo… mmm… hablar por él, ¿eh? Por mi sucesor. Sólo hablar por mí mismo. Ejem… sí. Por mí mismo, y… ejem… ah… meditar en un reino más largo que el del viejo Quetzal, ¿sí?

— Jamás le desearía menos, Su Eminencia.

— Por allá están sus estancias, Pátera. -Rémora agitó vagamente la mano izquierda.- En este mismo piso del palacio, ¿sí? Del lado sur. Da a nuestro jardín. -Soltó una risita.- Más grande que el del Pátera Seda. Mucho más… ejem… extensa… o, sin duda. Fuentes… eh… estatuas y grandes árboles. Todo eso.

Gulo asintió.

— Sé que son hermosas, Su Eminencia.

— Hace ya treinta y tres años, ¿sí?, que el viejo Quetzal ocupa el cargo. De la generación de usted, Pátera, hay ciento y pico. Muchos están mejor… mmm… relacionados. Yo… eh… le ofrezco a su ambición una meta más cercana y un… eh… camino más directo.

Rémora volvió a ocupar la silla y le indicó a Gulo que se sentara.

— Y ahora un… ejem… jueguito, ¿sí? Un deporte, para entretener esta hora… eh… calurosa. Escoja usted una ciudad, Pátera. Cualquier ciudad que quiera nombrar, mientras no sea Virón. Hablo totalmente en serio. Dentro del… ejem… marco del juego. Piénselo. ¿Grande? ¿Bella? ¿Rica? ¿Con cuál ciudad se quedará, eh, Pátera?

— ¿Palustria, Su Eminencia?

— Allá entre los renacuajos, ¿eh? No está mal.

Luego concíbase usted a la cabeza del Capítulo en Palustria. Quizá dentro de… eh… una década. Pagará el diezmo, pensaría yo, al Capítulo padre de Virón. Continúa sometido al prolocutor, ¿sí? Quienquiera que sea. El viejo Quetzal o… ejem… yo mismo, como es más probable dentro de diez años. ¿Encuentra que le… eh… atrae la perspectiva, Pátera? -Rémora levantó una mano como antes.- No es preciso que lo diga si… ejem… lo perturba. -Su Eminencia…

— No tengo idea, Pátera. Ni la menor idea, ¿sí? Pero la sequía. Es consciente de eso, ¿sí? ¿Cómo afecta a su… eh… elección, Pátera? ¿Cómo se alimenta Palustria en medio de la sequía? Gulo tragó saliva.

— He oído que fracasó la cosecha de arroz, Su Eminencia. Sé que aquí no hay arroz en el mercado, aunque los comerciantes suelen traer. Rémora asintió.

— Hay disturbios, Pátera. Hay… ejem… no hay hambruna. Todavía no. Pero está el espectro del hambre. Soldados que intentan… eh… contener a la… mmm… turba. Prácticamente… eh… exhaustos, algunos soldados de ésos. Tiene un tío militar, ¿sí? Azorado por el súbito cambio de tema, Gulo se las arregló para decir:

— Bue… Bueno… sí, uno, Su Eminencia. -Comandante de la Segunda Brigada. Pregúntele dónde está nuestro ejército, Pátera. ¿O quizá me lo puede decir usted ahora? ¿Lo ha oído en charlas… ejem… de sobremesa? ¿Dónde está?

— En depósito, Su Eminencia. Bajo tierra. Aquí en Virón no se necesita más que la Guardia Civil.

— Precisamente. Pero en otras partes no es así, Pátera. Morimos, ¿sí? Envejecemos como… eh… Su Cognescencia. Y tomamos la senda del Marco Central. Los quimis duran más, sin embargo. ¿Eternamente?

— No había reflexionado sobre el tema, Su Eminencia. Pero pienso…

Una comisura de la boca de Rémora se torció hacia arriba.

— Pero lo hará, ¿verdad? A buen seguro que sí, Pátera. Ahora, ¿eh? Reconforta saber que los… ejem… brazos de Escila son como nuevos, ¿sí? O… eh… casi casi. No como los de… ejem Palustria, ¿eh? Y muchos otros. Los soldados y sus… eh… armas como nuevas o casi. Piénselo, Pátera. -Enderezándose en la silla, Rémora apoyó los codos en el escritorio.- ¿Qué más tiene que… eh… decirme en relación con el Pátera, Pátera?

— Su Eminencia ha hablado de armas. Encontré un paquete de agujas, Su Eminencia. Abierto.

— ¿Un paquete de agujas, Pátera? No alcanzo a…

— No agujas de coser, Pátera -se apresuró a añadir Gulo-. Proyectiles de pistola, Su Eminencia. En un cajón del Pátera, debajo de la ropa.

— Esto… mmm… hay que meditarlo -dijo Rémora lentamente-. Es… eh… preocupante. Sin duda. ¿Algo… más?

— El apartado final, Su Eminencia. Algo que con mucho preferiría no tener que informar. Esta carta. Gulo la extrajo del bolsillo de la túnica.- Es de…

— Veo que… mmm… la ha abierto. -Rémora le dedicó una sonrisa amable.

— Está escrita con letra femenina, Su Eminencia, y densamente perfumada. Pienso que dadas las circunstancias lo que hice se justifica. Con toda sinceridad, Su Eminencia, yo esperaba, que se demostrara proveniente de una hermana u otra pariente mujer. Sin embargo, Su Eminencia…

— Es usted… ejem… audaz, Pátera. Y está bien, o al menos eso… eh… estoy dispuesto a concluir yo. Esfigse favorece a los audaces, ¿eh? -Rémora atisbó la escritura.- No será de esa dama… ejem… Chenilla, ¿eh? Ya me lo habría dicho, ¿verdad?

— No, Su Eminencia. Es de otra mujer. -Léamela, Pátera. Usted ya debe de haber… eh… descifrado esos… ejem… garabatos. Yo… mmm… preferiría no tener que hacerlo.

— Me temo que encontrará, Su Eminencia, que el Pátera Seda se ha comprometido. Ojalá… -Ejem… juzgaré yo, ¿sí? Léala, Pátera. Gulo se aclaró la garganta y desplegó la carta. -«Ay, mi pulgoncito querido: te llamo así no sólo por la forma en que saltaste de la ventana, ¡sino por cómo te metiste en mi cama! ¡¡¡No sabes cuánto ha ansiado una nota tuya este pimpo solito!!»

— ¿Pimpo, Pátera?

— Una falsa esposa, creo, Su Eminencia.

— Yo… eh… bien. Prosiga, Pátera. ¿Hay… ejem… más revelaciones?

— Me temo que sí, Su Eminencia. «¡Me podrías haber enviado una con el gentil amigo que te llevó mi regalo!»

— Permítame… eh… examinar eso, Pátera. -Rémora extendió la mano y Gulo le pasó la arrugadísima hoja.

— Eh… mmm.

— Sí, Su Eminencia.

— De modo que realmente… ejem… escribe así, ¿eh? ¿No es cierto? Yo… ejem… hasta hoy no habría concedido… mmm… que podía haber seres humanos con semejante estilo. -Fruncido el ceño, Rémora se inclinó sobre el papel.- «Ahora tendrás que llenarme de… ejem… gracias», supongo que dirá, ¿eh? «Y mucho más la… ejem… mmm… próxima vez que nos encontremos», y ahora otro signo de admiración. «¿Conoces ese… ejem… lugarcito en el Palatino…?» ¡Vaya, vaya, vaya!

— Sí, Su Eminencia.

— «Ese lugarcito en el Palatino donde Telji…» Supongo que… ejem… se refiere a Teljipeia pero no sabe escribirlo… dónde Telji tiene un espejo en la mano? El hiéraces.» Esto último está subrayado. Con línea gruesa, ¿eh? Firmado: «Jaci». -Rémora golpeteó la hoja con una larga uña.- Bien… ejem… ¿usted sabe, Pátera, dónde es eso? Un lugar, diría yo… eh… al azar. No es en ninguno de los manteones, ¿sí? Los conozco todos.

Gulo sacudió la cabeza.

— Nunca he visto un lugar así, Su Eminencia.

— En… mmm… una casa, Pátera, lo más probable. Yo… ejem… opinaría que en una residencia. -Por encima del hombro de Gulo, Rémora gritó: -¡Incus! -y un augur bajito, de aspecto astuto y dientes de conejo, se asomó con tal rapidez que se habría dicho que estaba escuchando-. ¿En dónde podríamos… eh… encontrarnos aquí en la colina con una Teljipeia con espejo, eh, Incus? No sabe. Haga… ejem… sus averiguaciones. Esperaré el resultado mañana a… mmm… no más tarde del almuerzo. Debería ser sencillo, ¿sí? -Rémora miró el sello roto de la carta.- Y búsqueme un sello con un… ejem… corazón o un beso o algo así para poner aquí-. A través de la sala le lanzó a Incus la carta de Jacinta.

— De inmediato, Su Eminencia.

Rémora volvió a Gulo.

— Carece… ejem… de importancia que el Pátera haya visto éste, Pátera. Ella es de las que tienen por lo menos una docena, ¿sí? ¿Usted no sabe… ejem… conservar los sellos? Incus puede enseñarle. Un arte útil, ¿verdad?

Cuando el pestillo hubo soltado su chasquido detrás del reverente protonotario, Rémora se levantó una vez más.

— Se lleva esa nota de vuelta a la calle del Sol, ¿eh, Pátera? Cuando Incus la tenga lista. Si el Pátera no ha regresado, la pone en la repisa. Si está, le dice que… eh… la entregaron durante el día, ¿sí? Usted no la ha mirado, ¿eh?

Gulo asintió lúgubremente.

— Desde luego, Su Eminencia. Rémora se inclinó más para escrutarlo. -A usted… ejem… le preocupa algo, Pátera. Suéltelo.

— Su Eminencia, ¿cómo es posible que un augur ungido, un hombre tan prometedor como el Pátera, se comprometa de este modo? Digo, con una mujer absurda, sucia. ¡Y sin embargo una diosa…! Ahora comprendo demasiado bien por qué Su Eminencia cree que al Pátera hay que vigilarlo. Pero… ¡pero una teofanía! Rémora aspiró entre dientes. -El viejo Quetzal acostumbra comentar que los dioses no tienen leyes, Pátera. Sólo preferencias.

— Por mi parte puedo entenderlo, Su Eminencia… pero cuando el augur de marras… Rémora lo silenció con un gesto. -Es posible que… ejem… tengamos acceso al secreto, Pátera. A su debido tiempo, ¿sí? Posiblemente no lo haya. ¿Ha sopesado lo de Palustria?

Temeroso de que la voz lo traicionara, Gulo se limitó a asentir.

— Capital. -Rémora lo observó con detenimiento-. Bien, pues. ¿Qué sabe de la… mmm… historia de los caldés, Pátera?

— ¿De los caldés, Su Eminencia? Sólo que el último murió antes de que yo naciera, y que el Ayuntamiento decidió que no podía reemplazarlo nadie.

— Y que lo reemplazaron ellos, ¿eh? En efecto. ¿Se da cuenta, Pátera?

— Supongo que sí, Su Eminencia. Rémora cruzó la sala hasta una alta biblioteca. -Yo lo conocí, ¿eh? Al último. Un hombre gritón, tiránico, tumultuoso. La turba lo… ejem… adoraba, ¿eh? Les encantan los hombres así. -Extrajo un fino volumen encuadernado en cuero rojizo y volvió a cruzar la sala para dejarlo caer en las rodillas de Gulo.- El Fuero, ¿sí? Escrito en… eh… divinidad por Escila y corregido por Pas. Eso lo que… ejem… asevera. Eche un vistazo a la cláusula siete. Rápido, ¿sí? Dígame qué le resulta… eh… extravagante.

Mientras el joven augur se inclinaba sobre el libro, en la espaciosa sala de muebles sombríos se aposentó el silencio. En la calle, porteadores de literas peleaban como gorriones con muchos gritos y pocos golpes; pasaban los minutos y Rémora los miraba disputar por la ventana abierta.

Gulo levantó la vista.

— Dispone que se elijan nuevos consejeros, Su Eminencia. Cada tres años. Supongo que la previsión se ha suspendido.

— Lo formula con… eh… delicadeza, Pátera. Tal vez aún… ejem… acceda usted a Palustria. ¿Qué más?

— Dice que el caldé mantendrá el cargo de por vida, y podrá elegir a su sucesor.

Rémora asintió.

— Devuélvalo al estante, ¿quiere? Eso ya no se hace, ¿eh? Ahora no hay caldé. Sin embargo todavía es ley. ¿Sabe algo del tráfico de embriones congelados, Pátera? Razas nuevas de ganado, mascotas exóticas, incluso esclavos, en lugares como Trivigaunte, ¿sí? ¿De dónde vienen, eh?

Gulo se apresuró a ir hasta la biblioteca.

— ¿De otras ciudades, Su Eminencia?

— Que dicen lo mismo, Pátera. Semillas e injertos que desarrollan plantas de formas… ejem… raras. Mueren, ¿sí? Al menos la mayoría. O bien… ejem… prosperan más allá de lo natural.

— He oído hablar de ellas, Su Eminencia.

— La mayoría de las bestias, y de los hombres, son… ejem… corrientes. O casi, ¿eh? Una que otra… ejem… monstruosidad, ¿sí? Lamentables. O terribles. Se pagan precios extraordinarios. Y ahora pare la oreja, Pátera.

— Lo escucho, Su Eminencia.

De pie al costado de Gulo, Rémora le puso una mano en el hombro y casi en un susurro le dijo:

— Esto era de dominio público, ¿sí? Hace quince años. La locura del caldé, la llamábamos. Ahora se ha olvidado, ¿eh? Y no debe usted mencionarlo a nadie, Pátera. Nada de hacer olas, ¿eh?

Estirando el cuello para mirar al coadjutor a los ojos, Gulo declaró:

— Su Eminencia puede confiar absolutamente en mí. Le aseguro.

— Bien. Antes de… eh… recoger la recompensa de los dioses, Pátera, el caldé desembolsó una suma de esa magnitud, ¿sí? Compró un embrión humano. Algo… ejem… extraordinario.

— Entiendo. -Gulo se humedeció los labios.- Aprecio la confianza que me brinda, Su Eminencia.

— Un sucesor, ¿eh? O un… eh… arma. Nadie lo sabe, Pátera. El Ayuntamiento no está más… ejem… al tanto que usted, Pátera, ahora que se lo he contado.

— Puedo preguntar, Pátera…

— ¿Qué se hizo de él? He aquí el… eh… quid, Pátera. ¿Y qué era capaz de hacer? Desplegar una fuerza extraordinaria, quizás. U oír los pensamientos, ¿eh? ¿Mover cosas sin tocarlas? Corren rumores sobre individuos así. El Ayuntamiento investigó, ¿eh? Sin detenerse, sin rendirse nunca.

— ¿Lo habían implantado, Su Eminencia? -Nadie sabía. Sigue sin saberse, ¿eh? -Rémora volvió al escritorio y se sentó.- Pasó un año. Después dos, cinco… eh… diez. Recurrieron a nosotros. Querían que examináramos a todos los niños de todas las palestras de la ciudad, y lo hicimos. Memoria, ¿eh? Destreza. De todo. Hubo unos pocos que… ejem… nos interesaron. No sirvió de nada, ¿eh? Cuando más estrictamente los… eh… examinábamos, menos… mmm… extravagantes parecían. Desarrollo precoz, ¿sí? Unos años y los demás los alcanzaban. Rémora meneó la cabeza. -Nada… eh… uhm… imprevisto, dijimos nosotros, y el… eh… Lemur, Loris y el resto dijeron lo mismo. No siempre salen como han sido pergeñados, esos embriones congelados. Las más de las veces mueren en el útero. Todo el mundo los olvida. ¿Me sigue?

Aunque rara vez lo acometían destellos de perspicacia, en ese momento Gulo tuvo uno.

— ¡Su Eminencia ha localizado a esa persona! ¡Es esa mujer Chenilla!

Rémora frunció los labios…,

— Yo no… ejem… he dicho nada por el estilo, Pátera.

— Por cierto que no, Su Eminencia.

— Como… eh… le sugerí ayer, el Pátera se ha convertido en una… ejem… figura popular. La teofanía esa, claro. Muros pintarrajeados con «Seda para caldé» desde el bosque hasta el lago. Ideal para atraer a toda clase de gente, ¿sí? Tiene que vigilarlo un acólito de… ejem… sagacidad. Y de enorme discreción. También hay que vigilar sus relaciones. Una… ejem… obligación de peso para alguien tan joven. Pero para un futuro coadjutor de Palustria, un devoir apropiado.

Percibiendo que lo despedían ya, Gulo se levantó e hizo una reverencia.

— Haré todo lo posible, Su Eminencia.

— Capital. Hable con Incus por esa carta, y por mi nota al Pátera.

Con enorme osadía, Gulo preguntó.

— ¿Cree que el Pátera mismo puede haberlo imaginado, Su Eminencia? ¿O que acaso se lo haya dicho ella directamente?

Lúgubre, Rémora asintió.

Allí, en el punto más alto, el acantilado apuntaba hacia el lago como la proa de una barca gigante. Allí, según una modesta placa de bronce puesta a un lado de la entrada, Lemur, humildísimo peticionario de la Lacustre Escila y oficial presidente del Ayuntamiento, había erigido para gloria de ella esa

Solaria cúpula hemisférica de piedra láctea, traslúcida y azul, apoyada en los ondulantes capiteles de (Seda las contó) diez afiladas columnas de aspecto frágil que descansaban a su vez en una balaustrada baja y robusta. Grabados en el bronce de los balaustres había esbeltos dibujos de sus proezas, tanto verídicas como legendarias. Y, más impresionante aún, en taracea de bronce en el suelo de piedra estaba representada ella con el pelo flotante y los pechos desnudos, con diez brazos tentaculares extendidos hacia las columnas. Y eso era todo.

— Aquí no hay nadie, Oreb -dijo Seda-. Sin embargo sé que vimos a alguien. El pájaro se limitó a farfullar. Sacudiendo aún la cabeza de perplejidad, Seda entró en la profunda sombra de la cúpula. Su polvoriento zapato negro tomaba contacto con el suelo cuando creyó oír un tenue quejido proveniente de la roca sólida que tenía debajo.

Para su gran sorpresa, Oreb echó a volar. No voló mucho ni muy lejos: sólo entre dos columnas para aterrizar pesadamente en un espolón de roca desnuda que estaba a ocho o diez cúbitos del altar; pero voló, el pequeño cabestrillo de Grulla de un azul brillante contra el plumaje azabache.

— ¿De qué tienes miedo, pájaro bobo? ¿De caer? Oreb estiró la cabeza reluciente en dirección al Limna.

— ¿Cabezas pescado?

— Sí -prometió Seda-. En cuanto regresemos, más cabezas de pescado.

— ¡Atento!

Abanicándose con el amplio sombrero de paja, Seda se volvió a admirar el lago. Unas pocas velas brillaban dispersas, diminutos triángulos de blancura contra el cobalto predominante. Estaba más fresco allí que entre las rocas, y más fresco estaría sin duda en una barca como las que Seda miraba. Si conservaba el manteón como era el deseo del Extraño, quizás algún verano pudiera llevar allí un grupo de la palestra, niños que nunca habían visto el lago, ni subido a una barca ni pescado. Sería una experiencia inolvidable, seguro; una aventura que atesorarían el resto de su vida.

— ¡Cuidado brazo!

La voz de Oreb llegó a él con la brisa de tierra adentro, débil pero aguda. Automáticamente Seda se miró la mano izquierda, que había alzado casi hasta la baja cúpula al apoyarse en una de las columnas; era totalmente seguro, por supuesto.

Buscó a Oreb en torno, pero parecía que el pájaro hubiera desaparecido entre las rocas del terreno interior.

Seda se dijo que Oreb ya volvía a lo silvestre; a la libertad, exactamente como él lo había invitado a hacer la primera noche. No debería dolerle pensar en la libertad del pájaro antes enjaulado; pero le dolía.

Escrutando las rocas, por el rabillo del ojo vio las columnas delicadamente curvas más próximas a la pendiente anterior de la cúpula. Una de ellas cerraba el paso con una doble S. La otra se tendió hacia él, con un movimiento sinuoso. Hizo una finta y la golpeó con el bastón de Sangre.

Sin esfuerzo, la columna se le enroscó en la cintura, anudándolo en piedra. Al tercer golpe el bastón de Sangre se hizo astillas.

En el suelo, Escila abrió unos labios pétreos; irresistiblemente el tentáculo lo transportó hasta la boca expectante y, una vez que lo tuvo debatiéndose sobre el orificio oscuro, lo soltó.

La caída inicial no fue grande; pero cayó en escalones alfombrados y empezó a rodar sobre ellos hasta quedar tendido en el suelo, veinte o treinta codos más abajo del altar, con la rodillas y los codos doloridos y una mejilla magullada.

— ¡Dioses míos!

El sonido de la voz trajo luz; allí había unos sillones grandes y al parecer cómodos, tapizados en marrón y naranja tostado, y una mesa considerable, pero Seda apenas les prestó atención; mientras se aferraba con una mano el tobillo herido, con la otra azotó la alfombra con la venda de Grulla.

Como por milagro, el panel circular de azul profundo que era el extremo lejano de la sala se descorrió, revelando un altísimo talus; la cara de ogro era de metal negro, y delgados cañones negros de zumbadoras le flanqueaban los colmillos destellantes.

— ¡Otra vez tú! -bramó.

Volvió el recuerdo del muro de Sangre, coronado de filos: la noche quieta y sofocante, el portón de gruesos barrotes y los gritos del gigante de hojalata y acero. Volviendo a ponerse la venda, Seda meneó la cabeza; aunque mantener la voz firme requería esfuerzo, dijo fuerte:

— Yo nunca he estado aquí.

— ¡Te reconocí!-Rápido, el brazo izquierdo del talus se alargó hasta él.

Dificultosamente Seda subió unos escalones alfombrados.

— ¡Yo no quería venir! No trataba de entrar.

— ¡Te conozco!

Una mano metálica larga como una pala se cerró sobre el brazo derecho del Pátera y presionó las heridas que le había infligido el de cabeza blanca; Seda gritó.

— ¡Te duele!

— Sí -dijo jadeante-. Duele. Muchísimo. Suéltame por favor. Haré lo que digas.

La mano de acero lo sacudió.

— ¡No te importa!

Seda volvió a gritar, retorciéndose entre dedos gruesos como tuberías.

— ¡Mosqueta me castigó! ¡Me humilló!

Cesaron las sacudidas. El enorme brazo mecánico levantó a Seda, que se balanceaba en el aire como un muñeco, y se contrajo. Castañeteando los dientes, Seda dijo:

— Eres el talus de Sangre. Tú me detuviste en el portón.

La mano de acero se abrió, y Seda cayó pesadamente al suelo.

— ¡Tenía razón!

Ya no tenía bajo la faja el azot que había llevado consigo desde la ciudad. Tratando de impedir que se le quebrara la voz, preguntó:

— ¿Puedo levantarme? -confiaba en que el azot le resbalara por la pernera del pantalón.

— Mosqueta me echó -rugió el talus, flexionando grotescamente el torso para hablarle.

Seda se incorporó, pero el azot ya no estaba; sin duda lo había tenido en su sitio mientras admiraba el lago desde el santuario, y quizás estuviera aún en algún peldaño de arriba. Aventuró un prudente paso atrás.

— Lo siento muchísimo, de veras. No tengo ninguna influencia en Mosqueta; le repugno más que lo que nunca le repugnarás tú. Pero podría tener alguna en Sangre, y haré todo lo que pueda para que te reincorporen.

— ¡No! ¡No lo harás!

— Lo haré. -Seda probó retroceder otro paso.- Lo haré, te lo aseguro.

— Qué blandengues sois. -Silenciosamente, y en apariencia sin esfuerzo, el talus se deslizó por la alfombra sobre gemelas correas oscuras, raspando casi el techo con la cresta del casco acerado.- ¡Parecéis todos iguales porque sois iguales! ¡Fáciles de romper! ¡Sin recambios! ¡Llenos de porquería!

Sin dejar de recular, Seda preguntó:

— ¿Estabas en el santuario? ¿Allá arriba?

— ¡Sí! ¡Mi procesador por interfaz!

Esta vez el talus alargó las dos manos a tal velocidad que Seda escapó apenas por un pelo. Trastabillando hacia atrás, desesperadamente puso un sillón en el camino de una mano y se metió debajo de la mesa.

El talus alzó la mesa, la giró en el aire y la descargó de plano para matarlo como a una mosca; rodando frenéticamente a un lado, Seda sintió que el macizo borde le rozaba el amplio ruedo de la túnica, y percibió la súbita ráfaga que levantó el choque.

A menos de un codo de su cara había algo en el suelo, un cristal verde engastado en plata. Lo atrapó mientras el talus lo atrapaba a él, sujetándolo ahora por la parte de atrás de la túnica, de modo que quedó colgando como una polilla negra sujeta por las alas tiznadas.

— ¡Mosqueta me lastimó! -rugió el talus-. ¡Me hirió y me hizo echar! ¡Volví con Potto! ¡No le gustó nada!

— Yo no tuve nada que ver con eso. -La voz de Seda era lo más tranquilizadora posible.- Si puedo te ayudaré… Te lo juro.

— ¡Te metiste! ¡Yo estaba de guardia! -Lo sacudió.- ¡En el túnel el agua roja no importa nada!

Estaba retrocediendo lentamente con él hacia el panel del fondo, contrayendo los brazos para acercarlo cada vez más a la cara horrenda.

— No quiero hacerte daño -le dijo Seda-. Es una vileza,… es decir, es muy malo destruir quimis, tan malo como destruir bíos, y tú eres casi casi un quimi.

Eso lo frenó un momento.

— ¡Los quimis son basura!

— Los quimis son construcciones maravillosas, una raza que los bíos creamos hace mucho, nuestra imagen en metal y materias sintéticas.

— ¡Los bíos son tripa de pescado! -Se reanudó la marcha atrás.

La mano izquierda de Seda sujetó el azot con firmeza, el pulgar en el demon.

— Por favor, di que no me matarás.

— ¡No!

— Juro que no te haré más daño; y si puedo te ayudaré.

— ¡Voy a soltarte y aplastarte! -rugió el talus-. ¡De un golpe! -El panel se cerró tras los dos, dejándolos en un largo corredor en penumbra, apenas el doble de ancho que el talus, abierto en la roca sólida del acantilado.

— ¿No temes a los dioses inmortales, hijo? -preguntó Seda, desesperado-. Soy siervo de un dios y amigo de otro.

— ¡Yo sirvo a Escila!

— Como augur, recibo la protección de todos los dioses, incluida la de ella.

Los dedos de acero lo sacudieron con más violencia que antes y soltaron la túnica; Seda cayó, y casi perdió el azot al golpear contra el oscuro y polvoriento suelo de piedra. Despatarrado, medio ciego de dolor, alzó los ojos a la máscara de ogro que era esa cara metálica y vislumbró el puño metálico alzado sobre la cabeza del dueño.

Las alas de Hiérax le bramaron en los oídos; sin tiempo para pensar, razonar, amenazar o equivocarse, apretó el demon.

Brotada de la empuñadura como una cuchilla, la hoja de discontinuidad universal del azot alcanzó al talus debajo del ojo derecho; el impacto arrancó mellados fragmentos de escoria incandescente. Aunque el puño de acero se descargó, pareció desviarse en el descenso y machacó el suelo a la izquierda de Seda.

Humo negro y crepitantes llamas anaranjadas brotaban de la masa de desechos de lo que habría sido la cabeza del talus, y con ellos un ensordecedor rugido de rabia y angustia. Bamboleándose salvajemente, los grandes puños de acero arrancaron de la roca del corredor e hicieron volar astillas afiladas como el sílex. Enceguecido y envuelto en llamas, el talus se tambaleó hacia Seda.

Un solo golpe del azot cercenó las dos correas oscuras que lo transportaban; las correas castigaron como látigos el suelo, las paredes y al mismo talus agonizante, que por fin cayó, inerte. Hubo una explosión sorda, y detrás del torso vertical, en la carretilla motriz, se alzaron violentas llamas.

Alejándose a gatas del calor y el humo, Seda soltó el demon, se levantó y volvió a guardarse el azot en la faja; se sacudió la túnica negra y sacó las cuentas. Haciendo balancear la cruz hueca hacia el talus ardiente, trazó una y otra vez el signo de adición.

— Te transmito, hijo mío, el perdón de todos los dioses.

Al principio, el cántico sonó monótono y casi mecánico, pero, a medida que el prodigio y la magnanimidad de la amnistía divina le llenaban la mente, el volumen fue creciendo hasta que la voz de Seda se estremeció de fervor.

— Recuerda ahora las palabras de Pas, cuando dijo: «Haced mi voluntad, vivid pacíficamente, multiplicaos y no perturbéis mi sello. Así escaparéis a mi cólera, id con buena voluntad, y todo mal que lleguéis a hacer os será perdonado…».

Incus devolvió a Gulo la carta de Jacinta con una sonrisa de complicidad. El sello nuevo, semejante al original aunque no idéntico, exhibía una llama ondulante entre dos manos ahuecadas.

— Seguramente el nombre completo de ella sería Hymenocallis -comentó Incus-. Muy bonito. Yo mismo lo he usado un par de veces.

— Yo no escribí eso -dijo Gulo hoscamente-. Pero se supone que usted debe escribirle ahora al Pátera Seda diciendo que el társides espere a Su Eminencia. Tiene que fijar la hora y anotarla en el régimen de Su Eminencia.

El protonotario de dientes de conejo asintió.

— ¿Se encargará usted de entregarla? Preferiría no tener que llamar a otro chico, así el viejo Rémora puede agarrar el látigo y llevar a su caseta a ese chucho suyo que está de nuevo en celo.

El rechoncho Pátera Gulo se le acercó con los puños crispados y las mejillas rojas.

— El Pátera Seda es un hombre de verdad, pedazo de ama de casa. No importa lo que haya hecho con esa mujer: vale por doce como tú y tres como yo. Recuérdalo bien, y no olvides la proporción.

Incus le sonrió.

— ¡Vaya, Guli! ¡Te has enamorado!.