3

Compañía

Aunque había estado muchas veces en el cementerio antiguo, Seda nunca había conducido allí la carroza fúnebre; o en todo caso, como se dijo tajante, la carroza fúnebre había sido la carreta de Bagre. Detrás de la carreta habían marchado siempre en cortejo, como exigía la costumbre; y Bagre casi siempre lo invitaba a volver al barrio con él, a su lado en la agostada tabla gris que era el pescante.

Sin embargo ésta era una carroza fúnebre de verdad, toda de vidrio y madera lacada, con plumas negras y un par de caballos negros, un conjunto alquilado al fabricante del féretro por tres tarjetas pagaderas a plazos. Para Seda, que al llegar al cementerio apenas se sentía capaz de cojear, había sido un alivio que el cochero de librea le ofreciera llevarlo, y un completo asombro descubrir que el asiento trasero de la carroza tenía respaldo, elegantemente tapizados ambos con un reluciente cuero negro digno de un sillón caro. Además era un asiento muy alto, lo que le proporcionaba una perspectiva nueva de las calles que iban atravesando.

El cochero se aclaró la garganta y escupió expertamente entre los caballos.

— ¿Quién era, Pátera? ¿Una amiga suya?

— Ojalá pudiera decir eso -replicó Seda-. No la conocía. No obstante su madre es una amiga, o eso espero. Esta magnífica carroza suya la pagó ella, igual que muchas otras cosas. Así que tengo una gran deuda con ella.

Cordial, el cochero asintió.

— Para mí esta experiencia es nueva -continuó Seda-. La segunda en tres días. Nunca había viajado en flotadora; pero anteayer un caballero muy amable me hizo llevar a casa en una de las suyas. ¡Y ahora una carroza! ¿Sabes?, casi me gusta más esto. Desde aquí arriba uno ve mucho más, y se siente… La verdad, no sabría decir cómo. Como un consejero, quizá. ¿Tú haces esto todos los días? ¿Conducir?

El cochero soltó una risita.

— Y cepillar los caballos, y darles comida y agua, y limpiarlos y todo eso y cuidar la carroza. Encerar, lustrar, tenerlo todo aseado, y además engrasar las ruedas. Los que van allí atrás apenas sueltan una queja. Qué va, ni eso. Pero la parentela sí, dicen que es deprimente. O sea que uno engrasa las ruedas, aunque le digo que da menos trabajo que encerar y lavar.

— Te envidio -dijo Seda sinceramente.

— Hombre, no es mala vida, mientras uno vaya aquí delante. ¿El resto del día tiene descanso, Pátera?

Seda asintió.

— Siempre y cuando nadie requiera el perdón de Pas.

De un bolsillo exterior, el cochero extrajo un mondadientes.

— Pero, si alguien se lo pide, usted tiene que trabajar, ¿no es cierto?

— Sin duda.

— Y, antes de que cargáramos a la difunta, ¿cuántas palomas y corderos y bestias de ésas mandó al otro mundo?

Seda hizo una pausa para contar.

— En total catorce incluidas las aves. No, quince, porque Alca trajo el chivo que había prometido. Por un momento lo olvidé, aunque las visceras indicaron que yo… No importa.

— Quince, y una era un chivo. Y apuesto a que las liquidó todas usted, las leyó y las troceó.

Seda volvió a asentir.

— Y anduvo hasta el camposanto con esa pierna a la miseria, leyendo plegarias y toda esa historia el camino entero. Sólo ahora puede quitarse las botas, a menos que alguno decida palmarla. Entonces ni siquiera eso. No es coser y cantar lo de ustedes los augures, ¿eh? Más o menos como nosotros, ¿no?

— No es tan mala vida -dijo Seda-, mientras uno siga volviendo a casa.

Rieron los dos.

— ¿En su manteón ha pasado algo?

Seda asintió.

— Me sorprende que te hayas enterado tan pronto.

— Cuando llegué estaban hablando de eso, Pátera. Yo no soy religioso. No sé nada de dioses y no quiero saber, pero me pareció interesante.

— Ya. -Seda se acarició la mejilla.- En ese caso, lo que sepas tú es tan importante como lo que sé yo. Yo sólo sé lo que se reveló realmente, mientras que tú sabes lo que anda comentando la gente, que quizás importe al menos tanto como lo otro.

— Lo que yo me pregunto es por qué se apareció ella cuando hacía tanto que no venía ninguno. ¿Lo dijo?

— No. Y desde luego que no pude preguntarle. A los dioses no se los interroga. Y ahora cuéntame qué comentaban fuera del manteón. Todo.

Cuando el cochero tiró de las riendas ante el portón del jardín, prácticamente había oscurecido. Kit y Villus, que estaban jugando en la calle, desbordaban de preguntas:

— ¿Cierto que vino una diosa, Pátera?

— ¿Una diosa de verdad?

— ¿Cómo era?

— ¿Usted la vio bien?

— ¿Le habló?

— ¿Le dijo algo, Pátera?

— ¿Puede contarnos qué dijo?

— ¿Qué dijo?

Seda alzó las manos para acallarlos.

— Si hubierais venido al sacrificio, como debíais, la habríais visto vosotros también.

— No nos dejaron.

— No pudimos entrar.

— Lamento mucho oírlo -les dijo Seda con franqueza-. Habríais visto a la Agraciada Kypris como la vi yo, y como no pudo verla la mayoría de los que asistieron, pues habría como quinientas personas, si no más. Y ahora escuchad. Sé que ansiáis ver respondidas vuestras preguntas, y en vuestro lugar a mí me pasaría lo mismo. Pero en los días que siguen tendré que hablar mucho de la teofanía, y no quiero que se eche a perder. Además, como en la palestra os lo tendré que contar en detalle, si lo escucháis dos veces acabaréis aburridos.

Seda se acuclilló para poner la cara a la altura de la muy sucia cara del más pequeño.

— Pero hay en esto una lección, Kit, en especial para ti. Hace apenas dos días me preguntaste si realmente vendría un dios a nuestra Ventana. ¿Te acuerdas?

— Usted dijo que tardaría mucho, pero resultó que no.

— Dije que podía tardar, Kit, no que tardaría. De todos modos, en lo fundamental tienes razón. Yo pensaba que pasaría mucho tiempo, probablemente décadas, y me equivoqué terriblemente; pero lo que quiero señalar es que cuando hiciste la pregunta los demás alumnos se rieron. Les pareció muy gracioso. ¿Te acuerdas?

Kit asintió, solemne.

— Se rieron como si hubieses preguntado una tontería, porque la pregunta les parecía tonta. Sin embargo se equivocaban más que yo; y ahora incluso ellos lo deben de ver claro. Tu pregunta era seria e importante, y tu único fallo fue hacérsela a alguien que sabía muy poco más que tú. No has de permitir nunca que el ridículo te desvíe de las preguntas serias e importantes de la vida. Procura no olvidar esto nunca.

Seda se revisó el bolsillo.

— Quiero que me hagáis un recado, niños. Iría yo, pero si apenas puedo andar menos podré correr. Voy a darte cinco bits, Villus. Ten. Y a tí, Kit, tres. Tú, Kit, vas a la verdulería. Le dices al dueño que las verduras son para mí, y le pides tres bits de lo que haya de mejor y más fresco. Tú, Villus, vas a ver al carnicero y le dices que quiero cinco bits de buenas chuletas. Cuando me traigáis la compra -Seda caviló un instante- os daré medio bit a cada uno. Villus preguntó:

— ¿Chuletas de qué, Pátera? ¿De cordero o de cerdo?

— Dejemos que lo decida él.

Seda los miró partir a la carrera, abrió el portón del jardín y entró.

Como había dicho la Máitera Mármol, la hierba estaba toda pisoteada; se notaba aun en el último fulgor del ocaso, como se notaban los daños en el jardincito de la Máitera. Filosóficamente reflexionó que, en cualquier caso, en un año normal el jardín habría dado sus últimos productos varias semanas antes.

— ¡Pátera!

Era la Máitera Rosa, que saludaba asomada a una ventana del cenobio, falta por la cual habría reprendido interminablemente a la Máitera Mármol o la Máitera Menta.

— Sí -dijo Seda-. ¿Qué pasa, Máitera?

— ¿Han vuelto con usted?

Cojeó hasta la ventana.

— ¿Sus sibis? No. Dijeron que vendrían andando juntas. No pueden tardar mucho.

— Ya ha pasado la hora de cenar -afirmó la Máitera Rosa (afirmación flagrantemente falsa).

Seda sonrió.

— Tampoco puede tardar mucho su cena; que Escila le bendiga el banquete.

Sonriendo todavía, se alejó sin darle tiempo a hacer más preguntas.

En el umbral de la cocina del manso había un envoltorio blanco con cordel blanco. Lo recogió y, antes de abrir la puerta, lo dio vuelta entre las manos.

Oreb, que a juzgar por el desparramo de gotas había estado bebiendo de su cuenco, se había subido a la mesa.

— Hola, Seda.

— Hola a ti. -Seda sacó el cuchillo de mondar.

— ¿Corta pájaro?

— No, voy a abrir esto. Estoy demasiado cansado, o soy demasiago holgazán para deshacer los nudos, y si los corto de todos modos podré salvar casi todo el cordel. ¿Esa rata que acabo de tirar la mataste tú, Oreb?

— ¡Gran pelea!

— Supongo que debería felicitarte y también agradecerte. Bueno, lo hago. -Abriendo el papel blanco expuso una colección de olorosos trocitos de carne.- Esto es comida para gatos, Oreb. Como una vez me vaciaron un cubo lleno en la cabeza, la reconozco donde sea. Escleroderma nos había prometído un poco, y ya ha cumplido la promesa.

— ¿Come ahora?

— Puedes, si lo deseas. Yo no. Pero te has comido buena parte de la rata que mataste. ¡No me vas a decir que tienes hambre!

Batiendo el ala, Oreb adelantó inquisitivamente la cabeza.

— No estoy nada seguro de que tanta carne te haga bien.

— ¡Carne buena!

— El hecho es que no. -Seda empujó la carne hacia el pájaro.- Pero tómala; de todos modos seguirá estropeándose, y no tenemos manera de conservarla. Entonces, adelante, si quieres.

Oreb arrebató un trozo de carne y, medio volando, medio a los saltos, se las ingenió para llevarla hasta lo alto de la alacena.

— Escila bendiga también tu banquete.

Por enésima vez Seda pensó que, en buena lógica, un banquete bendecido por Escila debía ser de pescado, como indicaban las Escrituras Crasmológicas que había sido en su origen. Con un suspiro se quitó la túnica y la colgó de la silla que había sido del Pátera Perca. Al cabo tendría que llevar la túnica arriba, a su habitación, y colgarla bien; y al cabo tendría que sacar del bolsillo grande de la túnica el ejemplar de las Escrituras del manteón y devolverlo a su sitio.

Pero ambas cosas podían esperar, y él prefería que esperasen. Encendió un fuego en la estufa, se lavó las manos y sacó la sartén en donde la víspera había freído los tomates; luego llenó con agua de la bomba el cazo predilecto del Pátera Perca y lo puso a calentar. Estaba contemplando la tetera y considerando la posibilidad de un café o un mate cuando llamaron a la puerta de la calle del Sol.

Desatrancándola, recibió de Villus un paquete semejante al que había encontrado en el otro umbral, aunque mucho más grande, y hurgó en el bolsillo buscando el medio bit prometido.

— Pátera… -Un doloroso esfuerzo contraía la carita de Villus.

— Sí, ¿qué pasa?

— No quiero nada. -Extendiendo una mano mugrienta, Villus exhibió cinco brillantes bits, cuadraditos cortados de otras tantas tarjetas.

— ¿Son míos?

Villus asintió. -No quiso aceptarlos.

— Ya. Pero de todos modos te dio estas chuletas; sin duda el paquete no lo hiciste tú. Y como no quiso aceptar dinero de mí (no debería haberte dicho que le dijeras para quién era la carne) piensas que tú, muchacho honorable y piadoso, no debes aceptar tampoco.

Villus asintió solemnemente.

— Muy bien; por cierto que no te obligaré. Sin embargo, le debo un bit a tu madre; o sea que dame cuatro y el quinto se lo das a ella. ¿Me haces el favor?

Después de asentir de nuevo, Villus entregó cuatro bits y se desvaneció en el ocaso.

— Estas chuletas no son tuyas ni mías -le dijo Seda al pájaro mientras volvía a colocar la pesada barra de la puerta-. Así que déjalas en paz.

Grande como era la sartén, las chuletas la llenaron. Las roció con una pizca ínfima de preciosa sal y puso la sartén sobre la estufa.

— Nos han hecho plutócratas de lo sobrenatural -conversó con Oreb-, y en cierto modo es casi embarazoso. Otros, por ejemplo Sangre, tienen dinero. O poder, como el consejero Lemur. O fuerza y coraje, como Alca. Nosotros, sin embargo, tenemos dioses y fantasmas.

Desde la cumbre de la alacena Oreb graznó:

— ¡Seda bueno!

— Si eso significa que entiendes, entiendes mucho más que yo. Pero yo trato de entender, de todos modos lo intento. Como hemos visto, los plutócratas de lo sobrenatural no necesitan dinero; aunque lo consiguen, como también hemos visto. Fuerza y coraje se apresuran a ayudarlos. -Seda se dejó caer en su silla, el tenedor de cocina en una mano, la perilla apoyada en la otra.- Lo que exigen es sabiduría. Nadie entiende a los dioses y los fantasmas, pero tenemos que entenderlos: la Dama Kypris hoy, anoche el Pátera Perca al final de la escalera, tantos más.

Oreb atisbó por el borde de la alacena.

— ¿Hombre malo?

Seda negó con la cabeza.

— Tal vez objetes que he omitido a Mucor, que no estando muerta no puede ser un fantasma, y sin duda no es una diosa. De hecho se comporta casi exactamente como un demonio. Lo cual me recuerda que también tenemos de ésos, o al menos uno; quiero decir, hubo o hay un demonio en la pobre Cardencha. El doctor Grulla piensa que la mordió una especie de murciélago, pero ella dice que fue un viejo con alas.

Las chuletas empezaban a chisporrotear. Seda se levantó y tentativamente pinchó una con el tenedor; luego alzó otra para estudiarle el lado ya tostado.

— Hablando de alas, ¿qué te parece si empezamos por el enigma más sencillo? Me refiero a ti, Oreb.

— ¡Pájaro bueno!

— Y que lo digas. Pero no tan bueno como para volar con un ala rota, aunque anoche te vi hacerlo antes de ver a Mucor y su desaparición. Es llamativo…

— Pátera… -Dedos de acero golpetearon la puerta que daba al jardín.

— Sólo un momento, Máitera. Tengo que dar la vuelta a estas chuletas. -Para Oreb, Seda añadió: -No incluí a Mucor porque a lo que hace ella no lo llamaría sobrenatural. Admito sin problemas que da esa impresión. Quizá sea yo el único hombre en Virón con escrúpulos para llamarlo así.

Tenedor en mano todavía, abrió del todo la puerta.

— Buenas noches, Máitera. Buenas noches, Kit. Los dioses todos sean con ustedes. ¿Ésas son mis verduras?

Kit asintió. Seda aceptó la gran bolsa y la puso sobre la mesa.

— Con lo que han subido los precios, Kit, por tres bits esto parece un montón. Y encima huelo que hay plátanos. Siempre son un gusto.

Kit permanecía mudo. La Máitera Mármol dijo:

— Estaba en la calle, Pátera, con miedo de golpear. O en todo caso habrá golpeado muy suavemente, pienso, y usted no alcanzó a oírlo. Lo llevé hasta el jardín, pero no quería soltar la bolsa.

— Muy justo -dijo Seda-. Pero, Kit, yo no iba a morderte porque me trajeras verduras, sobre todo cuando te lo había pedido.

Kit extendió un puño sucio.

— Entiendo. O creo que puedo entender. ¿No quiso aceptar el dinero?

Kit negó con la cabeza.

— Y a ti te dio miedo que yo me enfadara… como a decir verdad ha sucedido, en cierto modo. Vamos, dámelo.

— ¿Quién se negó a aceptar su dinero? ¿Tuétano, el de calle arriba? -preguntó la Máitera

Seda asintió.

— Ten, Kit. Aquí tienes el medio bit prometido. Tómalo y cierra el portón al salir; recuerda lo que te dije y no temas.

— Tengo miedo -anunció la Máitera Mármol cuando el niño se fue-. No por mí, Pátera. No les gusta que alguien sea demasiado popular. La Amable Kypris ¿prometió que lo protegería? ¿Qué hará si la guardia viene a buscarlo?

— Ir con ellos, supongo. ¿Qué otra cosa voy a hacer?

— Podría no volver nunca.

— Les explicaré que no tengo ambiciones políticas, que es la simple verdad. -Seda acercó su silla al umbral y se sentó.- Me gustaría poder invitarla, Máitera. ¿Me permite sacar la otra silla para usted?

— Estoy bien -dijo la Máitera Mármol-. Pero a usted debe de dolerle mucho el tobillo. Hoy ha caminado mucho.

— La verdad, no duele tanto como ayer -dijo Seda palpando la venda-. O quizás estoy recobrando el aliento, digamos. El faides pasaron muchísimas cosas, y todas demasiado rápido. Primero estuvo el gran acontecimiento del cual le hablé en el cenador, cuando llovía; después la visita de Sangre, el encuentro con Alca, la cabalgata a la villa, la herida en el tobillo y la conversación con Sangre. El esfigsedo le di el perdón de Pas a la pobrecita Cardencha; luego vino la muerte de Orpina y el deseo de Orquídea de hacer el sacrificio final aquí. No estaba habituado a tantos sucesos en tan poco tiempo.

La Máitera Mármol parecía solícita.

— Nadie podía esperar que lo estuviera, Pátera.

— Anoche empezaba a acomodarme la cabeza, si puedo decirlo así, cuando ocurrieron varias cosas más. Y hoy nos distinguió Kypris: el primer manteón de Virón distinguido así en veinte años. Si…

La Máitera Mármol lo interrumpió.

— Fue maravilloso. Todavía intento hacerme a la idea, no sé si me entiende; integrarlo a mis esquemas mentales. Pero es que… ¿Sabe, Pátera?, este asunto con Tuétano, por ejemplo. Vi que detrás de un edificio han pintado «¡Volvamos al Fuero!». Y ahora esto en nuestro manteón. De veras, ¡cuídese!

— Lo haré -prometió Seda-. Como intentaba explicarle, he recuperado el equilibrio mental. He hecho lo que usted dice que está intentando: introducirlo todo en mis esquemas mentales, en mi manera de pensar. Mientras seguíamos a la carroza fúnebre tuve tiempo de ordenar las ideas. Me dio la oportunidad de cotejar mi impresión con las Escrituras según yo las leo. ¿Recuerda el pasaje que empieza «La naturaleza soberana, que gobierna la totalidad, pronto cambiará todas las cosas que veis, y de su sustancia hará otras cosas, y otras cosas una vez más de la sustancia de éstas, para que el mundo sea siempre nuevo»?

»En el contexto del sacrificio final de Orpina, para mí eso sólo significaba que la muchacha volvería a crecer como hierba y flores, desde luego. Y sin embargo el pasaje me impresionó en particular, como si hubiera sido puesto ahí específicamente para que yo lo leyera hoy. Ojalá aprendiera a decir a la gente cosas que la afectaran tanto como me afectó ese pasaje. Mientras leía me di cuenta de que la vida apacible que imaginaba llevar aquí, la vida que esperaba que continuase sin interrupción y casi sin incidentes hasta mi vejez, no había sido nada de esa especie; que sólo había sido el estado actual de las cosas en un flujo inacabable de estados. Mi último año en la escola, por ejemplo…

— Cuando llamé, Pátera, ¿no dijo usted quizá que esas chuletas eran para mí? Estaba diciendo que me ahorrarían el trabajo de preparar el plato principal, y lo aprecio mucho. Huelen que es una delicia. Estoy segura de que la Máitera Rosa y la Máitera Menta las disfrutarán inmensamente.

Seda suspiró.

— Me está sugiriendo que es hora de darles la vuelta, ¿verdad?

— No, Pátera. Es hora de sacarlas del fuego; de ponerlas en una fuente. Ya les ha dado la vuelta una vez.

Fue cojeando hasta la estufa. Mientras él hablaba con Kit y la Máitera Mármol, Oreb se había dedicado a la comida de gato; estaba desparramada por la mesa, y en parte por el suelo. La parte de debajo de las chuletas era ya de un profundo castaño dorado. Seda las apiló en la fuente más grande del armario, las cubrió con un trapo limpio y se las llevó a la Máitera Mármol hasta el umbral.

— Muchas gracias, Pátera. -La Máitera levantó un poquito el trapo.- ¡Por Kypris! ¡Mire qué maravilla! Espero que se haya reservado tres por lo menos.

Seda sacudió la cabeza.

— Yo comí chuletas anoche, cuando Alca me invitó a cenar, y realmente la carne me da igual.

Ella le hizo una leve reverencia.

— Mejor que me dé prisa o se enfriarán.

— Máitera… -Tras ella, Seda cojeó hacia el cenobio por el sendero de grava. La pantalla ya había oscurecido casi por completo la línea ardiente del sol; suspendido en una quietud seca y caliente, el aire nocturno parecía un enfermo afiebrado al borde de la muerte.

— ¿Qué pasa, Pátera?

— Dijo que las chuletas olían a delicia. Las cosas… ¿Le huele realmente bien la comida, Máitera? Usted no puede comerla.

— Pero sí cocinarla, y lo hago -le recordó ella suavemente-, así que naturalmente sé cuando algo huele bien.

— Yo pensé únicamente en la Máitera Rosa, y fue injusto. Debería haber traído algo que pudieran disfrutar las tres. -Seda calló; buscaba fútilmente palabras que no fueran inadecuadas.- Lo siento muchísimo, y procuraré encontrar una forma de repararlo.

— Pero yo así disfruto, Pátera. Me encanta encargarme de llevar esta comida a las sibis. Y ahora vuelva al manso, hágame el favor, y siéntese un poco. Detesto verlo dolorido.

Él vaciló, con ganas de decir más, pero al fin dio media vuelta. El giro pareció torcerle el tobillo dentro de la venda cada vez más floja, y sintió un dolor tan agudo que por poco gritó. Con una mueca se aferró al cenador, luego a una rama cómoda del pequeño peral.

A lo lejos se oyó un golpe.

Se habría detenido a escuchar si no hubiera estado ya quieto. Otro golpe, apenas más fuerte, y sin duda desde la izquierda, desde la calle del Sol.

Quería gritarle al visitante que esperara pero, inmóvil de sorpresa, no gritó. Fugazmente, una sombra (muy tenue porque allí las luces habían oscurecido casi hasta extinguirse) se había deslizado tras las cortinas de su habitación. Alguien allá arriba había ido a responder al llamado; alguien, eso parecía al menos, que lo había observado cojeando por el sendero detrás de la Máitera Mármol.

Todas las ventanas del manso que daban al jardín estaban bien abiertas. A través de ella oyó un veloz repique de pasos en la escalera vencida; y luego, inconfundibles, el ruido de la barra de la puerta de la calle del Sol y un chirrido de goznes cuando la puerta se abrió; hubo un indistinto rumor de voces: voces poco amistosas, al menos por el sonido.

Era extraño cuan poco le dolía ahora el tobillo. Abrió la puerta de la sellaria lo más silenciosamente posible, pero ambos se volvieron hacia él de inmediato, una sonriendo, el otro fulminante.

— Aquí está -anunció Chenilla-. Díselo tú, sea lo que sea.

Mosqueta lanzó un gruñido y la apartó de un empujón. Como un gato, cruzó la sellaria para sentarse en la silla de lectura de Seda.

Seda carraspeó.

— No es mi deseo ser poco hospitalario, pero debo preguntarles qué hacen aquí.

Mosqueta hizo un gesto despectivo; Chenilla se esforzó por parecer recatada, y por poco lo consigue.

— Yo no estaba… realmente no estaba como para andar tanto detrás de la carroza fúnebre. No con este chasco de zapatos. Y Orquídea no nos había dicho que tuviéramos que ir hasta la tumba de Orpina. Nos había dicho que viniéramos a los ritos, y eso yo lo había hecho. Hay algunas que ni siquiera vinieron.

— Sigue -dijo Seda.

— Usted también me dijo que hiciera eso. O sea, que fuera a rezar, y lo hice.

— En este manso no deben entrar mujeres -le dijo Seda, severo. Mosqueta ocupaba su silla, y por cuestión de principios él rehusó sentarse en otra-. Excúsenme un momento.

En la cocina, la tetera hervía vigorosamente; agregó un buen leño al fuego y en un rincón encontró el bastón de Sangre.

Cuando volvió a la sellaria, Chenilla dijo: -Dice usted que no debo estar aquí, se supone, pero yo no lo sabía. Quise hablarle antes en el manteón, mientras ajustaba la tapa del ataúd, pero con esa quimi mirándonos no parecían el momento ni el lugar adecuados. Iba a esperarlo allí, pero no volvió. Al cabo de un par de horas fui al jardín por un trago de agua y encontré esta casita tan mona. Jugué un rato con su mascota y luego… Bueno, me temo que luego me eché y me dormí.

Seda asintió, en parte para sí mismo. -Sé que usas óxido, y a veces también debes de beber mucho. Ayer, durante el exorcismo, al contarme que tenías buena memoria, dijiste que en todo el día no habías bebido una gota. ¿Aquí estuviste bebiendo?

— ¡Cómo iba a traer una botella al funeral! Mosqueta dejó escapar una risa burlona. Había sacado un cuchillo y se estaba cortando las uñas.

— Quizás no -concedió Seda-. Y si la hubieras traído yo la habría visto, como no fuera muy pequeña. Pero llevarás dinero encima, y a tiro de piedra hay docenas de lugares que te venderían cerveza, coñac o lo que quisieras.

Mosqueta dijo: -¿Cuánto le dio Orquídea?

— Pregúntale a ella. Te conoce, y está claro que te tiene miedo… Como al parecer la mayoría de las mujeres. Seguro que te lo dirá.

— He oído que le dio mucho. Pilas de flores y bastantes animales para alimentar por una semana a todos los dioses del Marco Central. Esta zorra en su cama y usted rascando para sacarle qué hacía ahí, menudo capullo.

Chenilla se bajó las manos por el traje.

— ¿No ves que estoy vestida? ¿Iba a estar vestida?

Seda golpeó el suelo con el bastón de Sangre.

— ¡Esto es absurdo! Callaos los dos. Chenilla, dices que querías hablar conmigo. Esta tarde traté de conversar contigo en el manteón, pero no me respondías.

Ella tenía el truco de mirarle los pies sonriendo a medias, como si los ajados zapatos negros la divirtiesen; Seda tuvo el presentimiento súbito de que llegaría a conocer ese truco demasiado bien.

— O te explicas -dijo- o te marchas ahora mismo.

— En ese momento no podía hablarle, Pátera. ¡Tenía tanto que pensar! Por eso esperé. Hacer desagravios, sabe, un poco como dice Mosqueta. Sólo que quiero hablar con usted a solas.

— Ya. ¿Y tú qué, Mosqueta? ¿También has venido para una charla privada? Te prevengo que tengo cosas duras para decirte.

En la cara de Mosqueta hubo un destello de sorpresa; por un instante la punta del cuchillo dejó de hurgar en las uñas.

— Ya se lo puedo decir. Me ha mandado Sangre.

Seda asintió.

— Eso había supuesto.

— ¿Qué plazo le dio? ¿Cuatro semanas? ¿Un vómito de perro por el estilo?

— Cuatro semanas, al cabo de las cuales debo llevarle una suma sustancial; una vez que lo haya hecho, volveremos a deliberar.

Mosqueta se levantó con la misma agilidad que las bestias que Mucor llamaba linces. Subió el cuchillo, la hoja de plano y la punta hacia el pecho de Seda, convincente en recordarle la advertencia que había leído en las vísceras del chivo de Alca.

— Eso no corre más. Tiene una semana para todo. ¡Una semana!

Desde la alta vitrina de rarezas que había junto a la escalera, Oreb graznó: -¿Seda pobre?

— Hicimos un acuerdo -dijo Seda.

— ¿Quiere ver lo que vale su birria de acuerdo? -Mosqueta escupió a los pies de Seda.- Tiene una semana. Entonces vendremos.

— ¡Hombre malo!

Cruzando la sellaria como un rayo, el largo cuchillo fue a clavarse en el panel de madera que había sobre la vitrina. Oreb soltó un chillido de pánico y una pluma negra cayó planeando al suelo.

— Vaya mierda de pajarraco -susurró Mosqueta-. Lo tiene para tomarnos por subnormales, ¿verdad? ¡Pues vaya despabilándose! Hay un halcón que se merendaría a esa mierda, y si le entusiasma conservarla más vale que le enseñe a cerrar el pico. Chenilla sonrió.

— Si vas a andar tirándole cuchillos, te conviene afinar la puntería. Errarle no impresiona nada.

Mosqueta le lanzó un golpe, pero Seda le atrapó la muñeca antes de que el golpe la alcanzara. -¡No seas chiquillo!

Mosqueta le escupió a la cara, y la labrada empuñadura del bastón le dio a Mosqueta debajo de la mandíbula con el ruido áspero e incisivo de una maza de albañil. La cabeza salió disparada hacia atrás; Mosqueta retrocedió trastabillando, y al caer aplastó una mesita.

— ¡Caray! -Era Chenilla, la cara arrebatada, los ojos brillantes de entusiasmo.

Mosqueta quedó tendido uno o dos segundos que parecieron mucho más; los ojos se le abrieron, y por un demorado momento permanecieron sin mirar nada. Se sentó.

Seda alzó el bastón.

— Si tienes un lanzagujas, es ahora el momento de sacarlo.

Fulminándolo con la mirada, Mosqueta negó con la cabeza.

— Muy bien. ¿Cuál era el mensaje? ¿Que tengo una semana para pagarle a Sangre las veintiséis mil? -Con la mano libre, Seda sacó su pañuelo y se secó de la cara la saliva de Mosqueta.

Los labios apenas abiertos, Mosqueta murmuró roncamente:

— O menos.

Seda bajó el bastón hasta poder apoyarse.

— ¿Algo más?

— No. -Laboriosamente Mosqueta se puso en pie, una mano apoyada en la pared,

— Entonces yo te diré algo a ti. Hoy tuvieron lugar los ritos de Orpina. Está claro que tú la conocías, y que directa o indirectamente los dos trabajabais para Sangre. Tú sabías que había muerto. No fuiste a sus ritos ni aportaste un animal de sacrificio. Después de que taparon la fosa, le pregunté a Orquídea si había recibido algún pésame tuyo o de Sangre. Dijo muy convincentemente que no. ¿Lo desmientes?

Mosqueta no dijo nada, aunque en un parpadeo atisbó la puerta de la calle del Sol.

— ¿Enviasteis o dijisteis algo? No intentes largarte todavía. No te lo aconsejo.

Mosqueta miró a Seda a los ojos.

— Posiblemente pensaste que Sangre había dicho o hecho algo en nombre de los dos. ¿Era eso?

Mosqueta sacudió la cabeza; las tenues luces de la sellaria rielaron en la cabeza oleosa.

— Muy bien. Eres un miembro de la raza humana. Has esquivado tu deber humano y el mío es recordártelo: enseñarte, si no lo sabes ya, cómo se comporta un hombre. Te prevengo que la próxima vez la lección no será tan sencilla. -Pasando ante él, Seda fue hasta la puerta de la calle del Sol y la abrió.- Vete en paz.

Mosqueta salió sin decir palabra ni mirar atrás, y Seda cerró la puerta. Mientras colocaba la barra en su sitio, sintió el fugaz beso de Chenilla en la nuca. -¡No hagas eso! -protestó.

— Me dieron ganas, y sabía que no me iba a dejar besarle la cara. Tenía un lanzagujas, ¿sabe?

— Lo di por sentado. Yo también. ¿Quieres sentarte, por favor? Me duele el tobillo, y hasta que no te sientes no puedo hacerlo yo.

Ella eligió la rígida silla de madera donde la víspera se había sentado Cuerno, y Seda se derrumbó agradecido en su asiento habitual. La venda de Grulla se había enfriado notablemente; se la quitó y azotó con ella el travesaño.

— He intentado hacer esto más a menudo -comentó-, pero no da gran resultado. Supongo que antes de tomar calor de nuevo tiene que enfriarse. Chenilla asintió.

— Dijiste que deseabas hablar conmigo. ¿Puedo hacerte antes una pregunta?

— Puede -dijo Chenilla-. Lo que no sé es si podré responderle. ¿A ver?

— En el manteón, mientras yo sujetaba la tapa del ataúd de Orpina, me indicaste que había sido espía, y cuando te pregunté qué significaba eso te negaste a hablar más. Hace unos minutos, una de nuestras sibilas me advirtió que corría peligro porque hay gente en el barrio que al parecer quiere empujarme a la política. Si he realizado las exequias de una espía y se llega a saber, el peligro aumentará sustancialmente, y por tanto…

— ¡Yo no dije eso, Pátera! Orpina no era espía. Estaba hablando de mí… como si fuera otra. Es una mala costumbre que tengo.

— ¿De ti?

Ella asintió vivazmente.

— Mire, Pátera, hasta ese momento no había entendido qué pasaba, qué había estado haciendo yo. Luego, estar sentada en el funeral fue como si me diera un rayo. Es dificilísimo de explicar, la verdad.

Seda volvió a vendarse el tobillo.

— ¿Has estado espiando en nuestra ciudad? ¿En Virón? Por favor no intentes buscar evasivas, hija mía. Es un asunto extremadamente serio.

Chenilla le miró los zapatos.

Pasado un largo momento, Oreb asomó la cabeza por encima del borde de la vitrina de rarezas.

— ¿Hombre marchó?

— Sí, se ha ido -dijo Chenilla-. Pero puede volver, así que debes tener cuidado.

Meneando la cabeza, el grajo de noche se puso a lidiar con el cuchillo de Mosqueta; tironeó del pomo con el pico, se subió al mango y con una pata roja hizo fuerza en el panel de madera. Chenilla observaba, divertida en apariencia -aunque acaso, pensó Seda, apenas alegre de distraerse un rato.

Seda carraspeó.

— Dije que quería hacerte una sola pregunta y ya te he hecho muchas, por lo cual me disculpo. Tú sugeriste que querías mi consejo y yo dije, o al menos di a entender, que tal vez lo tuvieras. ¿Qué es lo que deseas discutir?

— Pues eso mismo -dijo ella, volviéndose del atareado pájaro hacia Seda-. Como ha dicho usted, estoy en apuros. No sé bien cuántos líos tiene usted, Pátera, pero yo tengo un podrido montón más. Si la guardia llega a descubrir lo que vengo haciendo, casi seguro que me matan. Para empezar, necesito un lugar donde pueda esconderme, porque si él me encuentra me habré hundido mucho más. No sé dónde podría quedarme, pero esta noche no volveré a la casa de Orquídea.

— ¿Él? -Seda cerró los ojos un instante; al abrirlos de nuevo preguntó:- ¿El doctor Grulla?

Chenilla lo miró asombrada.

— Sí. ¿Cómo lo sabía?

— No lo sabía. Fue sólo una corazonada, y supongo que ahora debería estar satisfecho porque acerté. Pero no lo estoy.

— ¿Fue porque ayer vino a mi habitación mientras hablaba con usted?

Seda asintió.

— Por esa y otras razones. Porque, como me contaste ayer, te dio una daga. Porque de todas las mujeres de La Orquídea fue a verte primero a ti, y porque a veces te da óxido. Podría haberte examinado antes que a las demás simplemente como favor, para que salieras más temprano, según sugeriste cuando ayer te pregunté por eso. Pero me pareció claro que también podía ser porque esperaba obtener de ti algo valioso; y una posibilidad era que fuese cierta clase de información.

Seda hizo una pausa. Se frotó la mejilla.

— Y luego, además, tú llevabas esa daga oculta cuando te encontraste con Orpina. Por lo que me han dicho, la mayoría de las mujeres que llevan armas encima las llevan por la noche; pero Sangre, al menos, esperaba que volvieras a cenar al local de Orquídea. Más tarde tú misma me dijiste que esa noche esperabas trabajar mucho.

— Créame, Pátera, que las mujeres como yo, que tenemos que andar por ahí de noche, necesitamos ir armadas.

— Te creo. Pero tú no ibas a salir después del anochecer, así que te esperaba algún otro peligro, o eso creías tú. Parecía razonable conjeturar que el hombre que te había dado la daga era el que te estaba conduciendo a ese peligro. ¿Quieres decirme adonde ibas a ir?

— A llevar… No, todavía no. -Con una inquietud sincera y profunda Chenilla se inclinó hacia adelante, y en ese momento Seda habría jurado que ignoraba su propia belleza.- Todo esto es falso. Quiero decir, es cierto (los hechos son verdaderos) pero no suena como realmente fue. Parece que yo fuera forastera. Soy tan vironesa como usted. He nacido aquí, y vendía berros en el mercado cuando no era más alta que ese escabel donde usted apoya el pie.

Seda asintió, preguntándose si ella se percataba del deseo que él tenía de tocarla.

— Te creo, hija mía. No obstante, si deseas que sepa la verdad debes contarme todo.

— Ya le dije ayer que Grulla era un amigo. Era simpático, me traía cosas sin tener por qué. ¿Se acuerda del ramito de chenillas? Bobadas así, pero simpáticas. La mayoría de las chicas lo quieren, y a veces yo le daba un turno gratis. Lo atraen las grandotas. Él mismo se ríe de eso.

Seda dijo:

— Es sensible por lo de su talla; me lo dijo la primera vez que lo vi. Quizá con mujeres altas se sienta más alto. Sigue.

— Pues así ha sido entre nosotros desde que me fui a vivir al local de Orquídea. No es que haya dicho «Necesito que espíes un poco, de modo que tú me prometes vender a tu ciudad y yo te doy un uniforme». Hace un par de meses estábamos cuatro o cinco charlando en la sala grande con Grulla delante. Bromeábamos con lo que hace cuando nos revisa. Con los exámenes. ¿Sabe cómo es eso?

— No -admitió Seda, cansado-, aunque no me cuesta imaginarlo.

— Alguna dejó caer que había ido un comisario, y Grulla soltó un silbido y preguntó quién lo había enganchado. Yo dije que yo, y él quiso saber si me había dado mucha propina. Luego, más tarde, mientras me revisaba, quiso saber si por casualidad el comisario aquel había mencionado al caldé.

A Seda se le alzaron las cejas.

— ¿Al caldé?

— Yo también me sorprendí, Pátera. Le dije que no, y que me parecía que el caldé había muerto. Grulla dijo: «Sí, claro, ha muerto». Pero cuando terminamos y yo me estaba vistiendo dijo que si alguna vez el comisario o algún otro decían algo sobre el caldé o el Fuero, le iba a gustar que yo se lo contara; o si decían algo sobre un consejero. Bueno, él sí que habló de consejeros.

— ¿Qué dijo?

— Que había ido al lago a ver a dos, Tarsio y Loris. Yo empecé a soltar ¡Uy! y ¡Jo! como se supone que hay que hacer, pero creo que no sonó como si fuera muy importante. En cuanto dije eso Grulla ya no siguió. ¿Entiende lo que le digo?

— Sin duda.

— Luego, cuando yo ya estaba saliendo, él vino de la habitación de Violeta y me pasó un papel doblado. Me lo metió justo aquí debajo, Pátera, ya sabe. En cuanto estuve sola lo saqué para mirarlo, y era un talón al portador por cinco tarjetas, firmado por un tipo de quien yo no tenía ni idea. Pensé que probablemente no era bueno, pero como de todos modos me quedaba de camino lo llevé al fisco y me dieron cinco tarjetas, sin preguntarme «Y tú quién eres» ni «De dónde has sacado esto». Así de fácil, cinco tarjetillas sobre el mostrador. -Chenilla se detuvo a esperar la reacción de él.- ¿Cuántas veces se piensa que araño una propina así, Pátera?

Seda se encogió de hombros.

— Considerando que has recibido a un comisario, quizás una vez al mes.

— Aparte de ésta, dos veces en toda mi vida, y suerte de mí. En La Orquídea un tipo tiene que aflojar diez tarjetas para entrar y echar un vistazo a las titis, y luego a mí me paga una tarjeta (y yo la divido con Orquídea), salvo que sea un comisario. Ésos entran gratis y prueban gratis, porque nadie quiere problemas. Se le da lo mejor y se le dice que es una maravilla, y por lo general ni da propina. A los que pagan, ya le digo, yo les cobro una tarjeta. Eso por la noche entera, si quieren. O sea que si el primero quiere y no deja propina, en toda la noche yo saco apenas media tarjeta.

Seda dijo:

— Conozco gente que no gana media tarjeta en una semana de trabajo duro.

— Pues claro. ¿Por qué se piensa que hacemos esto? Pero lo que yo digo es que en una semana buena, con propinas incluidas, yo puedo levantar cuatro o cinco. A veces seis. Sólo que, si se da, en las semanas siguientes seguro que no saco más de dos o tres. De modo que aquí me ve con lo que hago en una semana buena, todo por contarle a Grulla algo que dijo el comisario este.

»¡Menudo caramelito! Usted me dirá que habría debido figurármelo, pero en aquel momento no lo pensé mucho, y afortunada de mí.

Seda murmuró:

— O sea que así empezó la cosa. ¿Y el resto, hija mía?

— Desde esa vez he pasado unas seis u ocho cosas más y llevado cosas a un par de personas en el diurno. Luego, si viene un comisario o un coronel (alguien de ese nivel, ¿sabe?), me porto de lo más simpática y no me los trabajo para sacar propinas ni regalos como harían las demás titis. Y resulta que ahora preguntan por mí cuando no estoy a la vista.

En lo alto de la vitrina de rarezas el grajo de noche se agitó presa de visible inquietud, la cabeza estirada, inquisitiva, y el largo pico carmesí a medias abierto.

— Así que desde que vi a Orpina en la cama de hielo no he parado de pensar. -Acercando su silla a la de Seda, Chenilla bajó la voz.- ¿Tiene que darle a Sangre veintiséis mil si quiere conservar este sitio? Eso dijo Mosqueta.

La cabeza de Seda se inclinó imperceptiblemente. -Muy bien. ¿Por qué… por qué no las conseguimos los dos juntos de Grulla?

— Un hombre -les previno Oreb-. Ahí fuera. Chenilla le echó a Seda una mirada aprensiva. -Ahí -insistió Oreb-. No golpe.