8

Alimento para los dioses

El Pátera Seda se apartó dos largos pasos de la puerta, firmemente cerrada, y la miró con el disgusto que le causaban él mismo y su fracaso. De alguna manera se abría; al fin y al cabo la había abierto el talus. Abierta, le daría acceso a la escalera, que lo llevaría hasta el suelo del santuario, de donde acaso fuera posible (y hasta fácil) abrir la boca de la imagen de Escila grabada en el otro lado, salir al santuario y volver a Limna.

Comisarios, se dijo Seda, jueces… -¿qué más había dicho la mujer?- gente por el estilo acudían allí, claramente a conferenciar con el Ayuntamiento. Antes de que él lo matara con el azot…

(Tuvo que obligarse a afrontar a esas palabras, aunque repetidamente y en toda verdad se había dicho que sólo lo había matado para salvar la propia vida.)

Antes de que él lo matara con el azot, el talus había dicho que al ser despedido por Mosqueta había vuelto allí con Potto, y sin duda se refería al consejero Potto.

Por lo tanto, la figura que había entrado en el santuario y desaparecido era un comisario, un juez o algo por el estilo. Tampoco era misteriosa la desaparición, en absoluto. Había entrado y alguien lo había recibido, probablemente el talus. Habría mostrado una tésera; la boca de Escila se había abierto, y él había bajado la escalera para ser conducido a un lugar que no podía estar lejos, ya que una media hora después el talus ya estaba de nuevo en su puesto.

Era todo de una lógica acabada y mostraba a las claras que el Ayuntamiento tenía oficinas cerca de allí. La conclusión agobió los hombros de Seda como una carga. ¿Cómo podría él, ciudadano y augur, guardar para sí todo lo que había descubierto sobre las actividades de Grulla, aun cuando fuera para salvar el manteón?

Abatido, volvió a la puerta que tan suavemente se había abierto para el talus pero no quería abrirse para él. Al parecer no tenía cerradura ni picaporte, y de hecho ningún mecanismo de esa especie. Los paneles irisados encajaban tan ajustadamente que apenas se distinguían las curvas líneas de separación. Había gritado ábrete y otras cien palabras posibles sin obtener resultado.

Ronco y desalentado, la había acuchillado con la discontinuidad rutilante que era la hoja del azot, marcando y fundiendo los paneles de tal modo que parecía dudoso que incluso alguien que conociera el secreto consiguiera hacer que se abrieran como lo habían hecho para el talus. El azot había causado un estruendo como para romper tímpanos; de los muros y el techo del túnel se habían desprendido suficientes piedras para matarlo a él diez veces, y por fin la empuñadura se había calentado tanto que no podía tenerla; aun así no llegó a abrir la puerta ni hacer un solo agujero en un panel.

Y ahora, se dijo Seda, no quedaba otra alternativa que ponerse en marcha por el túnel, cansado y hambriento y magullado como estaba, con la débil esperanza de encontrar una salida. A punto casi de dar rienda suelta a su rabia contra el Extraño y todos los demás dioses por pura frustración, se sentó en la roca desnuda y se quitó la venda de Grulla. Con cierta amargura recordó que Grulla le había enseñado que sólo golpeara superficies lisas, y como ejemplos había puesto su propio escabel y su alfombra. Sin duda la recomendación estaba destinada a proteger la suave superficie de la venda, semejante a cuero, de un desgaste inútil; aquel suelo tosco no era apropiado, y él le debía algo a Grulla, en buena medida porque, si podía, pensaba extraerle el dinero que exigía Sangre, aunque más de una vez Grulla se hubiera mostrado amistoso con el.

Suspirando, Seda se quitó la túnica, la dobló, la dejó en el suelo y empezó a golpear la venda hasta que se puso más caliente que la empuñadura del azot. Con la venda de nuevo en su sitio, trabajosamente se incorporó, volvió a ponerse la túnica (dando la bienvenida a su tibieza en ese aire fresco y siseante), y partió resuelto, eligiendo la dirección que parecía más adecuada para llegar a Limna.

Empezó con la idea de contar los pasos, como para saber cuánto había viajado bajo tierra; al principio contaba en silencio, moviendo los labios y marcando a cada centenar con un dedo extendido. Pronto advirtió que estaba contando en voz alta, animado por el débil eco de su voz, y que ya no sabía si había vuelto a cerrar el puño una vez al cabo de quinientos pasos o dos veces al cabo de mil.

A medida que avanzaba, el túnel, que al principio parecía siempre igual, empezó a cambiar en aspectos menores; y pronto estos aspectos cobraron tal interés que en la prisa por examinarlos Seda perdió la cuenta. En ciertas zonas la arenisca de la región dejaba lugar a la roca de nave, graduada como una regla por junturas situadas cada veintitrés pasos. De trecho en trecho, las móviles luces sensibles al sonido fallaban por completo, y se veía obligado a avanzar a oscuras; aunque comprendía que estaba actuando tontamente, no lograba ahuyentar totalmente el miedo a caer en un pozo, o a que en la sombra lo esperase otro talus o algo más terrible. Dos veces pasó por puertas irisadas muy parecidas a la que separaba la sala inferior del santuario de Escila, ambas bien cerradas; una vez el túnel se dividió, y Seda eligió al azar seguir por la izquierda; tres veces se abrieron túneles laterales, oscuros y en cierto modo amenazantes.

Y en ningún momento perdió la impresión de avanzar en un leve descenso, y de que el aire se iba volviendo más frío y las paredes más húmedas.

Caminó un rato rezando mientras pasaba sus cuentas, y después intentó conciliar la distancia cubierta durante tres recitados con la posterior cuenta de pasos; de lo cual concluyó que había dado diez mil trescientos setenta, o el equivalente a cinco recitados completos y una decena y pico. Si a eso se sumaban los quinientos del comienzo (o acaso mil), daba…

Para entonces le dolía muchísimo el tobillo; renovó la venda como antes y siguió cojeando por el túnel, que a cada vacilante paso lo oprimía más y más.

Con frecuencia lo atormentaba un impulso casi incontrolable de volver atrás. Le parecía que, de haber dejado que el azot se enfriara para atacar de nuevo, casi seguramente la puerta habría cedido con facilidad; a esas alturas ya habría estado de regreso en Limna. Alca le había recomendado lugares para comer; intentó recordar cómo se llamaban, aquéllos y los que había visto de camino al Juzgado.

No, el que le había recomendado lugares para comer era el cochero de la carreta. Uno, había dicho, era muy bueno pero caro; se llamaba «La Farola Oxidada». El llevaba no menos de siete tarjetas en el bolsillo, cinco provenientes de los ritos de Orpina más dos de las tres que Sangre le había entregado el faides. La cena de los dos en un restaurante de la zona alta le había costado a Alca dieciocho bits. Entonces había parecido una suma extravagante, pero comparada con siete tarjetas era poco, para una cena suntuosa en una de las mejores posadas de Limna, una cama cómoda y un buen desayuno, alcanzaría con una tarjeta y aún sobraría. Parecía una locura no retroceder cuando esas cosas estaban tan cerca (o tan fácil era conseguirlas). En rápida sucesión se le ocurrió media docena de palabras que no había probado: libérate, destrábate, sepárate, suéltate y hiéndete.

Mucho peor era la infundada sensación de que ya había dado la vuelta, que se dirigía no al norte, hacia Limna, sino de nuevo al sur; que en cualquier momento, a la salida de cualquier curva o recodo, divisaría otra vez el talus muerto.

El talus que él había matado; pero el talus lo había enviado a él a la tumba, o eso parecía. Si él había muerto, lo había dejado enterrado. Pronto, sintió, se encontraría con Orpina, con el viejo Pátera Perca y con su madre, cada cual en su propio estado de descomposición. Junto con todos ellos yacería en el suelo del túnel, acaso, ya que allí cualquier lugar daba lo mismo, y ellos le contarían cosas que entre los muertos era preciso saber, tal como, al llegar él a la calle del Sol el Pátera Perca lo había instruido sobre las tiendas y la gente del barrio, la necesidad de comprar túnicas y nabos a los pocos comerciantes que asistían algo regularmente a los sacrificios, y la conveniencia de cuidarse de ciertos timadores y embusteros notorios. En una ocasión oyó a lo lejos una risita ahogada, una risa loca sin humor ni alegría, sin siquiera humanidad: la risa de un demonio devorándose la carne en las sombras.

Tras lo que pareció medio día o más de una caminata extenuante y llena de temor llegó a un lugar en que el suelo del túnel estaba cubierto de agua hasta donde alcanzaba la vista; los tenues reflejos de las empañadas luces que se deslizaban por el techo mostraban a las claras que la masa de agua no era en absoluto despreciable. Titubeante al borde de esa quieta laguna clara, se vio forzado a admitir que hasta era posible que por una o dos leguas el túnel que tanto tiempo había seguido estuviera completamente inundado.

Se arrodilló a beber y descubrió que en realidad tenía mucha sed. Cuando intentó incorporarse, el tobillo derecho se quejó con tal vehemencia que tuvo que sentarse, incapaz ya de esconderse lo agotado que estaba. Descansaría allí una hora; estaba seguro de que en la superficie había oscurecido. Sin duda el Pátera Gulo andaría preguntándose qué se había hecho de él, ansioso por empezar a espiarlo de veras. También la Máitera Mármol se extrañaría; pero Alca y Chenilla habrían vuelto a la ciudad haría ya un rato, después de dejarle un mensaje en la parada de la carreta.

Seda se quitó los zapatos, se fregó los pies (un ejercicio que encontró delicioso) y por último se tendió. Cierto que el áspero suelo del túnel debería haberle resultado incómodo, pero por alguna desconocida razón no lo era. Había sido muy sensato, claramente, echarse una siestecita en la flotadora de Sangre. Gracias al breve descanso iba a estar más alerta, más dispuesto a aprovechar la menor oportunidad que le ofreciera esa relación peculiar. «¡No puedo acelerar mucho», le dijo el chofer, «yendo para este lado!» Pero muy pronto, mientras la veloz flotadora sobrevolaba un paisaje cada vez más cubierto de agua, iría su madre a darle el beso de las buenas noches. A él le gustaba esperarla despierto; decirle, cuando se iba, «Buenas noches a ti, mamá».

Decidió no dormir hasta que ella llegara.

Haciendo eses y bastante borracha, Chenilla surgió por la puerta del A Toda Vela, divisó a Alca y alzó la mano.

— ¡Estás ahí! Eh, Bicho. ¿Yo a ti no te conozco? -Como él sonreía devolviéndole el saludo, cruzó la calle y lo tomó del brazo.- Tú has estado en La Orquídea. Claro que sí, cantidad de veces, y debería saber cómo te llamas. En seguida me acordaré. Oye, Bicho, no te estoy arrastrando a la cama, ¿eh?

Muy de niño Alca había aprendido que en esas circunstancias había que cooperar.

— Por mí tranquila. ¿Te invito a una copa? -Señaló hacia el A Toda Vela.- Apuesto a que allí hay algún rinconcito tranquilo.

— Ay, Bicho, ¿de veras? -Chenilla se apoyó en el brazo de él, y echó a andar tan pegada que los muslos se rozaban.- ¿Cómo te llamas? Yo Chenilla. Tendría que recordar tu nombre, vaya si no, sólo que estoy medio mareada y estamos en el lago, ¿no? -Se sonó la nariz con los dedos.- He visto mucha agua bajando por una calle de éstas, Bicho, pero el caso es que debería volver a La Orquídea, primero la cena y luego al salón grande, ¿me explico? Si no tengo suerte, Orquídea enviará a Lubina a aventarme.

De reojo, Alca había estado observándole los ojos; cuando entraban al A Toda Vela, dijo:

— Ahí está la cosa, ¿eh? No te acuerdas.

Sentándose, ella asintió compungida y los encendidos rizos temblaron.

— Y además estoy seca, sequísima. ¿No tienes una pizquita para darme?

Alca sacudió la cabeza.

— ¿Una pizquita por la noche gratis?

— Si tuviera te daría -le dijo Alca-, pero no tengo.

Una camarera ceñuda se plantó junto a la mesa.

— Llévesela a otro lado.

— Cinta roja y agua -le dijo Chenilla-. Y no me lo mezcle.

La camarera negó enfáticamente.

— Ya te he dado más de lo que debía.

— ¡Y yo te he dado todo mi dinero!

Alca puso una tarjeta en la mesa.

— Ábreme cuenta, cariño. Me llamo Alca.

El ceño de la camarera se suavizó.

— Sí, señor.

— Y tráeme una cerveza, la mejor que tengas. Para ella nada.

Chenilla protestó.

— Dije que te invitaría a una copa en la calle. Esto no es la calle. -Alca despidió a la camarera con un gesto.

— ¡Así te llamabas! -dijo Chenilla, triunfal-. Alca. Ya te dije yo que me acordarías

Alca se inclinó hacia ella.

— ¿Dónde está el Pátera?

Ella se secó la nariz con el brazo.

— El Pátera Seda. Viniste aquí con él. ¿Dónde lo has dejado?

— Ah, ya lo recuerdo. Estuvo en La Orquídea cuando… cuando… Alca, me muero por una pizca. Tú tienes dinero. Por favor…

— Tal vez dentro de un momento. No me han traído la cerveza. Y ahora préstame atención. Te has pasado un buen rato aquí bebiendo, ¿cierto?

Chenilla asintió.

— Me sentía tan…

— Despéjate. -Alca le agarró la mano y la apretó como para que le doliera.- ¿Dónde estuviste antes?

Ella eructó suavemente.

— Te diré la verdad, enterita. Pero parecerá un disparate. ¿Te cuento y me pagas una?

Alca entrecerró los ojos.

— Habla rápido. Después de oírte decidiré.

La camarera le dejó delante un empañado vaso de cerveza negra.

— La mejor y la más fría. ¿Algo más, señor?

El negó con la cabeza, impaciente.

— Es que hoy me levanté tardísimo -empezó Chenilla- porque anoche vino uno gordo, ¿sabes? Claro que tú no estabas, Jaco. ¿Ves?, ya te recuerdo. Ojalá hubieras estado.

Alca le apretó más la mano.

— Ya sé que no estaba. Desembucha.

— Y tuve que vestirme bien porque hoy era el funeral y Orquídea quería que fuéramos todas. Además, le había dicho a ese augur alto que iba a ir. -Eructó de nuevo.- ¿Cómo es que se llama, Jaco?

— Seda -dijo Alca.

— Tal cual. Pues saqué mi vestido negro bueno, éste, ¿ves? Y, en fin, me arreglé. Había un montón que iban juntas, sólo que como ya habían salido, yo tuve que ir sola. ¿Y si me dejaras un sorbitito solo de eso, Jaco? Anda…

— De acuerdo.

Alca empujó hacia ella el vaso empañado, y Chenilla bebió y se secó la boca con la manga.

— Más vale no mezclar, ¿no? Mejor me cuido un poco.

Él recuperó el vaso.

— Fuiste al funeral de Orpina. Sigue desde allí.

— Eso. Lo único es que primero tomé una buena pizca. No veas, me la devoré. Ojalá la tuviera ahora.

Alca bebió.

— Bueno, llegué al manteón, y ya estaban Orquídea y todo el mundo y habían empezado, pero encontré un lugar y me senté, y… y…

— ¿Y qué? -preguntó Alca.

— Y después me levanté, pero se habían ido todos. Yo estaba mirando la Ventana, ¿sabes? Pero era sólo una Ventana, y te digo que ya no había casi nadie: apenas un par de viejas y nadie ni nada más. -Se había puesto a llorar; lágrimas calientes le rodaban por las tersas mejillas. Alca sacó un pañuelo no muy limpio y se lo dio.- Gracias. -Ella se secó los ojos-. Tenía mucho miedo, y todavía tengo. Tú crees que te tengo miedo a ti, pero da tanto gusto estar con alguien y tener con quién hablar… Tú no sabes.

Alca se rascó la cabeza.

— Y entonces salí, ¿entiendes? Y no estaba en la ciudad, ni en la calle del Sol ni en ninguna parte. Estaba aquí, donde veníamos cuando era pequeña, y se habían ido todos. Descubrí un lugar con sombrillas sobre las mesas y me habré bebido unas tres o cuatro copas, y luego vino ese pajarraco negro. No paraba de saltarme alrededor y hablar casi como la gente hasta que le tiré una copita y me echaron.

Alca se levantó.

— ¿Le diste con una copa? Mierda, no puedo creerlo. Vamos. Muéstrame dónde es ese lugar con sombrillas.

Una abrupta ladera cubierta de broza separaba a Seda del cenobio. Él bajaba a los tumbos, arañándose las manos y la cara y desgarrándose la ropa con las espinas y las ramas rotas, y entraba. La Máitera Menta estaba en la cama, enferma, y eso a él lo alegraba un instante, pues había olvidado que supuestamente ningún hombre podía entrar en el cenobio salvo un augur que llevara el perdón de los dioses. Murmuraba y volvía a murmurar los nombres, cada vez seguro de que se estaba olvidando de uno, hasta que un estudiante de la escola bajo y rollizo a quien él no recordaba nunca llegaba a decirle que se iban todos calle abajo a visitar al prelado, que también estaba enfermo. La Máitera Menta dejaba la cama, diciendo que ella también iría, pero bajo el peinador rosa estaba desnuda, y a través de la tela el pulcro cuerpo metálico relucía como plata. El peinador exhalaba el empalagoso perfume de la lámpara de vidrio azul, y él le decía que antes de partir tendría que vestirse.

Seda y el estudiante bajo y rollizo salían del cenobio. Caía una lluvia copiosa, fría y machacona que lo helaba hasta la médula. En la calle aguardaba una litera con seis porteadores, y discutían a quién pertenecía aunque él estaba seguro de que era de la Máitera Mármol. Los porteadores eran viejos, uno de ellos ciego, y el toldo chorreante estaba mustio y raído. Como a él le daba vergüenza pedir a los viejos que los transportaran, subían la calle hasta un gran edificio blanco sin muros, sólo un techo de finas tablillas blancas puestas de canto y separadas de un palmo; había allí tantos muebles blancos que apenas se podía caminar. Ellos elegían sillas y se sentaban a esperar. Cuando llegaba el prelado, era Mucor, la hija loca de Sangre.

Sentados con ella bajo la lluvia, temblando, discutían los asuntos de la escola. Ella hablaba de una dificultad que no lograba solucionar, y le echaba la culpa a él.

Se sentó, frío y tieso, y cruzó los brazos para poner los dedos helados en las axilas. Mucor le decía: «Más allá está más seco. Reúnete conmigo donde duermen los bíos». Sentada en el agua con las piernas cruzadas, era transparente como aquélla. Él quería pedirle que lo guiara hasta la superficie; al sonido de su voz ella se desvaneció con el resto del sueño, dejando sólo un reverbero de luz verdosa como limo en el agua.

Si esa agua quieta y clara se había retirado mientras él dormía, el cambio no era perceptible. Se quitó los calcetines, ató los zapatos uno con otro por los cordones, se los colgó del cuello y guardó la venda en el bolsillo de la túnica. Se anudó las puntas de la túnica a la cintura y remangó los pantalones todo lo que pudo mientras se prometía que el ejercicio no tardaría en calentarlo, que en realidad se sentiría más entonado en cuanto entrara en el agua y echara a andar.

Como había temido, el agua estaba fría, pero era somera. Había creído que ese frío, el chapoteo glacial, le entumecería el tobillo lesionado, pero cada vez que apoyaba en él su peso sentía una aguja que se clavaba hueso adentro.

Las nuevas luces despertadas por los suaves chapoteos de los pies desnudos le permitieron ver más lejos en el túnel, que estaba inundado hasta donde alcanzaba a ver. En realidad no sabía si el agua dañaría la venda, y de hecho no lo creía probable; sin duda, personas tan inteligentes como para fabricar un dispositivo así podrían protegerlo de una mojadura ocasional. Pero la venda era de Grulla y no de él, y, aunque él iba a robarle a Grulla el dinero si hacía falta para salvar el manteón, no se arriesgaría a estropear la venda de Grulla para ahorrarse un poco de dolor.

Había avanzado cierto trecho cuando se le ocurrió que podría calentarse algo recargando la venda y poniéndola de nuevo en el bolsillo. Hizo el experimento; batió la venda contra la pared del túnel. El resultado fue muy satisfactorio.

Pensó con nostalgia en el bastón de Sangre con la cabeza de leona; de haberlo tenido ahora, le habría restado cierto peso al tobillo herido. Medio día antes (o un poco más, tal vez) había estado a punto de tirarlo, calificando ese acto desdeñoso de sacrificio a Escila. A Oreb eso lo había asustado, y con razón; la diosa se había enfrentado a ese bastón y había acabado con él (y, por lo tanto, había derrotado a su hermana Esfigse) cuando él lo había llevado al santuario.

Sus pies perturbaron una masa de brillantes lombrices, que se dispersaron en medio de un frenesí de ondas de miedo de un luminoso amarillo claro. Allí el agua era más honda, y las grises paredes de roca de nave estaban cubiertas de humedad.

Por otra parte, el talus que él había matado había dicho que servía a Escila; pero presumiblemente ese alarde sólo significaba que servía a Virón, la ciudad santa de Escila… lo mismo que él, por cierto, puesto que esperaba acabar con las actividades de Grulla. Si era más realista tenía que aceptar que el talus servía al Ayuntamiento. El constructor del santuario había sido el consejero Lemur; por eso, casi seguro, quienes se encontraban en la sala inferior con comisarios y jueces eran los consejeros. Esto aunque sin duda de vez en cuando debían de ir al Juzgado (al auténtico Juzgado de Virón, según consideraba Seda). Poco tiempo antes él había visto una imagen del consejero Loris dirigiéndose a una multitud desde el balcón.

Y el talus había dicho que había vuelto con Potto.

Seda hizo un alto, balanceándose sobre el pie sano, y volvió a golpear la venda contra la pared del túnel.

Si no obstante el talus servía al Ayuntamiento (y así, por una exageración permisible, a Escila) ¿qué había estado haciendo en la villa de Sangre? Mucor había sugerido, no sólo que era empleado de su padre, sino que acaso fuese corrupto.

Esta vez Seda se puso la venda alrededor del pecho, bajo la toga, y descubrió que no le apretaba tanto como para dificultarle la respiración.

Al principio Seda pensó que las descargas de dolor en el tobillo le habían afectado un poco el oído. El rugido fue creciendo, y a lo lejos apareció en el túnel un puntito de luz. No había adónde correr, aun si hubiera podido, ni dónde esconderse. Se aplastó contra la pared, con el azot de Jacinta en la mano.

El punto luminoso se transformó en resplandor. La máquina que se precipitaba hacia él llevaba la cabeza baja como un perro furioso. Pasó bramando, empapándolo de agua helada, y desapareció en la dirección donde él había llegado.

Seda huyó, chapoteando en un agua cada vez más honda, y justo cuando oía a sus espaldas un traqueteo estrepitoso vio el abrupto túnel lateral ascendente.

Cien pasos largos e intensamente dolorosos lo transportaron fuera del agua; pero no se sentó para vendarse de nuevo el tobillo ni para ponerse calcetines y zapatos hasta que hubo perdido de vista el túnel que había dejado. Oyó que en aquel túnel algo bramaba una vez más -supuso que la misma máquina- y prestó atención con temor, convencido a medias de que doblaría por este otro. No fue así, y pronto el estruendo se apagó a lo lejos.

Ahora, se dijo, le había cambiado la suerte. Tal vez algún dios benévolo había resuelto darle su gracia. Quizás Escila le había perdonado que llevara el bastón de su hermana a su santuario y se propusiera arrojarlo al lago en sacrificio a ella. Ascendente como era, el nuevo túnel no podía continuar mucho sin salir por fuerza a la superficie; y al parecer era seguro que saldría cerca de Limna, si no en medio de la ciudad. Por lo demás, estaba por encima del nivel del agua y probablemente seguiría así.

Habiendo devuelto el azot a la faja, se estiró las perneras del pantalón y desanudó la túnica.

Ya no contaba los pasos, pero no había caminado mucho cuando detectó el inconfundible olor del humo de leña. No podía ser realmente (se dijo) olor de sacrificio, de fragante humo de cedro mezclado con picantes vahos de carne, grasa y pelo quemados. Y sin embargo -volvió a olisquear- se le parecía extrañamente, tanto que durante unos momentos se preguntó si verdaderamente en esos túneles antiguos no se estaría llevando a cabo un sacrificio.

Cuando se acercaba a la siguiente luz verde y brumosa vio huellas en el suelo. Unas pisadas de alguien,

calado como él habían dejado una tenue humedad gris aún fresca.

¿Sería posible que hubiera estado andando en círculos? Sacudió la cabeza. Ese túnel no había dejado de subir desde el comienzo; y, examinando las huellas para compararlas con las suyas, descubrió que no encajaban: los pasos eran más cortos, los zapatos algo más pequeños y el caminante no cojeaba; tampoco llevaba los bordes de los tacones tan gastados como él.

Al parecer, la luz a la cual estaba estudiando el rastro era la última en cierta distancia: adelante el túnel se volvía negro como la pez. Se estrujó la mente y hurgó en los bolsillos, en busca de algo para iluminar, pero no encontró nada. Tenía el azot y el lanza agujas de Jacinta, las siete tarjetas y una cantidad de bits que en ningún momento había contado, las cuentas, el viejo estuche de escritura (que contenía varias plumas, un frasquito de tinta y dos folios doblados), las gafas, las llaves y, colgado al cuello con una cadena de plata, el gammadión que le había dado su madre.

Estornudó.

Había aumentado el olor a humo y ahora los pies se le hundían en una sustancia blanda y seca; además, a unos pocos pasos veía un punto de un rojo apagado como el que haría la hornalla de una cocina. Era un ascua, estaba seguro; cuando llegó a ella, se arrodilló en medio de la oscuridad, la sopló con suavidad y supo que había acertado. Con uno de los folios de la caja de escritura hizo un rollo y aplicó el extremo al ascua avivada.

Cenizas.

Cenizas por todas partes. Estaba en el punto más bajo de un gran montículo gris que por un lado obstruía totalmente el túnel y por el otro era tan alto que habría tenido que agacharse para no dar la cabeza contra el techo.

Se dio prisa, ansioso por pasar por la estrecha abertura (imitando al otro caminante, que había dejado allí sus huellas) antes de que se apagara la débil llama amarilla del rollo. La marcha era difícil; a cada paso se hundía casi hasta las rodillas, y la fina polvareda que levantaban sus pies lo ahogaba.

Volvió a estornudar, y ahora respondió al estornudo un estridor raro y grave, más fuerte y profundo incluso que el ruido de un enorme reloj roto, y aun así semejante.

La llama del rollo ya le tocaba casi los dedos; tomándolo de otra forma, avivó el fuego de un soplido, y en seguida lo dejó caer: había visto la luz reflejada en cuatro ojos.

Gritó como a veces les gritaba a las ratas en el manso, echó mano al azot, agitó la hoja letal en dirección a los ojos y lo recompensó un aullido de pánico. Un momento después se oyó el estampido de un trabuco y un alud de ceniza lo dejó medio enterrado.

El trabuco sonó de nuevo, y el sordo estallido pareció un gemido semihumano. Una luz potente perforó remolinos de ceniza, y ante Seda pasó corriendo una criatura que parecía mitad perro mitad diablo. En cuanto pudo recobrar el aliento Seda pidió ayuda a gritos; pasaron unos minutos antes de que dos soldados, quimis de miembros gruesos que le llevaban dos cabezas de altura, lo encontraron y, sin ceremonia, lo sacaron de la ceniza a tirones.

— Queda detenido -le dijo el primero, lanzando la luz a la cara de Seda. No era una linterna, ni una vela ni ningún dispositivo portátil que Seda conociera; lo miró fijamente, con demasiado interés para sentir miedo.

— ¿Quién es usted? -preguntó el segundo.

— Pátera Seda, del manteón de la calle del Sol. -Seda estornudó una vez más mientras intentaba vanamente sacudirse la ceniza de la ropa.

— ¿Viene de la caída, Pátera? Ponga las manos a la vista. Las dos.

Lo hizo, mostrando las palmas vacías.

— Esto es zona restringida. Zona militar. ¿Qué está haciendo aquí, Pátera?

— Me he perdido. Esperaba poder hablar con el Ayuntamiento sobre un espía enviado a Virón por alguna ciudad extranjera, pero me perdí en estos túneles. Y luego… -Falto de palabras, Seda se interrumpió.- Luego esto.

El primer soldado dijo: -¿Lo mandaron llamar?

Y el segundo: -¿Está armado?

— No me mandaron llamar. Sí, en el bolsillo del pantalón llevo un lanzagujas. -Tontamente añadió:- Muy pequeño.

— ¿Planeaba dispararnos? -El primer soldado parecía divertido.

— No. Me preocupaba el espía que les he dicho. Creo que puede tener cómplices.

El primer soldado dijo:

— Saque ese lanzagujas, Pátera. Queremos verlo.

Aunque con renuencia, Seda lo mostró.

El soldado volvió la luz hacia su propio pecho de acero jaspeado.

— Dispáreme.

— Soy un ciudadano leal -protestó Seda-. No dispararía contra un soldado nuestro.

El soldado puso el ancho cañón del trabuco contra la cara de Seda.

— ¿Ve esto? Dispara un proyectil de uranio largo como mi pulgar y casi igual de grueso. Si se niega a dispararme voy a disparar yo, y mi disparo le partirá la cabeza como si fuera un melón. Vamos, dispare.

Seda disparó; el estampido del lanzagujas resonó en el túnel. En el enorme pecho del soldado apareció un rasguño brillante.

— De nuevo.

— ¿Qué sentido tiene? -Seda se guardó el lanzagujas en el bolsillo.

— Le estaba dando otra oportunidad, nada más. -El primer soldado le pasó la luz al segundo.- Muy bien, ya ha tenido su turno. Démela.

— ¿Para que me dispares? Me matarías.

— Puede que no. Entréguela y veremos.

Seda sacudió la cabeza.

— Dijiste que estaba detenido. Si es así, tienes que mandar llamar un abogado, siempre y cuando yo quiera contratar uno. Pues sí, quiero. Se llama Vulpes y tiene su despacho en la calle de la Costa, en Limna, lo cual no debe de estar muy lejos de aquí.

El segundo soldado soltó una risita, un ruido curiosamente inhumano como de lima de hierro acero contra los dientes de una cremallera.

— Déjelo en paz, cabo. Soy el sargento Arena, Pátera. ¿Quién es el espía ese que ha dicho?

— Prefiero guardar silencio hasta que me interrogue un miembro del Ayuntamiento.

Arena alzó el trabuco.

— Aquí abajo mueren todo el tiempo bíos como usted. Se meten a curiosear y la mayoría no sale nunca más. Mueren y se los comen, hasta los huesos. Quizá queden jirones de ropa, quizá no. Es verdad, y le conviene creerme.

— Te creo. -Seda se frotó las manos en los muslos para quitarse toda la ceniza posible.

— Nuestra orden es matar a todo aquel que ponga a Virón en peligro. Si sabe algo sobre un espía y no quiere contarnos, la amenaza es usted y usted no es mejor que el espía. ¿Entiende lo que le digo?

Seda asintió, reacio.

— El cabo Pedernal estaba jugando. No le habría disparado de verdad; sólo quiso bromear un poco. En cambio yo no juego. -Con un chasquido audible, Arena descorrió el seguro de su trabuco.- ¡Dígame el nombre del espía!

A Seda le costaba hablar: aquélla era una más de lo que parecía una serie interminable de capitulaciones morales.

— Se llama Grulla. Doctor Grulla.

Pedernal dijo:

— Tal vez también lo oyó él.

— Lo dudo. ¿A qué hora bajó aquí, Pátera? ¿Tiene idea?

Detendrían al doctor Grulla, y después lo matarían o lo enviarían a las mazmorras. Seda recordó a Grulla guiñando un ojo, señalando el techo mientras decía: «Hay alguien allá arriba a quien usted le gusta; alguna diosa infatuada, supongo». Con lo cual él, Seda, había sabido que el objeto que le estaba dando Grulla se lo enviaba Jacinta, y había adivinado que era su azot.

— Si no está seguro trate de calcular, Pátera -dijo Arena-. Estamos a molpes y es bastante tarde. ¿Más o menos cuándo fue?

— Creo que poco antes de mediodía… A eso de las once, quizás. Había tomado la primera carreta de Virón, y debo de haber pasado al menos una hora en Limna antes de emprender la Vía del Peregrino al santuario de Escila. Pedernal preguntó: -¿Allí usó el espejo? -No. ¿Hay un espejo? Si hay yo no lo vi. -Bajo la placa que dice quién construyó el santuario. La levanta y hay un espejo.

— A lo que va él, Pátera, es a que esta noche, antes de que bajáramos, al espejo del cuartel de la división llegaron noticias. Parece que el consejero Lemur atrapó a un espía, él mismo en persona. Un médico llamado Grulla.

— ¡Vaya, qué espléndido! Arena estiró la cabeza.

— ¿Espléndido qué? ¿Descubrir que ha bajado aquí en balde?

— ¡No, no! Eso no. -Por primera vez desde que Oreb lo había dejado, Seda sonrió.- Que no vaya a ser culpa mía. Que no lo sea. Consideraba un deber contarle a alguien todo lo que había averiguado; alguien con autoridad, que pudiera tomar medidas. Sabía que, como consecuencia de ello, Grulla iba a sufrir. Que probablemente iba a morir, de hecho.

Casi amablemente, Arena dijo:

— Es sólo un bío, Pátera. A ustedes los construyen uno dentro de otro, así que son millones. Qué importa uno más o menos. -Empezó a subir por la colina de ceniza; aunque a cada paso se hundía mucho, no dejaba de avanzar a ritmo sostenido.- Tráigalo, cabo.

Pedernal azuzó a Seda con el cañón del trabuco.

— Muévase.

A una veintena de metros de donde los soldados habían encontrado a Seda, una de las criaturas perrunas sangraba en la ceniza, demasiado débil para mantenerse en pie pero no para ladrar. Seda preguntó:

— ¿Qué es?

— Un dios. Los que aquí abajo se comen a los bíos.

Contemplando el animal moribundo, Seda meneó la cabeza.

— Los impíos sólo se hacen daño a sí mismos, hijo mío.

— Siga andando, Pátera. Usted es augur. ¿No hace sacrificios a los dioses todas las semanas?

— Más a menudo, si puedo. -Caminar en la ceniza se hacía cada vez más difícil.

— Aja. ¿Y los despojos? ¿Con eso qué hacen?

Seda lo miró por encima del hombro.

— Si la víctima es comestible, como suele ser el caso, la carne se distribuye entre los que asistieron a la ceremonia. Seguro que por lo menos a un sacrificio habrás asistido, hijo mío.

— Psé, nos hacen ir. -Pasándose el trabuco a la mano izquierda, Pedernal le ofreció el brazo derecho a Seda.- Tenga, agárrese. ¿Y lo demás qué, Pátera? El pellejo, la cabeza y todo eso que no se comen.

— Son consumidos por el fuego del altar -le dijo Seda.

— Y el fuego lo envía a los dioses, ¿cierto?

— Simbólicamente, sí. Había otro animal perruno muerto en la ceniza; al pasar, Pedernal le dio una patada.

— Sus hogueritas no sirven de veras, Pátera. Ni tienen el tamaño suficiente ni calientan bastante para quemar los huesos de un animal grande. A veces ni siquiera queman toda la carne. Y todo eso lo vuelcan aquí con las cenizas. Cuando construyen un manteón, intentan ponerlo encima de algún túnel viejo de éstos para tener cómo librarse de las cenizas. En Limna hay un manteón, ¿se da cuenta? Estamos justo debajo. Hay sitios como éste por toda la ciudad, y un montón más de dioses. Seda tragó saliva. -Ya.

— ¿Se acuerda de los que ahuyentamos? En cuanto salgamos de aquí volverán. Los oiremos reír y pelear por los mejores trozos.

Delante, a cierta distancia de ellos, Arena se había parado.

— Deprisa, cabo -gritó.

Seda, que ya venía andando lo más rápidamente posible, intentó apretar más el paso. Pedernal murmuró:

— Por eso no se preocupe; se pasa el día haciendo lo mismo. Así se consiguen los galones.

Estaban a punto de alcanzar a Arena cuando Arena se dio cuenta de que el informe bulto gris que había a los pies del sargento era un ser humano. Arena lo apuntó con el trabuco.

— Échele un vistazo, Pátera. A lo mejor lo conocía. Seda se sentó junto al cuerpo y alzó una mano destrozada; luego intentó rascar la ceniza empastada donde tendría que haber habido un rostro; sólo encontró hilachas de carne y hueso astillado. -¡No está! -exclamó.

— Los dioses pueden hacerlo. Arrancan el pellejo entero de un mordisco, como podría quitarme yo la placa facial, o como muerden ustedes la piel de las… ¿Cómo es que se llaman?

Seda se levantó, frotándose las manos en un desesperado esfuerzo por limpiarlas.

— Me temo que no sé de qué hablas.

— Esas cosas rojas y redondas que hay en los árboles. Manzanas, eso. ¿No lo va a bendecir, o algo así?

— Quieres decir traerle el perdón de Pas. Eso sólo podemos hacerlo antes de que la muerte haya llegado. Técnicamente, antes de que mueran las últimas células del cuerpo. ¿Lo mataste tú?

Arena sacudió la cabeza.

— No le mentiré, Pátera. Si lo hubiéramos visto y le hubiéramos gritado que parara, y él hubiera huido, le habríamos disparado. Pero no fue así. Llevaba una linterna; por ahí estará. Y un lanzagujas. Ése lo tengo yo. Probablemente por eso imaginó que no le pasaría nada. Pero, como suele ocurrir, habrá habido por aquí dioses dando vueltas. Además esto siempre está bastante oscuro, porque la ceniza chupa la luz. Quizá se le apagó la linterna, o quizá los dioses tenían demasiada hambre y se le echaron encima.

Pedernal asintió con un gruñido.

— Éste no es buen lugar para bíos, Pátera, ya se lo ha dicho el sargento.

— Al menos habría que enterrarlo -dijo Seda-. Lo haré yo, si me permitís.

— Si lo entierra en estas cenizas, nada más irnos los dioses lo sacarán -dijo Arena.

— Podríais llevarlo vosotros. Me han dicho que los soldados son mucho más fuertes que nosotros.

— También podría obligarlo a que lo lleve usted -dijo Arena-, pero tampoco pienso hacer eso. -Dio media vuelta y se alejó a grandes pasos.

Pedernal, que ya lo estaba siguiendo, giró la cabeza.

— Muévase, Pátera. Ya no la puede ayudar, y nosotros tampoco.

Con un repentino miedo a que lo dejaran atrás, Seda se lanzó a un trote renqueante.

— ¿No dijisteis que era un hombre?

— El sargento, tal vez. Yo le revisé los bolsillos y parecía una mujer disfrazada.

Medio para él mismo, Seda dijo:

— En la Vía de los Peregrinos vi a alguien que estaba delante de mí; en aquel momento me llevaba una media hora. Yo me paré a dormir un rato… La verdad, no sé cuánto tiempo dormí. Supongo que ella no.

Con una sonrisa burlona, Pedernal echó la cabeza atrás.

— Me han contado que mi última siesta duró setenta y cuatro años. Allá en la división podría mostrarle unos doscientos reemplazos que no han estado despiertos ni una vez. A algunos bíos les pasa lo mismo.

Recordando las palabras que Mucor había dicho en sueños, Seda pidió:

— Hazlo, por favor. Me gustaría mucho verlos, hijo mío.

— Pues entonces muévase. Quizás el comandante quiera encerrarlo. Ya veremos.

Seda asintió, pero se detuvo un momento a mirar atrás. El cadáver anónimo era de nuevo un mero bulto amorfo, perdida la identidad -incluso la identidad de restos mortales de un ser humano- en las sombras, que habían regresado más rápido aún que los contrahechos animales que los soldados llamaban dioses. Seda pensó en la muerte del Pátera Perca, solo en el dormitorio vecino al suyo: la muerte pacífica de un anciano, una silenciosa e incontestada cesación del aliento. Esa muerte le había parecido terrible, pero cuánto peor, qué inefablemente horrible morir en aquel subterráneo laberinto de oscuridad y ruina, aquella gusanera del mundo.