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Ellos tenían científicos

Cayó el silencio, brusco como un grito de orden, cuando el Pátera Seda abrió la puerta del viejo manteón triangular en el cruce de la calle del Sol con la de la Luna. Sentado en la silla menos cómoda de la pequeña sellaria mohosa, bien recto, estaba Cuerno, el muchacho más alto de la palestra; Seda tuvo la certeza de que se había sentado a toda prisa al oír el chasquido del pestillo.

El grajo de noche (sólo después de entrar y cerrar la puerta, Seda recordó que le había puesto el nombre de Oreb) se había posado en el alto respaldo tapizado de la rígida silla «de las visitas».

— Hola, Seda -graznó-. ¡Seda bueno!

— Y buenas tardes a ti. Buenas tardes a los dos. Que Tártaro os bendiga.

Al entrar Seda, Cuerno se había levantado; Seda le hizo un gesto para que volviera a sentarse.

— Perdóname. Lo siento terriblemente, Cuerno. De veras. La Máitera Rosa me dijo que pensaba enviarte esta noche a hablar conmigo, pero me olvidé. Han pasado tantas… ¡Ah, Esfigse! ¡Apiádate de mí, Esfigse Apuñaladora!

La última invocación había respondido a un dolor súbito y lancinante en el tobillo. Mientras cojeaba hasta la única silla cómoda de la habitación, la que usaba para leer, se le ocurrió que probablemente el asiento estaría aún tibio; pensó en tocar el cojín para cerciorarse, rechazó la idea por embarazosa para Cuerno y luego (apoyándose en la cabeza de leona del bastón de Sangre) por mera curiosidad tocó el asiento con la mano libre. Estaba tibio.

— Me senté un momento, Pátera. Desde ahí veía mejor a su pájaro.

— Claro. -Sentándose, Seda alzó el tobillo herido hasta el travesaño.- Sin duda te has pasado aquí la mitad de la tarde.

— Un par de horas, nada más, Pátera. Le barro el local a mi padre mientras él vacía la caja y… y guarda el dinero.

Seda asintió.

— Está bien. No debes decirme dónde lo guarda. -Hizo una pausa, recordando que él había intentado robarle a Sangre el mismísimo manteón.- Yo no voy a robarlo, porque nunca os robaría nada a ti ni a tu familia; pero nunca se sabe quién puede escuchar.

Cuerno sonrió nerviosamente.

— Quizás ese pájaro, Pátera. He oído que a veces toman cosas brillantes. Un anillo, por ejemplo, o una cuchara.

— ¡No roba! -protestó Oreb.

— En realidad yo pensaba en una oreja humana. Hoy confesé a una joven desgraciada y creo que todo el tiempo hubo alguien escuchando al otro lado de la ventana. Afuera hay una galería, y en un momento tuve la certeza de oír un crujido de tablas, como cuando alguien cambia de pierna el peso del cuerpo. Me tentó la idea de ir a mirar, pero mermado como estoy el otro habría huido antes de que me asomara… para volver, sin duda, en cuanto me hubiera sentado. -Seda suspiró.- Por suerte la muchacha hablaba en voz muy baja.

— Escuchar así ¿no es una ofensa capital a los dioses, Pátera?

— Sí. Pero me temo que a él no le importa. Lo peor del asunto es que conozco a ese hombre, o estoy empezando a conocerlo, y lo que he visto de él me gusta. Tiene mucho de bueno, estoy seguro, aunque se empeña en esconderlo.

Oreb batió el ala sana.

— ¡Grulla bueno!

— Yo no mencioné a nadie -le dijo Seda a Cuerno-, ni tú oíste ningún nombre.

— No, Pátera. La mitad de las veces a este pájaro no le entiendo nada.

— Magnífico. Tal vez sería mejor aún que te costara lo mismo entenderme a mí.

A Cuerno le subieron los colores.

— Lo siento, Pátera. No quería… No lo dije porque…

— No me refería a eso -se apresuró a explicar Seda-. En absoluto. Ni siquiera habíamos tocado la cuestión, aunque lo haremos. Es preciso. Sólo quise decir que yo no debería haber contado siquiera que confesé a una muchacha. Estoy demasiado cansado para vigilarme bien la lengua. Y ahora que se nos ha ido el Pátera Perca… bueno, todavía puedo confiar en la Máitera Mármol. Creo que de no ser por ella me volvería loco. -Pugnando por concentrarse en pensamientos que lo desbordaban, se echó adelante en la blanda silla vieja.- Iba a decir que, aunque es un buen hombre, o al menos un hombre que podría ser bueno, no tiene fe en los dioses; sin embargo tendré que conseguir que admita que escuchó, para poder confesarlo de la culpa. Va ser difícil, seguro, pero vengo estudiándolo desde todos los ángulos, Cuerno, y no veo manera de eludir mi deber.

— Sí, Pátera.

— No digo esta noche. Esta noche he estado ocupado a más no poder, y por la tarde lo mismo. Hoy vi… algo que lamentablemente no puedo contarte. Pero desde que entré aquí no paro de pensar en ese hombre en particular y el problema que representa. Me lo ha recordado esa cosa azul que lleva el pájaro en el ala.

— Me estaba preguntando qué será, Pátera.

— Supongo que habrá que llamarlo entablillado. -Seda miró el reloj.- Tus padres han de estar frenéticos.

Cuerno sacudió la cabeza.

— Los demás muchachos les dirán adonde he ido, Pátera. Yo se lo dije antes de marcharme.

— Ojalá, por Esfigse. -Seda se inclinó hacia adelante, recogió la pierna herida, se bajó el calcetín y desenrolló la venda gamuzada.- ¿Alguna vez has visto una de éstas, Cuerno?

— ¿Una tira de cuero, Pátera?

— Es mucho más que eso. -Se la arrojó- Quiero que me hagas un favor, si te parece. Lánzala contra la pared con una patada bien fuerte.

Cuerno quedó boquiabierto.

— Si te da miedo romper algo, tírala con fuerza al suelo dos o tres veces. Aquí en la alfombra no; allá en las tablas. Mira que te he dicho bien fuerte.

Después de hacer lo que le pedían, Cuerno devolvió la venda a Seda.

— Se está calentando.

— Sí, ya me lo imaginaba. -Seda se la enrolló de nuevo en el tobillo dolorido y sonrió de satisfacción a medida que se tensaba.- No es una simple tira de cuero, ¿ves?, aunque quizá sea de cuero por fuera. Dentro hay un mecanismo, tan fino como el laberinto de oro de una tarjeta. Cuando uno lo agita, el mecanismo absorbe energía. Al aquietarse desprende una parte en forma de calor. El resto brota como sonido; al menos eso me han dicho. El ruido que hace no se oye, me figuro que es muy suave o demasiado agudo. ¿Tú ahora oyes algo?

Cuerno negó con la cabeza.

— Yo tampoco, y sin embargo siempre pude oír cosas que el Pátera Perca no oía… El chirrido del portón del jardín, por ejemplo, hasta que aceité los goznes.

Seda se aflojó, serenado por la venda y la blandura de la silla.

— Imagino que estas vendas maravillosas las hacían en el Mundo del Sol Corto, como los cristales y las Ventanas Sagradas y tantas cosas que tenemos aquí y que no podemos reponer.

— Allí tenían científicos, Pátera. Eso dice siempre la Máitera Rosa.

Hubo un graznido de Oreb.

— ¡Grulla bueno!

Seda rió.

— ¿Eso te lo enseñó mientras te curaba el ala, pájaro tonto? De acuerdo, supongo que el doctor Grulla es una especie de científico; por lo pronto sabe medicina, que es más ciencia de lo que sabemos la mayoría, y me prestó esto, aunque tengo que devolvérselo en unos días.

— Una cosa así debe de valer unas veinte o treinta tarjetas, Pátera.

— Más. ¿Tú conoces a Alca, un grandote que todos los ésciles viene a hacer sacrificios?

— Creo que sí, Pátera.

— Mandíbula fuerte, espaldas anchas, grandes orejas. Lleva una daga y botas.

— Nunca he hablado con él, Pátera, pero sé a quién se refiere. -Cuerno hizo una pausa, seria la hermosa cara.- Es un embrollón, eso dice todo el mundo, uno de esos que golpean a quien se cruza en su camino. Le pegó al padre de Cardencha.

Seda había sacado sus cuentas; ausente, las hizo correr por los dedos mientras hablaba.

— Lamento oírlo. Intentaré hablar de eso con él.

— Más le vale apartarse, Pátera.

Seda meneó la cabeza.

— No puedo, Cuerno. No si quiero cumplir con mi deber. Alca es justamente el tipo de persona al que debo acercarme. Creo que ni siquiera el Extraño… Y en todo caso ya es tarde. Iba a decirte que le mostré a Alca esta venda y me dijo que vale mucho más. De todos modos eso no importa. ¿Te has preguntado alguna vez por qué tantos conocimientos quedaron atrás, en el Mundo del Sol Corto?

— Supongo que los que sabían de esas cosas no vinieron al nuestro, Pátera.

— Está claro que no vinieron. Y, si vinieron, no se habrán establecido en Virón. Sin embargo sabían muchas cosas que hoy nos serían muy útiles, y sin duda habrían tenido que venir si Pas se lo hubiera indicado.

— Los Voladores saben volar, Pátera, y nosotros no. Ayer vimos uno, ¿se acuerda? Justo después del partido de pelota. Volaba bien bajo. Eso sí que me gustaría saber. Volar como ellos, como los pájaros.

— ¡Vuela no! -anunció Oreb.

Seda estudió un momento la cruz hueca que colgaba de sus cuentas; luego dejó caer las cuentas en el regazo.

— Esta noche, Cuerno, me presentaron a un hombre que tiene una pierna artificial verdaderamente extraordinaria. Para fabricarla tuvo que comprar cinco piernas rotas o gastadas, pero es una pierna artificial como las de los primeros colonos: una pierna que acaso haya venido del Mundo del Sol Corto. Cuando me la mostró, pensé qué maravilloso sería para nosotros saber hacer cosas así para la Máitera Rosa y la Máitera Mármol, y para todos los mendigos ciegos o tullidos. También sería maravilloso volar, desde luego. Yo mismo siempre he querido, y puede ser que haya un solo secreto para todo. Si supiéramos fabricar piernas así para quienes las necesitan, quizá también podríamos hacer alas maravillosas para quienes las quieren.

— Sería grandioso, Pátera.

— Tal vez llegue a suceder. Tal vez aún llegue a suceder, Cuerno. Si la gente del Mundo del Sol Corto aprendió sola a hacer esas cosas… -Seda se sacudió, bostezó y apoyándose en el bastón se puso de pie.- Bien, gracias por venir. Ha sido un placer, pero más me vale que suba a acostarme.

— Se suponía que yo… La Máitera dijo…

— Descuida. -Seda hizo las cuentas a un lado.- Se supone que yo debía castigarte. O darte una lección, o lo que fuere. ¿Qué hiciste para enfadar tanto a la Máitera Rosa?

Cuerno tragó saliva.

— Sólo intentaba hablar como usted, Pátera. Como en el manteón. Ni siquiera fue hoy, y no lo haré nunca más.

— Por supuesto. -Seda volvió a instalarse en la silla-. Pero fue hoy, Cuerno. Al menos hoy fue uno de los días en que lo hiciste. Te oí antes de abrir la puerta. De hecho me senté un minuto en el escalón a escuchar. Me imitabas tan bien que durante un momento tomé realmente tu voz por la mía; era como escucharme a mí mismo. Eres muy bueno.

— Muchacho bueno -graznó Oreb-. No pegues.

— No lo haré -le dijo Seda al pájaro, y el pájaro voló torpemente hasta su falda, saltó de allí al brazo de la silla y del brazo al hombro del augur.

— A veces la Máitera Rosa nos pega, Pátera.

— Sí, ya sé. Es muy valeroso de su parte, pero no estoy seguro de que sea sabio. Vamos a oírte de nuevo, Cuerno. Allá en el umbral no capté bien todo lo que decías.

Cuerno murmuró, y Seda se echó a reír.

— Esta vez tampoco pude oírte. Por cierto que así no sueno. En el ambión, las paredes me devuelven el eco de mi cacareo.

— No, Pátera.

— Entonces dilo de nuevo, pero como yo. Te prometo que no voy a enfadarme.

— Yo sólo… Ya sabe. Cosas que usted dice.

— ¿No habla? -inquirió Oreb.

Seda no le hizo caso.

— Excelente. Déjame oírlas. De eso has venido a hablar, y seguro que para mí será un correctivo valioso. Me temo que tiendo a propasarme.

Mirando fijo la alfombra, Cuerno sacudió la cabeza.

— Bah, ¡vamos! ¿Qué cosas digo?

— Vivid siempre con los dioses, y hacedlo siempre que estéis contentos con la vida que os han dado. Pensad quién es sabio y actuad como él.

— Bien dicho, Cuerno. Pero no ha sonado en absoluto como yo. Lo que quiero oír es mi propia voz, como la oí desde el umbral. ¿Vas a hacerlo?

— Supongo que tendré que levantarme, Pátera.

— Pues cómo no, levántate.

— No me mire, ¿de acuerdo?

Seda cerró los ojos.

Hubo un silencio de medio minuto o más. Por entre los párpados, Seda detectó que se iba apagando la luz (la mejor del manso) que había detrás de la silla. Lo agradeció. Ahora sentía el antebrazo derecho, desgarrado la noche anterior por el ganchudo pico del de cabeza blanca, caliente e inflamado; y estaba tan exhausto que le dolía todo el cuerpo.

— Vivid con los dioses -instruyó su propia voz-. Y en verdad vive con los dioses quien les muestra con consecuencia que su espíritu está satisfecho con lo que se le ha asignado, y obedece toda la voluntad de los dioses; el espíritu que Pas ha dado a cada hombre como guardián y guía, como mejor parte de sí, como su entendimiento y su razón. Tal como queréis vivir en el más allá, está en vuestro poder vivir aquí. Pero si los hombres no os lo permitieran…

Seda tropezó con algo que se le había deslizado hasta el pie y con un respingo se agachó hasta las rojas baldosas de barro.

— … pensar en la sabiduría sólo como sabiduría grande, la sabiduría de un prolocutor o un consejero, es en sí muy poco sabio. Si hoy mismo pudierais hablar con un consejero o con Su Cognescencia, cualquiera de los dos os diría que, tanto como grande, la sabiduría puede ser muy pequeña, perfectamente adecuada al menor de los niños que tenemos aquí. ¿Qué es un niño sabio? Es el niño que busca maestros sabios y les presta atención.

Seda abrió los ojos.

— Lo primero que has dicho es de las Escrituras, Cuerno. ¿Lo sabías?

— No, Pátera. Para mí es algo que le oí a usted.

— Estaba citando. Me gusta que te hayas aprendido el pasaje de memoria, aunque sólo lo hayas aprendido para burlarte. Siéntate. Hablabas de sabiduría. Bien, sin duda yo debo de haber perorado esas tonterías, pero tú te mereces aprender bien. ¿Quiénes son los sabios, Cuerno? ¿Has pensado de verdad en esa cuestión? Si no lo has hecho, hazlo ahora. ¿Quiénes son?

— Bueno, Pátera… Usted.

— ¡NO! -Seda se levantó tan bruscamente que el pájaro chilló alarmado. Dio unas zancadas hasta la ventana y se quedó mirando los surcos de la calle del Sol, ahora inundada por una extraña luz de claraboya.- No, Cuerno, yo no soy sabio. O sólo he sido sabio un momento… Un solo momento en toda mi vida.

Cojeó por la sala hasta la silla de Cuerno y ante ella se agachó, una rodilla en la alfombra.

— Déjame que te cuente cómo he sido de necio. ¿Sabes qué creía a tu edad? Creía que nada importaba salvo el pensamiento, salvo la sabiduría. Tú, Cuerno, eres bueno para los juegos. Sabes correr y saltar, y trepas muy bien. También yo era bueno, pero por esas habilidades no sentía más que desprecio. Como trepaba casi como un mono, para mí trepar no era motivo de orgullo. Pero pensaba mejor que un mono… De hecho, mejor que todos los de mi clase. -Con una sonrisa amarga, meneó la cabeza.- ¡Y así pensaba! Orgullo ridículo.

— ¿No es bueno pensar, Pátera?

Seda se levantó.

— Sólo cuando se piensa justamente. Fíjate que el fin que logra el pensamiento es la acción. Es su único propósito. ¿Para qué otra cosa sirve? Si no actuamos, el pensamiento no vale nada. Si no podemos actuar es inútil. -Regresó a la silla pero no se sentó.- ¿Cuántas veces me has oído hablar de iluminación, Cuerno? Veinte o treinta veces, seguro, y las recuerdas muy bien. Cuéntame qué dije.

Cuerno miró lastimeramente a Oreb, como pidiendo orientación, pero el pájaro se limitó a alargar la cabeza y atisbar desde el hombro de Seda, como ansioso por escuchar lo que Cuerno tenía para decir. Por fin el muchacho balbuceó:

— Es… es sabiduría que un dios vierte en uno, digamos. No viene de los libros ni nada. Y… Y…

— Quizá te saldría mejor si emplearas mi voz -sugirió Seda-. Inténtalo de pie. Si te pone nervioso, no voy a mirar.

Cuerno se levantó, la cabeza alzada, los ojos vueltos hacia el techo, las comisuras de la boca hacia abajo.

— Iluminación divina significa que uno sabe sin pensar; y esto no quiere decir que pensar sea malo sino que la iluminación es mejor. Iluminación es compartir el pensamiento del dios. -En voz normal, el muchacho añadió:- Sin tiempo para recordar, Pátera, es lo máximo que puedo acercarme.

— La elección de palabras quizá podrías mejorarla -replicó Seda juiciosamente- pero la entonación es excelente y te sabes mis manierismos casi al dedillo. Y lo que es más importante, mucho más, no has dicho nada que no sea cierto. ¿Pero quién la obtiene, Cuerno? ¿Quién recibe la iluminación?

— Los que han tratado mucho tiempo de llevar una vida buena. A veces la obtienen.

— No siempre.

— No, padre. No siempre.

— ¿Me creerías, Cuerno… me darías crédito pleno, sin reservas, si te dijera que yo le he recibido? Sí o no.

— Sí, Pátera. Si usted lo dice.

— ¿Que la recibí ayer mismo?

Oreb soltó un leve silbido.

— Sí, Pátera.

Seda asintió, al parecer sobre todo para sí.

— La recibí, Cuerno, y no por algún mérito mío. Estuve a punto de decir que tú estabas conmigo, pero no sería cierto. En realidad no.

— ¿Fue antes del manteón, Pátera? Ayer usted dijo que quería hacer un sacrificio privado. ¿Era por eso?

— Sí. Nunca lo he hecho, y tal vez nunca…

— ¡No corte!

— Si sacrifico algo no serás tú -dijo Seda a Oreb-. Probablemente no sea ningún animal vivo, aunque mañana tendré que sacrificar unos cuantos, y encima comprarlos.

— ¿Pájaro mascota?

— Sí, claro. -Seda alzó hasta la altura del hombro la cabeza de leona del bastón de Sangre; Oreb saltó a la empuñadura y volvió la cabeza a los lados para mirar a Seda con cada ojo.

Cuerno dijo:

— A mí no me dejó que lo tocara, Pátera.

— No tenías razón para tocarlo, y no te conocía. A todos los animales les disgusta que los toque un extraño. ¿Alguna vez has tenido un pájaro?

— No, Pátera. Tuve una perra, pero murió.

— Esperaba obtener algún consejo. No querría que Oreb se muriese, aunque imagino que los grajos de noche son criaturas fuertes. Tiende la muñeca.

Cuerno lo hizo, y Oreb saltó a posarse.

— ¡Chico bueno!

— Yo no intentaría retenerlo -dijo Seda-. Deja que él te retenga a ti. De niño tú no habrás tenido muchos juguetes, Cuerno.

— No muchos. Éramos… -De pronto Cuerno sonrió.- Había uno. Lo hizo mi abuelo: un hombre de madera con chaqueta azul. Tenía unos cordeles, y si uno los manejaba bien podía hacerlo caminar e inclinarse.

— ¡Sí! -A Seda le chispearon los ojos y la punta del bastón dio un golpe en el suelo.- Exactamente la clase de juguete que decía. ¿Puedo contarte de uno que tuve yo? Quizá pienses que me estoy desviando del tema, pero te prometo que no.

— Seguro, Pátera. Adelante.

— Había dos bailarines, un hombre y una mujer, muy bien pintados. Bailaban en un teatrito, y cuando yo le daba cuerda sonaba música. Y la mujercita bailaba con mucha gracia, y el hombrecito daba volteretas, giros y toda clase de brincos. Había tres melodías (uno las elegía moviendo una palanca) y yo jugaba horas y horas, cantando canciones que me inventaba e imaginando cosas para que él le dijera a ella y ella a él. Tonterías, la mayor parte, me temo.

— Comprendo, Pátera.

— Mi madre murió durante mi último curso en la escola, Cuerno. Es posible que ya te lo haya contado. Yo había estado concentrándome en preparar un examen, pero el prelado me llamó de nuevo a sus habitaciones y me dijo que tras el último sacrificio de mi madre tendría que ir a casa a retirar mis cosas. Nuestra casa (toda la propiedad de ella, aunque la mayor parte era la casa) pasó al Capítulo, ¿entiendes? Antes de entrar en la escola uno firma un acuerdo.

— ¡Pobre Seda!

Le sonrió al pájaro.

— Puede ser, aunque en aquel momento yo no lo veía así. Me entristecía la muerte de mi madre, pero no creo que sintiera pena por mí mismo. Tenía libros para leer, amigos y comida suficiente. Pero ahora sí que me estoy desviando.

»Para abreviar, en el fondo de mi armario descubrí el juguete aquel. Llevaba seis años en la escola, y dudo que desde años antes de marcharme de casa le hubiera puesto siquiera los ojos encima. ¡Y allí estaba ahora de nuevo! Volví a darle cuerda y la pareja bailó una vez más, y la música sonó exactamente como cuando era chico. La melodía era Primer amor. Ahora no la olvidaré nunca.

Cuerno tosió.

— A veces yo y Ortiga hablamos de eso, Pátera. De cuando seamos mayores.

— Ortiga y yo -lo corrigió Seda, distraído-. Eso está bien, Cuerno. Está muy bien, y os haréis mayores más pronto de lo que imagináis. Yo rezaré por los dos.

»Pero lo que quería decir es que entonces yo lloré. No había llorado en los ritos; no había podido, ni siquiera cuando pusieron el casquete en la tierra. Pero en aquel momento lloré, porque me pareció que para los bailarines no había pasado el tiempo. Que no podían saber que el hombre que ahora les daba cuerda era el niño que lo había hecho la última vez, ni que la mujer que los había comprado en la calle del Reloj estaba muerta. ¿Me sigues, Cuerno?

— Creo que sí, Pátera.

— La iluminación es lo mismo, pero para el mundo entero. Para todos los demás el tiempo se ha detenido. Para ti, hay algo fuera de él; un peritiempo en el cual te habla el dios. El dios que me habló a mí fue el Extraño. No creo haber dicho gran cosa de él cuando he hablado a la palestra, pero en el futuro diré muchas cosas. Esta tarde la Máitera Menta me dijo algo que no se me ha ido de la cabeza. Dijo que el Extraño es diferente de los otros dioses, que deliberan unos con otros en el Marco Central; que nadie más que él mismo sabe qué piensa. La Máitera Menta es muy humilde, pero también muy sabia.

Debo acordarme de evitar que una virtud me impida ver la otra.

— ¡Chica buena!

— Sí, y una gran benevolencia. Humildad y pureza.

Cuerno dijo:

— Respecto de la iluminación, Pátera. La suya, quiero decir. ¿Por eso alguien está escribiendo que usted llegará a ser caldé?

Seda hizo chasquear los dedos.

— Me alegra que lo menciones… Tenía pensado preguntártelo. Sabía que me estaba olvidando de algo. Alguien escribió en un muro: «Seda para caldé». Con tiza. Lo vi cuando venía para aquí. ¿Fuiste tú?

Cuerno negó con la cabeza.

— ¿Y alguno de los muchachos?

— Creo que no fue ninguno de nosotros, Pátera. Está en dos lugares. En la tienda de baratijas y en la calle del Sombrero, en ese edificio donde vive Drupa. He mirado los dos y están bastante alto. Yo podría haberlo hecho sin subirme a nada, y creo que Saltamontes también, pero él dice que no ha sido.

Seda asintió para él mismo.

— Entonces creo que has acertado, Cuerno. Es porque he sido iluminado. O más bien eso ha ocurrido porque se lo conté a alguien y me oyeron. A estas alturas ya se lo he dicho a varias personas, incluso tú, y quizá no debería haberlo hecho.

— ¿Cómo fue, Pátera? Además de que se paró todo, como dijo.

Durante unos segundos sólo se oyó el tictac del reloj de la repisa, mientras Seda meditaba por centésima vez en la experiencia que ahora ya había hecho girar tanto en su mente que parecía un canto rodado, pulido y opaco. Al fin dijo:

— En ese momento entendí todo lo que francamente nunca necesitaré saber. Lo cierto es que hablar de un momento es erróneo, porque en realidad fue fuera del tiempo. Pero yo, Cuerno -sonrió-, yo estoy dentro del tiempo, lo mismo que tú. Y descubro que se me hace largo abarcar todo lo que me fue dicho en ese momento que no fue un momento. Me lleva tiempo asimilarlo. ¿Me explico bien?

El pobre Cuerno asintió, vacilante.

— Creo que sí, Pátera.

— Quizá con eso baste. -Perdido en sus pensamientos, Seda hizo una nueva pausa.- Una de las cosas que aprendí es que he de ser un maestro. Hay una sola cosa que el Extraño desea que haga, y es salvar nuestro manteón. Pero desea que lo salve como maestro.

»Hay muchas vocaciones, Cuerno, y la más alta es la devoción pura. Ésa no es la mía; la mía es ser maestro, y además de pensar un maestro debe actuar. El anciano que conocí esta tarde, ese hombre de la pierna maravillosa, también era maestro; y sin embargo es todo acción, todo actividad. Enseña esgrima. ¿Por qué crees tú que él es como es, todo acción?

A Cuerno le brillaban los ojos.

— No lo sé, Pátera. ¿Por qué?

— Porque el combate con espada, y más aún con azots, no permite reflexionar; así pues, en parte, él debe enseñar a ser todo acción. Y ahora presta mucha atención. Él ha pensado en eso. ¿Entiendes? Por más que el combate a espada deba ser todo acción, para enseñar a combatir a otros se requiere pensamiento. El anciano tuvo que pensar no sólo qué enseñaría, sino cómo lo enseñaría mejor.

Cuerno asintió.

— Creo que entiendo, Pátera.

— De la misma manera, Cuerno, tú debes pensar en imitarme a mí. No meramente en cómo se me puede imitar, sino en qué imitar. Y en cuándo hacerlo. Ahora vete a casa.

Oreb batió el ala sana.

— ¡Hombre sabio!

— Gracias. Ve, Cuerno. Si Oreb desea ir contigo, puedes quedarte con él.

— Pátera…

Seda se levantó al mismo tiempo que Cuerno.

— Sí. ¿Qué pasa?

— ¿Va a aprender esgrima?

Seda meditó la respuesta un momento.

— Hay cosas más importantes que aprender que la esgrima, Cuerno. Contra quién luchar, por ejemplo. Otra es guardar los secretos. El que sólo mantiene guardados aquellos secretos que le pidieron que no revele, no es persona de fiar. Seguro que esto lo entiendes.

— Sí, Pátera.

— Y de todo buen maestro hay más para aprender que la materia en cuestión. Di a tu padre y tu madre que no te retuve hasta tan tarde para castigarte, sino por negligencia, por lo cual me excuso.

— ¡No voy! -En un frenesí de aleteos, Oreb medio voló, medio cayó del hombro de Cuerno al empinado respaldo de la silla tapizada-. ¡Pájaro queda!

Cuerno ya tenía la mano en el pestillo.

— Les diré que estuvimos hablando, Pátera. Les diré que me ha enseñado cosas sobre el Extraño y muchas más. Es la verdad.

Oreb graznó:

— ¡Adiós! ¡Adiós, muchacho!

— Pájaro tonto -dijo Seda mientras cerraba la puerta-. ¿Qué has aprendido de todo esto? Un puñado de palabras nuevas, a lo mejor, que aplicarás mal.

— ¡Los caminos de dios!

— Vaya, sí. Ahora eres un sabio. -Aunque aún estaba tibia, Seda se quitó la venda. Azotó con ella el escabel y se la enrolló en el antebrazo sobre el otro vendaje.

— Hombre dios -graznó el pájaro-. Mi dios.

— Cállate -le dijo su dios, cansado.

Había hundido el brazo en el cristal, donde ahora Kypris lo estaba besando. Los labios eran fríos como la muerte, pero una muerte a la que al principio él daba la bienvenida. Al cabo de un tiempo empezaba a asustarse y se debatía para retirar el brazo, pero Kypris no lo soltaba. Él quería gritarle a Cuerno que lo ayudara, pero de la boca no le salía ningún sonido. La sellaria de Orquídea estaba en el manso, cosa que no parecía nada rara; en la chimenea gemía un viento salvaje. Él recordaba que Alca había predicho un viento así, e intentaba recordar qué había dicho que ocurriría cuando soplase.

Sin dejar de sujetarle el brazo, la diosa giraba con los propios brazos levantados; llevaba una suelta túnica de manantial líquido. Él tenía una conciencia aguda de la redondez de sus muslos, del doble volumen de sus caderas. Seguía mirándola cuando la orquesta de Sangre atacaba Primer amor y Kypris se volvía Jacinta (aunque sin dejar de ser Kypris) y más hermosa que nunca. Él pataleaba y trastabillaba, patas arriba, pero su mano se aferraba a la de ella, negándose a soltarla.

Se despertó boqueando. Las luces se habían extinguido. A la débil luz de cielo de una ventana con cortina, vio a Oreb dar un salto y alejarse aleteando. Junto a la cama estaba Mucor, desnuda en la oscuridad y esquelética; él parpadeó; fundiéndose en la niebla, ella desapareció.

Se frotó los ojos.

Un viento cálido, gimiendo como en el sueño, bailaba con las pálidas cortinas raídas. La venda también había palidecido en el brazo, blanca de una escarcha que se derretía al tacto. Se le desenrolló y la golpeó contra la sábana mojada; luego se la puso en el tobillo, que volvía a dolerle, diciéndose que no debería haber subido la escalera sin ella. ¿Qué le diría el doctor Grulla cuando se lo contara?

Los latigazos habían evocado en las luces un resplandor espectral, suficiente para distinguir las manecillas del atareado relojito que tenía junto al tríptico. Era más de medianoche.

Se levantó y fue a bajar la ventana. Sólo cuando lo hubo hecho se percató de que no podía haber visto a Oreb salir volando. Oreb tenía un ala dislocada.

Abajo, encontró a Oreb hurgando en la cocina en busca de algo que comer. Sacó la última rebanada de pan y volvió a llenar el cuenco del pájaro con agua limpia.

— ¿Carne? -Estirando la cabeza, Oreb chasqueó el pico.

— Si quieres, tendrás que conseguirla tú mismo -le dijo Seda-. Yo no tengo. -Tras pensarlo un momento, añadió:- Quizá mañana compre un poco, si la Máitera cambió el talón de Orquídea, o si puedo yo mismo. O al menos un pescado… Un pez vivo, para tenerlo en la tina hasta que se acaben las sobras de los sacrificios, y luego compartirlo con la Máitera Rosa. Y la Máitera Menta, claro. ¿No te apetecería un buen pescado fresco, Oreb?

— ¡Pescado rico!

— De acuerdo. Veré qué puedo hacer. Pero ahora debes colaborar conmigo. Si no, nada de pescado. ¿Has estado en mi habitación?

— ¡No roba!

— No he dicho que hayas robado -le explicó Seda, paciente-. ¿Has estado?

— ¿Dónde?

— Ahí arriba -señaló Seda-. Sé que has estado. Te vi al despertarme.

— ¡No, no!

— Desde luego que estabas, Oreb. Te vi con mis propios ojos. Echaste a volar por la ventana.

— ¡No vuela!

— No voy a castigarte. Simplemente quiero saber una cosa. Escucha con cuidado. Cuando estabas arriba, ¿viste una mujer? ¿O una muchacha? ¿Una muchacha flaca, desnuda, en mi habitación?

— No vuela -se obstinó el pájaro-. Ala rota.

Seda se pasó los dedos por el pelo de paja.

— Muy bien, no puedes volar. Lo concedo. ¿Estuviste arriba?

— No roba. -De nuevo Oreb chasqueó el pico.

— Tampoco robaste. Eso también está entendido.

— ¿Cabezas pescado?

Seda abandonó toda cautela.

— Sí, varias. Grandes, te lo prometo.

Oreb saltó al antepecho de la ventana.

— No vi.

— Algo te asustó -murmuró Seda-, aunque tal vez fuera yo al despertarme. Quizá temiste que te castigara por husmear en mi habitación. ¿Fue eso?

— ¡No, no!

— Esta ventana está justo debajo de la otra. A mí me pareció verte volar, pero en realidad te vi saltar por la ventana. Caíste en las zarzas y de ahí no te habrá costado volver a la cocina por esta otra ventana. ¿Es eso lo que pasó?

— ¡No salto!

— No te creo, porque…

Seda se detuvo. Débilmente, había oído crujir la cama del Pátera Perca; sintió una punzada de culpa por haber despertado al anciano, que siempre trabajaba tanto y dormía tan mal; aunque él había sonado (sólo soñado, se dijo con firmeza) que el Pátera Perca estaba muerto, como también había soñado que Jacinta le besaba el brazo y que hablaba con Kypris en una vieja casa amarilla de la calle de la Lámpara: con la Dama Kypris, la diosa del amor, la diosa de las prostitutas.

Sacudido por la duda, volvió hasta la bomba y le dio de nuevo a la manija hasta que un borbotón de clara agua helada cayó en la pila taponada, se lavó el sudor de la cara y se empapó una y otra vez el pelo revuelto, tanto que, pese al calor de la noche, de pronto se encontró temblando de veras.

— El Pátera Perca está muerto -le dijo a Oreb, que estiró comprensivamente la cabeza.

Llenó la tetera, la puso sobre la estufa y encendió el fuego con un gasto extravagante de papel usado; cuando las llamas empezaron a lamer los costados de la tetera, se sentó en la inestable silla de madera que usaba para comer y apuntó a Oreb con un dedo.

— El Pátera Perca nos dejó la primavera pasada. Es decir, hace prácticamente un año. Yo mismo le hice los ritos, e incluso sin lápida la tumba costó más de lo que podemos conseguir todos juntos. De modo que lo que oí fue el viento o algo por el estilo. Ratas, tal vez. ¿Soy claro?

— ¿Ahora comer?

— No. -Seda sacudió la cabeza.- Lo único que queda es un poco de mate y un terroncito de azúcar. Tengo pensado hacerme una infusión, beberla y volver a la cama. Si puedes, duerme tú también. Te lo aconsejo.

Arriba (encima de la sellaria, Seda tuvo la certeza) la vieja cama del Pátera Perca crujió de nuevo.

Se levantó. Aún tenía en el bolsillo el lanzagujas labrado de Jacinta, y esa tarde, antes de entrar en el manso, lo había cargado con munición del paquete que le había comprado Alca. Corrió hacia atrás el cargador para asegurarse de que hubiera una aguja en la recámara y bajó el seguro. Cruzando la cocina hasta la escalera, dijo en voz alta:

— ¿Mucor? ¿Eres tú?

No hubo respuesta.

— Si eres tú, cúbrete. Subo a hablar contigo.

Al primer escalón sintió una punzada en el tobillo. Añoró el bastón de Sangre, pero lo había dejado contra la cabecera de la cama.

Otro escalón, y arriba crujió el suelo. Subió tres escalones más y se paró a escuchar. En el manso aún siseaba el viento nocturno, gimiendo en la chimenea como había gemido en su sueño. Era ese viento, seguro, el que había puesto la vieja estructura a gruñir; el que lo había hecho creer -tonto de él- que la cama del viejo augur crujía, rechinaba y reajustaba sus viejas bandas y varas con cada vuelta del viejo cuerpo, o cuando el Pátera se sentaba un momento a rezar o atisbar por las vacías ventanas abiertas antes de echarse otra vez de espaldas, quizá de lado.

Arriba se cerró suavemente una puerta.

Era la suya, sin duda; la puerta de su habitación. Deprisa como se había puesto los pantalones y bajado tras Oreb, la había dejado abierta. Todas las puertas del manso se balanceaban a su arbitrio a menos que se les echara el pestillo; se abrían y cerraban en paredes que ya no caían a plomo, puertas viejas en marcos combados que acaso nunca habían sido del todo rectos, y ciertamente ahora no cuadraban.

El dedo ya se le cerraba sobre el gatillo del lanzagujas. Recordando la advertencia de Alca, apoyó la yema en el guardamonte.

— ¿Mucor? No quiero hacerte daño. Sólo quiero que hablemos. ¿Estás ahí arriba?

Arriba no se oía una voz, una pisada. Subió unos escalones más. Le había mostrado a Alca el azot, algo de lo más imprudente; un azot valía cientos de tarjetas. Alca se metía en casas más grandes y mejor defendidas que ésa cuando se le antojaba. Ahora había ido por el azot o enviado un cómplice, y al encenderse la luz de la cocina había visto su oportunidad.

— ¿Alca? Soy yo, el Pátera Seda.

No hubo respuesta.

— Tengo un lanzagujas, pero no quiero tener que disparar. Si levantas las manos y no te resistes no lo haré. Tampoco quiero entregarte a la guardia.

Su voz había dado energía a la única y tenue luz que había sobre el rellano. Faltaban diez escalones, y Seda los subió despacio, el avance tan retardado por el miedo como por el dolor, viendo primero las piernas cubiertas de negro en el umbral de su habitación, luego el ruedo de la túnica y por último el rostro sonriente del anciano augur.

El Pátera Perca agitó la mano y se disolvió en una niebla plateada; su calote negro con ribete azul cayó blandamente en las tablas desparejas del rellano.