CUARTEL DE LA TERCERA BRIGADA

Coronel Oosik, comandante

— ¿No crees que la cometa lo cansó demasiado?

No era la primera vez que Sangre hacía la pregunta, y Mosqueta se había cansado de contestar que no. De modo que contestó:

— Ya te lo he dicho. Aquila es hembra.

Mientras hablaba, la enorme ave encapuchada que sostenía en la muñeca lanzó un picotazo, bien porque había oído su nombre, o acaso la voz de Mosqueta, bien por mera coincidencia.

— Los machos no se hacen tan grandes. Escucha alguna vez, por Molpe.

— De acuerdo… De acuerdo. Quizás una más pequeña podría volar más alto.

— Esta puede. Cuanto más grandes son, más alto vuelan. ¿Alguna vez has visto un gorrión subir más que ese cabeza calva tuyo? -Mosqueta hablaba sin mirar al hombre rollizo y sonrosado que lo acompañaba; ponía los ojos en el águila o el cielo.- Todavía pienso que deberíamos haber dejado participar a la Langosta.

— Si nos lo traen, en una semana tendrán uno ellos mismos.

— Vuelan alto, casi hasta el sol. Si damos con uno, podría bajar en cualquier parte.

— Tenemos tres flotadoras con tres hombres cada una. Tenemos cinco en galopadoras.

Con la mano libre Mosqueta alzó los binoculares. Aun sabiendo que allí no había nada, escrutó la clara vacuidad sobre su cabeza.

— No apuntes ese chisme al sol. Te vas quedar ciego. -Tampoco era la primera vez que Sangre decía eso.

— Podría bajar en cualquier lugar del mundo. Por Molpe, ya has oído dónde cayó la cometa, y tenía una maldita cuerda. -Era todo un discurso tratándose de Mosqueta.- Tú crees que tiene que ser cerca de un camino porque nunca viajas por otro lado. Si hubieras cazado con mis halcones ya te darías cuenta. La mayoría del mundo no está cerca de un camino ni a tiros. La mayoría del mundo está a treinta o cincuenta estadios de un podrido camino.

— Eso es bueno -dijo Sangre-. Lo que me da miedo es que haya algún granjero espiando para la Langosta. -Esperó a que Mosqueta hablara de nuevo; como no lo hacía, añadió:- No es verdad que puedan acercarse al sol. El sol calienta más que cualquier fuego. Morirían quemados.

— Vete a saber si se queman. -Mosqueta bajó los binoculares.- Vete a saber si son gente.

— Son gente. Como nosotros.

— Pues quizá lleven lanzagujas.

Sangre dijo:

— No van a llevar nada que no tengan que llevar.

— Me alegra cantidad que lo sepas. Me alegra cantidad que les hayas preguntado.

Mosqueta volvió a levantar los binoculares; con un leve tintineo de cascabeles, Aquila acomodó su enorme espolón.

— ¡Allí hay uno! -dijo innecesariamente Sangre-, ¿Vas a echarla a volar?

— No lo sé -repuso Mosqueta-, Está muy lejos, el podrido.

Sangre apuntó sus propios binoculares al Volador.

— Se está acercando. ¡Viene para este lado!

— Ya sé. Por eso lo estoy vigilando.

— Está alto.

Mosqueta se esforzó por hablar en el tono aburrido y amargo que había afectado desde la infancia.

— Los he visto más alto. -Lo invadía el estremecimiento de la caza, repentino como una fiebre, bienvenido como la primavera.

— Ya te conté de ese cañón enorme que construyeron. Estuvieron un mes disparándoles pero las balas no llegaban rectas, y luego no podían subirlo lo bastante.

Mosqueta dejó que los binoculares le cayeran sobre el pecho. Ahora veía al Volador claramente, recortado contra el espejo plateado que era el lago Limna, remontando el cielo al otro lado de la ciudad.

— Espera a que se acerque más -dijo Sangre, ansioso.

— Si esperamos mucho, cuando ella llegue a esa altura se habrá alejado.

— ¿Y si…?

— Mantente apartado. Si se te echa encima eres hombre muerto. -Apretando con la mano libre la corona de plumas rojas, Mosqueta arrancó la capucha. -¡Ve, halcón!

Esta vez no hubo titubeos. El águila desplegó las inmensas alas y se lanzó al aire en un torbellino rugiente que por un instante asustó incluso a Mosqueta; tosca en su vuelo al principio, ganó con esfuerzo la corriente cálida que ascendía de la azotea y a poco se elevaba ya, cada vez más, vertiginoso reactor negro, ave heráldica contra la pantalla azul del cielo abierto.

— Quizás haya comido demasiado conejo.

— ¿Ese conejito? Era el más pequeño que teníamos. Si acaso le dio más fuerza-. Por segunda vez desde que se conocían, Mosqueta tomó la mano de Sangre.

Y Sangre, feliz hasta la desesperación pero fingiendo que no ocurría nada, le preguntó con toda la calma posible:

— ¿Tú crees que lo ha visto?

— Lo ve todo. Por supuesto. Pero si fuera recto hacia él lo asustaría. Irá por arriba y le caerá encima desde el sol. -Inconscientemente Mosqueta se alzó de puntillas, como para acercarse unos centímetros al pájaro.- Como si fuera un ganso. Un gran ganso. Lo saben de nacimiento. Tú mira. -Una amplia sonrisa le adornaba la hermosa cara; los ojos diabólicos relucían como hielo negro.

Iolar vio el águila al norte, bien por debajo de él, y aumentó la velocidad. El frente, marcado por una línea de nubes empinadas, era interesante y tal vez hasta importante; pero el frente estaba a doscientas leguas, si no más, y acaso no alcanzara nunca esa región seca y recalentada. El índice allí era de ciento quince, ciento nueve por encima de lo que se registraba a lo largo de gran parte del sol; con el ajuste estacional -revisó los datos mentalmente-, ciento dieciocho.

Ya se había olvidado del águila.

Según cualquier patrón era un hombre bajo, y delgado como sus riostras mayores; tenía mejores ojos que lo corriente, y la mayoría de sus conocidos lo consideraban introvertido y quizás una pizca frío. Rara vez hablaba; cuando decía algo, era sobre masas de aire y vientos dominantes, sobre mojones de día y mojones de noche, sobre renombrados lindes solares que la ciencia no reconocía (o sólo reconocía a regañadientes) y, por supuesto, sobre alas y trajes de vuelo e instrumentos y módulos de propulsión. Pero es cierto que todos los Voladores hablaban de eso. Como estaba muy cerca del ideal, tanto física como mentalmente, le habían permitido tener tres esposas, pero la segunda lo había dejado luego de menos de un año. La primera le había dado tres ágiles niños de huesos ligeros, sin embargo, y la tercera cinco, alegres y activos como grillos, de los cuales la niña menor era su favorita: la menuda Dreolina de ojos risueños. «Ya le veo las alas», le decía a veces él a la madre; y la madre, que no las veía, siempre asentía contenta. Hacía dieciocho años que Iolar volaba.

Por aumentar la velocidad había perdido altura. Dirigió el empuje hacia arriba, procurando remontarse, pero la temperatura del aire había bajado un poco, y con ella el aire en la descendente corriente diurna del gran lago. Una vez que volara de nuevo sobre tierra habría una corriente ascendente, y resolvió ir con ella todo lo alto que lo llevara. Cuando llegara a esos cirros distantes necesitaría todos los codos de altura que pudiera ganar.

No volvió a ver el águila hasta que la tuvo casi encima, lanzada en picado, las enormes alas impulsándola rumbo al suelo mucho más rápido que una piedra, hasta que en la última fracción de segundo posible plegó las alas, rotó en el aire y descargó en él los espolones: un golpe doble como de puños de gigante acorazado.

Puede que lo aturdiera un momento. Sin duda el violento remolino de tierra y cielo no lo desorientó; supo que el ala izquierda estaba entera y sana, pero la otra no, y que el MP no le respondía. Sospechó que el golpe le había roto media docena de costillas y acaso la columna, pero les prestó poca atención.

Con una destreza soberbia que habría dejado a sus pares boquiabiertos, si hubieran sido testigos, transformó la vertiginosa caída en un lanzamiento controlado, se deshizo del MP y los instrumentos y consiguió reducir la velocidad de descenso a la mitad antes de dar en el agua.

— ¡Ha visto ese chapuzón! -dijo Chenilla y se levantó de su asiento en la carreta protegiéndose los ojos del cabrilleo del agua-. En el lago hay unos peces monstruosos. De veras enormes. Me acuerdo de que… No había estado aquí desde que era chica… En todo caso creo que no.

Asintiendo, Seda se asomó fuera del toldo para mirar el sol. Velado por nubes que se movían de este a oeste, ese resplandor dorado que veteaba el cielo era -volvió a recordar- el símbolo visible del Sendero Áureo, la vía de probidad moral y debida devoción que conducía al hombre hacia los dioses. ¿Se había descarriado él? No sentía en sí disposición a ofrecer a Grulla en sacrificio, aunque se lo había sugerido una diosa.

Y, sin duda, no era eso lo que los dioses esperaban de un augur ungido.

— ¿Cabezas pescado? -Oreb le tironeó el pelo.

— Cabezas de pescado, claro -le dijo él-. Y es una promesa solemne.

Esa noche ayudaría a Alca a robarle al comisario de Chenilla. Los comisarios eran ricos y opresores; su poder estaba hecho con la sangre y el sudor de los pobres. Sin duda podía prescindir de algunas joyas y la platería. Pero robar estaba mal desde la raíz, aunque se hiciera en servicio de un dios mayor.

Si bien era molpes, al guardar las cuentas en el bolsillo murmuró una oración final a Esfigse. Ella entendería mejor que nadie. Esfigse era medio leona, y los leones tenían que matar criaturas inocentes para comer: ése era el decreto inflexible de Pas, que a cada criatura había dado su comida apropiada salvo al hombre. Habiendo concluido la oración, Seda hizo una levísima reverencia al rostro feroz y benévolo del puño del bastón de Sangre.

— Veníamos a recoger berro -dijo Chenilla-. Más allá, de aquel lado del lago. Nos levantábamos antes del alba y caminábamos hasta aquí, Pátera. No sé cuántas veces he mirado el agua cuando empezaba a alzarse la pantalla. Si no la veía, sabía que aún faltaba mucho camino. Llevábamos papel, cualquier papel que pudiéramos encontrar, y lo mojábamos para envolver el berro; luego volvíamos deprisa a la ciudad a venderlo antes de que se marchitara. A veces no conseguíamos venderlo, y entonces no teníamos otra cosa que comer. Todavía me niego a comer berro. Sin embargo a menudo les compro a las niñas del mercado. Niñas que son como era yo.

— Es una acción muy bondadosa -le dijo Seda, aunque ya estaba haciendo planes.

— Claro que hoy en día no hay mucho, porque los mejores arroyos se han secado. De todos modos yo nunca como. A veces se lo doy a las cabras, ¿sabe? Y a veces simplemente lo tiro. Me pregunto cuántas de las señoras que nos compraban a nosotras no harían lo mismo.

La mujer que iba al lado de Seda dijo:

— Yo hago bocadillos. De berro y queso blanco en pan de centeno. Claro que primero lo lavo bien.

Seda asintió con una sonrisa.

— Es un buen almuerzo cuando hace calor.

Esquivando a Seda, Chenilla le preguntó:

— ¿Usted tiene amigos en Limna?

— Parientes -dijo la mujer-. La que vive aquí es la madre de mi marido. Piensa que el aire puro del lago le hace bien. ¿No sería fabuloso que los parientes fueran también amigos?

— ¡Ah, quién la oyera! Nosotros buscamos a un amigo, el doctor Grulla. Un hombre bajito, como de cincuenta años, bastante moreno. Tiene una barbita gris…

— Yo no lo conozco -dijo la mujer, apenada-, pero si es médico y vive en Limna seguro que mi suegra sí. Le preguntaré.

— Acaba de comprar un chalé por aquí. Para alejarse de la profesión, ¿sabe? Mi marido lo ayudará con el traslado, y el Pátera ha prometido bendecirlo. Sólo que no recuerdo dónde era.

El hombre que iba a la izquierda de ella dijo:

— Puede preguntar en el Juzgado, en la calle de la Costa. Tendrá que registrar la escritura.

— ¿Aquí también hay un Juzgado? -le preguntó Chenilla-. Pensaba que sólo había en la ciudad.

— Es pequeño -dijo el hombre-. Lleva algunas causas locales y tiene un puñado de presos menores. Aquí no hay Alambrada; a los de condenas largas los mandan a Virón. Y se ocupa de los impuestos y los registros de propiedad.

Por entonces la carreta traqueteaba por una estrecha y tortuosa calle empedrada, flanqueada de destartaladas casas de madera de dos o tres plantas, todas con techo en punta, muchas de un mustio gris plata por falta de pintura. Seda y Chenilla, con el hombre que sabía sobre el Juzgado y la mujer que hacía bocadillos de berro, iban sentados de cara a la tierra firme; pero, mirando por encima del hombro, de vez en cuando Seda vislumbraba entre las casas algo de agua sucia y barcas de pesca de alta popa y un solo palo.

— Yo tampoco había venido desde que era chico -le dijo a Chenilla-. Qué raro pensar que hace quince años pescaba aquí. No usan roca de nave como nosotros, ¿verdad? Ni ladrillos de barro.

El hombre que iba junto a Chenilla dijo: -Es que es muy fácil cortar árboles de la orilla y enviar los troncos flotando a Limna.

— Ya. No lo había pensado… Aunque debería haberlo hecho, desde luego.

— No se le ocurriría a muchos -dijo el hombre; había abierto su tarjetero, y sin dejar de hablar extrajo una tarjeta de visita de cartulina-. ¿Me permite dársela, Pátera? Me llamo Vulpes. Soy abogado, y tengo despacho aquí en la calle de la Costa. ¿Conoce el procedimiento si lo detienen?

Las cejas de Seda se dispararon hacia arriba.

— ¿Si me detienen? ¡Molpe nos proteja! Espero que no.

— Yo también. -Vulpes bajó la voz hasta que Seda apenas pudo oírlo por los ruidos callejeros y el chirrido de los ejes.- Y creo que todos. ¿Pero conoce el procedimiento?

Seda negó con la cabeza.

— Si les da el nombre y la dirección de un abogado, mandan a buscarlo; es la ley. Pero si no puede darles un nombre y una dirección, se queda sin abogado hasta que su familia descubre qué le ha ocurrido y contrata a alguien.

— Entiendo.

— Y -inclinándose delante de Chenilla, Vulpes enfatizó el argumento con un golpecito en la rodilla de Seda-, si está usted en Limna, no le servirá nadie con despacho en Virón. Tiene que estar domiciliado aquí. Sé que han llegado a esperar, cuando sabían que alguien no tardaría en venir, para detenerlo aquí precisamente por eso. Quiero que se guarde esto en el bolsillo, Pátera; así en caso de necesidad puede mostrarlo. Vulpes, de la calle de la Costa. Aquí mismo, en Limna, donde está el cartel del zorro rojo.

Con la palabra zorro la carreta paró entre crujidos y el cochero gritó:

— ¡Todos abajo! Vuelta a Virón a las cuatro, las seis y las ocho. Sale de aquí, pero guay del que no esté en punto.

Cuando iba a entrar en el establo, Seda lo tomó de la manga.

— ¿Me diría algo de Limna, cochero? No la conozco en absoluto.

— ¿La distribución, quiere decir? -El cochero se pellizcó pensativamente la nariz.- Muy sencillo, Pátera. No es un lugar tan grande como Virón. Lo primero que tiene que aprenderse es dónde estamos ahora, así sabrá dónde debe tomar la carreta de vuelta. Ésta es la calle del Agua, ¿ve? Y aquí estamos muy cerca del centro. Calles que valgan algo, sólo hay tres: la del Muelle, la del Agua y la de la Costa. Toda la ciudad se curva sobre la bahía. Es una especie de herradura, sólo que no tan doblada. ¿Comprende lo que le digo? La de dentro es la calle del Muelle; ahí está el mercado. La de fuera es la calle de la Costa. Si quiere salir en barca, la del Muelle es el lugar, y yo puedo darle un par de nombres buenos. Si quiere comer, pruebe en El Pejegato o el A Toda Vela. La Farola Oxidada también es bastante bueno, si tiene bolsillos anchos. ¿Se queda a pasar la noche?

Seda negó con la cabeza.

— Nos gustaría volver a la ciudad antes de que oscurezca, si podemos.

— Pues entonces la carreta de las seis -dijo el cochero, y se alejó.

Cuando se hubo ido, Chenilla dijo:

— No le preguntó dónde viven los consejeros.

— Si no lo sabemos ni tú ni Alca ni yo, no puede saberlo cualquiera -le dijo Seda-. El mismo Grulla lo habrá averiguado por su cuenta, y lo que más nos conviene hoy es averiguar a quién le preguntó. Dudo que él haya venido en carreta. El ésciles tenía un palanquín de alquiler.

Ella asintió.

— Tal vez sea mejor que nos dividamos, Pátera. Usted para arriba, yo para abajo.

— No estoy seguro de entenderte.

— Usted habla con la gente respetable de los lugares respetables. Yo averiguaré en las tabernas. Alca… ¿cuándo dijo que nos encontraría?

— A las cuatro -contestó Seda.

— Entonces nos vemos aquí a las cuatro. Podemos comer un bocado con Alca, y contarnos lo que hayamos averiguado.

— Fuiste muy hábil con la mujer de la carreta -dijo Seda-. Ojalá yo lo haga la mitad de bien.

— Pero no nos valió de nada. Aténgase a la verdad, Pátera. O manténgase cerca… No creo que vaya a ser muy bueno en… lo otro. ¿Qué va a decir?

Seda se acarició la mejilla.

— Lo estuve pensando en la carreta, y me pareció que tengo que adaptarme a las circunstancias. Podría decir, por ejemplo, que un hombre tal y cual presenció un exorcismo que llevé a cabo y que, como no he vuelto a la casa afectada, espero que él pueda decirme si ha servido.

Chenilla asintió.

— Totalmente cierto… De cabo a rabo. Le irá muy bien. Ya lo veo. Seda -Hacía un rato ya que estaba cerca de él, obligada por la presión del tráfico callejero; se acercó todavía más, tanto que sus pechos rozaron la toga.- No me quieres, Pátera. No me querrías ni aunque olvidaras que he sido de… Alca ¿Pero quieres a Jaci? Dímelo…

— No debería -dijo él con tono lastimero-. No está bien, y un hombre como yo, un augur, tiene poco y nada que ofrecerle a una mujer. Ni dinero ni un verdadero hogar. Sólo que ella es como… Al parecer hay cosas que, por mucho que me esfuerce, no puedo apartar del pensamiento. Una de ellas es Jacinta.

— Bueno, yo también soy una de ellas. -Rápidos y ardientes, los labios de Chenilla tocaron los de él. Cuando Seda se recuperó, la muchacha se había perdido entre porteadores y buhoneros, visitantes apresurados y bamboleantes pescadores de paseo.

— ¡Adiós, muchacha! -Oreb la despidió agitando el ala ilesa-. ¡Cuidado! ¡Buena suerte!

Seda respiró hondo y miró alrededor. Allí, en el extremo más cercano a Virón, el lago Limna había criado una ciudad propia, súbdita de la ciudad pero curiosamente desapegada.

O, más exactamente (los dos primeros dedos dibujaron lentos círculos en la mejilla), el lago Limna, en su retirada, había arrastrado un trozo de Virón. En un tiempo la Orilla había sido la ribera -o la calle del Muelle, como se llamaba allí. A juzgar por el nombre, lo mismo había sido en su día la calle de la Costa: un adoquinado que anunciaba los atracaderos, con construcciones que daban al agua. Con la continua mengua del lago había nacido la calle del Agua, donde ahora estaba él. Más adelante, haría unos veinte o treinta años, la calle del Agua había quedado atrás como el resto.

Y, con todo, el lago seguía siendo inmenso. Intentó imaginarlo como habría sido cuando los primeros colonos habían ocupado la ciudad vacía construida para ellos en lo que era entonces el extremo norte, y concluyó que debía de tener el doble del tamaño actual. ¿Llegaría un momento -dentro de tres siglos más- en que no quedara nada del lago? Más probable parecía que el lago fuera a ser la mitad de grande que ahora; y sin embargo llegaría sin duda el momento, en seiscientos años o en mil, en que desaparecería del todo.

Echó a andar, preguntándose vagamente dónde estarían los lugares respetables que la diosa deseaba que visitara. O al menos cuáles de esos lugares serían más aptos para obtener información valiosa.

Llevado por reminiscencias infantiles de agua fresca y vistas infinitas, enfiló un callejón de un solo tramo que salía a la calle del Muelle. Una docena de barcas de pesca descargaba allí plateados torrentes de truchas, sábalos, percas y lubinas; las fondas servían pescado tan fresco como el de los mejores restaurantes de la ciudad, diez veces más barato; y puntiagudas posadas de postigos coloridos exhibían letreros para los ansiosos de cambiar las comodidades de Virón por céfiros en pleno verano y los que, en la estación que fuese, se deleitaban nadando, pescando o navegando.

Allí estaba también, no tardó en descubrir Seda, ese cartel nuevo que había visto con Chenilla cuando la carreta salía de la ciudad; el cartel que ofrecía a los «jóvenes fuertes» la oportunidad de hacerse guardias a tiempo parcial y prometía un eventual empleo de tiempo completo. Leyéndolo otra vez, Seda recordó las vísceras oscuramente amenazadoras de la oveja. Nadie hablaba de guerra todavía… salvo los dioses. O bien, reflexionó, sólo los dioses y ese cartel hablaban de guerra a quien quisiera escuchar.

Habían tachado con tinta negra la penúltima línea del cartel para sustituirla por la frase Juzgado de Limna; presumiblemente, la nueva brigada de reserva iba a establecer en el lago una o dos compañías; tal vez un batallón entero, si se persuadía a suficientes pescadores de que debían alistarse.

Por primera vez se le ocurrió que Limna sería una base o zona de permanencia excelente para cualquier ejército que marchara contra la ciudad, ya que ofrecía abrigo contra muchas de las tropas enemigas, si no todas, resguardo contra sorpresas provenientes del sur, una fuente permanente de alimentos y agua ilimitada para hombres y animales. No extrañaba entonces que a Grulla le hubiera interesado enterarse de que allí vivían los consejeros, y que había acudido un comisario a deliberar con ellos.

— ¡Cabezas pescado! -Oreb aleteó del hombro de Seda al suelo, y a una inesperada velocidad recorrió tres cuartas partes de un embarcadero para picotear.

— Sí -murmuró Seda para sí-, cabezas de pescado al fin, y vísceras también.

Mientras recorría el embarcadero, admirando la extensa pureza azul del lago y las docenas de naves cabeceantes que lo salpicaban con sus níveas velas, meditó en la comida de Oreb.

Esos peces pertenecían a Escila, tal como las serpientes pertenecían a su madre Equidna y los felinos de toda clase a su hermana menor Esfigse. La Encrespada Escila, patrona de la ciudad, permitía graciosamente a sus devotos capturar todo el pescado que necesitasen, sujetos a ciertas restricciones y antiguas prohibiciones. No obstante, los peces -hasta los restos que comía Oreb- eran de ella, y el lago era su palacio. Si en Virón la devoción a Escila era todavía fuerte, como lo era aunque hubieran pasado dos generaciones desde que ella había manifestado su divinidad en una Ventana Sagrada, ¿cómo sería en Limna?

Reuniéndose con Oreb, se sentó sobre un cómodo pilote, se quitó del tobillo fracturado la casi milagrosa venda de Grulla y azotó con ella las maltrechas tablas del embarcadero.

¿Y si Grulla deseaba alzar en la costa un santuario a Escila en cumplimiento de un voto? Si podía regalar azots a informantes predilectos, sin duda podía costearse un santuario. Aunque de construcción sabía poco, Seda estaba seguro de que por mil tarjetas o menos era posible construir al borde del lago un santuario modesto pero apropiado y del todo aceptable. Grulla bien podría pedirle a su consejero espiritual -él mismo- que eligiera un terreno adecuado.

Mejor todavía: suponiendo que el agradecido constructor fuera el comisario de Chenilla, nadie cuestionaría la capacidad de una persona así para financiar el costo entero de una edificación incluso muy compleja. No sería un manteón, porque no podría tener Ventana Sagrada, pero quizás albergara ceremonias de sacrificio. Apadrinada por un comisario, bien podría mantener a un augur residente; a alguien como él.

Y Grulla habría ido adonde había ido el comisario de Chenilla, suponiendo que hubiera averiguado cuál era el lugar.

— ¡Bueno! ¡Bueno! -Oreb había terminado su almuerzo; en equilibrio sobre una plana pata roja, se rascaba el pico con la otra.

— No me manches la túnica -le dijo Seda-. Te advierto que me enfadaré.

Mientras se volvía a poner la venda de Grulla, intentó imaginarse al comisario. Dos consejeros lo habían citado en el lago para mantener una reunión, era de presumir que confidencial y posiblemente relacionada con asuntos militares. Casi con seguridad (decidió Seda) viajaría a Limna en flotadora; pero allí -también casi con seguridad- dejaría la flotadora y el chofer por una forma de transporte que llamara menos la atención.

Para concentrar los pensamientos como hacía a menudo en la palestra, Seda apuntó el índice a su mascota.

— Podría haber alquilado un burro, por ejemplo, como hicimos Alca y yo la otra noche.

Una pequeña barca se deslizaba hacia el muelle con un hombre canoso al timón y dos presurosos muchachos que arriaban la única vela.

— ¡Eso es!

El grajo le echó una mirada socarrona.

— Alquilaría una barca, Oreb. Quizá con uno o dos tripulantes de confianza. Una barca sería más rápida que un burro y hasta un caballo. El comisario llevaría a un secretario o un actuario personal, e iría directamente al lugar del lago que…

— ¿Seda bien? -Oreb dejó de acicalarse las plumas rojas del pecho para estirar la lustrosa cabeza hacia Seda-. ¿Todo bien?

— No. Levemente equivocado. No alquilaría una barca. Le costaría dinero propio y quizá pensase que no podía confiar en los tripulantes. Pero la ciudad ha de tener barcas (para impedir peleas entre pescadores, por ejemplo) y quienquiera que la gobierne se desviviría por ayudar a un comisario. De modo que a bordo ya, pájaro tonto. Vamos al Juzgado. -Tras buscar en varios bolsillos, Seda encontró la tarjeta de visita del abogado.- Calle de la Costa. Tenía el despacho en la calle donde está el Juzgado, Oreb, ¿te acuerdas? Sin duda es cómodo cuando tiene que ir rápido al tribunal.

La puerta del gran hangar se abrió, y el viejo cometero alzó la vista sorprendido.

Desde el umbral, un hombrecito de barba gris dijo:

— Perdón. No sabía que estaba aquí.

— Estoy guardando mis cosas. Ya me marcho -explicó el cometero. Durante un instante se preguntó si Mosqueta, pensando que podía robar algo, no habría enviado a ese hombre para que lo vigilara.

— He oído hablar de la cometa. ¿La construyó usted? Todos dicen que era un trabajo soberbio.

— Bonita no era, le aseguro. -El cometero ató con un cordel un haz de varillas finas.- Pero ellos la querían así, y era de las más grandes que he hecho. Cuanto más grandes, más alto vuelan. Para volar alto tienen que alzar mucho cable, ¿sabe?

— Soy el doctor Grulla -dijo el de barba-. Debería haberme presentado antes-. Recogió una lámpara de aceite de pescado y la agitó suavemente.- Casi llena. ¿Ya le han pagado?

— Me pagó Mosqueta. Todo. -El cometero se palmeó el bolsillo.- Nada de tarjetas: un pagaré del tesoro. Supongo que lo habrá enviado Sangre para llevarme hasta la salida.

— Exacto, antes de marcharse. Es que se han ido todos, creo. En todo caso se han ido Sangre y Mosqueta, los guardias y algunos criados. El cometero asintió.

— Se han llevado todas las flotadoras. Aquí dentro había un par. Y las galopadoras también. ¿Se supone que antes de partir debo hablar con Sangre? Mosqueta no me dijo nada.

— Que yo sepa, no. -Grulla sonrió.- La puerta delantera está abierta y al talus lo han despedido, así que puede salir cuando quiera. Claro que si quiere quedarse, bienvenido. Quizá cuando vuelvan, Sangre lo envíe a su casa con un chofer. Y, por cierto, ¿adónde habrán ido? Nadie me lo ha dicho.

El cometero, que buscaba por ahí su raedera favorita, la encontró bajo un montón de trapos. -Al lago. Eso dijeron algunos. Grulla asintió con una nueva sonrisa. -Entonces me temo que tardarán un buen rato. Pero lo invito a esperar, si quiere. -Cerró la puerta tras de sí y volvió deprisa a la villa. Si no miraba ahora, ¿cuándo?, se preguntó. Nunca tendría mejor oportunidad. La puerta de la despensa estaba abierta, y la que llevaba al sótano sin llave.

El sótano era profundo y muy oscuro y, por lo que había recogido charlando con los lacayos, más abajo aún había una bodega que podía o no ser el subsótano mencionado por una mucama. A mitad de la escalera Grulla se detuvo a levantar la lámpara.

Vacío. Maquinaria oxidada y cubierta de polvo que casi con seguridad no volvería a funcionar nunca. Y…

Bajó el resto de los escalones y, trotando por el sucio suelo desparejo, echó una mirada. Tarros de conservas: melocotones en coñac y encurtidos. Sin duda habían venido con la casa.

¿Habrían apostado un centinela en la entrada de los túneles? Hacía un tiempo que Grulla había llegado a la conclusión de que no. La puerta (si había una puerta) estaría cerrada con llave o atrancada. Posiblemente oculta, además; situada en una cámara secreta o algo así. Allí, tras las hileras de estantes, había otra escalera, y en el polvo, sí, huellas aún visibles que iban en la misma dirección que él.

Esta vez un breve tramo de escalones con una puerta cerrada al fondo. Durante medio minuto que pareció eterno, la ganzúa exploró la cerradura antes de que el pomo girara echando atrás el pestillo.

El chirrido de bisagras activó una luz cuyo reptar perpetuo la había acercado a la cúspide de la alta bóveda superior. A ese resplandor brumoso, Grulla vio estanterías con no menos de quinientas botellas de vino; pilas de cajas de coñac, aguardiente, ron y cordiales; y

barriletes , presumiblemente de cerveza fuerte. Corrió varios para estudiar el suelo; luego lo revisó todo y al fin golpeteó los muros.

Nada.

— Vaya, vaya, vaya, vaya -murmuró-. Un trago no me vendría mal. -Abriendo una rechoncha botella negra claramente ya violada, dio un largo sorbo de un aguardiente pálido y fuerte, volvió a poner el corcho e hizo una última inspección.

Nada.

Cerró silenciosamente la bodega y giró el pomo en el sentido del reloj; el amortiguado chirrido del pestillo le trajo el desagradable recuerdo de un perrito al que una vez Mosqueta había torturado.

Por un momento pensó en dejar la puerta sin pestillo; ahorraría tiempo y era casi seguro -si de hecho el mayordomo de Sangre u otro lo descubría alguna vez- que culparían a un criado negligente. No obstante, la prudencia y un largo entrenamiento lo urgieron a dejar todo como lo había encontrado.

Con un suspiro sacó las ganzúas, torció la que había usado para entrar y obtuvo la recompensa de un leve chasquido.

— Lo hace muy bien, ¿no?

Grulla dio media vuelta. Desde lo alto del breve tramo de escalones, alguien -en la tenue luz del sótano parecía un hombre alto, apuesto y canoso- lo miraba.

— Espero que me reconozca.

Grulla dejó caer las ganzúas, desenfundó y disparó en un solo movimiento; en el reducido espacio el rápido tableteo del lanzagujas sonó con una fuerza antinatural.

— Con eso no va hacerme nada -le informó el consejero Lemur-. Venga, démela y yo lo llevaré adonde intentaba ir.

— Esta primavera vino un comisario -le dijo Seda a la regordeta mujer madura sentada tras el escritorio atestado-. Muy gentilmente le proporcionaron una embarcación pequeña. -Le dedicó su sonrisa más comprensiva.- No es mi intención pedirle que también me faciliten una barca a mí. Entiendo que no soy comisario.

— ¿La primavera pasada, Pátera? ¿Un comisario de la ciudad? -La mujer parecía perpleja.

En el preciso instante en que se convencía de haber olvidado el nombre del comisario, Seda lo recordó; se inclinó más hacia la mujer, deseando haberle pedido a Chenilla una descripción más detallada.

— El comisario Simuliid. Es un oficial de extrema importancia. Un hombre alto y -Seda se esforzó por reproducir la perpetua nota de prudencia y confidencialidad de le prochain ami- ejem… corpulento. Lleva bigote.

Como la mujer seguía con la expresión en blanco, desesperadamente añadió:

— Un bigote de lo más sentador, diría yo, aunque tal vez…

— ¿El comisario Simuliid, Pátera?

Seda asintió con fervor.

— No fue hace tanto tiempo -dijo la mujer-. No era primavera. Hace dos meses, digamos. Tres a lo sumo. Un día de un calor terrible, me acuerdo, y el comisario llevaba un gran sombrero de paja. ¿Sabe de qué le hablo, Pátera?

Seda intentó alentarla.

— Perfectamente. Yo tuve uno igual.

— Y también llevaba bastón. Más grande que el suyo. Pero no quería una barca. Si hubiera pedido, a nosotros nos habría alegrado prestársela, o sea que no fue eso. -La mujer mordisqueó el lápiz.- Pidió algo que no teníamos, pero no recuerdo qué.

Oreb estiró la cabeza.

— ¡Pobre muchacha!

— Es cierto -dijo Seda-, si no pudo ayudar al comisario Simuliid.

— Sí que lo ayudé -replicó la mujer-. Lo sé muy bien. Se marchó de lo más satisfecho.

Seda pugnó por parecer un augur experto en alternar con comisarios.

— La verdad es que no lo oí quejarse de usted.

— ¿Y no sabe qué quería, Pátera?

— No sé qué quería de usted -le dijo a la mujer regordeta-, porque mi impresión era que quería una barca. Tengo entendido que a lo largo de la costa hay unas vistas maravillosas; y he pensado que para el comisario Simuliid… o para cualquiera sería una acción de gran mérito erigir en un punto de ésos un santuario como es debido a nuestra Patrona. Una cosa delicada y no muy pequeña. Por lo que lo conozco, es muy posible que el comisario haya estado pensando lo mismo.

— ¿Seguro que no ofreció reparar alguno existente, Pátera? ¿O construir un anexo? ¿Algo por el estilo? Cerca de aquí hay un altar a Escila, muy bonito, adonde suele ir gente importante de la ciudad a… bueno, reflexionar un poco.

Seda chasqueó los dedos.

— ¡Un anexo! Un pequeño edificio adjunto para la práctica de la hidromancia. ¡Pero claro! Hasta yo debería haberme dado cuenta…

Oreb graznó:

— ¿No corta?

— No a ti, en todo caso -le dijo Seda-. Y ese altar ¿dónde está, hija mía?

— ¿Dónde…? -De pronto la mujer sonrió.- Vaya, ahora recuerdo qué quería el comisario Simuliid. Un mapa. Cómo llegar, en realidad. No tenemos mapas donde figure el santuario; hay una especie de reglamento, pero no le hace falta. No tiene más que seguir la Vía de los Peregrinos, le dije yo. Hacia el oeste siguiendo la bahía, y luego al sur subiendo el promontorio. Es toda una subida, pero si sigue las piedras blancas no hay posibilidad de que se pierda. -La mujer sacó un mapa.- Aquí no está, pero le mostraré. Lo azul es el lago, y estas líneas negras vienen a ser Limna. ¿Ve la calle de la Costa? El santuario está aquí donde le señalo, ¿ve? Y por aquí es por donde la Vía de los Peregrinos sube al acantilado. ¿Usted piensa ir, Pátera?

— En la primera ocasión -le dijo Seda. Simuliid había hecho el peregrinaje; eso parecía prácticamente seguro. La cuestión era si Grulla lo había seguido-. Y te agradezco muchísimo, hija mía. Me has sido de enorme ayuda. ¿Has dicho que hasta los consejeros van a veces a meditar? Un conocido mío, el doctor Grulla… Quizá lo conozcas; creo que pasa buenos ratos aquí en el lago…

La mujer sacudió la cabeza.

— Ah, no, Pátera. Me parece que son demasiado viejos.

— Entonces el doctor Grulla me habrá informado mal. Pensé que había obtenido su información aquí, muy probablemente por tu intermedio. Un hombre bajito, de barba gris, corta…

— Me parece que aquí no ha estado, Pátera -negó la mujer-. Pero en realidad no creo que vengan consejeros. Tal vez él pensara en comisarios. De ésos hemos tenido varios, y jueces y así, y a veces quieren ir en barca, pero tenemos que decirles que no se puede. Es arriba de un acantilado, y desde el agua no hay sendero. Hay que seguir la Vía de los Peregrinos. Ni siquiera se puede ir montado, porque hay escalones tallados en la roca. Supongo que por eso no vienen los consejeros. Yo nunca he visto un consejero.

Él tampoco, reflexionó Seda al salir del Juzgado. ¿Alguien había visto alguno? Lo que él había visto eran retratos -de hecho en el Juzgado había uno de grupo-, y tan a menudo que hasta que lo había pensado realmente nunca había visto a los consejeros mismos. Y no recordaba saber de nadie que los conociera.

Pero Simuliid los había visto, o eso al menos le había dicho a Chenilla. Al parecer, no en el santuario de Escila, porque allí nunca iban consejeros. En alguno de los restaurantes, tal vez, o en una barca.

— ¿No corta? -Oreb necesitaba más garantías.

— En absoluto. De todos modos los santuarios no son los mejores lugares para sacrificar, aunque se haga a menudo. Es más probable que la persona bien instruida, como yo, visite un santuario para meditar o hacer lecturas religiosas.

Según la mujer del Juzgado, a aquel santuario lacustre de Escila solían ir diversas figuras políticas de la ciudad. Resultaba extraño: por mucha exhibición de fe que hicieran los políticos, él nunca había oído de ninguno que pareciera tener un sentimiento religioso genuinamente hondo. Según todo el mundo menos Rémora, el prolocutor influía muy poco en los gobernantes de la ciudad.

Sin embargo Alca o Chenilla -seguramente Alca- había calificado a Simuliid, a quien conocía de vista, de peso buey o algo por el estilo. En todo caso había sugerido que era un hombre grande y pesado. Pero Simuliid había peregrinado al santuario de Escila a pie (o así parecía), y ya en época de calor. Eso parecía en extremo improbable, sobre todo si allí no podía encontrarse con los consejeros.

Sin dejar de andar Seda se masajeó la mejilla, mirando ociosamente los escaparates. Era muy concebible que el alarde del comisario Simuliid ante Chenilla no fuera más que una mentira jactanciosa, en cuyo caso Chenilla no se había ganado las cinco tarjetas y Grulla había ido hasta allí a perder el tiempo.

Pero, hubiera Grulla perdido el tiempo o no, al parecer no había rastreado a Simuliid, como él, a través del Juzgado de Limna. Bien podía ser que no lo hubiera rastreado en absoluto.

— Aquí hay algo muy torcido, Oreb. Estamos como un ratón detrás del enchapado, no sé si me entiendes.

— ¿No barca?

— Ni barca, ni doctor ni consejeros. Dinero tampoco. Ni manteón. Ni siquiera habilidad: ni pizca de lo que el Extraño haya creído ver en mí. -Aunque los dioses inmortales, según enseñaba la razón y confirmaban las Escrituras, no «creían» ver cosas. En realidad no.

Los dioses sabían.

Sin un propósito especial en mente, Seda había ido paseando hacia el oeste por la calle de la Costa. De pronto la encontró obstruida por un peñasco de gran tamaño, pintado de blanco y toscamente labrado con la imagen tentacular de Escila.

Fue hasta el centro de la calle a examinar la imagen de cerca y debajo descubrió una oración rimada. Trazando en el aire el signo de adición, antes de empezar el rezo le pidió ayuda a Escila (recordándole que su ciudad necesitaba un manteón y disculpándose por haberse precipitado hacia el lago con escasos motivos para creer que podía obtener algo), divertido en parte al observar que los rasgos de la gran diosa pintados en la piedra se parecían casualmente a los de la obsequiosa mujer del Juzgado.

Los miembros del Ayuntamiento no visitaban nunca el santuario, había dicho ella, aunque los comisarios iban muy a menudo. ¿Lo visitaba la mujer con alguna frecuencia, como para saber quién iba y quién no? Casi seguro que no-, decidió Seda.

Con un respingo, se percató de que media docena de paseantes lo estaban mirando rezar con la cabeza inclinada ante la imagen; cuando se alejaba, un hombre robusto de más o menos su misma edad se excusó antes de preguntarle si tenía pensado peregrinar al santuario.

— Es una de las cuestiones en que he rogado a la diosa que me guíe -explicó Seda-. Hace unos minutos le he dicho a una buena mujer que en la primera oportunidad que tuviera iría. Fue un arrebato, desde luego, porque es muy difícil juzgar qué significa «oportunidad». Hoy tengo aquí unos asuntos, por lo que puede decirse que no habrá ninguna; pero existe la posibilidad remota de que un peregrinaje al santuario los favorezca. De ser así, claramente iría.

Una mujer de más o menos la misma edad dijo:

— Con este calor no debería ni ocurrírsele, Pátera.

— ¡Buena muchacha! -rezongó Oreb.

— Mi esposa Antrisca -dijo el hombre robusto-. Yo me llamo Coipo, y hemos hecho el peregrinaje dos veces. -Seda iba a hablar, pero Coipo lo paró con un gesto.- En ese local hay bebidas frías. Si piensa andar hoy hasta el santuario necesitará todo el líquido que pueda llevar. Nos gustaría convidarlo con algo. Pero si nos permite usted, y nos escucha, probablemente no vaya.

— ¡Sed!

Antrisca rió y Seda dijo:

— Calla, Oreb. Yo también tengo, si vamos a eso. Dentro estaba agradablemente fresco y Seda tuvo la impresión, al entrar desde el sol, de que también estaba muy oscuro.

— Tienen cerveza, zumos de fruta… incluso leche de coco, si no ha probado, y agua mineral -dijo Coipo.- Pida lo que guste. -Al camarero que apareció en seguida, mientras se sentaban, le dijo:- Mi esposa tomará naranja amarga y yo la cerveza que lleve más tiempo en el frío. -Se volvió hacia Seda:-¿Y usted, Pátera? Lo que quiera.

— Agua mineral, por favor. Agradecería que fueran dos vasos.

— Acabamos de ver su retrato en una valla -le dijo Antrisca-. No debe de hacer más de cinco minutos… Un augur con un pájaro en el hombro, artísticamente muy logrado, en tiza y carbonilla. Sobre su cabeza el artista había escrito «¡Seda está aquí!» Y ayer en la ciudad vimos escrito «Seda para caldé».

Seda asintió sombríamente.

— No he visto el retrato con el pájaro que mencionas, pero creo que imagino quién lo dibujó. De ser así, tendré que hablar con ella.

El camarero puso en la mesa tres botellas recamadas de gotas -amarilla, marrón y transparente- con cuatro vasos y apuntó la cifra en una pizarrita. Sonriendo, Coipo tocó la botella marrón. -Los ésciles hay un gentío y todo está tibio. Probablemente éstas quedaron bien abajo. Seda asintió.

— Bajo tierra siempre está fresco. Supongo que la noche que rodea al mundo ha de ser una noche de invierno.

Coipo, que abría la botella de zumo de su mujer, lo miró con sorpresa.

— ¿Nunca has pensado qué hay más allá del mundo, hijo mío?

— ¿Quiere decir si uno cava mucho? ¿No es tierra, por muy hondo que baje?

Abriendo su propia botella, Seda sacudió la cabeza.

— El minero más ignorante sabe que no es así, hijo. Hasta un sepulturero (ayer hablé con varios y en absoluto les faltaba inteligencia) te diría que el suelo que labran nuestros arados es apenas más grueso que la altura de un hombre. Debajo hay arcilla y grava, y luego piedra o roca de nave.

Mientras ordenaba los pensamientos, Seda vertió agua en un vaso para Oreb.

— Bajo esa capa de piedra y roca de nave, no tan gruesa como podrías figurarte, el mundo gira en el vacío… en una noche que se extiende sin límites en todas direcciones. -Hizo una pausa, recordando, mientras se llenaba el vaso.- Pero está toda salpicada de chispas de colores. Una vez me contaron qué son, aunque ahora no lo recuerdo.

— Yo creía que es sólo que allí abajo no llega el calor.

— Llega -dijo Seda-. Llega mucho más lejos que la cisterna, y más hondo que los pozos de mi manteón, que no deja de dar agua fría si uno bombea lo suficiente. De hecho se extiende hasta la piedra más exterior del mundo, y allí se pierde en la noche gélida. De no ser por el sol, el don primero y supremo que Pas dio al mundo, nos congelaríamos todos. -Seda observó un momento cómo Oreb bebía del vaso; luego bebió largamente del suyo.- Gracias a los dos. Es muy buena.

Antrisca dijo:

— Yo no discutiría con Pas ni con usted sobre el valor del sol, Pátera, pero también puede ser peligroso. Si de veras quiere ver el santuario, me gustaría que pensara en la posibilidad de peregrinar al atardecer, cuando baja el sol. ¿Te acuerdas de la última vez, Coipo?

El marido asintió.

— Habíamos ido el verano anterior, Pátera. Disfrutamos de la caminata y, como desde el santuario hay una vista magnífica, este año decidimos hacerlo de nuevo. Cuando al fin nos pusimos en marcha ya maduraban los higos, pero no hacía tanto calor como ahora.

— Ni por mucho menos -intervino Antrisca.

— Así que allá fuimos, y empezó a hacer cada vez más calor. Cuéntale tú, cariño.

— Él se salió del camino -dijo Antrisca-. «La Vía de los Peregrinos», o como lo llamen. Yo veía delante las dos piedras siguientes, pero él se estaba desviando hacia la derecha, hacia… no sé cómo lo llaman. Ese vallecito entre dos lomas.

— ¿Garganta? -sugirió Seda.

— Sí, eso. La garganta. Y yo dije: «¿Adónde vas? No es por ahí». Y él dijo: «Ven, ven, que si no no llegaremos nunca». Así que corrí tras él y lo alcancé.

En un año más tendrían un hijo, pensó Seda. Se los imaginó a los tres cenando en un patiecito, hablando y riendo. Aunque Antrisca no era ni tan guapa ni tan encantadora como Jacinta, se descubrió envidiando a Coipo de todo corazón.

— Y se acababa. La garganta. Terminaba justo en una pendiente demasiado empinada para subir, y él no supo qué hacer. Al fin yo dije: «¿Dónde piensas que estamos yendo?». Y él dijo: «A casa de mi tía».

— Ya. -Seda había vaciado el vaso; se sirvió el resto de la botella.

— Tardé un buen rato en llevarlo de nuevo al sendero, pero cuando llegamos vi que se nos acercaba un hombre, un hombre que volvía del santuario. Le pedí ayuda a los gritos y él paró y me preguntó qué pasaba e hizo andar a Coipo un poco más hasta un lugar donde había sombra, y allí lo hicimos echarse.

— El calor, claro -dijo Seda.

— ¡Sí! Exacto.

Coipo asintió.

— Yo me había hecho un lío, y no sé cómo se me metió la idea de que estábamos en la ciudad, yendo a casa de mi tía. Me preguntaba qué pasaba con la calle. Por qué había cambiado tanto.

— Bueno, el caso es que el hombre aquel se quedó hasta que Coipo se sintió mejor. Dijo que así empezaban los infartos, y que lo que había que hacer era escapar del sol y echarse, y, si era posible, comer algo salado y beber agua fría. Sólo que nosotros no podíamos porque no habíamos llevado nada, y estábamos demasiado arriba para bajar al lago. Era médico.

Seda le clavó la mirada.

— ¡Dioses míos!

— ¿Qué pasa, Pátera?

— Y hay gente que no cree. -Terminó el agua.- Yo… Aun yo… que bien debería saber, si hay alguien que deba… me comporto a menudo como si no hubiera en el mundo fuerzas superiores a mi magra fuerza. Supongo que por pura fórmula tendría que preguntaros cómo se llama ese médico; pero no me hace falta. Lo sé.

— Lo he olvidado -admitió Coipo-, aunque se estuvo allí conversando un par de horas, calculo.

Antrisca dijo:

— Tenía barba y era apenas más alto que yo.

— Se llama Grulla -les dijo Seda, y le hizo una seña al camarero.

Antrisca asintió.

— Cierto. ¿Es amigo suyo, Pátera?

— No exactamente. Conocido. ¿Queréis más, vosotros? Yo voy a pedir otra.

Dijeron que sí, y Seda le habló al camarero.

— Yo pago todo. Las primeras bebidas y éstas también.

— Si quiere pagar ahora, son cinco bits, Pátera. ¿Sabe algo de ese Pátera Seda de la ciudad?

— Algo -respondió Seda-. No tanto como debería, por cierto.

— ¿Se le apareció una diosa en la Ventana? ¿Qué es, una especie de milagrero?

— Lo primero es cierto -dijo Seda-. Lo segundo no. -Se volvió hacia Coipo y Antrisca.- Dijisteis que el doctor Grulla conversó con vosotros un rato. Si no es abusar de nuestro breve trato, ¿puedo preguntaros de qué habló?

— Él es el Pátera Seda -le dijo Antrisca al camarero-. ¿No ve el pájaro?

Seda puso seis tarbits en la mesa.

Coipo dijo:

— Quiso saber si mi madre y mi padre tenían buena salud y no dejaba de palparme la piel. Y de qué había muerto mi abuela. De eso me acuerdo.

— Preguntó un montón de cosas -dijo Antrisca-. Y todo el rato me hacía abanicarlo… A Coipo, digo.

Oreb, que venía escuchando atentamente, hizo una demostración con el ala sana.

— Muy bien, pajarito. Perfecto. Sólo que yo usaba el sombrero.

— Debo conseguirme uno -murmuró Seda-. Conseguirme otro, mejor dicho. Por suerte tengo dinero suficiente.

— ¿Un sombrero? -preguntó Coipo.

— Sí. Si hasta el comisario llevaba… No importa. No conozco a ese hombre, y no quiero haceros creer lo contrario. Ya me he pasado en eso. Lo que debería decir es que antes de partir hacia el santuario quiero comprarme un sombrero de ala ancha. Sé que he visto algunos en un escaparate.

El camarero llevó tres nuevas botellas sudorosas y tres vasos limpios.

Coipo le dijo a Seda:

— Aquí la mitad de las tiendas venden. Saliendo al lago en barca se puede quemar feo.

— Incluso nadando, porque la gente sobre todo va a sentarse en las rocas. -Antrisca rió; tenía una risa atractiva que a Seda le recordó otra.- Vienen de la ciudad porque el lago es bonito y frío, y se creen que eso quieren. Pero, en cuanto se meten, la mayoría sale corriendo.

Seda asintió, sonriendo.

— Un día de éstos tendré que probar yo. ¿Recordáis otras preguntas del doctor Grulla?

— Quién construyó el santuario -dijo Coipo-. Fue el consejero Lemur, hace unos veinticinco años. Hay una placa de bronce que lo dice, pero el doctor no la habrá visto.

— Quiso saber si Coipo era de la familia. Me parece que no sabía qué es un coipo. Y si lo conocía a él, o a algún pariente, y qué edad tenían. Contó que la mayoría se habían hecho consejeros nuestros hacía más de cuarenta años, así que entonces debían de ser muy jóvenes.

— No estoy seguro de que sea cierto -le dijo Coipo a su mujer.

— Y si no sabíamos lo mal que estaban algunas de las demás ciudades, y si no pensábamos que teníamos que ayudar. Yo dije que lo primero que debíamos hacer era cerciorarnos de que en esos lugares se repartía bien la comida propia, porque muchos problemas vienen de algunos que compran grano y esperan a que suban los precios. Le dije que a mí los precios de Virón ya me resultaban bastante altos para tener que enviar arroz a Palustria.

Volvió a reírse, y Seda rió con ella mientras se guardaba en el bolsillo delantero de la túnica la botella de agua sin abrir; pero su pensamiento ya seguía el sendero de piedras blancas, la Vía de los Peregrinos que subía por los acantilados del borde del lago, desde Limna hasta el santuario de Escila -el santo lugar que habían visitado tanto el doctor Grulla como el comisario Simuliid.

Cuando casi una hora después se puso en marcha, el sol parecía un enemigo vivo, una serpiente de fuego atravesada en el cielo, poderosa, venenosa y maligna. La Vía del Peregrino reverberaba de calor, y la tercera piedra blanca, en la que se sentó para recargar la venda de Grulla, quemaba más que la tapa de una tetera puesta al fuego.

Mientras se enjugaba la frente con la manga, intentó recordar si había hecho el mismo calor dos o tres meses antes, cuando había peregrinado Simuliid, y concluyó que no. Había hecho calor; tanto, por cierto, que todo el mundo se quejaba sin cesar. Pero no tanto como ahora.

— Éste es el momento peor -le dijo a Oreb-. Es el calor máximo que tendremos en todo el día. Quizá, como sugirió Antrisca, habría sido más sensato esperar el atardecer; pero se supone que a esa hora nos encontraremos a cenar con Alca. Consolémonos con la idea de que si podemos soportar esto (y podemos), podemos soportar lo peor, y en adelante las cosas sólo mejorarán. No es sólo que la vuelta será cuesta abajo; también estará más fresco.

Oreb chasqueó nerviosamente el pico, pero no dijo nada.

— ¿Viste la cara de Coipo cuando dejé la mesa cojeando? -Seda dio un último golpe a la venda contra el costado de la piedra pintada de blanco.- Cuando le dije que tenía un tobillo roto, me dio miedo de que quisiera retenerme en Limna a la fuerza.

Levantándose, Seda reflexionó que probablemente la edad y el peso de Simuliid habían sido impedimentos tan grandes como su tobillo o mayores. ¿Había él, como Grulla, encontrado peregrinos por la senda? Y, de ser así, ¿qué les había dicho?

Y, a propósito, ¿qué les diría él, el Pátera Seda de la calle del Sol, a los que se cruzara? ¿Y qué les preguntaría? Mientras andaba, procuró pergeñar un relato razonablemente cierto que le permitiera preguntar si también ellos habían hablado alguna vez con Grulla en la Vía, y qué les había dicho Grulla, sin revelar sus propios fines.

No hubo ocasión. Aunque bien señalado (como en el Juzgado había dicho la mujer) el sendero estaba desierto, y era empinado y pedregoso, y sólo una sucesión de vistas del acerado azul del lago, cada vez más impresionantes y arriesgadas, aliviaban la soledad y el calor candente.

— Si un augur hiciera este peregrinaje todos los días de su vida -le comentó Seda a Oreb-, en toda estación y tanto si estuviese sano como enfermo, ¿no crees que al cabo, quizás en el último día de su existencia mundanal, la Encrespada Escila se alzaría del lago para revelársele? Yo sí, y si no tuviera que ocuparme del manteón (si la gente de nuestro barrio no me necesitara y lo necesitara, y si el Extraño no me hubiera ordenado salvarlo) me sentiría tentado de hacer el experimento. Aunque fracasara, uno bien puede estar viviendo una vida peor.

Oreb graznó y rezongó en respuesta, oteando a un lado y otro.

— A fin de cuentas es Escila, la hija mayor de Pas, quien nos escoge para ser augures. Cada año llega como una flotilla cargada de hombres y mujeres jóvenes… Esto te cuentan en la escola, entiendes.

Una roca con forma de maza proporcionaba un cuadrado de sombra; Seda se acuclilló al lado y se abanicó la cara chorreante con el ancho sombrero que había comprado en Limna.

— Hay quienes, arrastrados por el ideal de santidad, navegan por cierto muy cerca de Escila; y de estos ella arranca un número que no es grande ni pequeño sino el necesario para el año que corre. Otros, repelidos por los ideales augúricos de sencillez y castidad, navegan tan lejos de ella como se atreven; y también de éstos ella arranca un número que no es grande ni pequeño, sino el necesario para el año que corre. Por eso los artistas la muestran con muchos brazos largos como látigos. A mí me atrapó con uno de esos brazos. Quizá también te atrapó a ti, Oreb.

— ¡No veo!

— Yo tampoco -confesó Seda-. Ni la vi a ella. Pero sentí el tirón. ¿Sabes que me parece que tanto caminar me está haciendo bien al tobillo? Habré llegado a la etapa en que se necesita más ejercicio que descanso. Nos estamos acercando a otro mojón. ¿Tú qué dices: sacrifico el bastón de Sangre a la dama Escila?

— ¿No pegas?

— No pego, te lo juro.

— Guarda.

— ¿Porque puede encontrarlo otro y pegarte? No te preocupes. Yo me interpondré y lo tiraré lo más lejos posible.

Seda se puso en pie y se acercó al mojón; avanzó con progresiva cautela hasta llegar al borde de la roca, que se proyectaba sobre un precipicio de quinientos codos, una maraña de lajas y olas rompientes.

— ¿Qué te parece, Oreb? ¿Hacemos el sacrificio? ¿Un sacrificio sencillo a la Encrespada Escila? Seguro que Escila envió esa pareja tan simpática. Me contaron de muy buena gana quiénes eran, y algunas de las preguntas que les hizo el doctor Grulla son realmente sugestivas.

Hizo una pausa. Como un don de la diosa, una repentina ráfaga de viento fresco del lago hizo ondear la túnica negra, y secó el sudor que la empapaba.

— Alca y Chenilla, y yo también, hablamos de entregarlo a la Guardia, Oreb, después de haberle sacado el dinero; en ese momento me molestó, y desde entonces me molesta cada vez más. Antes de hacer eso casi prefiero fallarle al Extraño.

— Hombre bueno.

— Sí. -Seda bajó el bastón, descubrió que no tenía dónde apoyar la férula y dio un paso atrás.- He ahí justamente el problema. Si me tocara descubrir que un conocido mío ha ido a una ciudad extranjera a espiar para Virón, lo consideraría valiente y patriota. Está claro que el doctor Grulla es un espía de otra ciudad, su hogar, ya sea Ur, Urbs, Trivigaunte, Sedes o Palustria. Y bueno, ¿no es él también valiente y patriota?

— ¿Caminas ya?

— Tienes razón, supongo. Deberíamos ir a lo nuestro.- Seda permaneció donde estaba, sin embargo, mirando el lago.- Podría decir, supongo, que si Escila me aceptara el sacrificio… o sea, si este bastón cayera al agua, sería correcto dejar a Grulla libre una vez que se hubiera salvado el manteón; tendríamos que irnos de Virón, claro; pero no lo entregaríamos a la Guardia con todas nuestras pruebas. No lo arrimaríamos a la Langosta, como diría Alca. -Con la punta del bastón dio un golpecito en la roca.- Pero sería pura superstición, indigna de un augur. Nos hace falta un sacrificio común, preferiblemente en ésciles, con observación estricta de las formas, ante una Ventana Sagrada.

— ¡No cortas!

— A ti no. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Un chivo o lo que sea. ¿Sabes, Oreb?, realmente existe, o existió, una ciencia de la hidromancia, por la cual el augur oficiante lee la voluntad de Escila en la forma de las olas. Se lo sugerí a la mujer del Juzgado por pura casualidad (probablemente se me ocurrió porque antes de entrar había visto el lago), pero no me sorprendería que eso haya tenido en mente el consejero Lemur cuando construyó el santuario allí donde vamos. Se practicó hasta hace unos cien años; es decir que cuando se construyó el altar aún debía de haber miles de personas que la recordaban. Tal vez el consejero Lemur esperaba revivirla.

El pájaro no respondió. Durante dos o tres minutos más Seda siguió contemplando las rizadas aguas que tenía debajo, antes de volver la atención al escabroso acantilado de la derecha.

— Mira, se ve el santuario. -Señaló con el bastón.- Me parece que en realidad moldearon las columnas que sostienen la cúpula como si fueran los brazos de Escila. ¿Ves qué ondulantes son?

— Hombre allí.

En la penumbra azulada, una silueta se movió de un lado a otro bajo la etérea concha de calcedonia de Escila; arrodillándose (eso era de presumir), acabó por desvanecerse.

— Muy cierto -le dijo Seda al pájaro-, hay alguien. Ha de haber marchado delante de nosotros todo este tiempo. Me gustaría darle alcance. -Tras contemplar un rato más la pureza sobrenatural del lejano santuario, dio media vuelta.- Supongo que lo encontraremos en el sendero. Pero, si no es así, quizá deberíamos esperar a que termine sus devociones. Bien, ¿qué dices del bastón? ¿Vuelvo y lo arrojo?

— No tires. -Oreb desplegó las alas como dispuesto a volar.- Guarda.

— De acuerdo. Imagino que para el regreso la pierna puede haber empeorado, así que probablemente tengas razón.

— Seda pelea.

— ¿Con esto, Oreb? -Revoleó el bastón.- Tengo el azot de Jacinta y su pequeño lanzagujas; cualquiera de los dos será más eficaz.

— ¡Pelea! -repitió el grajo de noche.

— ¿Pelear con quién? Aquí no hay nadie.

Oreb silbó; una nota baja seguida de otra levemente más aguda.

— ¿Eso significa «Quién sabe» en el idioma de los pájaros? Pues la verdad que yo no sé. Y si me lo preguntas, Oreb, tú tampoco. Me alegro de haber venido con las armas, porque si las tengo yo no podrá encontrarlas el Pátera Gulo, y estaría dispuesto a apostar que a estas alturas me ha revisado la habitación; pero si en vez de Jacinta fueran mías, me inclinaría a lanzárselas a la diosa detrás del bastón. Entonces Gulo no las encontraría.

— ¿Hombre malo?

— Sí, creo que sí. -Seda retornó a la Vía de los Peregrinos. Estoy adivinando; claro. Pero si debo adivinar, y parece que debo, barrunto que es de la clase de nombres que se creen buenos, y ésos son con mucho los más peligrosos que existen.

— Atención.

— Lo intentaré -prometió Seda, aunque no supo si el pájaro se refería al Pátera Gulo o al sendero, que en aquel tramo serpenteaba al borde del acantilado-. Así pues -si no me equivoco, este Pátera Gulo es el reverso exacto de Alca, que es un hombre bueno que se cree malo. Descuento que lo has notado.

— Descuenta.

— Estaba seguro. Alca ha ayudado de una docena de formas diferentes, sin contar siquiera la ajorca de diamantes. Al Pátera Gulo eso lo escandalizó mucho, lo mismo que el brazalete que le dio otro ladrón. No me imagino que habría hecho, o dicho, de haber encontrado el azot.

— Hombre va.

— ¿El Pátera Gulo, dices? Vaya, me gustaría tener algún modo de conseguirlo, de veras; pero de momento no está a mi alcance.

— Hombre va -repitió Oreb, terco-. No reza.

— Que ya ha salido del santuario, ¿eso quieres decir? -Seda señaló con el bastón.- No puede haberse ido, a menos que haya saltado. Yo no lo he visto salir, y desde aquí se ve toda la situación.

Para gran sorpresa de Seda, Oreb despegó de su hombro y, antes de posarse de nuevo, se las arregló para remontarse medio cuerpo por encima de él.

— No veo.

— Estoy completamente dispuesto a creer que desde aquí no puedes verlo -le dijo Seda-. Pero igual tiene que estar allí. Es posible que bajo el santuario haya una capilla cavada en la roca. Más arriba el sendero gira de nuevo hacia adentro, pero aun así en media hora o menos deberíamos descubrirlo.