4
El Prochain Ami
Seda se levantó en el mayor silencio posible, con el recuerdo irresistible de su anterior fracaso en sorprender a Mosqueta y Chenilla. Dejando el bastón de Sangre junto a la silla, cruzó la sala hasta la puerta de la calle del Sol, quitó la pesada barra de su sostén y, sujetándola en la mano izquierda para usarla como arma si hacía falta, abrió de un tirón.
El alto hombre de túnica negra que esperaba más allá del escalón no pareció sorprenderse en absoluto.
— ¿Lo importuna mi presencia, Pátera? -preguntó con una voz nasal y reverberante-. Me he esforzado por ser discreto y… ejem… respetuoso. ¿Me sigue? Tal vez sin gran habilidad. Ya había llegado a la puerta cuando oí la… ejem… voz de la dama.
Seda apoyó la barra en la pared.
— Sé que es un tanto irregular, Su Eminencia.
— ¡Oh, no, no, no! Estoy seguro de que hay razones, Pátera. -El hombre de túnica negra se dobló en dos por la cintura.- Buenas noches, estimado. -Benefició a Seda con una sonrisa que fulguró aun en la luz titilante de las tierras del cielo.- Me cuidé mucho de mantenerme fuera de la… ejem… zona de escucha, Pátera. ¿De audibilidad? De alcance del oído. Fuera del… ejem… arco de la voz de la dama. Oía voces, le confieso, salvo cuando pasaba algún carro, no sé si me hago entender. Pero ni una palabra que dijeran ustedes. No distinguía nada, ¿sí? -Volvió a sonreír.- ¡La Dulce Escila sea testigo!
Seda salió del manso para pararse en el umbral.
— Lamento en extremo haber sido tan brusco, Su Eminencia. Oímos… Debería decir que nos han dado aviso…
— Perfectamente justo, Pátera. -Una mano aleteó desestimando la excusa.- Muy, muy correcto.
— … de que había alguien fuera, pero no quién… -Seda respiró hondo.- Han de traerlo asuntos muy urgentes; de lo contrario no habría venido tan tarde, Su Eminencia. ¿Quiere pasar?
Mantuvo la puerta abierta y, cuando el hombre de túnica negra hubo entrado, la trancó.
— Me temo que ésta es nuestra sellaria. La mejor habitación que tenemos. Puedo ofrecerle agua y… y plátanos, si le apetecen. -Recordó que aún no había explorado la bolsa de Kit.- Quizás alguna otra fruta.
El hombre de túnica negra descartó la fruta con un gesto.
— Estaba usted aconsejando a la joven dama, ¿verdad, Pátera? Espero que no confesándola. Al menos no todavía, si bien no entendí una palabra. Pero, habiéndolo dispensado yo mismo tantas, tantas veces, reconocería la… ejem… cadencia del Perdón de Pas. La letanía de los Nombres Sagrados, ¿sí? Hablo aquí del Gran Pas, de la Divina Equidna, de la Hirviente Escila y los demás. Y no oí nada parecido. Nada en absoluto.
Chenilla, que había seguido a Seda hasta la puerta y esperado detrás de él en el umbral, preguntó:
— ¿Usted también es augur, Pátera?
El hombre de túnica negra se inclinó una vez más y expuso la cruz hueca que llevaba. En la lúgubre y exigua sellaria la cadena de oro relució como el mismísimo Sendero Áureo.
— En efecto, querida. Un augur muy, muy capaz de ser discreto, o no habría llegado donde estoy ahora. Así pues, nada tienes que temer, ni que haya oído una sola palabra que dijeras.
— Estoy convencida de que puedo confiar implícitamente en usted, Pátera. Iba a decirle que es probable que el Pátera Seda y yo tengamos todavía para un buen rato. Puedo irme a otra parte y volver dentro de una o dos horas… El tiempo que usted estime necesario.
Seda la miraba atónito.
— ¿Una dama como tú, querida? ¿En este barrio? Ni… ejem… ni oír hablar de cosa semejante. ¡Ni un segundo! Pero tal vez pueda hablar un momento con el Pátera ahora, ¿sí? Luego me marcharé.
— Por supuesto -dijo Chenilla-. Le pido que no me tome en cuenta en absoluto, Su Eminencia.
El hombre le llevaba a Seda más de una cabeza (aunque Seda era casi tan alto como Alca) y por lo menos quince años. Un pelo fino y color carbón se le derramaba en la frente; al hablar ladeaba la cabeza para apartárselo de los ojos.
— Es usted el Pátera Seda, ¿verdad? No creo haber tenido… ejem… el placer, Pátera. Soy un perfecto extraño, ¿eh? O poco menos. Tan poco que no importa. Ojalá no fuera así. Ojalá… ejem… nos encontráramos como viejos conocidos. Aunque una vez lo perjudiqué, ¿sí? Hace un par de años. Lo admito. Lo reconozco. Ni dudarlo, pero tenía que hacer lo mejor para el Capítulo, ¿eh? Al fin y al cabo el Capítulo es nuestra madre, y es más grande que cualquier hombre. Soy Rémora.
Volvió la sonrisa hacia Chenilla.
— Acaso esta joven belleza prefiera mantener un… ejem… discreto anonimato, ¿eh? Sería lo más prudente, ¿sí? Lo que ella prefiera no será tomado como una ofensa.
Chenilla asintió.
— Si no se opone, Pátera.
— No, no, claro que no. -Rémora agitó la mano con negligencia.- Claro que no. Vaya, si… ejem… me lo aconsejo yo mismo.
Seda dijo:
— Usted asistió a mi graduación, Su Eminencia. Estaba en la tarima, a la derecha del prelado. No espero que me recuerde.
— ¡Ah, no, pero sí lo recuerdo! ¡Lo recuerdo! ¿No quiere usted sentarse? Yo sí. Al fin recibió usted honores, ¿eh? Nunca olvido a los muchachos que los reciben. Era usted uno de los cachorros más fornidos que la casa podía mostrar ese año. Recuerdo habérselo comentado a Quetzal… El prolocutor, querido mío, y debería haber dicho Su Cognescencia. Haberle comentado después que usted debería haber entrado en la arena, ¿sí? De modo que… ejem… allí lo enviamos. ¡Pero claro que sí! Una mera broma, a buen seguro. El responsable fui… ejem… yo. Culpa mía, totalmente. Que fuera usted enviado aquí, quiero decir. A este barrio, a este manteón. Lo sugerí yo. -Con una mirada de reojo a los restos de la mesita que Mosqueta había aplastado, Rémora bajó su desgarbado cuerpo a la silla de lectura de Seda.- Lo recomendé yo… siéntese, Pátera… y el querido Quetzal estuvo del todo de acuerdo.
— Gracias, Su Eminencia. -Seda se sentó.- Muchas gracias. No podría haber ido a un lugar mejor.
— Vamos, no lo dice en serio. Y yo no puedo culparlo. Ni un poco, ¿eh? Ni un poco. Lo ha pasado usted muy mal. Yo… ejem… Quetzal y yo lo sabemos. Nos damos cuenta. Pero el pobre… ejem… su predecesor. ¿Cómo se llamaba?
— Perca, Su Eminencia. Pátera Perca.
— Correctísimo. Pátera Perca. ¿Qué habría pasado si le hubiéramos enviado al pobre y anciano Pátera Perca uno de esos débiles muchachos? ¿En este barrio? ¡Lo habrían matado al primer día y se lo habrían comido! Ahora usted lo sabe, Pátera, y yo lo sabía en aquel momento. Por eso le sugerí a Quetzal que lo enviáramos a usted, y él vio en seguida que era lógico. Y aquí está usted ahora, ¿eh? Solo. Ya que el Pátera Perca ha partido hacia… ejem… ¿climas más puros? Y ha hecho usted un trabajo magnífico, Pátera. Un trabajo… ejem… excepcional. No creo estar exagerando.
Seda se forzó a hablar.
— Me gustaría estar de acuerdo, Su Eminencia. -Las palabras le salían una a una y muy espaciadas, como pesados mojones.- Pero este manteón ha sido vendido. Usted tiene que saber algo al respecto. No podíamos pagar ni los impuestos. El municipio se quedó con la propiedad; supongo que se habrá notificado al Capítulo, aunque a mí no me notificó nadie. Con toda seguridad el nuevo dueño cerrará el manteón y la palestra, y acaso los demuela a los dos.
— Ha hecho un esfuerzo tremendo -le dijo Rémora a Chenilla-. Tú no vives en este barrio, ¿eh? Así que no puedes saberlo. Pero lo ha hecho, lo ha hecho.
Seda dijo:
— Gracias, Su Eminencia. Es muy amable. Con todo, ojalá su amabilidad no hiciera falta. Ojalá hubiera hecho de este manteón un éxito, por así decirlo. El agradecimiento por destinarme aquí no fue mera diplomacia. No siento verdadero amor por el lugar, por estos edificios abarrotados y destartalados, todo eso, pero antes trataba de convencerme de que sí. En cambio la gente… Tenemos aquí mucha gente mala. Eso dice todo el mundo, y es cierto. Pero los buenos han sido probados a fuego y buenos siguieron siendo pese a todo lo que el mundo pudo arrojarles, y no hay nada en el mundo como ellos. Y hasta los malos, usted se sorprendería…
En ese momento Oreb aleteó hasta la falda de Chenilla con el cuchillo de Mosqueta en el pico.
— ¡Vaya! ¡Extraordinario! ¿Qué es esto?
— Oreb se ha dislocado un ala -explicó Seda-. Fue un accidente, Su Eminencia. Ayer un médico le puso el hueso en su sitio pero todavía no se ha curado.
Rémora apartó con un gesto las penurias de Oreb.
— Pero la daga, ¿eh? ¿Es tuya, querida?
Chenilla asintió sin rastro de sonrisa.
— La arrojé para ilustrarle al Pátera Seda algo que le estaba contando, Su Eminencia. Ahora Oreb me la devuelve gentilmente. Creo que le gusto.
Oreb silbó.
— ¿Tú la arrojaste? No querría… ejem… no pretendo parecer escéptico, querida…
Como un latigazo, Chenilla soltó la mano hacia la vitrina, y el panel que había encima resonó como un timbal. Con la hoja medio hundida en el cedro, el cuchillo de Mosqueta ni siquiera vibraba.
— ¡Oh! ¡Dioses míos! -Levantándose, Rémora fue a examinar el cuchillo.- Bien, nunca… Realmente, es de lo más… ejem… de lo más… -Asió la empuñadura e intentó retirar el cuchillo, pero tuvo que hacer fuerza para removerlo.- Aquí hay una sola raja, un… ejem… un solo agujero en la madera.
— Pensé que el Pátera Seda preferiría que le marcara la pared lo menos posible -le dijo Chenilla, recatada.
— ¡Ya! -Habiendo logrado sacar el cuchillo, Rémora soltó un gruñido triunfal; lo devolvió con una profunda reverencia.- Tu arma, querida. Sabía que este barrio tiene fama de… ejem… ¿rudo? Duro. Sin ley. Y me he fijado en la mesa rota. Pero no me había dado cuenta… Pátera, nuestra… ejem… admiración por usted ya era grande. Pero ahora… ejem… ahora la mía, vaya… -Se sentó de nuevo.- Eso iba a comentarle, Pátera. Posiblemente se imagine usted que nosotros… ejem… Quetzal y yo…
Volvió su atención hacia Chenilla.
— Como sabe este buen augur, soy… ejem… le prochain ami de Su Cognescencia. No dudo de que estés ya familiarizada con la… ejem… expresión. Su adjunto, como dicen en la guardia. Su coadjutor, ¿eh? Tal es la fraseología oficial de forma, el uso más correcto. Y estaba a punto de decir que venimos siguiendo el desempeño del Pátera con atención y admiración crecientes. Ha tenido grandes dificultades. ¡Por cierto que sí! Se ha encontrado con obstáculos, ¿eh? Este manteón pobre, pero dilecto de los dioses inmortales, no ha sido un campo fácil de arar… ejem… una dócil llanura.
Chenilla asintió.
— Así lo entiendo, Su Eminencia.
— Habría debido acudir a nosotros en busca de… ejem… asistencia, ¿sí? Debería haber apelado franca y directamente a Su Cognescencia y a mí. Exponer su caso ante nosotros, si vale la expresión. ¿Me sigues? Pero más nos cabía a nosotros, ¿eh? Más aún, nosotros deberíamos haber ofrecido ayuda sin necesidad de nada de eso. ¡Vaya si no! Ofrecer la pronta ayuda del Capítulo, y… ejem… más. Mucho más. Y mucho antes.
— No conseguí entrevistarme con usted -explicó Seda con cierta sequedad-. Su protonotario me informó amablemente que tenía usted toda la atención absorbida por una crisis.
Rémora resolló.
— Sin duda, Pátera. Con frecuencia parece que mi única labor… ejem… que mi entero deber consistiera en vérmelas con un torrente inagotable… ejem… trepidante y… ejem… despiadado de crisis cada vez peores.
Hubo al oeste un rugido de turbinas, cada vez más fuerte a medida que una flotadora armada de la guardia civil pasaba por la calle del Sol. Rémora se detuvo a escuchar.
— Como comprenderá, Pátera, nuestra… ejem… política invariable con los augures jóvenes consiste en… ejem… permitirles que prueben las alas. Observarlos volar a distancia, por ponerlo así. Expulsarlos rudamente del nido, si se me permite decirlo. ¿Me sigue usted? Es un examen que usted ha pasado con… ejem… crédito notable.
Seda inclinó la cabeza.
— Es una satisfacción, Su Eminencia, aunque soy bien consciente de que no merezco semejante elogio. Quizás ésta sea mi mejor oportunidad, no obstante, de referirle… no oficialmente, claro… el gran honor de que nuestro atribulado manteón ha sido objeto hoy por parte de…
— ¿Atribulado ha dicho, Pátera? ¿Este manteón? -Rémora desdeñó las dificultades con una sonrisa. -Como dice usted, ha sido… ejem… vendido… Pero la venta es apenas una cuestión legal, ¿eh? ¿Me sigue? En verdad, una argucia o… ejem… estratagema del viejo Quetzal. El nuevo propietario… eh… Se llama… Se llama…
— Sangre -dijo Seda.
— No, no es ése el nombre. Es más común, ¿sí?
Chenilla murmuró:
— ¿Mosqueta?
— Correcto. Exacto. Mosqueta, claro. Un nombre algo atolondrado, ¿no? Si se puede decir así. Como regla, los niños no huelen… ejem… ni la mitad de bien. Pero este Mosqueta ha pagado los impuestos. Así obtuvo la propiedad. ¿Me sigue? Por los impuestos y una insignificante suma más. Estas construcciones necesitan una… ejem… restauración, ¿no? Tal como usted mismo ha señalado, Pátera. Dejaremos que lo haga él, ¿sí? ¿Por qué no? Que corra él con los gastos, y no el talego, ¿eh? Al cabo nos volverá a donar todo. Lo devolverá todo al Capítulo, ¿eh? Una acción de mérito.
Chenilla sacudió la cabeza.
— Lo dudo…
— Tenemos nuestras vías, querida, ya verás. Muy particularmente las tiene el viejo y querido Quetzal.
Es muy bueno en estas cuestiones. Hablo de su… ejem… autoridad como prolocutor del Capítulo. Y su influencia en el Ayuntamiento, ¿eh? Aún tiene allí abundante… ejem… apoyo, no lo dudes un segundo. Un arsenal de presiones que… ejem… puede ejercer, y ejercerá en eventualidades tales como… ejem… el caso presente. Como este caso aquí en la calle del Sol, Pátera.
Seda dijo:
— Mosqueta es sólo el dueño nominal, Su Eminencia. La propiedad la controla Sangre, y Sangre amenaza con demoler todo.
— No importa. No importa. Ya verá, Pátera. -La sonrisa de Rémora destelló una vez más.- No va a ocurrir… Ejem… Ya pasará. No tema. No tema en absoluto. Y, si ocurre, se reemplazarán los viejos edificios por otros mejores. Eso sería lo mejor, ¿eh? Reconstruir en un estilo más cuidado y en escala… ejem… más espaciosa. He de acordarme de mencionárselo mañana a Quetzal cuando haya tomado su caldo de carne.
Rémora inclinó la cabeza hacia Chenilla.
— Le encanta el caldo de carne, al viejo Quetzal. Sin duda el Pátera lo sabe. Esas cosas se rumorean por ahí, ¿sabes?, entre nosotros. Como si fuéramos una panda de… ejem… fregonas, ¿eh? Chismes, chismes. Pero el querido Quetzal tendría que comer más, ¿verdad? Siempre lo persigo con eso. Nadie puede vivir de caldo de carne y aire, ¿eh? Y sin embargo Quetzal sí. Débil, claro.
Echó una mirada al reloj que había sobre el diminuto hogar de la sellaria.
— Lo que… ejem… hizo que me aventurara a salir, Pátera Seda… era informarle… Ya ves, querida mía, soy muy egoísta… Sí, aun tras haber aplicado una vida a la búsqueda de… ejem… la santidad. Quería informarle en persona. Pátera, ya no se esforzará usted solo. Ya se lo había anunciado, ¿eh? Le había asegurado que sus empeños no han pasado inadvertidos. Pero ahora puedo decir más, como… ejem… con toda certeza diré. Y digo. Un acólito, un augur pleno de juventud que sólo esta última primavera acabó sus estudios con honores… mmm. Como usted, Pátera. De esto tengo… ejem… tenemos completa conciencia. Con un premio, iba a decir, en hierología. Llegará mañana por la mañana. Conocerá usted la dicha de conducir a este promisorio neófito por las sendas que usted mismo transitó con tanto crédito. Tiene aquí arriba, creo, dos habitaciones, ¿sí? Por favor, haga preparar la menos… ejem… ventajosa para recibir al Pátera Gulo.
Rémora se puso de pie y extendió la mano.
— Ha sido un gran placer, Pátera. Un placer y un honor muy, muy postergado. Y negado. Autonegado, por cierto, y la autonegación debe tener un límite, ¿eh?
Seda se levantó, con la ayuda del bastón de Sangre, y se dieron solemnemente la mano.
— Querida, siento haber interrumpido tu entrevista con nuestro… ejem… guía espiritual. Con este joven y devoto augur. Mis más sinceras excusas. Nuestro pequeño téte-a-téte no te habrá interesado mucho. Con todo…
— ¡Pero si fue muy interesante!
— Con todo al menos fue breve. Ejem… sucinto. Y ahora ten mi bendición, cualesquiera que sean tus aflicciones. -Rémora trazó en el aire el signo de adición.- Bendita seas en el santísimo nombre de Pas, Padre de los Dioses, en el de la Graciosa Equidna, su consorte, en los de sus hijos e hijas por igual, en este día y para siempre, en el nombre de la hija mayor de ambos, Escila, patrona de ésta, nuestra santa ciudad de Virón.
— El nuevo dueño -informó Seda a Rémora con cierta urgencia- insiste en que cualquier dinero que exceda los gastos de funcionamiento del manteón le sea transferido a él. A la luz de lo que se dejó traslucir hoy en los sacrificios… Es difícil que Su Eminencia no esté al corriente…
En la tarea de quitar la pesada barra, Rémora gruñó.
— Tiene aquí mucho que debe ser reparado, Pátera. O cambiado. O… ejem… incorporado. Detalles que ese Mosqueta no se… mmm… esforzará por remozar, ¿eh? Su propio… ejem… guardarropas. Sería un buen comienzo. Mucho… mmm… podría hacerlo usted. Muchas cosas. Del resto, lleva usted sus propias cuentas, ¿me equivoco? Sin duda descubrirá numerosos usos buenos para ese… presunto excedente. Y creo que ha pedido prestadas diversas sumas. Así se me ha dado… ejem… se nos ha dado a entender a Su Cognescencia y a mí.
La puerta se cerró tras él con un chasquido.
— Hombre malo -silbó Oreb.
Chenilla alargó el brazo y el pájaro saltó a posarse sobre él.
— En realidad no, Oreb. Sólo un hombre perdidamente enamorado de su inteligencia. -Una leve sonrisa le jugueteó en las comisuras de la boca mientras le hablaba a Seda:- Todo esto por una sola manifestación de una diosa apenas menor. Que ni siquiera figura entre los Nueve… ¿O en el manteón usted no dijo algo parecido? Creo recordarlo.
Seda puso la barra en su sitio y se volvió a replicar, pero ella levantó una mano.
— Ya sé qué piensa decir, Pátera. No lo diga. Me llamo Chenilla. Eso tiene que ir por descontado, en esto no hay debate ni matices. Tiene que llamarme Chenilla aun cuando estemos solos. Y tiene que tratarme como Chenilla.
— Pero…
— Porque soy Chenilla. Usted no comprende estas cosas del todo, por mucho que haya estudiado. Venga, siéntese. Sé que le duele la pierna.
Seda se desplomó en su silla.
— Usted quería decir algo más… No eso, que en realidad no es cierto. ¿Qué era?
— Me temo que podría ofenderte, pero no es ésa mi intención. -Titubeante, tragó saliva.- Chenilla… En distintos momentos hablas de maneras muy diferentes. Ayer, en La Orquídea, hablabas como una chica que creció en la calle, que no sabe leer pero ha recogido de gente más educada unas cuantas frases y cierto sentido de la gramática. Esta noche, antes de que viniera Su Eminencia, usaste buena cantidad de la jerga de los ladrones, como la de Alca. En cuanto llegó Su Eminencia, te transformaste en una joven instruida y cultivada.
A ella se le ensanchó la sonrisa.
— ¿Quiere que justifique mi manera de hablar, Pátera? Demanda impropia de un caballero, mucho menos de un hombre de hábitos.
Guardando silencio por un momento, Seda se acarició la mejilla. Oreb saltó del brazo de Chenilla al hombro, y luego a la estropeada mesa de la biblioteca, junto a la silla de Seda.
Al cabo Seda dijo:
— Si le hubieras hablado a Su Eminencia como me hablaste a mí, habría supuesto que te había alquilado por la noche o algo así. Para ahorrarme el embarazo, no delataste tu verdadera naturaleza. Ojalá supiera cómo agradecerte, Chenilla.
— Pronuncia mi nombre como si fuera una mentira cortés. Le aseguro que es cierto.
Seda preguntó:
— Pero si yo usara otro nombre (los dos sabemos cuál), ¿no sería cierto también?
— En realidad no. Mucho menos de lo que usted cree, y causaría dificultades interminables.
— Esta noche estás mucho más hermosa que ayer en La Orquídea. ¿Puedo decirlo?
Ella asintió.
— Ayer no me esforzaba. O no mucho. Los hombres creen que es simple cuestión de un buen cuerpo y maquillaje. Pero mucho consiste en… ciertas cosas que una hace. Los ojos y los labios. Cómo se mueve. Los gestos justos. Tú también lo haces sin darte cuenta, Seda. Me gusta mirarte. Cuando no sabes que te estoy mirando. -Bostezando, se estiró tanto que dio la impresión de que sus pechos plenos iban a reventar el vestido.- Toma. Esto ya no fue tan hermoso, ¿verdad? Aunque a él le gustaba que bostezara, y me besaba la mano. A veces lo hacía sólo para darle el gusto. Qué delicia. Seda, necesito un lugar donde pasar la noche. Me encanta tu nombre, Seda. Hace horas que quería decirlo. La mayoría de los nombres son bastante feos. ¿Me ayudarás?
— Desde luego -dijo él-. Soy tu esclavo.
— Chenilla.
Él volvió a tragar saliva.
— Te ayudaré todo lo que pueda, Chenilla. Aquí no puedes dormir, pero estoy seguro de que encontraremos algo mejor.
De golpe ella fue de nuevo la mujer que él había conocido en La Orquídea.
— Tenemos que hablar de eso, pero antes hay otras cosas. ¿Comprendes por qué vino ese hombre espantoso? ¿Por qué te imponen un acólito? ¿Por qué ese hombre atroz y su prolocutor van a intentar recuperar tu manteón de manos de Sangre?
Seda asintió lúgubremente.
— Admito que a veces soy ingenuo; pero no tanto. En un momento estuve a punto de sugerirle que se quitara la máscara.
— Se habría puesto desagradable, estoy segura.
— Yo también lo soy. -Seda inspiró hondo y exhaló con una mezcla de alivio y disgusto.- A ese acólito lo mandan para vigilarme. Me gustaría descubrir cómo ha pasado el verano.
— ¿Crees que puede ser un protegido de Rémora? ¿Algo de esa especie?
Seda asintió.
— Probablemente ha sido asistente de su protonotario. No es el protonotario mismo, porque lo conozco y no se llama Gulo. Si consigo hablar con otros augures del mismo curso, quizá ellos puedan decírmelo.
— O sea que te propones espiar al espía. -Chenilla sonrió.- Al menos tu manteón está a salvo.
— Lo dudo. Primero, no tengo gran confianza en la capacidad de Su Cognescencia para manipular a Sangre. En todo caso, menos que la que tiene o dice tener Su Eminencia. Todo el mundo sabe que el Capítulo ya no influye en el Ayuntamiento como influyó en otras épocas, aunque la teofanía de la Dama Kypris pueda ser una ayuda considerable. Y…
— ¿Sí? ¿Qué más? -Chenilla acariciaba el lomo de Oreb. Estirando el cuello, el pájaro frotó el pico carmesí contra el brazo de ella.
— Segundo, si logran manipular a Sangre yo no duraré mucho aquí. Me transferirán, lo más probable a un cargo administrativo, y se hará cargo de todo el tal Pátera Gulo.
— Vaya. Me enorgulleces. -Chenilla seguía acariciando al pájaro.- ¿Entonces aún te interesa mi sugerencia?
— ¿Espiar en Virón? -Seda aferró el bastón con ambas manos, como si quisiera quebrarlo.- ¡No! No salvo que tú me lo ordenes. Y, Chenilla… ¿De verdad eres Chenilla? ¿Ahora?
Ella asintió, seria.
— Entonces, Chenilla, tampoco puedo permitir que sigas haciéndolo tú. Dejando a un lado las cuestiones de lealtad, no puedo dejar que arriesgues la vida.
— Te has enfadado. No te culpo, Seda. Aunque es mejor ser frío. Él… Tú lo llamas Pas. Alguien dijo una vez que vivía constantemente en una furia fría.
No constantemente, Seda. -Se pasó la lengua por los labios.- No era cierto. Pero era casi cierto. Y llegó a gobernar todo… el mundo. Nuestro mundo, más grande que éste. Muy rápido. En unos pocos años. Nadie lo podía creer.
Seda dijo:
— Me parece que las furias frías no son mi especialidad, pero lo intentaré. Iba a preguntarte qué sucederá si tenemos éxito. Supón que obtenemos del doctor Grulla veintiséis mil tarjetas para entregarle a Sangre. Dudo que sea posible, pero supongámoslo. ¿A quién le hará bien, excepto a Sangre?
Seda calló un momento, la cara entre las manos.
— Yo quisiera hacerle bien a Sangre, claro, como quisiera hacerles bien a todos. Incluso si me metí en su casa para obligarlo a que me devolviera el manteón, en parte lo hice por evitar que se manchara más el espíritu usando la propiedad para malos fines. Pero conseguirle dinero que no necesita no le hará ningún bien, y hasta podría hacerle daño.
Oreb saltó al hombro de Seda, que lo miró sobresaltado; en esto, Oreb le atrapó un mechón del pelo revuelto y se puso a tironear.
— Él sabe cómo te sientes -dijo Chenilla en voz baja-. Si pudiera, le gustaría hacerte reír.
— Es un buen pájaro… Un muy buen pájaro. No es la primera vez que se me acerca por su cuenta.
— Te lo llevarías contigo, ¿no? Aunque te enviaran a ese cargo administrativo. ¿No está contra las normas que un augur tenga mascotas?
— No. Está permitido.
— Pues ni siquiera entonces se perdería todo. -Poniéndose de pie, la muchacha se deslizó detrás de la silla de él.- Yo también… podría darte un poquito de consuelo. Ahora mismo, Seda. Si tú lo deseas.
— No -repitió él.
La pequeña sellaría volvió a colmarse de silencio. Al cabo de dos minutos o más, Seda añadió:
— De todos modos, gracias. Muchas gracias. Lo que has dicho no debería hacerme sentir mejor; y sin embargo lo hace, y te estaré siempre agradecido.
— Me aprovecharé de tu gratitud, sabes.
Él asintió sobriamente.
— Espero que sea así. Quiero que sea así.
— A ti no te gustan las chicas como yo.
— No es eso. -Él hizo una pausa para reflexionar.-No me gusta lo que hacéis, el tipo de cosas que pasan cada noche en La Orquídea, porque sé que a todos los involucrados les hacen más mal que bien, y al cabo nos dañan a todos. Ni tú, ni Amapola ni las demás me disgustáis. Hasta Orquídea me gusta, y todos los dioses -él habría parado, pero ya era tarde- saben que esta tarde tuve pena por ella.
Chenilla rió blandamente.
— No todos los dioses saben. Seda… Lo sabe uno. Dos. Tú piensas que porque nos tienen a nosotras esos hombres no se casan. La mayoría ya están casados, y no deberían.
Seda asintió, renuente.
— Tú has visto lo jóvenes que somos casi todas. ¿Qué crees que nos pasa?
— Nunca me he puesto a pensarlo. -Quería decir que probablemente muchas murieran como Orpina; pero a Orpina la había apuñalado ella.
— Crees que nos volvemos todas Orquídeas, o usamos demasiado óxido y morimos entre convulsiones. La mayoría se casa, nada más. No me crees, pero es la verdad. Nos casamos con algún fulano que pide siempre por nosotras, Seda.
Le estaba acariciando el pelo. Inexplicablemente, Seda sintió que si se volvía hacia ella no la vería; que eran dedos de fantasma.
— Dijiste que no, Seda. Porque querías ver un dios. Para alguien. ¿Eso fue ayer? ¿Y ahora?
— Ahora no lo sé -admitió él.
— Te da miedo que me ría. Serás torpe. Todos los hombres son torpes, Seda. Pátera. ¿Te da miedo mi risa?
— Sí, me da miedo.
— ¿Me matarías, Seda? ¿Por miedo a que me ría? Hay hombres que lo hacen.
No respondió en seguida. Aunque tenía las manos de ella donde había tenido las de Mosqueta, sabía que no le causarían dolor. Esperó a que volviera a hablar, pero sólo oyó crepitar, a lo lejos, el fuego agonizante de la estufa de la cocina y el rápido tictac del reloj en la repisa. Por fin dijo:
— ¿Por eso hay hombres que les pegan a las mujeres, en el amor? ¿Para que no se rían?
— A veces.
— ¿Pas te pega?
Ella rió otra vez, corriente de plata. Seda no habría podido decir si de Pas o de él.
— No, Seda. Él nunca le pega a nadie. O mata… o nada.
— Pero a ti no. A ti no te ha matado. -Volvía a ser consciente de los mezclados perfumes de ella, del húmedo moho de su vestido.
— No lo sé. -El tono era serio, y él no entendió.
Con un silbido brusco, Oreb saltó del hombro de Seda a la mesa.
— ¡Ella aquí! De vuelta. -Saltó a la pantalla de la rota lámpara de lectura, y de ahí subió aleteando a lo alto de la vitrina de rarezas.- ¡Chica de hierro!
Seda asintió, se levantó, y fue cojeando hasta la puerta del jardín.
Chenilla murmuró:
— No quise decir, por cierto, que debamos espiar en Virón para Grulla. Creo que yo misma no lo haré más. Lo que sugería es que obtengamos de Grulla el dinero. -Bostezó otra vez, tapándose la boca con una mano más grande que la de la mayoría de las mujeres.- Parece que lo tiene a montones. Al menos controla mucho. Así que ¿por qué no tomarlo? Si fueras el dueño del manteón, transferirte sería una torpeza, pienso.
Seda la miró boquiabierto.
— Bien, tú esperas que tenga un plan elaborado. Pues no. No sirvo para hacer planes, y de todos modos esta noche estoy demasiado cansada para seguir pensando. Ya que no quieres dormir conmigo, piénsalo tu. Yo también lo haré cuando me despierte.
— Chenilla…
Los nudillos de acero de la Máitera Mármol golpetearon la puerta.
— Es esa mecánica tuya, como dijo Oreb. ¿Cómo es que las llaman? ¿Robotas? ¿Robotniks? Antes había muchas más.
— Quimis -susurró él mientras la Máitera Mármol volvía a golpear.
— Lo que sea. Abre la puerta, Seda, así me ve.
Él abrió la puerta, y la Máitera Mármol contempló a la alta Chenilla de pelo rojo con una sorpresa considerable.
— El Pátera me estaba confesando -dijo la muchacha- y ahora necesito un lugar donde pasar la noche. No creo que él me acepte aquí.
— ¿Tú…? ¡No, no! -Aunque era imposible, dio la impresión de que a la Máitera Mármol se le desorbitaban los ojos.
Seda se interpuso.
— Se me ocurrió que usted… y la Máitera Rosa y la Máitera Menta podían alojarla en el cenobio. Sé que tienen habitaciones vacías. Estaba a punto de ir a preguntarle. Parece que me hubiera leído la mente, Máitera.
— Oh, no. Yo venía a devolverle la fuente, Pátera. -La tendió.- Pero… pero…
— Me hará un favor enorme. -Aceptó la fuente-. Prometo que Chenilla no les dará problemas, y quizás usted, la Máitera Rosa y la Máitera Menta puedan aconsejarla en aspectos que para mí, que soy hombre, están fuera de mi alcance. Aunque, si la Máitera Rosa no quiere, Chenilla tendrá que dormir en otra parte, claro. Se está haciendo tarde, pero procuraré encontrar alguna familia que le abra su puerta.
La Máitera Mármol asintió mansamente.
— Voy a intentarlo, Pátera. Haré lo posible. En serio.
— Lo sé -la tranquilizó él, sonriendo.
Apoyado en la jamba con la fuente en la mano, miró a las dos mujeres alejarse lentamente por el sendero, la Máitera Mármol con su negro hábito y Chenilla con su vestido negro, tan parecidas y tan diferentes. Cuando ya llegaban casi a la puerta del cenobio, la segunda, retrasándose un poco, se volvió a agitar la mano.
Y en ese momento a Seda le pareció que el rostro que vislumbraba no era el de Chenilla, ni un rostro convencionalmente bonito, sino un rostro de una belleza pasmosa.
Liebre esperaba fuera del hangar de las flotadoras.
— Bien, está lista.
— ¿Va a volar?
Liebre se encogió de hombros. Había notado el moretón en la mandíbula de Mosqueta, pero sensatamente se había abstenido de mencionarlo.
— ¿Va a volar?-repitió Mosqueta.
— ¿Y cómo voy a saberlo? Yo de estas máquinas no sé nada.
Mosqueta, una cabeza más bajo, dio un paso adelante.
— Te lo digo por última vez. ¿Va a volar?
— Seguro. -Liebre asintió, primero con cautela, luego enérgicamente.- Seguro que sí.
— ¿Cómo carajo lo sabes, basura?
— Lo dice él. Dice que levantará un montón, y hace quince años que las construye. Algo sabrá.
Mosqueta esperó sin hablar, la cara concentrada, las manos suspendidas cerca de la cintura.
— Además tiene buena pinta. -Liebre retrocedió medio paso.- Parece de verdad. Te mostraré.
Mosqueta asintió de mala gana y señaló la puerta lateral. Liebre se precipitó a abrirla.
El hangar era demasiado nuevo para tener las verdosas luces sensibles al sonido que habían llevado consigo los primeros colonos o -también era posible- que ellos habían aprendido a fabricar solos. Velas de cera y media docena de quinqués de aceite de pescado iluminaban ahora el cavernoso interior; había un perfume tenue y denso a cera, un hedor a pescado y, dominando ambos, un olor más fuerte y cáustico a plátanos maduros. Inclinado sobre su creación, el cometero ajustaba la tensión del hilo casi invisible que conectaba las alas de diez codos.
— Me pareció oírte decir que estaba lista. Lista y acabada, dijiste.
El cometero alzó la vista. Era más bajo aún que Mosqueta; pero tenía la barba de un gris blanquecino, y las cejas raídas que señalan la penúltima estación de la vida de un nombre.
— Está lista. -Tenía una voz suave y un tanto ronca.- Estaba ultimando detalles.
— ¿La podría remontar ahora? ¿Esta noche?
El cometero asintió.
— Si hay viento.
Liebre protestó:
— Ella no vuela de noche, Mosqueta.
— Hablo de esto. ¿Volará ahora?
El cometero asintió otra vez.
— ¿Y con un conejo? ¿Soportará la carga?
— Si es pequeño sí. Hay conejos domésticos muy grandes. Uno de ésos no lo cargará. Se lo
Mosqueta asintió, ausente, y se volvió hacia Liebre.
— Ve a buscar uno de los blancos. No el más pequeño sino el que le siga.
— No hay viento.
— Uno blanco -repitió Mosqueta-. Nos vemos en la azotea. -Hizo un gesto hacia el menudo cometero.- Tu llévala, y también el cable. Todo lo que haga falta.
— Tendré que desarmarla y volver a armarla arriba. Tardaré por lo menos una hora. Tal vez más.
— Dame el cable -dijo Mosqueta-. Yo voy primero. Tú te quedas aquí y la enganchas. Yo la subo. Liebre te mostrará cómo llegar arriba.
— ¿No ha soltado los gatos?
Mosqueta negó con la cabeza, fue hasta el banco y recogió el rollo.
— Ven.
Afuera la noche era caliente y quieta. Al otro lado del muro, en el bosque, no se movía una hoja. Mosqueta señaló.
— Ponte allí, ¿ves? Donde hay tres pisos. Yo me subiré a ese terrado.
Asintiendo, el cometero volvió al hangar para abrir con una palanca la puerta principal, de tres flotadoras de ancho. Al levantar la nueva cometa, la sintió pesada; no se había preocupado por el peso, y ahora intentó calcularlo: tanto como el de la gran cometa de combate que había construido en sus comienzos, la que llevaba el gran toro negro.
Y aquélla no volaba con menos viento que un huracán.
Cargó la cometa por el sendero de piedra blanca, y luego a través de la extensión de césped, hasta el lugar que le había indicado Mosqueta. No había signo alguno de Liebre ni cable que colgara. Estirando el cuello, el cometero escudriñó las almenas ornamentales, negras como el toro contra el vistoso mosaico de las tierras del cielo. Allí no había nadie.
A cierta distancia detrás de él los gatos se paseaban en su redil, ansiosos de su momento de libertad. No los oía, pero tenía aguda conciencia de ellos, de las garras, los ojos de ámbar, de su hambre y su frustración. ¿Y si el talus los soltaba sin esperar la orden de Mosqueta? ¿Y si ya estaban sueltos, escabullándose entre los arbustos, preparados a atacar?
Algo le tocó la mejilla.
— ¡Eh, tú, despierta! -Era la voz ronca, casi femenina de Mosqueta llamándolo desde la azotea.
El cometero agarró el cable y trabó el gancho de la punta en la horquilla de la cometa; luego retrocedió para admirar su obra mientras la cometa escalaba rápidamente la piedra labrada, esa cometa suya como un hombre más pequeño y ligero que cualquier hombre real, con tenues alas de libélula.
Liebre venía por el parque con una cosa pálida en las manos. El cometero gritó:
— Déjame verlo. -Y trotó al encuentro del otro, le arrebató el conejo y la sostuvo por la orejas.- ¡Pesa demasiado!
— Es el que me dijo que trajera -contestó Liebre. Recuperó el conejo.
— No podrá levantar uno tan grande.
— De todos modos no hay viento. ¿Subes? -El cometero asintió.- Pues vamos.
Entrando en la villa original por una puerta trasera, subieron dos tramos de escaleras y traquetearon por la caracol de hierro que Seda había bajado dos noches antes. Liebre abrió el escotillón.
— Aquí teníamos un gallinazo enorme -dijo-. Lo llamábamos Hiérax, pero murió.
Medio sofocado, de todos modos el cometero se sintió obligado a reír.
Cruzando las tejas treparon hasta el techo de esa ala. El cometero llevaba de nuevo el dócil conejo y se lo pasó a Liebre cuando éste hubo alcanzado la azotea superior, para luego encaramarse él.
Mosqueta se había sentado en la almena, prácticamente oculto por la cometa.
— Despabílate, hombre. Hace una hora que espero. ¿Qué, tendrás que correr para remontarla?
— Yo sostendré el carrete -dijo el cometero-. Puede correr Liebre. Pero sin viento no va a volar.
— Hay viento -dijo Mosqueta.
El cometero se mojó el índice y apuntó hacia arriba; cierto que allí arriba, a cincuenta codos de altura, había una brisa ligera.
— No alcanza -dijo.
— Pues yo la he sentido -dijo Mosqueta-. He sentido que quería volar.
— Naturalmente que quiere. -El cometero no pudo ni quiso esconder su orgullo de artesano.- Todas las mías quieren, pero no hay suficiente viento.
Liebre dijo: -¿Quieres que ate el conejo?
— Déjame verlo. -También Mosqueta alzó el conejo por las orejas, y el animal soltó un chillido de protesta.- Es el pequeño. Mamón, has traído el pequeño.
— Los pesé todos. Te juro que hay dos más ligeros.
— Debería tirarlo. Aunque tal vez debería tirarte también a ti.
— ¿Quieres que vaya a buscarlos? Te los mostraré. Es un minuto, nada más.
— ¿Y qué si se hace pedazos? Así de pequeños no tenemos más. ¿Qué usaremos mañana? -Mosqueta le devolvió el conejo a Liebre.
— Hay dos, por las babas de Escila. Por el rotoso dios que quieras. ¿Cómo voy a mentirte?
— Eso no es un conejo. Es una puta rata.
Una brisa momentánea encrespó el pelo del cometero como si fueran los dedos de una diosa inadvertida. El hombre sintió que de haberse girado rápido la habría podido ver: Molpe, diosa de los vientos y las cosas leves; Molpe, a quien él había cortejado toda su vida. Molpe, haz que soplen para mí tus vientos. No me avergüences, Molpe, pues siempre te he honrado. Te prometo una brazada de pinzones.
De golpe Mosqueta dijo:
— Átalo.
Y Liebre, arrodillado en el asfalto blando por el sol, ciñó al infortunado conejo con la primera cuerda y se la ajustó cruelmente.
— ¡Aprieta más!
— Tranquilo. Aquí no se ve un carajo. Tendríamos que haber traído una linterna.
— Para que no se caiga.
Liebre se levantó.
— Listo. No se caerá. -Tomó la cometa.- ¿La sostengo bien alta?
El cometero asintió. Había levantado el carrete de cable; volvió a mojarse el dedo.
— ¿Quieres que corra para allá?
— No. Tú escúchame. Tienes que correr hacia mí, contra el viento… Bueno, contra el viento que haya. Corres para que la cometa sienta más viento que el que sopla. Si tenemos suerte, ese viento falso la levantará hasta donde el viento sopla fuerte. Ve para allí, hasta la esquina. Yo soltaré hilo mientras te alejas, y cuando vengas corriendo recogeré. Cada vez que la cometa quiera soltarse, la lanzas para arriba. Si ves que se cae, atájala.
— Éste es de la ciudad -explicó Mosqueta-. Allí no hacen volar cometas.
El cometero asintió distraídamente. Observaba a Liebre.
— Sostenla por los pies, lo más alto que puedas. No corras hasta que yo te diga.
— Ahora parece de verdad -dijo Mosqueta-, pero no sé si lo bastante. Será de día y con sol, y ellos ven un podrido montón más que nosotros. Lo único bueno es que no siempre saben qué es real y qué falso. No piensan en eso como uno.
— Vale ya -gritó el cometero-. ¡Ahora!
En cuanto Liebre echó a correr a trancos largos y rápidos la cometa empezó a mover las alas, acariciando apenas el aire a cada paso como si, de poder, fuese a volar como un pájaro. Hacia la mitad de la larga azotea Liebre la dejó ir, y la cometa se elevó.
¡Molpe! ¡Oh, Molpe!
Al doblar la altura de Liebre se estancó, por un instante se mantuvo inmóvil, se desplomó hasta casi tocar la azotea, se alzó de nuevo hasta la altura de las cabezas y cayó en el asfalto.
— ¡Atájala! -gritó Mosqueta-. Se suponía que ibas a atajarla. ¿Quieres que se parta el cuello?
— Te preocupa el conejo -dijo el cometero-, pero tienes más, y mañana por la mañana podrías comprar una docena. A mí me preocupa la cometa. Si se ha roto, repararla me llevará dos días. Si se ha roto mucho, tendré que empezar de nuevo.
Liebre la había levantado.
— El conejo está bien -gritó desde el otro lado del terrado-. ¿Quieres probar de nuevo?
El cometero negó con la cabeza.
— El arco no está bien tenso. Tráela. -Liebre obedeció.- Levántala -dijo el cometero arrodillándose-. No quiero apoyarla en esta brea.
— Podríamos engancharla a una flotadora -sugirió Liebre.
— Sería aún más arriesgado. Si cayera, antes de que pudiéramos parar la flotadora ésta la arrastraría hasta hacerla pedazos. -Al simple tacto el cometero aflojó el nudo.- Aquí quería poner un broche -le dijo a Mosqueta-. Tal vez debería haberlo hecho.
— Cuando acabes de arreglar eso probaremos de nuevo -dijo Mosqueta.
— Quizá mañana por la mañana haya viento.
— Por la mañana haré volar a Aquila. No quiero tener esto con la cabeza.
— De acuerdo. -El cometero se incorporó, volvió a mojarse el dedo y, señalando, le hizo un gesto a Liebre.
Esta vez la enorme cometa subió con confianza, aunque al cometero le pareciese que no había nada de viento. Tras haber remontado quince, veinte, treinta codos, cabeceó, de golpe cayó en picado con un chillido de horror del pasajero y luchó por elevase de nuevo, casi estancada.
— Si cae más abajo del techo, la casa parará el viento.
— Exacto. -El cometero asintió, paciente.- Lo mismo se me ocurrió a mí hace un momento.
— ¡La estás bajando! ¿Para qué? Esta vez iba a volar.
— Hay que acortar la brida baja -explicó el cometero-. Es la cuerda que va de los pies al gancho. -A Liebre le gritó:- ¡Va a bajar! ¡Ataja!
— ¡Vale, ya basta! -Mosqueta tenía el lanzagujas en la mano.- Lo intentaremos por la mañana, cuando haya más viento, y te conviene que vuele y vuele bien. ¿Me escuchas, viejo?
Liebre ya tenía la cometa; el cometero soltó la manivela del carrete.
— Más o menos así. -Indicó la distancia con los dedos.- ¿No la viste caer? Si llega a caer así al techo, o al suelo, se destroza.
Mientras Liebre sostenía la cometa en alto, el cometero aflojó la brida baja y la acortó el largo que había indicado.
— Como pensé que quizá tendría que hacer esto -explicó-, dejé aquí un poco de más.
Mosqueta le dijo a Liebre:
— Esta noche no nos arriesgaremos de nuevo.
— Silencio. -Con la brida a medio recoger, el cometero se había detenido. A lo lejos había oído el murmullo del bosque reseco, un temblor de viejas hojas mustias y el roce de millones de varillas secas entre sí. Volvió la cabeza ciegamente, buscando.
— ¿Qué pasa? -quiso saber Liebre.
El cometero se enderezó.
— A ver, ve a la otra esquina -dijo.
— Más vale que no se rompa. -Mosqueta deslizó la pistola bajo la toga.
— Si se rompe yo estaré a salvo -observó el cometero-. Ni usted ni él pueden repararla.
— Más a salvo estarás si vuela -contestó lúgubremente Mosqueta.
A más de dos cadenas de distancia, Liebre aún oía las voces.
— ¿Ya?
Automáticamente el cometero bajó la vista al carrete. Los árboles habían callado, pero sentía en el pelo los dedos fantasmales de Molpe. Se le agitó la barba.
— ¡AHORA!
Liebre retuvo la enorme cometa hasta llegar al medio de la azotea y la soltó con un envión ascendente. De inmediato se disparó cincuenta, sesenta codos; allí se detuvo como para reunir fuerzas.
— Sube -murmuró Mosqueta-. ¡Sube, halcón!
Durante dos minutos enteros la cometa se negó a remontarse más, las alas transparentes casi invisibles contra las tierras del cielo, el cuerpo de humano negro como la pantalla, el conejo una mota que se le retorcía en su pecho. Por último, con una sonrisa, el cometero soltó más cable. La cometa ascendió confiada, cada vez más alto, hasta dar la impresión de que se perdería entre los campos tachonados y los ríos centelleantes de más allá del mundo.
— ¿Suficiente ya? -preguntó el cometero-. ¿La hago bajar?
Mosqueta sacudió la cabeza.
Liebre, que se les había unido para mirar la cometa, dijo:
— Se ve bien, ¿no? Parece un primor.
— Quiero el dinero -le dijo el viejo a Mosqueta-. Es lo que acordamos. Yo la he construido, usted la ha aprobado y puede cargar un conejo.
— Por ahora la mitad -murmuró Mosqueta, mirando aún el cielo-. No la aprobaré hasta que Aquila la persiga. Tengo que asegurarme de que a ella le parece bien.
Liebre lanzó una risita.
— ¡Pobre conejito! Apuesto a que ni sabe adonde ha ido. Qué solo debe de sentirse allá arriba.
Mosqueta contempló el lejano conejo con una sonrisa incisiva.
— Por la mañana tendrá compañía. -El viento creciente le agitó la toga de encaje y cruzó en su hermosa frente un largo mechón de pelo rizado.
El cometero dijo:
— Si crees que no engañará a tu aguilucha, dime qué quieres que cambie. Trataré de tenerlo mañana por la mañana.
— Ya me parece bien -concedió Mosqueta-. Parece un Volador de verdad llevando un conejo.
En la cama, entre sacudones y vueltas, Seda conducía la carroza fúnebre por oscuros y ruinosos paisajes de sueño, el país de los muertos que aún era un país de vivos. Bajo un viento incesante se agitaban las cortinas blancoamarillas del dormitorio, y se agitaban las colgaduras de terciopelo de la carroza como otras tantas banderas negras; como el rasgado cartel de la calle del Sol donde al consejero Lemur le faltaban los ojos, y nariz y boca le bailaban y bailaban al viento; como el bondadoso rostro del viejo consejero Loris arrancado y caído en la alcantarilla; como el ancho hábito negro de la Máitera Rosa, pesado de lastres y muerte pero no obstante aleteando mientras las altas plumas negras se mecían curvándose, mientras el viento arrastraba la cinta negra de la danzante tralla de Seda y lo hacía azotar un caballo cuando había querido azotar al otro. El negro caballo indemne se atrasaba más y más, a cada paso más terco, y bufaba contra el vibrante polvo amarillo pero nunca recibía un trallazo. Bien podía estar burlando a su hermano, que sudaba y resollaba bajo el arnés, si bien tenía en los flancos una costra de polvo amarillo que la espuma blanca ya había teñido de negro.
En la carroza fúnebre Orpina se retorcía desnuda y blanca, con el viejo y raído pañuelo de algodón de Seda resbalándole de la cara, cayendo sin caer nunca del todo, deslizándose sin deslizarse aunque el viento silbara contra el cristal y empujara polvo por todas las grietas. Azotando al caballo equivocado, siempre al caballo equivocado, Seda la miraba aferrar la daga de Chenilla, la veía agarrarla y tirar de ella aunque la tenía hundida entre las costillas, la veía agarrarla como un gato agarra al gato rojo de la cola ardiente, agarrar la magnífica guarda de bronce facetado. Bajo el pañuelo resbaladizo, el rostro manchado de sangre propia era por siempre la cara de Mucor, de la hija loca de Sangre. Tenía suturas en el cuero cabelludo y el pelo castaño rapado, el pelo negro afeitado por Brezo, que le había lavado el cuerpo y afeitado media cabeza de modo que se veían las puntadas y en cada puntada una gota de sangre aunque los pechos plenos derramaban un hilo de leche en el terciopelo negro. La esperaba la tumba, sólo la tumba, una tumba más en un mundo de tumbas donde tantos yacían ya vigilados por Hiérax, dios de los muertos y caldé de los muertos, el alto Hiérax, el de la cabeza blanca con su espíritu blanco en las garras porque el segundo había sido un cirujano cerebral, ¿para quién sino para ella?
Tampoco sabía Seda, solo en el pescante de acolchado cuero negro, qué significaba cualquiera de esas cosas, salvo que él conducía la carroza hacia la tumba y como de costumbre llegaba tarde. Siempre llegaba a las tumbas muy tarde o muy temprano, conduciendo en el nocturno por una oscuridad más negra que la más negra noche, en un día más caluroso que el día más caluroso, tanto que ardía en el polvo vibrante como ardían las tierras de un artista en su horno exiguo, de un fulgor dorado en el calor, las plumas negras meciéndose mientras él azotaba al caballo equivocado, un caballo sudoroso que en la tumba moriría si el otro no tiraba también. ¿Y dónde iba a yacer Orpina entonces, con el caballo negro muerto en su tumba?
«¡Arre!», gritaba, pero los caballos no le hacían caso, porque habían llegado a la tumba y el sol largo no estaba ya, se había agotado, había muerto para siempre hasta la próxima vez que alumbrara. «Demasiado honda», le decía Chenilla, de pie al borde de la tumba. «Demasiado honda», le hacían eco las ranas, ranas que de chico él había cazado en el año en que su madre y él habían ido al campo por nada en especial y vuelto a una vida no diferente, las ranas que había querido y con su amor había matado. «¡Demasiado honda!», y la tumba era demasiado honda, aunque tenía el fondo forrado de terciopelo negro para que nunca tocaran el cuerpo la arena ni la arcilla fría. Al parecer las frías aguas sumidas de los arroyos subterráneos que cada año se sumían más no mojarían nunca a Orpina, no la pudrirían hasta volverla de nuevo flores y árboles, no le lavarían nunca la sangre de Sangre ni mojarían al gato feroz con el ratón negro en las fauces, ni mojarían los jacintos dorados. No llenarían nunca el estanque dorado donde la dorada grulla miraba eternamente los peces dorados; pues no era un año bueno ni para los peces dorados, ni tampoco para los plateados.
«¡Demasiado honda!»
Y era demasiado honda, tanto que el polvo amarillo no la llenaría nunca y rociaban el terciopelo negro unas chispas que quizá destellaran al fin pero aún no habían destellado como le decía la Máitera Mármol señalando, y en virtud de la luz de esa de allí era joven otra vez, con una cara como la de la Máitera Menta y guantes marrones como carne cubriéndole el trabajador acero de los dedos.
«¡Demasiado larga!», les decía él a los caballos, y el que no tiraba nunca arremetía y se lanzaba y metía en la fosa el lomo, tirando con todas sus fuerzas, aunque el viento le entraba en los dientes y la noche era la más oscura de las noches, sin un retazo visible de tierras del cielo. El largo camino subterráneo quedaba para siempre enterrado en el polvo vibrante y un vendaval de broza.
«¡Demasiado larga!»
Sentada junto a él en el pescante de cuero acolchado iba Jacinta; al cabo de un rato él le pasaba su viejo pañuelo ensangrentado para que se tapara la nariz y la boca. Aunque el viento ladraba como un millar de perros amarillos, no lograba apartar la vieja carroza brillante, traqueteante, de aquel camino que no era en absoluto un camino, y él se alegraba de tener la compañía de la muchacha.