5

El esclavo de Esfigse

Era mólpedes, recordó Seda al incorporarse en la cama: el día dedicado a la rapidez de los pies leves, y después del trabajo a cantar y bailar. En el trance de sentarse, descolgar las piernas por el borde de la cama y frotarse los ojos y la mandíbula con barba, no se sintió particularmente leve. Había dormido… ¿cuánto tiempo? Casi demasiado, pero si se daba prisa aún podría unirse a las sibilas en la oración matinal. Era la primera noche en que descansaba bien desde…

Desde el téljides.

Se desperezó, diciéndose que tendría que apresurarse. El desayuno para más tarde o para nunca, aunque aún quedaban fruta y verdura como para medio vecindario.

Se puso en pie resuelto a correr, recibió una descarga de dolor en el tobillo derecho y bruscamente volvió a sentarse.

Apoyado en la cabecera de la cama estaba al bastón de Sangre con cabeza de leona, y a su lado, en el suelo, la venda de Grulla. Tomó la venda y azotó con ella el suelo.

— Hoy mi diosa será Esfigse -murmuró-. Mi impulso y mi sostén. -Trazó en el aire el signo de adición.- Tú, Armada, Apuñaladora, Rugiente Esfigse, Leona y Amazona, estarás conmigo hasta el fin. Dame valor en ésta, mi hora difícil.

La venda de Grulla quemaba. Estrujándole el tobillo como una tuerca, le sentó de maravilla cuando trotó escalera abajo a llenar la jofaina en la bomba de la cocina.

Oreb dormía encima de la alacena, sobre una pata, la cabeza metida debajo del ala sana. Seda lo llamó:

— Despierta, pájaro. ¿Comida? ¿Agua fresca? Si quieres, has de pedir ahora.

Sin mostrar la cara, Oreb protestó con un áspero graznido.

Todavía quedaba parte de la vieja jaula y una gran brasa viva del fuego que la noche anterior no había cocido verduras. Seda apoyó en ella una docena de varillas, sopló y se frotó las manos con satisfacción al ver la llama joven. ¡No tendría que usar ni una hoja de su precioso papel!

— Es de día -le dijo al pájaro-. Se ha levantado la pantalla y tú deberías hacer lo mismo.

No hubo respuesta.

Oreb, decidió Seda, lo estaba pasando abiertamente por alto.

— Tengo un tobillo roto -le dijo alegremente- y un brazo entumecido. El maestro Jibias creyó que era zurdo, ¿no te lo había contado? Y me duele la panza, y llevo en el pecho una estupenda marca azulnegra donde Mosqueta me dio con el pomo de su cuchillo. -Colocó tres astillas sobre las varillas crepitantes.- Pero me importa un rábano. Es mólpedes, un mólpedes maravilloso, y yo me siento de maravilla. Si vas a ser mi mascota, Oreb, así debes sentirte tú también. -Cerró el fogón de un portazo y puso a calentar el agua para afeitarse.

— ¿Cabezas pescado?

— No; de cabezas de pescado, nada. No ha habido tiempo de comprar, pero tal vez haya quedado alguna bonita pera. ¿Te gustan las peras?

— Peras gustan.

— A mí también, así que haremos mitad y mitad. -Rescató del fregadero el cuchillo que había usado para rebanar los tomates, limpió la hoja (notando con una punzada de culpa que empezaba a oxidarse) y cortó la pera en dos; luego le dio un mordisco a su parte, escurrió el fregadero, bombeó más agua y se salpicó la cara, el cuello y el pelo.- ¿No te unirías a nosotros en la oración matinal, Oreb? No es preciso, pero tengo la sensación de que te haría bien. -Figurándose la reacción de la Máitera Menta, rió.- Muy probablemente también me haría bien a mí.

— Pájaro duerme.

— No hasta que hayas terminado tu pera, confío. Si cuando vuelva sigue aquí, me la comeré yo.

Oreb aleteó hasta la mesa.

— Como ahora.

— Muy sensato -lo elogió Seda, y, dando otro mordisco a su mitad, pensó primero en su sueño (un sueño notable, por lo que recordaba), luego en el encaje de amarillento hilo quirúrgico del cuero cabelludo de Mucor. ¿Había visto él eso, o sólo lo había soñado? Y luego en Grulla, que también era médico y casi con seguridad había implantado los gatos astados en el vientre de la muchacha loca, sin duda incluso de a dos o de a tres.

Arriba, mientras se jabonaba y pasaba la navaja, recordó lo que había dicho Chenilla sobre obtener de Grulla suficiente dinero para salvar el manteón. De ordinario habría descartado en un segundo una sugerencia tan desmedida, pero Chenilla no era Chenilla -o al menos no únicamente- y, dijera lo que dijera, en eso no tenía sentido engañarse, aunque en apariencia la cortesía demandaba fingir. Él le había rogado a la Amable Kypris que regresase, pero ella había hecho algo mejor: no se había marchado nunca; o, antes bien, se había limitado a dejar la Ventana Sagrada para poseer a Chenilla.

Era un gran honor para la chica, por cierto. Por un momento la envidió. Sin embargo a él lo había iluminado el Extraño, y el honor era aún más grande. Después de eso ya no le envidiaría nada a nadie. Kypris era la diosa de las prostitutas. ¿Había sido Chenilla una prostituta buena? ¿Y la estaban recompensando? Ella -o en todo caso la diosa, o quizás ambas- había dicho que no volvería al local de Orquídea.

Limpió y secó la navaja y se inspeccionó la cara en el espejo.

¿Quería decir tal vez que Kypris las amaba a todas sin amar lo que hacían? Era una idea inspiradora, y probablemente correcta. No sabía ni con mucho lo que le urgía saber sobre Kypris, del mismo modo que seguía en una ignorancia lamentable respecto del Extraño, aunque el Extraño le había mostrado tanto y la noche anterior Kypris le había revelado algo de ella; en particular sus relaciones con Pas.

Seda se secó la cara y fue hasta el armario por una toga limpia, recordando que el Pátera Rémora le había ordenado prácticamente que se comprara ropa nueva. No habría problema para eso, con las tarjetas que habían quedado de los ritos de Orpina.

Jacinta le había sostenido la toga, lo había ayudado a ponérsela pese al brazo lastimado. Cayó en la cuenta de que, en vez de correr abajo para unirse a las sibilas en el manteón, estaba otra vez sentado en la cama con la cabeza en las manos; la cabeza desbordante de pensamientos de Jacinta. ¡Qué hermosa había estado, y qué amable! Qué maravilla tenerla a su lado mientras conducía hacia la tumba. Él tendría que morir -todos los hombres morían- y lo mismo ella; pero no tenía por qué morir solo. Con una ligera conmoción comprendió que el sueño no había sido un ocioso fantasma nocturno; que lo había enviado un dios, sin duda Hiérax, que había aparecido en él (lo que en sí era casi una firma determinante) con el blanco espíritu de Orpina en las manos.

Colmado otra vez de dicha, Seda echó mano de una toga limpia. Sangre había llamado Hiérax a su pájaro, una blasfemia deliberada. Él, Seda, había matado a ese pájaro, o el menos había luchado con él y causado su muerte. Por lo tanto Hiérax lo había asistido; de hecho, Hiérax venía asistiéndolo desde entonces, no sólo mediante el envío de un sueño repleto de símbolos suyos, sino cediéndole los muy redituables ritos de Orpina. ¡Nadie podía tachar a Hiérax de ingrato!

La túnica que había usado el día anterior estaba sucia y muy manchada de sangre seca; pero no había túnica limpia con que reemplazarla. Sacó el cepillo de ropa y la limpió, levantando una nube de polvo.

Hombres y mujeres, hechos de polvo (originalmente por el Extraño, según un pasaje bastante dudoso de las Escrituras), volvían al polvo al fin. A decir verdad, caían en el polvo demasiado pronto. El mismo pensamiento grave se le había ocurrido hacia la clausura de los ritos de Orpina, mientras ajustaba los tornillos de la tapa del ataúd.

Y Chenilla lo había interrumpido, alzándose como… como… La comparación se le hurtó. Intentó recrear mentalmente la escena. Chenilla, más alta que muchos hombres, de encendida cabellera de rizos espesos, pómulos altos, mejillas chatas y grandes pechos, dura como madera pero trémula en su vestido azul claro.

No, había sido un vestido negro, como era de rigor. ¿Iba vestida de azul la primera vez que la había visto, en la habitación de Orpina? No, de verde. Casi con certeza de verde.

¡El juguete de Cuerno! Eso era. No lo había visto nunca. (Cada vez cepillaba con más fuerza.) Pero había visto juguetes así, figuras articuladas que maniobraban mediante cuatro hilos sujetos a una cruz de madera. Cuerno llevaba una chaqueta azul estampada, y Chenilla, al principio, se había movido como un juguete de ésos, como si la diosa no hubiera aprendido aún a manejar bien los hilos. Había hablado no mejor que Oreb.

¿Sería posible que hasta una diosa tuviera que aprender a hacer cosas? Vaya si ése no era un pensamiento nuevo.

Pero al parecer las diosas aprendían rápido; cuando había aparecido el Pátera Rémora ya era capaz de lanzar el cuchillo de Mosqueta mejor que el mismo Mosqueta. Mosqueta, que la noche anterior le había dado a él una semana escasa para redimir el manteón. Quizás el manteón no valiera la pena salvarlo, pero el Extraño le había dicho que lo salvase, y salvarlo era su deber.

Bien, había llegado al nudo. ¿Qué iba a hacer durante el día? Porque no había tiempo que perder, ni un instante. Tenía que conseguir de Sangre un plazo mayor -fuera como fuese- o conseguir la mayor parte de la enorme suma, o toda.

Se palmeó el bolsillo del pantalón. El lanzagujas seguía allí. De rodillas, sacó de debajo de la cama la caja del dinero, abrió el candado y extrajo el azot; escondido el azot debajo de la toga, puso de nuevo el candado, devolvió la llave a su sitio y dejó la caja en el sitio acostumbrado.

— Armada Esfigse -murmuró-, recuerda a tus siervos, que viven o mueren por la espada.

Era una plegaria de Guardias, pero le pareció que igual de bien le sentaba a él.

Cuando Seda salió por la puerta lateral del manteón, precedido por la Máitera Rosa y seguido por la Máitera Mármol y la pequeña Máitera Menta, Chenilla esperaba en el jardín. Desde el hombro de Chenilla Oreb gritó:

— ¡Seda bueno! -y saltó al hombro de Seda. Pero, como la Máitera Rosa le daba la espalda, Seda se perdió la expresión de ella; de hecho no supo si había advertido que el pájaro estaba vivo.

La Máitera Mármol dijo:

— Se me ocurrió invitarte a rezar con nosotros, Chenilla, pero dormías tan profundamente…

Chenilla sonrió.

— Suerte que no lo hizo, Máitera. Tenía un cansancio terrible. Aunque rato después me asomé a espiarlos. Espero que no me hayan visto.

— ¿De verdad? -La Máitera Mármol le devolvió la sonrisa, la cara hacia arriba y la cabeza ladeada un poco a la derecha.- Pues tendrías que haberte unido. Habría sido correcto.

— Tenía a Oreb, y él estaba asustado. De todos modos ya habían llegado a la anamnesis.

Seda asintió para sí mismo. En el rostro de Chenilla no había ahora nada de Kypris, y el sol ya candente era cruel con ella; pero Chenilla nada sabría de ese acuerdo.

— Espero, Máitera, que Chenilla no las haya molestado mucho -dijo Seda.

— No, no. En absoluto. Pero ahora tendrán que excusarme. Falta poco para que lleguen los niños. Tengo que abrir la puerta y repasar la lección.

Mientras la miraban alejarse a pasos rápidos, Chenilla comentó:

— Me temo que la pongo nerviosa. Ella querría que yo le gustara, pero tiene miedo de que lo haya corrompido.

— También me pones nervioso a mí, Chenilla -admitió Seda. Estaba hablando cuando los dos repararon en la Máitera Menta, que en la difusa sombra del cenador esperaba con los ojos bajos. Suavizando la voz, Seda preguntó:- ¿Quería hablar algo conmigo, Máitera?

Ella sacudió la cabeza sin levantar la vista.

— Tal vez quiera despedirse de nuestra huésped; pero, a decir verdad, no estoy seguro de que ella no tenga que quedarse con usted y las sibis también esta noche.

Por primera vez desde que la conocía, la Máitera Menta sobresaltó verdaderamente a Seda: saliendo de las sombras, contempló el rostro de Chenilla con una nostalgia que él no logró sondear del todo.

— A mí no me pones nerviosa -dijo-, y quería decírtelo. Eres la única persona mayor que no me pone nerviosa. Me atraes.

— Usted también me gusta -dijo Chenilla con calma-. Me gusta mucho, Máitera.

La Máitera Menta asintió en un gesto -pensó Seda- de aceptación y entendimiento.

— Debo de ser unos quince años mayor que tú. Puede que más (el mes que viene cumpliré treinta y siete). Y sin embargo siento como si… A lo mejor es porque eres tanto más alta…

— ¿Sí? -preguntó suavemente Chenilla.

— Como si en realidad fueras mi hermana mayor. Nunca he tenido una hermana mayor de veras. Te quiero.

Y, con eso, la Máitera Menta giró en un torbellino de bombasí negro y se apresuró rumbo al cenobio; a mitad del sendero se desvió de golpe y, cortando camino por la marrón hierba reseca, fue hacia la palestra, al otro lado del patio de juegos.

— ¡Adiós! -gritó Oreb-. ¡Adiós, chica!

Seda meneó la cabeza.

— Jamás me lo habría esperado. El mundo alberga posibilidades que exceden mi imaginación.

— Qué mal -suspiró Chenilla-. Tengo que contarle. Explicarle. Seda, Pátera… Deberíamos estar hablando de otra cosa. De obtener dinero de Grulla. Pero yo… Tenemos un problema. Aquí con la pobre Máitera Menta. Es culpa mía. En cierto modo.

Seda dijo: -Espero que no sea un problema serio. Me gusta, y me siento responsable por ella.

— Yo también. Sin embargo podría serlo. Lo es. ¿Podríamos quizá volver a su casita? ¿A conversar?

Seda negó con un gesto.

— Se supone que en los mansos no pueden entrar mujeres, aunque hay toda una lista de excepciones; si un augur enferma, por ejemplo, se admite que entre una mujer a atenderlo. La Máitera Mármol y yo solemos conversar aquí en el cenador, en su habitación o en la palestra.

— De acuerdo. -Agachando la cabeza, Chenilla pasó bajo las ramas colgantes de la parra.- Y la Máitera Menta, ¿qué? ¿Y la vieja, la Máitera Rosa? ¿Con ellas dónde habla?

— Bueno, en los mismos lugares. -Con una leve punzada de culpa, Seda ocupó un viejo asiento de madera frente al de Chenilla; allí solía sentarse la Máitera Mármol.- Pero para serte franco, rara vez hablo mucho con ninguna. Por lo general, la Máitera Menta es demasiado tímida para contestar, y la Máitera Rosa me da lecciones. -Meneó la cabeza.- Debería prestarle más atención, me temo; pero al cabo de cinco o diez minutos no logro pensar en otra cosa que largarme. No pretendo insinuar que no son todas mujeres buenísimas. Lo son.

— La Máitera Menta lo es. -Chenilla se mojó los labios con la lengua.- Por eso me siento mal, Seda. Fue… Pues no era yo. No era Chenilla.

— ¡Claro! -Seda asintió con vigor.- ¡Percibe la diosa que hay en ti! Debí entenderlo al instante. No quieres que cuente…

— No, no. Sí, percibe, pero no es eso. Y no se lo contará a nadie. Ni siquiera ella lo sabe. Al menos conscientemente.

Seda carraspeó.

— Si sientes que puede haber cierta atracción física (soy consciente de que estas cosas ocurren, tanto entre mujeres como entre hombres), sin duda sería mejor que esta noche durmieras en otro lugar.

Chenilla desechó el asunto con un ademán.

— No importaría. Pero no es eso. Ella no quiere… No quiere nada. Nada de mí. Quiere ayudar, darme cosas. Lo comprendo. No es… deshonroso. ¿Esa palabra usaría usted? ¿Deshonroso?

— Supongo.

— Pero esto… No importa. Nada. Tendré que contarle más. No mentiré. -Le relampaguearon los ojos.- ¡No mentiré!

— No querría que lo hicieses -la tranquilizó Seda.

— Sí, sí que querría, Seda. Seda. Anoche hablamos de eso. ¿Usted cree que una diosa…? ¿A mí? Quiero decir Kypris. U otra. Esa mujer horrenda llena de víboras. ¿Cree que nos metemos en las personas? ¿Como una fiebre?

— Ciertamente no lo expresaría de ese modo.

Por debajo de sus pesados párpados, Chenilla lo estudió ávidamente con ojos que parecían más grandes que fuera del cenador, ojos oscuros fulgurantes de una luz propia.

— Pero cree eso. Yo lo sé. Nosotros… Entra por los ojos. Nosotros los dioses no somos… ¿Algo que se ve? Somos pautas. Cambiamos. Mediante aprendizaje y crecimiento. Pero seguimos siendo pautas. Y yo no soy Kypris. Ya se lo dije anoche… Y usted creyó que mentía.

Oreb silbó:

— ¡Pobre muchacha!

Y Seda, que se había apartado del horrendo poder y el ansia de esos ojos oscuros, vio que se habían puesto a llorar. Ofreció su pañuelo, recordando que bajo el mismo cenador, antes de que él fuera a la villa de Sangre, la Máitera Mármol le había dado el suyo.

— No mentía. No miento si no me hace falta. Y no es ése el caso. Pero eso que usted llama posesión… Kypris copió una parte, apenas una partecita de sí. -Chenilla se sonó suavemente la nariz.- No he esnifado ni un poquito así, nada desde antes de que Orpina… Y esto es lo que pasa, Pátera. Cuando una no toma, quiero decir… Cualquier cosa que una mire está pensando: no es óxido; y se vuelve todo tan triste…

— Pronto se habrá acabado -dijo Seda, esperando no equivocarse.

— Una semana. Tal vez dos. Ya lo hice otra vez. Sólo que… No importa. No debería. Ahora no lo haré. Si tuviera usted una taza llena de óxido y me diera todo lo que se me antojase, no tomaría ni esto.

— Maravilloso -dijo él, en serio.

— Y es por la pauta. El trocito suyo que Kypris me metió, por los ojos, ayer en su manteón. No entiende, ¿no? Sé que no entiende.

— No entiendo lo de las pautas -dijo Seda-. El resto sí, o al menos me parece.

— Como su corazón. Pautas de latidos. Sí, sí, no, no, no, sí, sí. Detrás de los ojos de todos está esa cosa. Yo misma no lo entiendo del todo. La mujer mecánica, Mármol… Alguien demasiado listo descubrió que se lo podía hacer a ellas. Cambiar un poquito los programas. La gente hacía máquinas. Sólo para conseguir eso. Para que personas como la Máitera Mármol trabajaran para ellos en vez de hacerlo para el Estado. Que robaran para ellos. Él… usted lo llama Pas. Puso gente a estudiar el asunto. Y descubrieron que se podía hacer algo parecido con las personas. Era más difícil. Tenían una frecuencia mucho más alta. Pero se podía, y entonces lo hicimos. Así empezó todo, Seda. A través de los terminales, a través de los ojos.

— Ahora me he perdido -admitió Seda.

— No importa. Pero son descargas de luz. Luz que no ve nadie más. Los golpes, los pulsos, preparando el programa, la divinidad que corre por el Marco Central. Kypris es la divinidad, ese programa. Pero ella, Menta, cerró los ojos. La Máitera Menta. Y todavía no estaba completo, no había acabado.

Seda meneó la cabeza.

— Sé que esto debe de ser importante, y estoy tratando de entender. Pero, para serte franco, no tengo la menor idea de qué quieres decir.

— Entonces mentiré. -Chenilla se le acercó hasta que sus rodillas tocaron las de él.- Mentiré para que entienda, Pátera. Venga, escúcheme. Yo… Kypris quiso poseer a la Máitera Menta… Por qué, no importa.

— Ahora tú eres Chenilla.

— Siempre soy Chenilla. No, no es cierto. Si miento soy Kypris. Pues bien. Ahora soy Kypris hablando como solía hablar Chenilla. Di que sí.

Seda asintió.

— Sí, Gran Diosa.

— Magnífico. Quise poseer a la Máitera Menta enviándole un flujo de mi persona divina, por los ojos, desde la Ventana Sagrada. ¿Te das cuenta?

Seda asintió de nuevo.

— Sin duda.

— Sabía que ibas a entender. Si estaba mal. De acuerdo. Como da gusto, da gusto de veras, prácticamente nadie cierra los ojos. Todos quieren. Quieren más. Ni siquiera parpadean; se lo van bebiendo.

— Es completamente natural que los seres humanos quieran compartir tu vida divina, Gran Diosa. Es uno de nuestros instintos más hondos -dijo Seda.

— Pero el caso es que ella cerró los ojos, y esto es lo que tienes que entender. Sólo le entró una parte de mí… de la diosa. Ni me imagino qué puede hacerle.

Derrumbado, Seda se acarició la mejilla. Oreb, que había abandonado su hombro para explorar la parra, murmuró:

— ¡Buena chica!

— Sí que es buena, Oreb. Entre otras razones, por eso me preocupa tanto.

— ¡Buena ahora!

Tras medio minuto de ansioso silencio, Seda alzó las manos.

— Jamás habría creído que un dios pudiera dividirse en partes.

— Yo tampoco -asintió Chenilla.

— Pero tú has dicho…

— He dicho que ocurrió. -Le puso una mano en la rodilla.- No había pensado que fuera posible. Pero ocurrió, y quizá la vuelva diferente. Creo que ya ha pasado. Yo soy Chenilla, pero siento que ahora hay aquí dentro alguien más, una forma de pensar y hacer las cosas que hasta ayer no estaba. Pero ella no. Ella tiene una parte de Kypris como usted podría tener un sueño.

— Supongo que es terrible, Chenilla. ¿Y eso no se puede anular?

Ella sacudió la cabeza, y los rizos rojos se bambolearon.

— Podría anularlo Kypris, pero nosotros no. Tendría que ponerse frente a un terminal (una Ventana Sagrada o un espejo, lo mismo da) cuando Kypris aparezca. Aun entonces quedaría algo. Siempre queda. Y también parte del… espíritu de la Máitera Menta iría a parar a Kypris.

— Pero tú eres Kypris -dijo Seda-. Lo sé, y no dejo de querer arrodillarme.

— Sólo de mentira, Pátera. Si fuese una diosa de veras no podría resistírseme. ¿No cree? En realidad soy Chenilla con una propina. Escuche, aquí va otra mentira que quizás ayude. Cuando alguien se emborracha, ¿no ha oído decir que el coñac habla por él? ¿O la cerveza, o lo que sea?

— Sí, es un dicho muy común. No creo que nadie lo diga en serio.

— Pues bien, es más o menos por el estilo. Puede que no sea exactamente así, pero se acerca mucho, salvo que no acaba como el coñac. La Máitera Menta será el resto de su vida como es ahora, a menos que Kypris se retire; que copie la parte que entró en la Máitera, con todos los cambios, y borre lo que había puesto.

— Entonces lo único que nos cabe es observarla de cerca y… ejem… -Seda sintió un súbito arranque de simpatía por el Pátera Rémora- tratar de ser tolerantes con lo inesperado.

— Eso me temo.

— Se lo diré a la Máitera Mármol. No digo contarle lo que me has contado, pero sí prevenirla. Con la Máitera Rosa no valdrá la pena. Si acaso sería peor. La Máitera Mármol se portará de maravilla, aunque, claro, no puede estar a la vez en su habitación y en la de la Máitera. Gracias, Chenilla.

— Tenía que decir algo. -Chenilla se frotó la nariz y los ojos.- Y ahora lo del dinero. Lo estuve pensando mientras usted estaba en el mante/ón porque yo voy a necesitarlo. Tengo que encontrar otra forma de ganarme la vida. Una tienda, algo… Y lo ayudaré todo lo posible, Seda. Si es que vamos a medias…

El sacudió la cabeza.

— Yo debo reunir veintiséis mil para comprarle el manteón a Sangre. Por encima de esa suma puedes quedártelo todo tú. Digamos que de algún modo obtenemos cien mil… aunque comprendo que es una cifra absurda. Tú podrías quedarte setenta y cuatro mil. Pero si sólo obtenemos veintiséis mil, tiene que ir todo para Sangre. -Se detuvo para mirarla con detenimiento.- Estás temblando. ¿Quieres que traiga una manta?

— En un par de minutos se pasa, Pátera. Luego estaré bien. Ella lo controlaba mucho menos que yo. Acepto… su oferta. ¿Se lo había dicho? Su generosa oferta. Así debería llamarla. ¿Ha pensando algún plan? Yo soy buena para… ciertas cosas. Pero planeando no soy de lo mejor. La verdad es que no, Seda. Y ella tampoco lo era. ¿Ahora estoy hablando bien?

— Diría que sí, aunque a ella no la conozco bien. Con todo, esperaba que el plan ya lo hubieras ideado tú. Como Chenilla, estás mucho más familiarizada con Grulla que yo, y deberías tener una concepción más clara de la operación de espionaje que ella dirige.

— Algo he intentado pensar. Anoche, y luego esta mañana. Lo más fácil sería amenazarlo con revelar lo que está haciendo, y tengo esto. -De un bolsillo del vestido sacó una imagen de Esfigse tallada en recia madera oscura.- Supuestamente debía dárselo a una puestera del mercado. Era allí adonde iba cuando me… usted ya sabe. Por eso me vestí tan deprisa. Luego sucedió aquello, y me quedé en La Orquídea. Ya sabe por qué. Y luego fue el exorcismo; su exorcismo, Seda. Así que cuando llegué al mercado estaban cerrando. Casi no había nadie, salvo los que se quedan toda la noche a vigilar lo que se vende. La mujer se había marchado.

Seda tomó la imagen devocional.

— Como en casi todas estas representaciones, Esfigse empuña una espada. También tiene algo cuadrado, una tableta tal vez, o un fajo de papeles; quizá represente las instrucciones de Pas, pero no creo haberla visto nunca. -Le devolvió la talla.

— Las habría visto si hubiera estado en el puesto de esa mujer. Allí siempre había tres o cuatro. La mayoría más grandes que ésta. Yo debía darle la mía y ella debía decir algo así como «¿Seguro que no la quieres? Bonita y barata». Y yo habría negado con la cabeza y me habría ido, y ella la habría puesto en la tabla con las demás, como si yo sólo la hubiera mirado un minuto.

— Entiendo. Ese puesto merece una visita. -Sin saber bien hasta dónde podía dar por supuesto el patrocinio de la diosa, Seda titubeó antes de lanzar los dados.- Qué pena que no seas Kypris realmente. Si lo fueras podrías decirme el significado de…

— ¡Hombre viene! -anunció Oreb desde lo alto del cenador, y al cabo de un momento se oyó un fuerte golpe en la puerta del manso.

Seda se puso de pie y dejó la sombra de la parra.

— Por aquí, Alca. ¿Te unes a nosotros? Me alegro de verte, y aquí hay alguien a quien quizá te alegre ver.

Chenilla saludó:

— ¿Alca? Soy yo. Necesitamos que nos ayudes.

Por un momento Alca se quedó pasmado.

— ¿Chenilla?

— ¡Sí! Acá. Ven, siéntate conmigo.

Seda apartó la parra para que Alca entrara más fácilmente en el cenador; cuando él mismo hubo entrado, agachando la cabeza, Alca ya estaba sentado junto a la chica. Seda dijo:

— Está claro que os conocéis.

Chenilla hizo un mohín, y de pronto pareció no tener más años que los diecinueve que alegaba.

— ¿Se acuerda de antes de ayer, Pátera? ¿Cuando le dije que había otro más? ¿Alguien más joven que Grulla? ¿Y que le dije que me… nos podría ayudar? ¿Con Grulla?

Sonriendo, Alca le rodeó los hombros con un brazo.

— ¿Sabes, Chenilla?, creo que nunca te había visto de día. Eres más bonita de lo que creía.

— Yo siempre he sabido que eres muy… guapo, Alca. -Le dio un beso leve y fugaz en la mejilla.

— Chenilla me ayudará a conseguir el dinero para salvar el manteón, Alca -dijo Seda-. De eso estábamos hablando; nos gustaría que nos aconsejaras. -Volvió la atención hacia ella.- Debo decirte que a mí Alca ya me ha ayudado. Con consejos, al menos. Supongo que no le importa que te lo cuente.

Alca asintió.

— Y ahora los necesitamos los dos. Estoy seguro de que será igual de generoso.

— Alca siempre ha sido… muy bueno conmigo, Pátera. Preguntaba siempre por mí. Desde… ¿la primavera? -Le apretó a Alca la mano libre.- No estaré más en La Orquídea, Alca. Quiero vivir en otro lugar y no… Ya me entiendes. Siempre pidiendo dinero a los hombres. Y basta de óxido. Era… bonito. A veces, cuando me entraba miedo. Pero vuelve a las chicas demasiado valientes. Al cabo de un tiempo las posee. Sin óxido una se siente muy decaída. Muy asustada. Así que toma más, y más, y se queda embarazada. O la matan. Yo he sido demasiado valiente. De embarazo nada. No hablo de eso. El Pátera te contará, Alca.

— Suena bien -dijo Alca-. Me gusta. Me figuro que se juntaron después del funeral, ¿eh?

— Exacto. -Chenilla volvió a besarlo. -Yo me puse a pensar. En morirme, en todo, ¿entiendes? Ahí estaba Orpina, tan joven, tan saludable… ¿Ya estoy hablando mejor, Pátera Seda? Dígamelo, por favor, no tema ofenderme.

Entre las moribundas hojas de parra Oreb asomó la cabeza colorida para declarar:

— ¡Habla bien!

Seda asintió, esperando no delatarse con la cara.

— ¡Magníficamente, Chenilla!

— El Pátera me está ayudando a hablar mejor… como… de barrio alto, Alca. Y pensaba que Orpina podía ser yo. Así que esperé. Hablamos cantidad anoche, ¿no, Pátera? Y me quedé a dormir con las sibilas. -Soltó una risita.- Sin cena y en cama dura, nada que ver con La Orquídea. Pero me dieron el desayuno. ¿Tú has desayunado, Alca?

Alca sonrió, negando.

— Yo ni me he acostado. Oíste lo que dijo ayer la diosa, ¿no, Morritos? Pues mira esto.

Retirando el brazo de los hombros de ella, y medio en pie, Alca se tanteó el bolsillo. Cuando la mano surgió, resplandecía de fuego blanco.

— Aquí tiene, Pátera. Tómela. No vale unas sucias veintiséis mil, pero si elige bien dónde la vende sacará tres o cuatro. -Como Seda no alargaba la mano hacia el objeto, Alca se lo arrojó al regazo.

Era una ajorca de diamantes de tres dedos de ancho.

— De verdad que no puedo… -Seda tragó saliva.- Sí, supongo que puedo. Lo haré porque es mi deber. Pero, Alca…

Alca le palmeó el muslo.

— ¡Tiene que tomarla! Usted era el único capaz de entender a la Dama Kypris, ¿no? Claro que sí, y nos lo contó. Nada de dar vueltas por ahí para conocer la palabra de boca de cualquier otro. De acuerdo, ella la dijo y yo le creí, y ahora tengo que hacer que sepa que yo también tengo buena pasta. Son auténticos. Mírelos por donde se le antoje. Hágale a la dama unos bonitos sacrificios, y no olvide decirle de dónde vienen.

Seda asintió.

— Los haré, aunque estoy seguro de que ya lo sabe.

— Dígale que Alca es un fulano de una pieza. Déle un ladrillo y le devolverá una piedra. -Tomando la mano de Chenilla, Alca le deslizó un anillo en un dedo.- No sabía que iba a encontrarte, pero esto es para ti, Morritos. ¿Captas ese brillazo rojo? Es un rubí de ésos que llaman de sangre. Auténtico. Igual te inventas que ya los conocías, pero apuesto cinco a que en tu vida has visto ninguno. ¿Vas a venderlo o te lo quedarás?

— Cómo voy a venderlo, Jaco. -Lo besó en los labios con tal pasión y tanta violencia que por poco ambos se caen del banco de madera. Seda se vio obligado a desviar la mirada. Cuando se separaron, añadió:- Me lo has dado tú y lo guardaré siempre.

Alca sonrió, se limpió la boca y volvió a sonreír con su sonrisa más ancha.

— Si cambias de idea, asegúrate de que yo no esté cerca. -Se volvió hacia Seda-. Pátera, ¿usted tiene idea de lo que se coció anoche? Apuesto a que limpiaron una docena de casas del Palatino. Aún no he oído qué más pasó. Esta mañana había más polis que moscas. -Bajó la voz.- Lo que quería hablar con usted, Pátera… ¿Qué dijo ella, exactamente? De volver, digo.

— Sólo dijo que volvería -contestó Seda.

Alca se inclinó hacia él, prominente la gran quijada, los ojos entornados.

— ¿Con qué palabras?

Seda se acarició la mejilla, recordando su breve conversación con la diosa en la Ventana Sagrada.

— Tienes mucha razón. Tendré que transmitirle todo lo que dijo al Capítulo, palabra por palabra, y de hecho debería estar escribiendo el informe ahora. Le rogué que volviera. No puedo darte las palabras precisas, y de todos modos no importan; pero ella contestó: «Volveré. Pronto».

— ¿A este manteón, quiso decir? ¿A su manteón?

— No puedo saberlo con absoluta…

Chenilla lo interrumpió:

— Usted sabe que sí. Fue exactamente eso. Quiso decir que volvería a la misma Ventana.

Seda asintió, renuente.

— En realidad no dijo eso, ya te he contado; pero creo (al menos ahora) que debe de haber sido su intención.

— Seguro… -Chenilla había encontrado un retazo de sol que arrancaba fuego rojo a la sortija; hablaba sin dejar de mirarla, moviéndola de un lado y otro.- Pero tenemos que contarte del doctor Grulla, Alca. ¿Lo conoces? Es el médico mimado de Sangre.

— Puede que anoche el Pátera contara algo. -La mirada de Alca interrogó a Seda.

— En realidad no le conté a Alca -dijo el Pátera-, aunque quizá sugiriera o insinuase que, según mi parecer, el doctor Grulla podría haberle regalado un azot a cierta joven llamada Jacinta. Has de saber que esas armas cuestan más de quinientas tarjetas; y por eso te creí de buena gana cuando sugeriste que tal vez sería posible extraerle una suma grande. Si le regaló a Jacinta una cosa así (y me inclino a creer que lo hizo), debe controlar unos fondos considerables. -Forzado por una urgencia interior, añadió:- Por cierto, ¿tú la conoces?

— Hace lo que hacía yo; pero, en vez de trabajar para Orquídea, ahora trabaja directamente para Sangre. Se marchó del local unas dos semanas después de que yo entré.

Reacio, Seda dejó caer la brillante ajorca en el bolsillo de la túnica.

— Cuéntame todo lo que sepas de ella, por favor.

— Algunas de las otras pupilas la conocen mejor que yo. Sin embargo a mí me gusta. Es… no sé decirlo bien. No se lo pasa diciendo, supongamos, éste es bueno, aquél es malo. Acepta a la gente tal como es, y si puede ayuda a una aunque una no siempre haya sido amable con ella como es debido. El padre es actuario mayor en el Juzgado. ¿Seguro que quiere oír esto, Seda?

— Sí, desde luego.

— Y cuando tenía catorce años la vio un comisario y le dijo: «Oye, en casa necesitamos una criada. Mándamela, que puede vivir con nosotros» (creo que tenían ocho o nueve críos) «y encima ganarse un dinero, y tú tendrás un buen ascenso». Por entonces probablemente el padre de Jaci era actuario ordinario.

»Así que aceptó y mandó a Jaci al Palatino y luego usted ya sabe qué pasó. No tenía que trabajar mucho… De trabajo pesado nada; sólo servir comidas y quitar el polvo, y empezó a juntar unos cuartos. Lo único, que al cabo de un tiempo la mujer del comisario se puso bastante asquerosa. Jaci vivió un tiempo con un capitán, hasta que hubo no sé qué problema… Después fue al local de Orquídea.

Chenilla se sonó la nariz en el pañuelo de Seda.

— Lo siento, Pátera. Siempre que dejo de tomar un día entero pasa lo mismo. Seguro que me chorreará la nariz y me temblarán las manos hasta el társides por la tarde. Luego ya irá todo bien.

Tanto por Alca como por él mismo, Seda preguntó:

— ¿No volverás a tomar óxido nunca más? ¿Por muy graves que sean los síntomas?

— Si vamos a hacer esto, no. La vuelve a una demasiado valiente. Supongo que ya lo dije. ¿Lo dije? Es genial esnifar o tragar una pizca… Hay gente que lo hace, pero cuando se tiene un miedo de muerte hace falta más. Pero al fin una descubre que el miedo debería haberlo tenido a eso. Si es peor que Lubina y hasta que Mosqueta, y mucho peor que ese sacre que estuvo anoche en el salón y parecía tan malo. Me tiene a mí y también la tiene a Jaci, me parece. ¿Es así, Seda?

Él asintió, y Alca le dio a Chenilla una palmadita en el brazo.

— La conozco, pero ahora que pienso lo que sé de ella no es mucho, y ya le he contado casi todo. ¿La ha visto?

— Sí -dijo Seda-. El faides por la noche.

— Pues ya sabrá lo guapa que es. Para la mayoría de los tipos yo soy alta. A ellos les gustan las titis altas, pero no más que ellos, ni siquiera iguales. Jacinta es perfecta. Pero, aunque yo fuera un tanto así más baja, correrían detrás de ella y no de mí. Se ha vuelto cantidad de famosa, y por eso trabaja directamente para Sangre. Él no compartiría con Orquídea ni con ninguna otra persona a alguien que da tanto como ella.

Seda asintió para sí.

— ¿Sangre tiene otros locales además de la casa amarilla?

— Por supuesto. Media docena, seguramente. Pero el de Orquídea es uno de los mejores. -Chenilla hizo una pausa, la cara pensativa.- Cuando la conocí en el local, Jaci era bastante chata de pechuga… Me figuro que Grulla le ha dado algo más, ¿eh? Dos buenas cosas.

Alca rió.

— Por lo que dices, nació aquí en Virón.

— Claro, Pátera. No sé en qué sitio de la zona este. Al menos eso he oído. En La Orquídea hay otra del mismo barrio.

— El Pátera piensa que podría hacer de informante -dijo Alca-. Para ti y ahora para él, supongo.

— Y querrá pagarle a ella tomando de mi parte -dijo Chenilla con amargura-. Ni hablar de eso sin consentimiento mío.

— En absoluto he sugerido eso. Como acaba de decirte Alca, pienso que Jacinta podría ayudarme contra Sangre; pero no tengo razones para creer que esté dispuesta a ayudarnos contra Grulla, que es lo que en este momento necesitamos. Debo explicarte, Alca, que Chenilla está muy segura de que Grulla hace espionaje en Virón, aunque no sabemos para qué ciudad. ¿Es así, Chenilla?

— No. Él nunca ha dicho que fuera espía, y espero no haberlo dicho yo. Pero está… estaba desesperado por descubrir cualquier cocido, Alca. En especial sobre la guardia. Casi todo el tiempo andaba preguntando si había ido algún coronel y qué había dicho. Y sigo pensando que las estatuillas eran mensajes, Pátera, o llevaban algún mensaje adentro.

Percibiendo la censura de Alca, añadió:

— Yo no lo sabía, Jaco. Como era amable conmigo, de vez en cuando lo ayudaba. Hasta ayer no se me encendió la lamparilla.

— Ojalá conociera a ese Grulla -dijo Alca-. Debe de ser todo un personaje. ¿Van a exprimirlo, o ver si pueden, Pátera? ¿Usted y Morritos?

— Sí, si exprimir a alguien significa lo que me supongo.

— Significa que aprieta al tipo y se queda con las tarjetas. ¿Piensa sacarle las veintiséis mil?

Chenilla asintió y Seda dijo:

— Mucho más, Alca, si podemos. A Chenilla le gustaría comprarse una tienda.

— Lo más chupado para él sería ponerlos a los dos en hielo. ¿Contaba con eso?

— Matarnos, quieres decir, o mandar a alguien que lo haga. Sí, por supuesto. Si Grulla es espía no vacilará en hacerlo; y si controla suficiente dinero para regalarle un azot a Jacinta, no tendrá problemas para contratar a alguien, me imagino. Tendremos que andar con cautela.

— Ya lo creo. Conozco veinte fulanos que lo harían por cien tarjetas, y algunos son buenos. Si ese Grulla lleva tiempo trabajando para Sangre…

— Cuatro años -intervino Seda-. Eso me dijo anoche.

— Pues sabrá tan bien como yo a quién recurrir. Esa Jaci… -Alca se rascó la cabeza.- ¿Se acuerda cuando cenamos? Usted me contó que tenía ella un azot, y yo le dije que apostaba a que Grulla tenía un canal. Bueno, si andaba tras Morritos para averiguar sobre coroneles, por lo que cuenta usted esa Jaci le viene de perillas. O sea que allí está el canal. Estaba viviendo en la casa de Sangre en el campo, ¿no? ¿Alguna vez baja a la ciudad?

— Daba la impresión. Tenía una suite, y el monitor de su espejo se refería a ella como su ama. -Seda recordó el armario de Jacinta, donde el monitor le había sugerido que se escondiera.- También tenía mucha ropa.

Chenilla dijo: -Baja a la ciudad muy seguido, pero no sé bien adonde va… ni cuándo. Cuando baja, siempre hay alguien que la vigila, salvo que Sangre la acompañe.

Alca se estiró, la mano izquierda en la empuñadura de la gran daga montada en bronce que llevaba.

— Muy bien. Usted quería mi consejo, Pátera. Se lo daré, pero creo que no le será fácil de tragar.

— De todos modos me gustaría escucharlo.

— Eso pensaba. Le hurta usted bien el cuerpo a esa Jaci, al menos de momento. Sólo encontrarla ya es peliagudo, y más que probable que irá directo a chivarle al tal Grulla. Morritos dice que no sabía que la individua espiaba. Pero si Grulla le regaló a Jaci un azot, puede apostar una mano a que la Jacinta esa sabe y anda en el estofado. Pero ése no es el brete. Si el tal Grulla tiene a Morritos soplándole sobre los coroneles y lo que dicen, y lo mismo tiene haciendo a Jaci, y yo diría que sí, ¿por qué no va a tener cuatro o cinco señoritas más? Lo más probable es que las tenga en otros tugurios de Sangre. Y cuando Morritos se haya largado (pues dice que va a largarse), ¿no enganchará a otra en La Orquídea?

Chenilla sugirió:

— Quizás a fin de cuentas lo mejor sería que yo volviese con Orquídea. Hablo un poco mal de Virón y Grulla me deja ayudar más. A lo mejor así averiguo quién es la mujer del mercado.

Seda le explicó a Alca:

— Hay una puestera que al parecer está en contacto con Grulla. Chenilla le ha llevado imágenes de Esfigse enviadas por él. ¿Siempre eran de Esfigse, Chenilla?

Ella asintió, con un temblor de encendidos rizos.

— Eran siempre como la que le enseñé, por lo que recuerdo.

— Pues vean qué se hace de ellas -sugirió Alca-. ¿Adónde va esa fulana cuando cierra el mercado?

— ¡Seda bueno! -Dejándose caer de la parra, Oreb aterrizó en su regazo-. ¿Cabezas pescado?

— Es posible -le dijo Seda al pájaro, que le saltó al hombro-. De hecho lo creo probable. -Volvió la atención a Alca.- Tienes mucha razón, desde luego. He pensado mucho en Jacinta. Me repugnaría ver a Chenilla de nuevo en La Orquídea, pero me temo que, antes que abordar a Jacinta sin algún asidero, sería preferible cualquiera de los rumbos que tú sugieres… y en modo alguno se excluyen mutuamente. Cuando sepamos un poquito más, no obstante, quizá dispongamos de ese asidero. Podremos advertirle que sabemos que Grulla es agente de otra ciudad, que tenemos pruebas bastante convincentes y que estamos al tanto de que ella viene ayudándolo. Le ofreceremos protegerla si ella nos ayuda a nosotros.

Chenilla preguntó:

— ¿No cree que Grulla es vironés? Habla igual que nosotros.

— No, no lo creo. Sobre todo porque controla mucho dinero, pero también por algo que me dijo una vez. Claro que yo de espías no sé nada. Creo que tú tampoco. ¿Y tú, Alca?

El hombrón se encogió de hombros.

— Cosas que uno oye por ahí. La mayoría son mercaderes, dicen.

— Supongo que la práctica totalidad de las ciudades deben interrogar a los mercaderes cuando regresan, y sin duda ciertos mercaderes son auténticos agentes bien adiestrados. Imagino que un agente bien provisto de dinero ha de ser como ellos (es decir, un ciudadano al servicio de su ciudad natal), y probablemente esté instruido en detalle en las costumbres del lugar al que le envían. Un agente dispuesto a traicionar a su propia ciudad bien podría traicionar a otra, sin duda; sobre todo si le dieran la ocasión de hacer fortuna.

— ¿Qué fue lo que le dijo Grulla, Pátera? -preguntó Chenilla.

Seda se inclinó hacia ella.

— ¿De qué color tengo los ojos?

— Azules. Ojalá yo los tuviera así.

— Supón que un cliente de Orquídea solicitara una compañera de ojos azules. ¿Orquídea sería capaz de complacerlo?

— Arola. No, ya se ha ido. Pero Campanilla todavía está. Ella también tiene ojos azules.

Seda se reclinó.

— ¿Sabes?, los ojos azules son poco corrientes, al menos aquí en Virón; pero en modo alguno son realmente raros. Reúne un centenar de personas y es muy probable que al menos uno tenga ojos azules. Yo los noto en seguida porque de mí solían burlarse por eso. Grulla también los nota. Pero, mucho más viejo que yo como es, dijo que eran los terceros que veía. Lo cual sugiere que ha pasado la mayor parte de su vida en otra ciudad, donde la gente es algo más morena y los ojos azules más raros que aquí.

Alca sonrió.

— En Gens tienen cola. Eso se dice.

Seda asintió.

— Sí, se oyen historias de todo tipo. Estoy seguro de que la mayoría son falsas. No obstante, basta un vistazo a los comerciantes del mercado para comprobar que hay tantos contrastes como semejanzas.

Hizo una pausa para ordenar los pensamientos.

— Pero me he permitido desviarme de mi asunto. Iba a decir, Alca, que si bien los dos rumbos que sugeriste son promisorios, hay un tercero que a mí se me ocurre más promisorio aún. No estás en falta por no haberlo señalado, ya que cuando Chenilla proporcionó el indicio aún no habías llegado.

»Tú me contaste, Chenilla, que en La Orquídea había estado un comisario, ¿recuerdas? Y que, cuando le contaste a Grulla que el comisario aquel había viajado a Limna (tú dijiste al lago, pero presumo que a eso te referías) para deliberar con dos consejeros, él había mostrado un enorme interés.

Chenilla asintió.

— Me puse a pensar. En el Ayuntamiento hay cinco consejeros. ¿Dónde viven?

Ella se encogió de hombros.

— En la colina, supongo.

— Eso había supuesto yo siempre. Alca, tú debes de estar mucho más familiarizado que nosotros con los residentes del Palatino. ¿Dónde tiene su hogar, digamos, el consejero Gálago?

— Siempre supuse que en el Juzgado. He oído decir que allí hay apartamentos, además de algunas celdas.

— En el Juzgado los consejeros tienen despachos, estoy seguro. ¿Pero no tienen también mansiones en el Palatino? ¿O villas de campo como la de Sangre?

— Lo que dicen es que eso no es asunto de nadie, Pátera. Si se supiera, la gente se lo pasaría intentando hablarles o tirarles piedras. Pero yo sé quién vive en cada casona de la colina, y no son ellos. Los que sí tienen grandes viviendas allí son los comisarios.

La voz de Seda se redujo a un murmullo.

— Pero cuando un comisario debía hablar con varios consejeros, no iba a sus casas del Palatino. Tampoco se limitaba a subir un piso en el Juzgado. Por lo que dice Chenilla, iba a Limna… Al lago, en palabras de ella. Normalmente, el que debe hablar con varios hombres va hacia ellos, en vez de hacerlos acudir, especialmente cuando son sus superiores. Ahora bien: si Grulla es realmente espía, sin duda ha de importarle averiguar dónde vive cada miembro del Ayuntamiento, pienso yo. Por los sirvientes, por ejemplo, uno se puede enterar de toda clase de cosas.

— Siga, Pátera -lo apremió Chenilla.

Él le sonrió.

— Simplemente pensaba que, desde que hace unos meses le contaste a Grulla los alardes del comisario, tiene que haber estado allí varias veces. Hoy quiero ir yo mismo y tratar de descubrir con quiénes ha hablado y qué les ha dicho. Si los dioses me acompañan, como tengo razones para creer, bastará para reunir todas las pruebas que buscamos.

— Yo voy con usted. ¿Y tú, Alca?

El hombrón sacudió la cabeza.

— Ya te dije que esta la noche no he pegado ojo. Pero te diré qué haremos. Déjame echar un sueñecito y me reuniré con vosotros en Limna, donde paran las carretas. Digamos a las cuatro.

— No hace falta que te molestes, Alca.

— Quiero ir. Si para entonces habéis conseguido algo, quizá pueda ayudaros a conseguir más. A lo mejor rasco algo por mi cuenta. Allí hay buenas casas de pescado, así que pico algo para cenar y vuelvo a la ciudad con ustedes.

Chenilla lo abrazó.

— Siempre me has parecido guapo, Jaco, pero no sabía que eras tan dulce. ¡Eres un bombón!

Alca sonrió.

— Para empezar, Morritos, ésta es mi ciudad. No es toda de oro, pero es la única que tengo. Y en la guardia hay un puñado de amigos. Una vez que lo hayáis exprimido, ¿qué planeáis hacer con el tal Grulla?

— Denunciarlo, supongo -contestó Seda.

Chenilla meneó la cabeza.

— Contaría lo del dinero, y nos lo pedirían. Puede que tengamos que matarlo. En otros tiempos, ¿los augures no le enviaban fulanos a Escila?

— Lo podrían juzgar por asesinato, Morritos -dijo Alca-. Os gustaría chivar a Grulla a los Langostas. Pero, si pensáis guardaros el fajo, más vale que ahuequéis el ala. Os molerán a palos, se quedarán ellos con la pasta y os enviarán a la jaula con él. Contigo lo tendrán muy fácil, Morritos, porque lo has estado ayudando. En cuanto al Pátera, Grulla le curó la pata y lo llevó a La Orquídea en su propia máquina, así les estará chupado inventar algo.

Esperó a que lo rebatieran, pero ninguno de los dos dijo nada.

— El caso es que si os espabiláis, si lo chiváis a algún mangante con alguien que os haga de contacto como yo, acabamos todos de lo más legales y encima héroes. Los sabuesos se llevan la gloria y nosotros compramos algo de cuerda. Se harán los amables y nos darán la mano esperando que otro día les soplemos algo más. Debo tener por ahí un par de colegas con buena cintura. Así que vosotros a lo vuestro, porque no tenéis ni idea. ¿Os pensáis que nunca me encontré basura, hurgando en una mina de oro? ¿Os pensáis que miré para otra parte y dejé al cretino en paz? No, mientras se estuvo quieto lo exprimí a más no poder. Y, en cuanto se quiso mover, lo arrimé a la Langosta.

Seda asintió.

— Ya. Siento que tu orientación sería muy valiosa, y no creo que Chenilla vaya a desmentirme. ¿Me equivoco, Chenilla?

Ella negó con la cabeza. Le chispeaban los ojos.

— Qué suerte, porque todavía no he acabado. ¿Cómo se llama ese pez gordo, Morritos?

— Simuliid.

— Lo tengo. Un pedazo de tipo, peso buey. Con bigote, ¿vale?

Ella asintió.

— Quizás a la vuelta del lago el Pátera y yo debamos pasar a saludarlo. ¿Cómo anda su pie, Pátera?

— Hoy mucho mejor -dijo Seda-. ¿Pero nosotros qué ganaremos viendo a un comisario?

Oreb estiró la cabeza, atento, y volvió a encaramarse a la parra.

— Espero que no sea necesario. Quiero echar un vistazo, sobre todo si Chenilla y usted vuelven del lago sin nada. Tal vez los consejeros vivan allá donde usted dice, Pátera. Pero puede que haya algo allá que querían mostrarle a Grulla, o que él tenía que mostrarles a ellos. Sobre el lago se rumorea mucho, y si usted piensa ir con Morritos a pescar a ese Grulla, quizá le haga falta algún cebo. Así que esta noche iremos a la colina a visitar a Simuliid. La bandeja para mí, el cebo para vosotros y nos partimos las sobras.

Oreb saltó al respaldo del viejo asiento de madera.

— ¡Viene hombre!

Asintiendo, Seda se puso en pie y apartó las hojas. Un joven grueso con negra túnica de augur estaba cerrando con el codo la puerta lateral del manteón; parecía escrutar algo que llevaba en las manos.

— Por aquí -llamó Seda-. ¿Pátera Gulo? -Saliendo del cenador, echó a cojear hacia el recién llegado por la seca hierba pajiza.- Que todos los dioses le sean hoy propicios. Es un placer verlo, Pátera.

— Un hombre de la calle, Pátera -Gulo extendió un objeto estrecho con destellos verdeamarillos-. Sencillamente… nos… Se negó a…

Alca había seguido a Seda.

— Topacio, mayormente, pero eso parece una esmeralda de primera. -Estirando la mano, tomó el brazalete y lo levantó para admirarlo.

— La dama que está ahí es Chenilla, Pátera Gulo. -Con un gesto, Seda indicó el cenador.- Y este caballero es Alca. Ambos son laicos prominentes de nuestro barrio, extremadamente devotos y, estoy seguro, queridos por todos los dioses. En unos minutos saldré con ellos, y confío en que en mi ausencia se encargue usted de los asuntos de nuestro manteón. En la Máitera Mármol, que está ahí, en el cenobio, encontrará un tesoro perfecto de información valiosa y consejos razonables.

— ¡Me lo dio un hombre! -balbuceó Gulo-. Hace un minuto, Pátera. ¡Sencillamente me lo puso en la mano!

— Ya. -Seda asintió despreocupadamente mientras se aseguraba de que, en efecto, seguía llevando el azot bajo la túnica.- Alca, devuelve eso al Pátera Gulo, por favor. Pátera, debajo de mi cama encontrará nuestra caja. La llave está debajo del botellón de la mesa de noche. Un momento. -Sacó del bolsillo la ajorca de diamantes y se la dio a Gulo.- Tenga la bondad de guardarlo todo allí y cerrar bien, Pátera. Yo debería estar de vuelta a la hora de cierre el mercado, o un poco más tarde.

— ¡Hombre malo! -proclamó Oreb desde arriba de la parra-. ¡Hombre malo!

— Es la túnica negra, Pátera -explicó Seda-. Teme que vayan a sacrificarlo. ¡Ven aquí, Oreb! Nos vamos al lago. Cabezas de pescado, pájaro bobo.

Con un frenético batir de alas, el herido grajo de noche aterrizó pesadamente en la tela negra que cubría el hombro de Seda.