14
HOTEL Taverna, Budapest.
Sabin, el guardián de la Duda, estaba tendido en la cama, mirando el techo blanco de su suite. Había viajado desde Nueva York a Budapest con un objetivo: encontrar la caja de Pandora y destruirla. Hasta el momento no había tenido suerte; sin embargo, sí haba encontrado a los guerreros que se habían alejado de él miles de años atrás. Hombres que habían luchado junto a él. Hombres a los que había querido.
Hombres que, en aquel momento, lo odiaban.
Suspiró. Desde su llegada, tires días atrás, había visto a París aquí y allá, pero no le había revelado su presencia; no estaba seguro del recibimiento que iban a darle. ¿Lo atacarían o lo recibirían como al hijo pródigo?
Casi tenía miedo de averiguarlo. Él había estado a punto de decapitar a Aeron cuando el guerrero había intentado impedirle que incendiara todo Atenas pan hacer salir a los Cazadores que habían matado a su amigo Badén.
Desde que había llegado a Budapest, Sabin había intentado infiltrarse, averiguar todo lo que pudiera de aquellos guerreros que habían sido hermanos para él, pero que se habían convertido en extraños. Ellos no habían revelado nada. Así pues, Sabin había concentrado su atención en las humanas que los rodeaban. Sólo una de ellas lo había oído, pero tampoco le había proporcionado nueva información.
Lo único que sabía era que los seis guerreros vivían en aquella fortaleza enorme de la colina, y que estaban armados hasta los dientes.
Aquella información la había obtenido de un Cazador al cual había interrogado un mes antes. El mismo Cazador que le había dicho, con reticencia, que había en marcha una nueva búsqueda de la caja de Pandora. Y que encontrar la caja significaría el fin de los Señores del Submundo, porque los demonios volverían a los confines de la caja, y los guerreros no podrían sobrevivir sin ellos.
Parecía que los Cazadores llevaban semanas intentando dar con la manera de asaltar el castillo y atrapar a los guerreros, pero aún no lo habían conseguido. El hecho de que quisieran capturarlos en vez de destruirlos le suscitaba muchas preguntas a Sabin. ¿Sabían los Herreros dónde estaba la caja? ¿Qué pensaban en la actualidad de los Cazadores? En el pasado se habían retirado de la lucha. ¿Volverían a hacerlo?
Suspiró de nuevo. Ya tendría tiempo para pensarlo más tarde. En ese momento tenía otro misterio por resolver. El cambio de guardia, por decirlo de algún modo. De manos de los Griegos a manos de los Titanes, que eran unos maníacos del control. Una preocupación que él no esperaba.
No conocía a aquellos nuevos dioses, pero no creía que fueran a gustarle. Cuando lo habían llamado, había percibido en los cielos murmullos de guerra y dominación; lo habían obligado a permanecer en medio de un círculo de caras extrañas y a responder sus preguntas.
«¿Cuál es tu objetivo?».
«¿Qué estás dispuesto a hacer para conseguirlo?
«¿Tienes miedo de morir?».
El motivo por el que lo habían llamado a él y no a los otros, tampoco lo sabía. En realidad no sabía nada. Ni siquiera estaba seguro de que Maddox les dijera a los demás que fueran al cementerio.
Esperaba que acudieran. Había llegado el momento de dar a conocer su presencia, y quería tener venta» cuando eso sucediera.
«Ojalá pudiera mentir...».
Las cosas serían mucho más fáciles.
Sin embargo, no podía mentir. Si lo intentaba, el demonio enloquecía y él perdía el conocimiento. Era una extraña reacción ante la insinceridad, pero no podía remediarlo. Lo que sí podía hacer era proyectar sus pensamientos en la mente de otro, llenarlo de des«confianza y de preocupación, tejer una red de dudas con preguntas y observaciones.
Ni sus preguntas ni sus observaciones eran mentira, ¿verdad?
Al comunicarse con Maddox, lo había oído rezando por la mujer humana, y le había creado dudas sobre sí; podía sobrevivir sin la ayuda de un dios. El hecho de que sí se hubiera salvado había sido favorable a él, porque le había permitido pedir la compensación.
Sabin y sus hombres estarían esperando la llegada de los demás guerreros, que pese a sus órdenes, irían armados. ¿Cómo reaccionarían ante aquella inesperada reunión?
«Seguramente, con odio».
—Cállate —le dijo a su espíritu.
No le importaba usarlo contra los demás, pero odiaba que aquella cosa estúpida intentara debilitarlo a él.
La puerta de su suite se abrió de par en par.
Él agarró el cuchillo que llevaba atado con una correa a la nuca y se preparó para atacar. Cuando vio a sus visitantes, se relajó.
—¿Qué bienvenida es ésta? —preguntó Kane.
Carneo, Amun y Gideon lo acompañaban. Habían estado juntos desde la muerte de Badén, cuando se habían abandonado al dominio de sus demonios. Cualquier cosa con tal de castigar a aquellos que habían asesinado a uno de los suyos.
La destrucción que habían provocado, la gente a la que habían herido... Sabin se estremeció al recordarlo. Les había costado mucho tiempo volver a encontrarse, y para entonces ya era demasiado tarde. Nunca podrían integrarse en sociedad, nunca podrían ser otra cosa que guerreros.
Los Cazadores no se lo permitirían.
Aparte de acabar con Badén, los Cazadores habían asesinado a todos los humanos que tenían buena relación con -los guerreros, y habían destruido todos los hogares que éstos habían conseguido erigir. Y por eso, Sabin lucharía contra ellos hasta el final de sus días: la eternidad. Hasta que el último cayera vencido, seguiría luchando.
Sabin se incorporó y apoyó el peso del cuerpo en los codos. Después se recostó contra el cabecero de la cama.
—¿Habéis averiguado algo?
—Bastante —respondió Gideon.
— Nada —dijo Kane, mirando al techo con resignación.
Gideon estaba poseído por el espíritu de Mentira. Al contrario que Sabin, no podía decir una sola verdad. Todo el mundo en aquella habitación sabía que debía creer exactamente lo contrario de lo que dijera su amigo.
Sabin le lanzó a Gideon una mirada de advertencia y el guerrero se encogió de hombros, como queriendo decir que haría lo que quisiera cuando quisiera. Gideon siempre hacía lo que quería; la rebeldía corría por sus venas.
Era alto, un guerrero como Sabin, pero ahí terminaban las similitudes. Sabin tenía el pelo y los ojos castaños y el rostro curtido. Gideon tenía el pelo rubio pero lo llevaba teñido de azul, de acuerdo con su imagen punk. Decía que lo hacía porque le resaltaba los ojos. Por supuesto, era mentira. Seguramente lo había hecho como advertencia a los humanos: «No os acerquéis al peligro». Tenía tatuajes y piercings por todo el cuerpo, y siempre iba vestido de negro. Nunca salía de casa sin un arsenal abrochado al cuerpo.
En realidad, ninguno de ellos lo hacía.
—¿Dónde está Strider? —preguntó Sabin.
Gideon abrió la boca para responder, con una mentira, pero Kane, el amo de Desastre, lo interrumpió.
—No pudo aceptar la derrota. Continúa buscando.
Por supuesto. Strider acogía a Derrota en su interior; tenía que ganar en todo lo que hiciera: la guerra, una partida de cartas, un juego de ping-pong... o sufría físicamente y quedaba postrado en la cama durante días.
Sabin le había dicho a su equipo que hablara con los habitantes de la ciudad para averiguar algo de los Señores o de la caja, así que Strider no volvería hasta que lo hubiera conseguido.
Carneo, la única mujer que integraba aquel grupo de malditos, se dejó caer en el sofá que había frente a la cama. Ella también había sido una guerrera inmortal que protegía a los dioses. Y como los demás, se había sentido ofendida cuando Pandora fue la elegida para custodiar dim Ouniak. Sin embargo, al contrario que los demás, no lamentaba que los dioses hubieran elegido a una mujer, sino que la mujer no hubiera sido ella. Sabin todavía recordaba la enorme sonrisa de sus labios el día que habían decidido volverse contra Pandora. Era la última que había esbozado.
—Los habitantes de Buda no han querido darnos ninguna información —dijo Carneo—. No sé por qué motivo, consideran ángeles a los guerreros, y no quieren traicionarlos.
A Sabin le resultaba difícil escucharla y mirarla. Oh, no porque fuera fea. Al contrario. Era esbelta y delicada, y tenía el pelo negro y los ojos del color de la plata. Sin embargo, estaba poseída por el espíritu de Tristeza, así que la risa y la alegría no eran parte de su vida.
Sabin había intentando, durante siglos, alegrarla un poco. Sin embargo, no importaba lo que él hiciera ella siempre estaba al borde del suicidio. Era cierto que toda la tristeza del mundo se reflejaba en su mirar da e impregnaba su voz. Él siempre se preguntaba cómo era posible que continuara viviendo sin volverse loca.
Sabin se frotó la barbilla y miró a Amun.
—¿Y tú? ¿Averiguaste algo?
Amun se apoyó contra una de las paredes. Era una pincelada negra contra el blanco puro de la habitación»
Piel oscura, ojos oscuros, todo en él era oscuridad Amun podía adivinar los secretos más íntimos y profundos de aquellos a quienes se acercaba.
Tenía que ser una terrible carga conocer los secretos más feos de los demás.
Quizá fuera aquélla la razón por la que Amun no hablaba nunca. Quizá tuviera miedo de revelar verdades terribles. Miedo de extender el pánico.
—Nada que nos sirva —dijo Carneo, respondiendo en su lugar, con su tono de voz helado—. Salvo por las mujeres que han tenido relaciones con París y con Maddox, y sólo conocen el tamaño de sus miembros, la gente de la ciudad siempre se ha mantenido a distancia de los guerreros, así que no saben lo suficiente como para que adivine algún secreto.
Antes de que Sabin pudiera responder, la puerta volvió a abrirse de golpe y Strider pasó a la habitación y se hizo con la atención de todo el mundo.
Tenía el pelo muy rubio, y le caía en mechones enredados por la cara. Los ojos, muy azules, le brillaban. Tenía las mejillas sucias de tierra, y la barbilla salpicada de sangre. Sin embargo, su paso era ligero, y por eso Sabin supo que había averiguado algo.
Se puso en pie bruscamente.
—Dinos.
Strider se colocó en el centro de la habitación y sonrió.
—Tal y como sospechábamos, los Cazadores ya están aquí.
Carneo se movió con una gracia y una elegancia que contrastaban agudamente con su expresión suicida.
—Vamos a capturarlos y a interrogarlos, y averiguaremos si saben más que nosotros.
—No es necesario —dijo Strider—. Ya atrapé a uno.
—¿Y? —preguntó Sabin con nerviosismo.
—Quieren asaltar el castillo y capturar a los Señores. Tienen a alguien dentro.
—Me alegro mucho de saberlo —dijo Gideon.
Strider, al igual que los demás, hizo caso omiso de sus palabras.
—¿No mencionaron la caja? —preguntó Kane. Mientras hablaba, la bombilla de la lámpara que estaba junto a él explotó y envió añicos de cristal en todas direcciones.
—No.
La lámpara se tambaleó y golpeó a Kane en la coronilla.
Sabin sacudió la cabeza. Aquel hombre era un desastre andante. Literalmente. Cuando Kane entraba en una habitación, las cosas se iban al infierno rápidamente. No le extrañaría que el techo se derrumbara en cualquier momento. Había ocurrido antes.
Kane se apagó las pequeñas llamas que tenía en el pelo y se frotó la sien, sin que sus ojos castaños mostraran emoción alguna. Sin una palabra, se alejó de la lámpara y se sentó en el suelo, tan alejado de los demás como pudo.
Sabin miró hacia las puertas dobles. Se abrían a una preciosa terraza que ofrecía una vista muy romántica de la ciudad. Aunque él no tenía mucho romanticismo en su vida, a decir verdad.
Normalmente, las mujeres se alejaban corriendo de él, si él no salía corriendo antes. Aunque no quisiera, hacía que ellas dudaran de todo: de las elecciones que hacían en la vida, de su imagen... Lloraban. Siempre. Algunas veces incluso habían intentado el suicidio. Y
él ya no podía soportarlo más. No podía soportar la culpabilidad que le acarreaban sus acciones inevitables. Así pues, se había negado las relaciones con las mujeres. Se había alejado de ellas.
Sabin tuvo que reprimir una oleada de pena. Había anochecido y las luces de la ciudad se habían prendido. Había luna llena, y era como un faro dorado en mitad del cielo negro, aterciopelado. El aire fresco en traba con suavidad y agitaba levemente las cortinal blancas.
Una noche para los amantes.
O para la muerte.
—¿Dónde están ahora los Cazadores? —preguntó.
—Según mi fuente, se han reunido en una discoteca. Ya lo he comprobado: está a cinco minutos de aquí —respondió Strider.
Sabin quería ir al cementerio, y también quería ir n la discoteca. Por desgracia, no podía estar en los di sitios a la vez. Como reminiscencia de lo que hábil ocurrido tanto tiempo atrás, de nuevo se vio entre sus amigos o los Cazadores.
—Necesito que uno de vosotros vaya al cementerio esta noche, bien armado. Yo he hecho todo lo posible por atraer allá a los guerreros. Que quien vaya decida lo que hará si los ve. Los demás iremos a la discoteca.
—Yo iré al cementerio —dijo Kane. No parecía que le entusiasmara la idea. Más bien, su tono era de resignación—. Si voy a la discoteca, puede que se derrumbe.
Cierto.
En aquel preciso instante, una placa de yeso se dos prendió de la pared y golpeó a Kane en la cabeza. Kane tenía una espesa melena atigrada que amortiguaba. golpes. De todos modos, hizo una mueca de dolor.
Sabin suspiró.
—Si todo sale bien, quizá consigamos las respuestas que hemos venido a buscar y, por fin, podremos destruir la caja de Pandora.
«Antes de que la encuentren los Cazadores y vuelvan a encerrar dentro a los demonios, y eso nos mate a todos».
—Ahora, en marcha.