1
CADA noche llegaba la muerte, lenta, dolorosamente, y cada mañana, Maddox se despertaba en su cama, sabiendo que tendría que morir de nuevo más tarde. Aquélla era su mayor maldición, y su castigo eterno.
Se pasó la lengua por los dientes, deseando que fueran una cuchilla sobre la garganta de su enemigo. Ya había transcurrido la mayor parte del día. El tictac del reloj era un sonido venenoso, porque cada segundo era un recordatorio burlón de dolor y mortalidad.
Faltaba poco menos de una hora para que el primer aguijón le atravesara el estómago, y nada que pudiera hacer o decir podía cambiar eso. La muerte iría por él.
—Malditos dioses —murmuró. Incrementó el ritmo de los levantamientos de pesas que estaba haciendo.
—Canallas todos ellos —dijo una voz familiar a su espalda.
Los movimientos de Maddox no se ralentizaron por la indeseada intromisión de Torin. Arriba, abajo. Arriba, abajo. Llevaba dos horas desahogando su frustración y su ira con el saco de boxeo, en la cinta y en el banco de musculación. Las gotas de sudor le caían por el pecho y los brazos. Debería estar tan exhausto anímica como lo estaba físicamente, pero sus emociones sólo se habían hecho más oscuras, más poderosas.
—No deberías estar aquí —dijo.
Torin suspiró.
—Mira, no quería interrumpir, pero ha sucedido algo.
—Pues ocúpate de ello.
—No puedo.
—Sea lo que sea, inténtalo. Yo no me encuentro en buena forma para ayudar.
Durante aquellas últimas semanas, hacía falta muy poco para que él se sumiera en su personalidad asesina, y nadie estaba a salvo a su alrededor. Ni siquiera sus amigos. Sobre todo, sus amigos. No quería hacerlo, pero algunas veces, no tenía poder para dominar sus impulsos de golpear y mutilar.
—Maddox...
—Estoy al límite, Torin —dijo—. Haría más mal que bien.
Maddox conocía sus limitaciones. Las conocía desde hacía miles de años. Desde aquel aciago día en que los dioses habían elegido a una mujer para llevar a cabo una tarea que deberían haberle encomendado a él.
Pandora era fuerte, sí, la soldado más fuerte de su tiempo. Pero él era más fuerte, y más capaz. Sin embargo, lo habían considerado demasiado débil para custodiar dimOuniak, la caja sagrada que contenía demonios tan viles y destructivos que ni siquiera podían ser confinados en el Infierno.
Maddox nunca habría permitido que la destruyeran.
Ante tal afrenta, la frustración se había adueñado de él. Se había adueñado de todos ellos, de todos los guerreros que vivían allí. Habían luchado con entrega por el rey de los dioses, habían matado con maestría y lo habían protegido. Deberían haberlos elegido como guardianes. El que no lo hubieran hecho les había ocasionado a los guerreros una vergüenza que no podían tolerar.
Sólo pensaban en darles una lección a los dioses aquella noche en la que le robaron dimOuniak a Pandora y liberaron la horda de demonios en el mundo desprevenido. Qué estúpidos habían sido. El plan para mostrar su poder había fracasado, porque la caja se había perdido en la batalla, y los guerreros habían sido incapaces de capturar a uno solo de los espíritus malignos.
Pronto había reinado la destrucción y el mundo había quedado envuelto en sombras, hasta que el rey de los dioses había intervenido: había maldecido a todos y cada uno de los guerreros y los había condenado a llevar uno de aquellos demonios dentro.
Un castigo adecuado. Los guerreros habían desatado el mal para vengar su orgullo herido; así pues, a partir de entonces debían contenerlo.
Y de ese modo habían nacido los Señores del Sub-mundo.
Maddox debía encerrar a Violencia. Aquel demonio se había convertido en una parte de sí mismo, como los pulmones o el corazón. El guerrero ya no podía vivir sin su demonio, y el demonio no podía funcionar sin el guerrero. Eran dos mitades de un todo.
Desde el principio, la criatura que lo habitaba lo había tentado para que hiciera cosas malas, odiosas, y él se había sentido obligado a obedecer, incluso cuando lo había empujado a matar a una mujer. Había asesinado a Pandora.
Apretó la barra de las pesas con tanta fuerza que casi se le dislocaron los nudillos. Durante todos aquellos años, había aprendido a controlar algunas de las coacciones viles del demonio, pero la lucha era constante, y Maddox sabía que podía hacerse añicos en cualquier momento.
Habría dado cualquier cosa por tener un día de paz. Por no sentir aquel deseo abrumador de hacerles daño a los demás. Por no albergar batallas en su interior, ni preocupaciones, ni muerte. Sólo... paz.
—Estar aquí no es seguro para ti —le dijo a su amigo, que todavía estaba en la puerta—. Tienes que marcharte.
Dejó la barra plateada en los ganchos y se sentó.
—Sólo Lucien y Reyes pueden estar cerca de mí en mi muerte.
Y sólo porque tomaban parte en ella, aunque no quisieran. Estaban tan indefensos ante sus respectivos demonios como Maddox ante el suyo.
—Falta una hora para que suceda, así que... —Torin le lanzó una toalla—. Me arriesgaré.
Maddox se giró, atrapó la toalla y se secó la cara.
—Agua.
Una botella helada estaba atravesando el aire antes de que terminara de pronunciar la palabra. La atrapó también y se la bebió. Después observó a su amigo.
Como de costumbre, Torin iba vestido de negro y llevaba guantes. Tenía el pelo rubio y ondulado, hasta los hombros, y unos rasgos que las mujeres mortales considerarían una fiesta sensual. No sabían que aquel hombre era en realidad un diablo en la piel de un ángel. Sin embargo, deberían saberlo. Tenía un brillo irreverente y pecaminoso en los ojos, que proclamaba que se sería capaz de reírse en la cara de alguien mientras le sacaba el corazón. O que se reiría mientras le sacaban el corazón a él.
Para sobrevivir, procuraban encontrar motivos para reírse, de sí mismos o de los demás. Todos lo hacían, aunque a veces se tratara de un humor más bien negro.
Como todos los residentes de aquella fortaleza de Budapest, Torin estaba maldito. Quizá no muriera cada noche, como Maddox, pero no podía tocar a ningún ser viviente sin infectarlo.
Torin estaba poseído por el espíritu de la Enfermedad.
No había sentido la caricia de una mujer en cuatrocientos años. Había aprendido bien la lección cuando se había rendido al deseo y le había acariciado el rostro a una joven a la que quería convertir en su amante. Al hacerlo, había ocasionado una plaga que había diezmado familia tras familia, pueblo tras pueblo.
—Sólo te pido cinco minutos —dijo Torin con determinación.
—¿Crees que seremos castigados por insultar a los dioses hoy? —respondió Maddox, haciendo caso omiso de la petición. Si no permitía que le pidieran un favor, no tendría que sentirse culpable por no hacerlo.
Su amigo volvió a suspirar.
—Se supone que cada una de nuestras respiraciones es un castigo.
Cierto. Maddox sonrió mirando al cielo. «Canallas. Castigadme más, os desafío». Quizá entonces, se des hiciera en la nada, por fin.
Sin embargo, dudaba que los dioses se preocuparan. Después de haberlo maldecido, lo habían ninguneado. Habían fingido que no oían sus súplicas de perdón y absolución. Habían fingido que no oían sus promesas y sus ofertas desesperadas.
¿Qué más podían hacerle, de todos modos?
No había nada peor que morir una y otra vez, que ser despojado de todo lo bueno, que albergar el espíritu de la Violencia en el cuerpo y en la mente.
Maddox se puso de pie y caminó hasta el otro extremo de la habitación, donde miró hacia el cielo nocturno a través de la ventana de cristales tintados, por la única hoja transparente.
Vio el Paraíso.
Vio el Infierno.
Vio la libertad, la prisión, todo y nada.
Vio... su hogar.
Situada sobre una colina, como la fortaleza, estaba la ciudad. Las luces de color rosa, azul y morado iluminaban el cielo oscuro y teñían el Danubio. Soplaba un viento helado que formaba remolinos con los copos de nieve.
Allí, todos tenían cierta privacidad del resto del mundo. Allí podían ir de un sitio a otro sin tener que soportar cientos de preguntas. «¿Por qué no envejeces? ¿Por qué el eco de tus gritos atraviesa el bosque cada noche? ¿Por qué, algunas veces, pareces un monstruo?».
Los habitantes de aquella parte de la ciudad se mantenían a distancia, llenos de reverencia y respeto. «Ángeles» había oído una vez, cuando se había encontrado con un mortal.
Si ellos supieran...
A Maddox se le alargaron ligeramente las uñas y se clavaron en la piedra. Budapest tenía una belleza majestuosa. Tenía el encanto de lo antiguo y los placeres modernos, pero él siempre se había sentido ajeno a la ciudad, ajeno al barrio del castillo y a los bares y discotecas. Ajeno a los puestos de verdura y ñuta y ajeno a la gente.
Quizá aquella sensación de alejamiento se desvanecería si recorriera la ciudad, pero al contrario que los demás, que podían pasear a placer, él estaba atrapado en la fortaleza, como seguramente había estado Violencia en la caja de Pandora tantos siglos atrás.
Las uñas le crecieron más, se convirtieron casi en garras. El hecho de pensar en aquella caja siempre lo ponía de mal humor. «Golpea una pared», le propuso Violencia. «Destruye algo. Hiere, mata». A Maddox le habría gustado destruir a los dioses. Uno por uno. Quizá, decapitándolos. Arrancarles el corazón negro, putrefacto.
El demonio ronroneó de gozo.
«Claro que está ronroneando», pensó Maddox. Cualquiera que fuera sanguinario tenía la aprobación de la criatura. Con el ceño fruncido, miró de nuevo hacia los cielos. El demonio y él llevaban mucho tiempo unidos, pero recordaba el día con claridad. Los gritos de los inocentes, los humanos que sangraban a su alrededor, sufriendo y muriendo después de que los espíritus hubieran devorado su carne con éxtasis.
Maddox había perdido la conexión con la realidad después de que hubieran empujado a Violencia al interior de su cuerpo. No había sonidos ni visiones. Sólo oscuridad. No había vuelto a recuperar la consciencia hasta que la sangre de Pandora le salpicó el pecho y escuchó su último aliento.
Ella no había sido su primera víctima, ni la última, pero sí había sido la primera mujer que perecía bajo su espada. El horror de haber visto a aquella vibrante mujer desgarrada y de saber que él era el responsable...
Nunca había conseguido deshacerse del sentimiento de culpa, de la pena y de la vergüenza.
Desde entonces había hecho todo lo posible para dominar el espíritu que llevaba dentro, pero ya era tarde. Lleno de furia, Zeus lo había maldecido una segunda vez: cada noche moriría exactamente igual que había muerto Pandora, con el abdomen atravesado seis veces por una espada. La diferencia era que el tormento de aquélla había terminado al cabo de unos minutos.
El tormento de Maddox duraría toda la eternidad.
Sin embargo, él no era el único que sufría. Los otros guerreros también convivían con sus demonios. Torin era el guardián de la Enfermedad; Lucien, el de la Muerte; Reyes, del Dolor, Aeron de la Ira y Paris de la Promiscuidad.
¿Por qué no había podido recibir aquél último él? Habría podido ir a la ciudad siempre que lo hubiera deseado, tomar a cualquier mujer, saborear todos los sonidos y las caricias.
Sin embargo, tal y como eran las cosas, Maddox no podía alejarse de la fortaleza. Tampoco podía permanecer mucho tiempo junto a la misma mujer. Si el demonio lo dominaba, o no podía volver a casa antes de la medianoche, y alguien encontraba su cuerpo muerto, ensangrentado, y lo enterraba o lo quemaba...
Deseaba que algo así terminara con su triste existencia. Se habría marchado mucho tiempo antes y habría permitido que lo asaran. O se habría lanzado desde la ventana más alta del castillo. Sin embargo, hiciera lo que hiciera, al día siguiente despertaría otra vez, quemado o dolorido. Roto y acuchillado.
—Llevas un buen rato mirando por la ventana — dijo Torin—. ¿Ni siquiera tienes curiosidad por saber lo que ha ocurrido?
Maddox parpadeó cuando Torin lo sacó de su ensimismamiento.
—¿Todavía estás ahí?
Su amigo arqueó una ceja negra, cuyo color representaba un asombroso contraste con el rubio platino de su pelo.
—Creo que la respuesta a mi pregunta es «no». ¿Estás más calmado, al menos?
¿Estaba tranquilo alguna vez?
—Muy calmado.
—Deja de quejarte. Tengo que enseñarte una cosa, y no puedes negarte. Si quieres, por el camino hablaremos de mis motivos para molestarte.
Sin una palabra más, Torin salió de la habitación.
Maddox se quedó inmóvil durante unos segundos. La curiosidad y una diversión irónica, sin embargo, superaron a su mal humor, y decidió seguirlo. Maddox salió del gimnasio y recorrió el pasillo. Vio a Torin unos metros por delante y lo alcanzó.
—¿Qué pasa?
—Por fin demuestras interés.
—Si es uno de tus truquitos...
Como aquella vez que Torin había pedido cientos de muñecas hinchables y las había colocado por toda la fortaleza, porque Paris se había quejado estúpidamente de la falta de compañía femenina en la ciudad. Cosas como aquélla sucedían cuando Torin estaba aburrido.
—No voy a perder el tiempo intentando gastarte una broma a ti —respondió Torin—, Tú, amigo mío, no tienes sentido del humor. Cierto.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Maddox, al darse cuenta de que no encontraban a nadie más por el camino.
—Podrías pensar que Paris ha ido a comprar comida, puesto que la despensa está vacía y ése es su único deber, pero no. Ha ido a buscar una nueva amante.
Afortunado bastardo. Paris estaba poseído por la Promiscuidad, y no podía acostarse dos veces con la misma mujer, y debía seducir a una nueva, o dos o tres, cada día. Aquello provocaba la envidia de Maddox.
—Aeron está... Prepárate —lo previno Torin—, porque ésa es la razón por la que te he avisado.
—¿Le ha ocurrido algo? —preguntó Maddox, y la oscuridad se adueñó de sus pensamientos mientras la ira lo dominaba. «Destruye, arrasa», le pidió Violencia, clavándose en los límites de su mente—. ¿Está bien?
Aeron podía ser inmortal, pero de todos modos podía resultar herido. Incluso muerto, algo que habían descubierto de la peor forma posible.
—Nada de eso —le aseguró Torin.
Lentamente, Maddox se relajó y Violencia se retiró.
—Entonces ¿qué? ¿Estaba limpiando y ha tenido una rabieta?
Cada uno de los guerreros tenía asignadas determinadas responsabilidades. Era su forma de mantener cierto orden en el caos de sus propias almas. Aeron hacía las veces de empleada de la limpieza, algo de lo que se quejaba diariamente. Maddox se ocupaba del mantenimiento doméstico. Torin se encargaba de las operaciones financieras y las inversiones, y los mantenía en un buen nivel económico a todos. Lucien resolvía los papeleos y Reyes les proporcionaba las armas.
—Los dioses... lo han llamado.
Maddox se tambaleó, cegado momentáneamente por la impresión. -¿Cómo?
—Los dioses lo han llamado —repitió Torin pacientemente.
Los griegos no habían vuelto a hablar con ellos desde la muerte de Pandora.
—¿Qué querían? ¿Y por qué me estoy enterando ahora?
—Nadie sabe lo que quieren. Estábamos viendo una película cuando, de repente, se irguió en el asiento con una expresión vacua, como si estuviera solo. Pocos segundos después nos ha dicho que lo han llamado. Ninguno tuvo tiempo de reaccionar. En un momento Aeron estaba con nosotros y, al segundo siguiente, se había ido. En cuanto a tu segunda pregunta, he intentado decírtelo, pero me has contestado que no te importaba, ¿recuerdas?
—Deberías habérmelo dicho de todos modos. —¿Mientras tenías las pesas a tu alcance? Por favor. Soy la Enfermedad, no la Estupidez.
Aquello era... Maddox no quería pensar qué era, pero no pudo contener los pensamientos. Algunas veces, Aeron, el guardián de la Ira, perdía el control de su espíritu y se embarcaba en una venganza contra los mortales, para castigarlos por sus pecados. ¿Acaso los dioses iban a imponerle una segunda maldición por sus acciones, como le había ocurrido a él siglos atrás?
—Si no vuelve tal y como se marchó, encontraré la manera de irrumpir en el cielo y acabar con todos los dioses que me encuentre.
—Tienes los ojos inyectados en sangre —dijo Torin—. Mira, todos estamos confusos, pero Aeron volverá pronto y nos explicará lo que está ocurriendo. Bien. Se obligó a relajarse. De nuevo. —¿Han llamado a alguien más? -No. Lucien ha salido a recolectar almas. Y Dios
sabe dónde estará Reyes; probablemente, cortándose a sí mismo.
Debería haberlo sabido. Aunque Maddox sufría lo indecible todas las noches, se compadecía de Reyes, que no podía pasar uñar hora sin torturarse.
—¿Y qué más tenías que decirme? —preguntó.
—Creo que será mejor que lo veas por ti mismo.
¿Sería algo peor que la noticia sobre Aeron?, se preguntó Maddox mientras pasaban por la sala de entretenimiento. Su santuario. La habitación que habían dotado de todas las comodidades que podía desear un guerrero. Había un refrigerador lleno de vinos y cervezas especiales. Una mesa de billar. Un aro de baloncesto. Una enorme pantalla plana de televisión, que en aquel momento mostraba la imagen de tres mujeres desnudas en mitad de una orgía.
—Veo que París ha estado aquí —comentó.
Torin no respondió, pero aceleró el paso sin mirar una sola vez la pantalla.
—No importa —murmuró Maddox. Dirigir la atención de Torin hacia algo carnal era una crueldad innecesaria. Aquel hombre célibe tenía que estar muriéndose por tener relaciones sexuales, por acariciar, pero nunca podría hacerlo.
Incluso Maddox disfrutaba con alguna mujer de vez en cuando.
Sus amantes eran, normalmente, las mujeres a las que había dejado París, mujeres tan tontas como para seguirlo a casa con la esperanza de compartir su cama de nuevo, sin saber que aquello era imposible. Siempre estaban embriagadas de deseo sexual, una consecuencia de aceptar a Promiscuidad, así que no les importaba quién se metiera finalmente entre sus piernas. La mayoría de las veces estaban encantadas de aceptar a Maddox como sustituto. Aquellos encuentros eran impersonales, emocionalmente vacíos, aunque físicamente satisfactorios.
Las cosas tenían que ser así para proteger sus secretos. Los guerreros no permitían la entrada al castillo a los humanos. Maddox tomaba a las mujeres en el bosque cercano, sin mirarlas apenas, en una relación rápida que no excitara de ningún modo a Violencia ni lo obligara a hacer cosas que lo horrorizarían durante toda la eternidad. Después, enviaba a las mujeres a casa con una advertencia: no debían volver nunca, o morirían. Era así de simple. No podía mantener una relación duradera; quizá terminara por sentir algo por una de las mujeres y, al final, le haría daño. Eso sólo podría acarrearle más culpa y más vergüenza.
Por fin, cuando llegó a la habitación de Torin, apartó aquellos pensamientos de su mente. Miró a su alrededor. Había estado más veces allí, pero no recordaba el sistema de ordenadores que cubría una de las paredes, los numerosos monitores, los teléfonos y todo el equipo. Al contrario que Torin, Maddox evitaba la tecnología, porque nunca se había acostumbrado a lo rápidamente que cambiaban las cosas, y lo mucho que cada nuevo avance lo alejaba del guerrero despreocupado que había sido. Aunque estaría mintiendo si dijera que no disfrutaba de las ventajas que proporcionaba la electrónica.
Se volvió hacia su amigo. —¿Haciéndote con el control del mundo? —No. Sólo lo estaba vigilando. Es la mejor manera de protegernos, y también de ganar dinero.
Torin se sentó en la silla giratoria que había frente a la más grande de las pantallas y comenzó a escribir en un teclado. Uno de los monitores negros se encendió, y la pantalla negra se pobló de líneas grises y blancas. - Bien, esto era lo que quería que vieras.
Entonces, las líneas se hicieron más gruesas y opacas. Eran árboles.
—Bonito, pero no era algo que necesitara ver.
—Paciencia.
—Date prisa.
Torin lo miró con ironía.
—Como me lo pediste tan amablemente, he instalado sensores de calor y cámaras por toda la finca, de modo que siempre sé cuándo ha entrado alguien.
Unos segundos después la imagen de la pantalla viró hacia la derecha. Entonces surgió un borrón rojo que desapareció al instante.
—Vuelve —dijo Maddox con tensión. No era un experto en vigilancia. Su mayor habilidad era matar. Sin embargo, sabía que aquel color rojo era el calor de un cuerpo.
La forma volvió a aparecer en la pantalla.
—¿Humano? —preguntó. La silueta era pequeña, casi delicada.
-Sí.
—¿Hombre o mujer?
—Seguramente, mujer. Es demasiado grande para ser un niño, y demasiado pequeño para ser un hombre.
—¿Será una de las amantes de París?
—Posiblemente. O...
-¿o?
—Un Cazador —dijo Torin—. Un cebo, más específicamente.
Maddox frunció los labios.
—Ahora sé que me estás tomando el pelo.
—Piénsalo. Los repartidores vienen con cajas, y las chicas de Paris siempre corren directamente hacia la puerta principal. Ésta no lleva nada en las manos y se mueve en círculos. Se detiene cada pocos minutos y hace algo contra los árboles. Quizá está colocando cartuchos de dinamita para hacernos daño. O cámaras para vigilarnos.
—Si lleva las manos vacías...
—La dinamita y las cámaras son lo suficientemente pequeñas como para que pueda esconderlas.
—Los Cazadores no habían vuelto a acecharnos desde Grecia.
—Quizá sus descendientes nos han estado buscando todo este tiempo, y quizá nos hayan encontrado por fin.
De repente, el miedo le atenazó el estómago a Maddox. Primero, la llamada de Aeron, y después, aquel visitante. ¿Mera coincidencia? Recordó los días oscuros de Grecia, días de guerra y salvajismo, gritos y muerte. Días en que los guerreros habían sido más demonios que hombres, días en los que el hambre de destrucción había guiado todas sus acciones, y los cuerpos humanos habían cubierto las calles.
Pronto, los Cazadores se habían alzado de entre las masas torturadas. Eran una liga de mortales decididos a destruir a quienes habían desatado tanto mal. Había estallado una lucha sin cuartel. El se había visto luchando batallas de espadas, fuego, carne quemada... La paz se había convertido en algo legendario.
La mejor arma de los Cazadores había sido el ingenio. Habían adiestrado cebos femeninos para que los sedujeran y los distrajeran mientras los hombres se acercaban a matar. Así habían conseguido matar a Badén, el guardián de la Desconfianza. Sin embargo, no habían podido matar al demonio, que se había escapado del cuerpo desgarrado, en medio de la locura por la pérdida de su anfitrión.
Maddox no sabía ya dónde residía aquel demonio. —Está claro que los dioses nos odian —dijo Torta—. ¿Qué mejor manera de hacernos daño que enviar Cazadores cuando acabamos de conseguir una existencia pacífica?
El miedo de Maddox se intensificó. —Pero no querrán que los demonios, enloquecidos al perdernos a nosotros, que los albergamos y contenemos, anden sueltos por ahí.
—¿Quién sabe cuál es el propósito que guía sus actos? —respondió Torin. Ninguno de ellos entendía a los dioses, ni siquiera después de tantos siglos—. Tenemos que hacer algo, Maddox.
Él miró el reloj de pared y se puso tenso. —Llama a París.
—Ya lo he hecho, y no contesta el teléfono móvil. —Llama...
—¿Crees que te habría molestado tan cerca de la media noche si hubiera alguien más? —le espetó Torin—. Tienes que ser tú.
Maddox negó con la cabeza. —Voy a morir muy pronto. No puedo salir de entre estos muros.
—Yo tampoco —replicó Torin. En sus ojos verdes brilló algo peligroso y amargo, que transformó su color en un esmeralda venenoso—. Al menos, tú no borrarás a toda la raza humana de la faz de la Tierra si te aventuras ahí fuera. —Torin...
—No vas a ganar la discusión, Maddox, así que deja de perder el tiempo.
Maddox se pasó la mano por el pelo, cada vez más frustrado. «Deberíamos dejarlo allí para que muriera», afirmó Violencia. Se refería al humano.
—Tanto si es Cazador —dijo Torin—, como si es un cebo de éstos, no podemos permitir que viva. Debemos destruirlo.
—¿Y si es inocente y me domina la maldición de la muerte? —inquirió Maddox, conteniendo al demonio lo mejor que pudo.
La expresión de Torin se volvió de culpabilidad, como si las vidas que habían acabado por su culpa clamaran en su conciencia y le rogaran que rescatara a todos los que pudiera.
—Tenemos que correr ese riesgo. No somos los monstruos que los demonios quisieran.
Maddox apretó los dientes. Él no era un hombre cruel, no era un monstruo. Odiaba las oleadas de inmoralidad que querían dominarlo constantemente. Odiaba lo que hacía, lo que era, y aquello en lo que podría convertirse si alguna vez dejaba de luchar contra esos impulsos perversos.
—¿Dónde está ahora el humano? —preguntó. Estaba dispuesto a adentrarse en la oscuridad, aunque tuviera que pagar un precio muy alto.
—En la orilla del Danubio.
Una carrera de quince minutos. Tenía tiempo suficiente para tomar las armas, encontrar al humano, llevarlo a un lugar seguro si era inocente o, de lo contrario, matarlo, y volver al castillo. Si había algo que lo retuviera, podía morir en el exterior. Cualquiera que fuera lo suficientemente estúpido como para aventurarse en la colina estaría en peligro, porque una vez que el primer dolor lo atravesara, Violencia lo dominaría, y un ansia negra lo consumiría.
No tendría otro propósito que la destrucción.
-Si no vuelvo antes de medianoche, envía a alguien a buscar mi cadáver, el de Lucien y el de Reyes.
Tanto Muerte como Dolor iban a buscar a Maddox cada medianoche, estuviera donde estuviera. Dolor asestaba los golpes y Muerte escoltaba su alma al infierno, donde permanecía bajo la tortura del fuego y los demonios, como Violencia, hasta la mañana siguiente.
Por desgracia, Maddox no podía garantizar la segundad de sus amigos en el exterior. Podía herirlos antes de que terminaran su tarea. Y si les hacía daño la angustia que iba a sentir sería tan grande como la agonía de aquella sentencia de muerte que debía cumplirse todas las noches.
—Prométemelo.
Torin asintió con una mirada sombría.
—Ten cuidado, amigo mío.
Maddox salió de la habitación apresuradamente. Sin embargo antes de que pudiera llegar al pasillo, Torin volvió a llamarlo.
—Maddox, es mejor que veas esto.
El experimentó otra punzada de miedo y volvió junto a su amigo.
—Parece que hay cuatro más. Todos son varones o amazonas. No estaban aquí antes.
—Maldita sea.
Maddox estudió atentamente las cuatro nuevas manchas rojas del monitor. Cada una de ellas era más grande que la anterior. Se acercaban a la más pequeña Si, las cosas siempre podían empeorar.
-Me ocuparé de ellos -dijo-. De todos ellos.
Una vez más se puso en camino. Cuando llegó a su habitación abrió el armario, que era el único mueble que quedaba. Había destrozado el espejo y las sillas en un ataque de violencia u otro. El único motivo por el que todavía tenía la cama, hecha de metal, era que Reyes necesitaba algo a lo que encadenarlo cada vez que se acercaba la medianoche. Tenían varios colchones, sábanas, cadenas y cabeceros de metal en uno de los dormitorios que no estaban ocupados, a modo de re-cambio. Por si acaso.
Maddox se puso una camiseta negra y un par de botas. Después se ató puñales a las muñecas, la cintura y los tobillos. No llevaba pistolas. Violencia y él estaban de acuerdo en una cosa: los enemigos debían morir de una manera personal, cercana.
Si alguno de los humanos que había en el bosque en aquel momento resultaba ser Cazador, o un cebo, no tenía salvación posible.