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ASHLYN Darrow se estremeció bajo el viento helador. Algunos mechones de su pelo castaño claro se le metieron en los ojos. Ella se los retiró detrás de las orejas con las manos temblorosas. De todos modos, no veía mucho; la noche era muy oscura, había niebla y estaba nevando. Tan sólo unos cuantos rayos de luna eran lo suficientemente fuertes como para atravesar las copas cubiertas de nieve de los árboles.
¿Cómo era posible que un paisaje tan bello pudiera ser tan perjudicial para el cuerpo humano?
Suspiró. Debería estar relajándose en un vuelo de vuelta a Estados Unidos, pero el día anterior había averiguado algo demasiado maravilloso como para resistirse. Llena de esperanza, había ido a aquel lugar sin dudarlo para averiguar si era cierto.
En algún lugar de aquel enorme bosque vivían hombres con habilidades extrañas que nadie podía explicar. Ella no sabía exactamente lo que eran capaces de hacer; sólo sabía que necesitaba ayuda desesperadamente, y que arriesgaría cualquier cosa por hablar con aquellos hombres poderosos.
No podía vivir más con aquellas voces. Ashlyn sólo tenía que quedarse quieta en un lugar para empezar a escuchar todas las conversaciones que habían tenido lugar allí, por mucho tiempo que hubiera transcurrido. En el presente, en el pasado, en cualquier idioma, no importaba. Las oía mentalmente y podía traducirlas. Algunos supondrían que era un don, ella sabía que era una pesadilla.
Sopló otra ráfaga de viento helado y ella se apoyó en un árbol para protegerse del frío. El día anterior, cuando había llegado a Budapest con varios colegas del Instituto Mundial de Parapsicología, se había quedado inmóvil en el centro de la ciudad y había escuchado algunos diálogos. Nada nuevo para ella..., hasta que había descifrado el significado de las conversaciones.
«Pueden esclavizarte con una mirada». «Uno de ellos tiene alas y vuela con la luna llena». «El que tiene cicatrices puede desaparecer a voluntad».
Fue como si aquellos susurros le hubieran abierto una puerta en la mente, porque las charlas de cientos de años entraron en su cabeza en cascada, como una mezcla de lo nuevo y lo viejo. Ella había intentado con todas sus fuerzas separar lo fútil de lo esencial. «No envejecen». «Deben de ser ángeles».
«Su casa es espantosa. Parece sacada de una película de terror. Está escondida en lo alto de una colina, entre las sombras; ni siquiera los pájaros se acercan». «¿Deberíamos matarlos?».
«Son mágicos. Mitigaron mi tormento».
Era evidente que muchas personas, del pasado y del presente, creían que aquellos hombres estaban más allá, de las capacidades humanas, que poseían extraordinarias habilidades. ¿Sería posible que pudieran ayudarla? Alguien había dicho que habían mitigado su tormento...
—Quizá puedan aliviar también el mío —murmuró Ashlyn.
Durante todos los años de su vida, en todos los rincones del mundo, había escuchado el rumor de los vampiros, de los hombres lobo, de los duendes y las brujas, de los dioses y las diosas, de los demonios y los ángeles, de los monstruos y de las hadas. Incluso había guiado a los investigadores del Instituto hacia aquellas criaturas y les había demostrado que existían de verdad.
Después de todo, el principal objetivo del Instituto era localizar, observar y estudiar a los seres paranormales y determinar cómo podía beneficiarse el mundo de su existencia. Y, por una vez, su trabajo como «paraudiologista» quizá fuera su salvación, también.
Sin embargo, en aquella ocasión Ashlyn no había guiado al Instituto hasta Budapest como era lo habitual siempre que había un nuevo caso. Ella no había oído decir nada sobre Budapest en las conversaciones más recientes, sino que habían sido sus jefes del Instituto quienes le habían pedido que fuera allí y escuchara con atención cualquier conversación sobre demonios.
Ella sabía que no debía preguntar el motivo. La respuesta era siempre la misma: confidencial.
En Budapest, había averiguado que unos cuantos habitantes de la ciudad pensaban que aquellos hombres que vivían en el castillo de una de las colinas circundantes eran demonios. Malos, perversos.
Sin embargo, la mayoría de la gente los tenía por ángeles. Ángeles que se mantenían apartados del mundo, todos salvo uno que, según se rumoreaba, gustaba de acostarse con cualquier mujer viviente, y que había sido apodado como «el Instructor de Orgasmos» por un trío de chicas que se reían y que habían pasado una Única y gloriosa noche con él. Ángeles cuya sola presencia mantenía bajo el nivel de delitos de la ciudad. Ángeles que inyectaban dinero en la comunidad y se aseguraban de que los que no tenían hogar pudieran comer.
Ashlyn dudaba que aquellos benefactores estuvieran poseídos. Los demonios eran malos y no se preocupaban de los que estaban a su alrededor. Sin embargo, fueran ángeles que vivían en la Tierra o gente normal, capaz de hacer cosas extraordinarias, ella rezaba por que pudieran ayudarla. Rezaba por que pudieran enseñarle cómo librarse de su habilidad completamente.
Aquella idea era maravillosa, y sonrió. Sin embargo, la sonrisa desapareció rápidamente, porque sintió otra heladora ráfaga de viento que le atravesó la caza-dora y el jersey y le cortó la piel. Llevaba allí más de una hora, y estaba helada. Pararse a descansar otra vez no había sido tan buena idea.
Observó la ladera de la colina. Un rayo de color ámbar se coló por un claro que se abrió entre las nubes e iluminó el enorme castillo de color carbón. Estaba envuelto en niebla, y era exactamente tal y como había dicho la voz, «sombrío, picudo, como salido de una película de terror».
Eso no la disuadió. Más bien, todo lo contrario. «Ya casi estoy allí», se dijo, y siguió subiendo por la ladera. Hasta que tuvo que parar por enésima vez diez minutos más tarde, porque los muslos se le habían convertido en bloques de hielo.
Se los frotó vigorosamente para calentárselos y volvió a observar el camino. No parecía que el castillo estuviera más cerca. Al contrario, parecía que se había alejado. Ashlyn sacudió la cabeza con desesperanza. ¿Qué necesitaba para llegar a aquel lugar? ¿Alas para echar a volar?
«Aunque fracase», pensó, «no me arrepiento de haber venido». Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para tener una oportunidad de ser normal. Cuando le había contado al doctor Mclntosh, el vicepresidente del Instituto, además de su jefe y mentor, lo que había oído acerca de aquellos hombres, él había asentido brevemente y había contestado:
—Bien hecho.
Aquélla era su forma de dar la más elevada de sus felicitaciones.
Después, ella había solicitado que la llevaran al castillo.
—Ni hablar —respondió él—. Pueden ser demonios, tal y como dicen algunos habitantes de la ciudad.
—También pueden ser ángeles, como dice la mayoría de la población.
—No vas a correr ese riesgo, Darrow —dijo él.
Luego le ordenó que hiciera las maletas y que se fuera al aeropuerto, tal y como siempre hacía una vez que su parte del trabajo, escuchar, había terminado.
Ése era el protocolo normal, según decía siempre el doctor Mclntosh. Sin embargo, nunca enviaba a casa al resto de los trabajadores. Ashlyn lo sabía. Después de todo, él se había preocupado por ella y por su seguridad. La había tomado bajo su tutela cuando era una niña asustada y sus padres se veían incapaces de aliviar el tormento de su hija. El doctor Mclntosh incluso le había leído cuentos de hadas para enseñarle que el mundo era un lugar lleno de magia y de posibilidades infinitas, un lugar donde nadie, ni siquiera alguien como ella, tenía por qué sentirse extraño.
Aunque él se preocupaba por ella, Ashlyn también sabía que su don era muy importante en la carrera del doctor y que el Instituto no sería ni la mitad de efectivo sin ella. Como consecuencia, a los ojos de su mentor, Ashlyn era un peón. Por eso no se sentía demasiado culpable por haberse escapado hacia el castillo en cuanto él se había dado la vuelta.
Con los dedos entumecidos por el frío, Ashlyn se apartó el pelo de la cara otra vez. Quizá debería haber preguntado a los lugareños cuál era el mejor camino para subir, pero las voces eran demasiado ruidosas, demasiado abrumadoras en el centro de la ciudad. Además, temía que la viera un empleado del Instituto y la delatara.
Sin embargo, tal vez hubiera merecido la pena arriesgarse con tal de evitar aquel frío tan debilitante.
«Hay una forma de saber la verdad. Apuñala a uno en el corazón y veremos si muere», dijo una voz que atrajo su atención.
Ashlyn se distrajo, se resbaló y cayó sobre una rama. Las piedras afiladas le arañaron las palmas de las manos y los pantalones. Durante un momento, no se movió. No podía. Hacía demasiado frío, y las voces hablaban demasiado alto.
«No deberíamos estar aquí. Lo ven todo».
«¿Estás herido?».
«¡Mira lo que he encontrado! ¿A que es bonito?».
—¡Callad, callad, callad! —gritó. Por supuesto, las voces no la escuchaban. Nunca lo hacían.
«Atrévete a correr por el bosque desnudo».
«Éhes vagyok.Kaphatok volamit enit?».
De repente oyó un raido y un zumbido, y Ashlyn abrió los ojos de golpe. Después oyó un grito agonizante. El grito de un hombre, seguido por los gritos de otros tres.
Presente. No pasado. Después de veinticuatro años, conocía la diferencia.
El terror se apoderó de ella, la atenazó y le cortó la respiración. Intentó ponerse en pie y echar a correr, pero otro zumbido repentino la mantuvo inmóvil. Se dio cuenta de que era un puñal. Vio la empuñadura de un cuchillo vibrando justo sobre su hombro, clavado en el tronco del árbol.
Antes de que pudiera escaparse arrastrándose, hubo otro zumbido. Otro tirón. Otro cuchillo clavado en el tronco, encima de su hombro izquierdo.
Al instante, algo pasó corriendo delante de un rayo de luna, y ella atisbo un pelo negro y unos ojos de color violeta. Un hombre. Era un hombre grande y musculoso que corría hacia ella a toda velocidad. Su expresión era de pura brutalidad.
—Oh, Dios mío — jadeó Ashlyn—. ¡Para! ¡Para!
De repente, se lo encontró pegado a su cara. Se agachó y le olisqueó el cuello.
—Eran Cazadores —dijo con un ligero acento inglés, con la voz tan ronca y dura como sus rasgos curtidos—. ¿Y tú?
La tomó por la muñeca y le levantó el puño de la chaqueta y del jersey. Pasó el dedo por su pulso.
—No tienes tatuaje, como ellos.
¿«Ellos», «cazadores», «tatuaje»? Ashlyn se estremeció. El desconocido era enorme, musculoso, y la rodeaba de una manera amenazante. Despedía un olor metálico, mezclado con olor a hombre y a calor, y a algo más que no podía identificar.
De cerca» vio que tenía la cara manchada de algo rojo. ¿Era sangre? El viento helado le traspasó la piel y le llegó hasta el tuétano de los huesos.
«Salvaje», decía la mirada de sus ojos violeta. «Depredador».
«Quizá debería haber escuchado a Mclntosh. Quizá estos hombres sean verdaderamente demonios».
—¿Eres uno de ellos? —repitió el desconocido.
Ashlyn estaba tan asombrada, tan asustada, que tardó un momento en darse cuenta de que había algo... diferente. El aire, la temperatura, el...
Las voces se habían acallado.
Abrió los ojos de par en par.
Las voces habían cesado, como si hubieran reconocido la presencia de aquel hombre y tuvieran el mismo miedo de él que tenía ella misma. El silencio la envolvía.
No. No era un completo silencio lo que estaba experimentando, pensó un segundo después, sino... la calma. Magnífica y llena de dicha. ¿Cuánto tiempo hacía que no disfrutaba de algo así, sin que estuviera desvirtuado por la conversación? ¿Había disfrutado alguna vez?
El viento soplaba y movía las hojas de los árboles. La nieve caía suavemente, y su melodía era relajante y suave. Los árboles respiraban con vitalidad, y las ramas se mecían con delicadeza.
¿Había algo que sonara mejor que la sinfonía de la naturaleza?
En aquel momento, olvidó su miedo. ¿Cómo iba a estar poseído por un demonio ese hombre si irradiaba aquella armonía? Los demonios eran una fuente de tormento, no de paz.
¿Era entonces un ángel, como suponían muchos?
Con los ojos cerrados de gozo, Ashlyn se embebió! de aquella paz. Se abandonó a ella. La abrazó.
—Mujer —dijo el ángel, en tono de confusión.
—Chist. No hables. Sólo disfruta.
Durante un instante, él no respondió.
—¿Te atreves a mandarme callar? —preguntó finalmente con enfado.
—¿Todavía estás hablando? —refunfuñó Ashlyn, y después apretó los labios.
Ángel o no, no le parecía el tipo de persona a la que se pudiera regañar. Además, lo último que quería era enfadarlo. Su presencia le había proporcionado el silencio... y un calor delicioso, y Ashlyn se dio cuenta de que el frío había abandonado su cuerpo. Lentamente, abrió los ojos.
Estaban nariz con nariz, y ella percibía su respiración suave en los labios. Le brillaba la piel como el bronce, casi de una manera sobrenatural, a la luz de la luna. Tenía los rasgos marcados, la nariz afilada y las cejas muy negras.
Aquellos ojos de color violeta estaban clavados en ella, y resultaban amenazantes. Parecían decir: «Mataré a cualquiera, en cualquier lugar».
«Demonio». No, no era un demonio, se recordó Ashlyn. El silencio era demasiado bueno, demasiado puro. Sin embargo, tampoco era un ángel. Le había regalado la calma, sí, pero claramente, era tan peligroso como bello.
Alguien que era capaz de lanzar puñales así...
Entonces ¿qué era?
Ashlyn tragó saliva mientras lo observaba. No debería habérsele acelerado el pulso, pero había sucedido. De repente, deseaba apoyar la cara en su cuello.
Quería abrazarlo. Quería aferrarse a él y no separarse minea. Incluso se vio inclinándose hacia él con intención de ceder a aquellos impulsos.
«Quieta. No lo hagas».
A Ashlyn siempre le habían negado las caricias, durante casi toda su vida. A los cinco años, sus padres la habían enviado al Instituto, y allí, ningún empleado se había preocupado de otra cosa que no fuera estudiar su habilidad. Mclntosh era lo más cercano a un amigo que había tenido, pero ni siquiera él la había abrazado ni tocado, como si la temiera tanto como la apreciaba.
Tener citas también era difícil. Los hombres se asustaban cuando se enteraban de lo que le ocurría. Y siempre lo averiguaban, porque no había modo de ocultarlo. Pero...
Si aquel hombre era quien ella pensaba, quizá no le importara nada su particular talento. Quizá le permitiera que lo acariciara. Acariciarlo y sentir su calor podía ser una sensación tan poderosa como el silencio, pero mucho más...
—¿Mujer? —repitió él, con la voz ronca.
Ashlyn se quedó inmóvil. Tragó saliva. ¿Era... de-seo lo que parpadeaba en sus ojos de color violeta y que borraba la mirada asesina? ¿O aquel deseo nacía del dolor y la brutalidad... y ella estaba a punto de morir? Un enjambre de emociones la abrumó: miedo, un respeto morboso y curiosidad femenina. Tenía poca experiencia con los hombres, y menos con el deseo.
¿En qué había estado pensando para inclinarse hacia él de aquella manera? Quizá él hubiera considerado el gesto como una invitación. Y quizá la hubiera tocado también.
¿Y por qué la mera idea de que sucediera no le provocaba histerismo?
Quizá porque él fuera, después de todo, quien podía salvarla.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Maddox. Me llamo Maddox.
Ella esbozó una sonrisa forzada.
—Yo me llamo Ashlyn Darrow. La atención de aquel hombre se desvió hacia sus labios. Pese a la nieve, tenía la frente cubierta de sudor.
—No deberías haber venido, Ashlyn Darrow — gruño él con la pasión que ella había deseado y temido.
Sin embargo, él le pasó las manos por los brazos con una sorprendente suavidad y se detuvo en su nuca. Con delicadeza, le deslizó el pulgar por la garganta y se detuvo en el lugar donde a ella le latía el pulso desbocadamente.
Ashlyn inhaló bruscamente una bocanada de aire. Había sido una caricia involuntariamente erótica que la derritió por dentro. Hasta que, al cabo de un instante, él apretó y casi le hizo daño.
—Por favor —susurró Ashlyn, y él la soltó. Ella parpadeó de la sorpresa. Sin su roce, se sentía... ¿desprovista de algo?
—Es peligroso —dijo él, en húngaro. No estaba segura de si se refería a sí mismo o a ella.
—¿Eres uno de ellos? —le preguntó suavemente sin cambiar de idioma. No había ningún motivo para dejar que él supiera que hablaba los dos.
—¿A qué te refieres? ¿«Uno de ellos»? —inquirió él en inglés.
—Yo... yo... —Ashlyn no podía hablar.
La furia se había adueñado de los rasgos de su interlocutor, más furia de la que ella hubiera visto nunca en la cara de nadie. Irradiaba de todos los poros de su cuerpo. Todavía de rodillas, él se alejó un poco de ella.
—¿Qué estás haciendo en este bosque, mujer? Y no me mientas. Lo sabré, y no te gustará mi respuesta.
-Estoy buscando a los hombres que viven en la cima de esa colina.
—¿Porqué? -Necesito ayuda.
—¿De veras? ¿En qué?
Ella abrió la boca para decir... ¿Qué? No lo sabía. En realidad, no tenía importancia. El la detuvo moviendo la cabeza rápidamente.
—No importa. No eres bienvenida, así que tu explicación no tiene relevancia. Vuelve a la ciudad. No vas w recibir lo que has venido a buscar.
—Pero... pero...
Ashlyn no podía permitir que la echara. Lo necesitaba. Ya estaba espantada por la idea de perder el silencio.
—Quiero quedarme contigo. Por favor. Sólo un rato. Hasta que aprenda a controlar las voces por mí misma.
En vez de aplacarlo, su súplica lo encolerizó más. El apretó la mandíbula.
—Tus balbuceos no me van a distraer. Eres un cebo. Tienes que serlo. De otro modo, habrías salido corriendo al verme, de puro miedo.
—No soy ningún cebo —fuera lo que fuera un cebo—. Te lo juro. Ni siquiera sé de qué estás hablando.
Un segundo después, él la agarró por la nuca y tiró de ella hacia un rayo de luna. No le hizo daño; por el contrario, Ashlyn sintió una suave descarga eléctrica. Se le encogió el estómago.
Él no dijo nada, sólo la estudió con una intensidad que se acercaba a la crueldad. Ella también lo observó, horrorizada al ver que comenzaba a aparecer algo... A girar, a materializarse bajo su piel. Era una cara. Otra cara. A ella se le aceleró el pulso.
«No puede ser un demonio, no puede ser un demonio. Ha conseguido que las voces se callen. Sus amigos y él han hecho cosas maravillosas por la ciudad. Es sólo un efecto de la luz».
Aunque todavía podía ver los rasgos de Maddox, también veía la sombra de alguien más, de algo más. Tenía ojos rojos, brillantes, pómulos cadavéricos. Dientes afilados como puñales.
«Por favor, que sea un efecto de la luz». Pero, cuanto más miraba el rostro esquelético, menos podía creer que fuera una ilusión.
—¿Quieres morir? —le preguntó Maddox, o el esqueleto. La voz fue gutural, parecida al gruñido de un animal.
-No.
Quizá él la matara, pero ella moriría con una sonrisa. Dos minutos de silencio tenían más valor que toda una vida de ruido. Asustada y, al mismo tiempo, decidida, alzó la barbilla.
—Necesito que me ayudes. Dime cómo puedo controlar mi poder y me marcharé ahora mismo. O déjame quedarme contigo y aprender cómo se hace. Él la soltó.
—Va a llegar la medianoche. Tienes que alejarte de mí todo lo posible.
En cuanto hubo pronunciado la última palabra, frunció el ceño.
—¡Demasiado tarde! Dolor me está buscando. Se alejó de ella mientras la máscara cadavérica seguía reverberando bajo su piel.
—Corre. Vuelve a la ciudad. ¡Ahora!
—No —respondió Ashlyn. Sólo una tonta se escaparía del cielo, aunque aquel pedazo de cielo poseyera una cara transparente recién salida del infierno.
Maddox maldijo entre dientes mientras tiraba de los dos puñales para sacarlos del tronco del árbol. Después M puso en pie. Dio dos pasos hacia atrás.
Ashlyn se apoyó en el árbol y también se puso de pie. Quería gritar de desesperación.
Tres pasos, cuatro.
—¿Adónde vas? ¡No me dejes aquí sola!
—No tengo tiempo para llevarte a un lugar seguro. Tendrás que encontrarlo tú. No vuelvas a esta colina, mujer. La próxima vez no seré tan generoso.
—No me voy a ir. Voy a seguirte, vayas a donde vayas.
Era una amenaza que pensaba cumplir.
—Puedo matarte aquí mismo, cebo, como debería hacer. Entonces, ¿cómo vas a seguirme?
—Créeme, preferiría eso a que me dejes sola con las voces.
Una maldición, un silbido de dolor. El se dobló hacia delante.
Ashlyn corrió hacia él. Posó la mano sobre su espalda y buscó alguna herida. Cualquier cosa que pudiera doblegar a aquel coloso debía de ser insoportable. Sin embargo, él la apartó, de un manotazo, y ella se tambaleó por la fuerza inesperada con que la había empujado.
—No —dijo él—. No me toques.
—¿Estás herido? Puedo ayudarte... yo...
—Márchate o morirás.
Acto seguido, él se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad.
Un murmullo invadió la mente de Ashlyn, como si hubiera estado esperando la marcha de aquel hombre. Parecía más alto que nunca, más atronador, después del precioso silencio.
Tambaleándose en la misma dirección que había tomado Maddox y tapándose los oídos, Ashlyn susurros!
—Espera. Espera, por favor.
El pie se le enredó con una rama rota, y cayó al suelo. Sintió un agudo dolor en el tobillo, y gimoteando,; se puso a gatas y comenzó a arrastrarse. Tenía que alcanzarlo. El viento soplaba contra ella, tan afilado como las cuchillas de Maddox. Una y otra vez, las voces clamaban.
—Por favor. Por favor —gimió ella.
De repente, Maddox estaba a su lado otra vez, y las voces se acallaron.
—Estúpido cebo —dijo él, como si escupiera lm palabras—. Estúpido guerrero.
Con un grito de alivio, ella se abrazó a él con fuerza. Tenía las mejillas llenas de lágrimas heladas.
—Gracias. Gracias por volver. Gracias.
Escondió la cabeza en su cuello, tal y como había querido hacer antes.
—Acabaras por lamentar todo esto —afirmó él, y se la puso sobre el hombro como si fuera un saco.
A Ashlyn no le importó. Estaba con él, las voces habían cesado, y eso era todo lo que importaba.
Maddox se puso en movimiento a toda prisa, maniobrando entre los árboles fantasmales. De vez en cuando, gruñía de dolor. Ashlyn comenzó a pedirle que la dejara en el suelo para librarlo de su carga, pero él le apretó el muslo para ordenarle en silencio que se callara. Finalmente, ella se relajó contra su cuerpo y se limitó a disfrutar del paseo. Ojalá hubiera durado.