5. El final de la república
La primera República Islandesa duró casi 400 años, si tomamos como inicios la llegada de Ingolf Arnarson; y no más de 330 si consideramos la Edad de los Asentamientos, 870-930, más bien como los preliminares que su primer capítulo. Desde éste hasta el último, ninguna otra nación ha hecho tanto por su propia destrucción, o fue peor servida por quienes debían de ser considerados como guía y ejemplo; en consecuencia, de todos los períodos de la historia de Islandia, la Edad de los Sturlungs, el último siglo de la independencia, es el más sujeto a polémicas y exageraciones. Fue una época de codicia, de riquezas y poder, de egoísmo y orgullo, que condujeron a la guerra civil y al agotamiento nacional. Sus muchas traiciones culminaron en la traición más grande de todas: la entrega de la nación a una potencia extranjera. Pero, aun así, debemos evitar un veredicto excesivamente severo y el defecto de simplificar excesivamente los acontecimientos. Los llamados «traidores» fueron tan víctimas de la historia y las circunstancias como aquéllos a quienes traicionaron, y entre ellos se cuentan algunos de los hombres mejor dotados y más famosos que la isla ha conocido jamás.
No fue una causa aislada, y aún menos un solo acontecimiento o persona lo que motivó la pérdida de la independencia de Islandia en 1262-64, y el abandono de la vida nacional que se dio a continuación. La herencia islandesa de individualismo heroico era peligrosa por naturaleza para la unidad política; pero, incluso si se hubiera logrado dicha unidad, le hubiese resultado difícil a Islandia mantenerse independiente. Los colonos, sus hijos y nietos eran excelentes marinos, cuyas naves les sirvieron para arrasar, comerciar, poetizar y explorar el mundo conocido entonces y también el desconocido. Sin embargo, ya en el siglo XI era cada vez menor el número de caudillos que poseían embarcación propia. Las que habían pertenecido a sus antepasados se habían perdido o resultaban demasiado viejas para navegar, y de otro lado, no existía madera nativa, roble, con qué hacer la quilla de las nuevas. En las fuentes fidedignas del siglo XII nos sorprende hallar pocas referencias de naves de procedencia islandesa; en las del siglo XIII es difícil conocer alguna. Las embarcaciones de dueño islandés se estaban convirtiendo en una rareza[18]. Para las gentes que habitaban una isla en su mayor parte árida, situada muy lejos en el norte del Atlántico, esto era, en el mejor de los casos, una desviación peligrosa. Los viajes y el comercio ultramarinos sólo fueron posibles con el tiempo por obra y gracia de otros: los noruegos en el siglo XIII. Éste fue el mayor riesgo de todos, pues en Noruega, tanto la monarquía como la Iglesia, tenían sus propios planes con respecto a Islandia y éstos tenían que ver con la pérdida de su independencia.
Dichos planes se vieron mayormente facilitados por los mudables acontecimientos de la isla, donde, si bien se conservaba un heroico (que significaba excesivo) individualismo, las ambiciones familiares se intensificaban. Durante el siglo XII el poder fue pasando gradualmente a manos de unos pocos, a medida que un escaso número de caudillos activos y sin escrúpulos se apoderaban de muchos godords o bien, a cambio de recompensas y protecciones, se les otorgaban los privilegios y el control que correspondían a los mismos. En consecuencia, la antigua relación entre godi y el miembro de la asamblea, entre el cabecilla y el siervo, cambió; se hizo menos personal, más feudal. En teoría el asambleísta aún podía transferir su lealtad y así expresar su opinión acerca del viejo amo y el nuevo; pero de hecho su libertad de acción se había reducido. Se vio forzado incluso a tomar parte en disputas que no le incumbían directamente. En el pasado se habían dado notables pruebas de fortaleza entre cabecillas; ejércitos de trescientos o cuatrocientos hombres se enfrentaron dos veces en los años 960, después de morir abrasado Blund-Ketil, y en 1012 casi la totalidad de la Asamblea legal se vio arrastrada a una batalla en el lugar sagrado de sus reuniones, después que Njal corrió la misma suerte; para 1121, Haflidi Masson (en cuyo hogar, ¡ironías del destino!, el código civil de Islandia había sido enmendado y escrito por vez primera cuatro años antes) pudo llevar adelante sus disputas con Thorgils Oddsson mediante un ejército de 1500 hombres. Se había establecido la costumbre de reclutar levas incluso a todo lo largo y ancho de los Cantones, en vez de las bandas de amigos y deudos que en el pasado habían apoyado a los protagonistas de un feudo. Hombres de menor importancia e incluso muchos cabecillas se vieron forzados a ponerse de parte de los Sturlungs, que controlaban los Valles, Borgarfjord y Eyjafjord, o de los Asbirnings de Skagafjord; con los miembros de Vatnsfir, en el noroeste o con los Svinfellings del este; con los Oddaverjar del sur, cuya estrella se iba eclipsando, o con los habitantes del valle de Hauka, cuyo tardío y oscuro triunfo precedió y aseguró la victoria del rey noruego. Las lealtades se esfumaron, ya que las disputas secesionistas y las guerras semidinásticas del siglo XIII llegaron a empeorar a causa de la lucha por la supremacía dentro de los mismos bandos contendientes; a causa también de los desconcertantes cambios de vasallaje y de las ambiguas relaciones entre tantos cabecillas islandeses y el rey de Noruega. La mayoría de los jefes islandeses que visitaron la corte del rey Hakon Hakonsson se convirtieron en vasallos suyos y le juraron obediencia; pero de entre todos los que se debían al rey (Snorri Sturluson, Sturla Sighvatsson, Thord Kakali, Thorgils Skardi y Gizur Thorvaldsson), sólo Thorgils sirvió de corazón a la causa real. Snorri, que no era hombre de acción y poseía una mentalidad superior a la de sus contemporáneos, maniobró y dio largas al asunto, mientras que, paso a paso, acumulaba tierras y riquezas y quebraderos de cabeza, hasta que el rey Hakon se cansó de él y Snorri fue asesinado en una excursión nocturna a Reykholt, en 1241. Sturla, por otra parte, era hombre de acción en exceso, con el resultado de que, habiendo usado de la autoridad real para arreglar sus asuntos personales y cumplir sus ambiciones, encontró la muerte, ya en 1238, junto con dos de sus hermanos después de la batalla de Orlygsstadir, en la cual su padre, el viejo Sighvat, pereció dramáticamente, resistiendo tercamente, después de recibir diecisiete heridas sangrientas. El hermano de Sturla, Thord Kakali, se convirtió en el amo de toda Islandia gracias a su hábil uso de la fuerza y la diplomacia y acaso hubiera llegado a ser rey[19], pero mostró su ambición personal tan a las claras que el rey Hakon le ordenó que volviera a Noruega en 1250 para nunca más poner los pies en su patria de origen. Thorgils Skardi (otro Sturlung), que unía a su inteligencia y magnanimidad una indudable lealtad al rey, fue asesinado a traición en 1258, a los treinta y dos años. Sólo Gizur sobrevivió al nombramiento real para emerger como el hombre más importante de Islandia y llegó a poseer el título de conde; pero el precio que tuvo que pagar por ello resulta en verdad sobrecogedor. Su mujer y tres hijos, amén de veinte miembros de su casa y amigos, perecieron cuando sus enemigos quemaron Flugumyr. Su corazón se extinguió con ellos. En tiempos de desconfianza como éstos, lo mejor de su persona se adulteró y así un hombre como él, sensible, inteligente y amante del pasado de su país, se volvió astuto y despiadado, y acabó destruyendo la libertad de su pueblo. El fragmento más estremecedor de Sturlunga Saga es la respuesta de Gizur a Thord Andresson, a quien había apresado en 1264 cuando se hallaba bajo palabra de salvoconducto. El miserable Thord suplicó que le perdonara. «Lo haré», dijo Gizur, «en cuanto estés muerto». No es de extrañar que, cuando el rey Hakon preguntó a Thord Kakali si consentiría en vivir en el Cielo si Gizur estuviera allí, aquél replicara: «Con la condición de que estuviéramos bien separados el uno del otro.»[20] Perseguido por el odio en su patria y por la sospecha en el extranjero, murió solo y desesperado como un zorro en una trampa, a pesar de haber sido el único conde de Islandia. Pero la vida de estos hombres para el rey de Noruega no era preciosa. Sobre todo porque Hakon sabía lo insegura que era su lealtad y cuán enigmáticos resultaban sus propósitos.
No obstante, su éxito fue inevitable. Los tiempos, el espíritu de su época y la Iglesia estaban todos de su lado. La República era, por definición, un anacronismo, pagano y antimonárquico. Los islandeses debían rendir pleitesía al rey Hakon, declaró el cardenal Guillermo de Sabina, porque «él estimaba contrario a la sana razón que este país no sirviera a un rey, como todos los demás países del mundo». No sólo los obispos noruegos, como el archi-intrigante Heinrek, sino islandeses, como Brand, Arni y Jorund, se hallaban entre los más determinados socavadores de la vieja constitución. Estaban de parte de la monarquía, porque la monarquía estaba de parte de la Iglesia, y antes y después de la pérdida de la independencia lucharon por el control eclesiástico de las propiedades de la Iglesia, incluyendo los edificios y sus rentas, que hasta el momento habían pertenecido, al igual que los templos paganos que los precedieron, a los cabecillas que los habían construido. Su éxito en apoderarse de estos derechos empobreció a familias tan ricas como los Oddaverjar y arrojó a una miseria sin remedio a muchos godar de menor importancia. De varias maneras el viejo sistema de vida se iba haciendo pedazos y la vieja cultura desmoronándose hasta sus cimientos. Asimismo, el granjero islandés, que más que un cabecilla constituía el nervio de la nación, se sintió cada vez más harto de guerra y destrucción. Deseaba la paz, y después de 1250 y del exilio de Thord Kakali, no vio otro medio de lograrla más que por obra y gracia del rey noruego. Cuando Thorgils Skardi se ofreció como caudillo de Skagafjord, tras su victoria en Thvera, en 1255, fue un granjero, Broddi Thorleifsson, quien contestando en nombre de todos dijo que si uno debía servir a un caudillo, estaba de acuerdo en que fuera Thorgils, «pero sería mejor no servir a ninguno, con tal de que un hombre pudiera vivir en paz». El gobierno de los caudillos se hallaba desacreditado, así que en la mente de los granjeros no existía otra alternativa que el mandato real. Así sucedió que, entre 1262 y 1264, los cuatro Cantones de Islandia se sometieron al rey Hakon. Pronto recibieron un nuevo derecho civil y constitucional de Noruega, y una nueva ley eclesiástica. En diez años les llegó la paz y, a partir de entonces, el estancamiento. Por un golpe de desgracia imprevisible pusieron su futuro en manos de Noruega, precisamente cuando este país entraba en un período de rápido declive. Desde aquel momento, la madre patria bastante trabajo tuvo en ayudarse a sí misma, sin pensar en Islandia. En consecuencia, después de haberse beneficiado de un breve incremento en la exportación del pescado, acabaría por verse cruelmente perjudicada a causa de la falta de comercio y comunicaciones. El número de granjeros independientes decreció, los propietarios se convirtieron en aparceros y arrendatarios y, como ocurre siempre en la estrechez, los pobres se empobrecieron aún más. Muchos se volvieron mendigos y vagabundearon por el campo.
Pero gran parte de la miseria de Islandia no fue por culpa de los hombres. Geológicamente, Islandia estaba aún en formación, y sus habitantes tuvieron que compartir los avatares de su adolescencia. Para empezar, el clima se iba volviendo cada vez más frío y los años de heladas aumentaron a partir de 1270, bloqueando las costas y prolongando el invierno, de por sí ya bastante largo. Con todo, peores tribulaciones les aguardaban. El año 1283 trajo consigo un período de plagas y hambre: durante siete años de la década siguiente, hombres y ganado murieron de frío, epidemias e inanición. El comienzo del siglo siguiente coincidió con la erupción del volcán Hekla, con violentos terremotos, y en 1301, unas quinientas personas murieron de epidemias en el norte. De 1306 a 1314, sólo dos años se vieron libres de erupciones, terremotos o plagas, con la consiguiente pérdida de vidas y destrucción de medios de existencia. Periódicamente, durante el resto de este siglo, los volcanes del sur explotaron con fuerza terrible y devastaron amplias zonas del territorio. Numerosas granjas desaparecieron, se borraron los pastos y por igual los hombres y las bestias perecieron a causa de las explosiones, los aludes, las inundaciones y el fuego y, como quiera que el manto de cenizas y lava ennegreciera el cielo de Islandia, las aves que lo surcaban caían muertas a la tierra envenenada. La erupción del Oræfajokul en 1362, con su acompañamiento de jökulhlaup o reventón de glaciares fue «con toda probabilidad la mayor erupción explosiva, en Europa, desde que Pompeya fue destruida en el año 79 d. C.»[21]. Toda el área de Oræfi fue abandonada temporalmente y dos distritos parroquiales desaparecieron para siempre. Más notoria fue la acción del Hekla, mons perpetuo ardens, juzgado por una Europa aterrada como la mismísima Boca del Infierno. Allí, en los períodos de erupción, podía oírse el rechinar de dientes y los penetrantes lamentos, mientras que las almas de los condenados revoloteaban por el lugar como siniestros cuervos. ¡Amarga distinción para Islandia el que reuniera los requerimientos tanto para el infierno vikingo como para el cristiano, el primero frío y helado, el segundo de llamas perpetuas! Y cuando al fin estas dos concepciones se combinaron, los peores horrores del infierno eran visibles también en Islandia, donde los condenados alternaban sempiternamente entre el fuego tártaro y los paralizantes glaciares y hielo a la deriva.
A pesar de todo, Islandia sobrevivió, si bien necesariamente en sí misma y por sí misma. Su dependencia política y empobrecimiento marino, sus catástrofes naturales y el simple y rígido principio de supervivencia propia imposibilitaron su ayuda a Groenlandia cuando ésta, a su vez, sintió el despiadado acoso de la geografía y la historia. Allí los nórdicos acabaron por desaparecer, fuera del alcance del conocimiento y la redención, en una oscura e impenetrable noche; pero Islandia saldría con vida del siglo XIV para encontrarse con que un nuevo amanecer le aguardaba, por muy distante y oscuro que fuera.