4. La vida y las letras

Tampoco en otros aspectos los islandeses se mostraron como colonizadores muy prudentes. Por ejemplo, muchos de ellos empezaron su vida en Islandia construyendo grandes casas de considerable longitud, del tipo al que estaban acostumbrados en su patria de origen, pero cuya construcción y preservación requería más madera y calefacción que la suministrada por esta resquebrajada, desnuda, fría y húmeda isla. No se daban el roble, las hayas ni las coníferas y en esta tierra de «piedras, más piedras, y todo piedra», por una ironía cósmica, no hay prácticamente piedras idóneas para la construcción. En consecuencia, tuvieron que hacer las casas de césped, con paredes de tres a seis pies de grosor, o incluso más gruesas, y techos en los que una tierna corderilla pudiera pastar. Pero la construcción interior y a veces el revestimiento era de madera, y la gran sala de la edad vikinga que tenía de 18 a 30 metros de longitud, precisaba de gruesos pilares y vigas entrecruzadas. Así que hacia el siglo XI la casa islandesa ya estaba cambiando de forma, con la gran sala dividida en dos partes, y a veces con la adición de otras estancias en ángulo recto respecto a la estructura principal. Hacia los finales de la Mancomunidad se impuso por último, aunque tardíamente, un tipo de casa más pequeña en forma de corredor (gangahús). Por otra parte, los islandeses tampoco aprendieron a vestirse y protegerse del frío y de la lluvia. Su calzado, especialmente, era de lo menos adecuado para el clima y terreno. Según dice su primer geógrafo moderno: «En épocas de hambre ni siquiera aprendieron a comer varios de los comestibles que podían hallarse en el campo y su habilidad como pescadores no era como para presumir de ella.»[15] Lo peor de todo era que como granjeros no se proveían para las épocas de «las vacas flacas». En un país en que el equilibrio entre la erosión del suelo, debida a las rápidas alternativas de frío y deshielo, y la sedimentación, debida a la acción volcánica y glacial, era en el mejor de los casos precario, vivieron con prodigalidad, destruyendo la vegetación de abedules, protectora del suelo, al dejar que se la comieran los rumiantes, al no controlar la tala y a causa de fuegos accidentales. No se daban cuenta de que estaban gastando el único capital del suelo. Les duró casi tres siglos antes de que su empobrecimiento se hiciera catastrófico y acabó en la denudación de varios distritos. Excepto en sus propios campos, el granjero islandés, primariamente un criador de animales, resultaba algo así como un ave de rapiña. El caso es que, por una razón u otra, mal emplazamiento o una sucesión de años malos, una cuarta parte de las 600 granjas mencionadas en Landnámabók fueron con el tiempo abandonadas. El más claro índice de expoliación aparece en el registro de 1703, cuando las granjas habitadas sumaban 4059 y las abandonadas 3200. Sería injusto, desde luego, pretender que todas éstas se perdieron por mala administración. La tierra y más tarde el clima, fueron obstáculos formidables.

Por otra parte, mientras los sesenta mil habitantes de la isla, en especial las familias principales, iban acumulando este caudal de varias calamidades que tanto habría de perjudicarles en el siglo XIII, se preparaban al mismo tiempo para un triunfo casi milagroso en la esfera del arte y de la creación literaria. Las primeras generaciones fueron los afortunados herederos, mantenedores y transmisores de una cultura recia y distintiva, cuyas fuentes literarias allá en Escandinavia han desaparecido casi por completo; pero cuyas naves, utensilios, edificios y modelos, tal como se exhiben en los museos de Oslo, Estocolmo y Copenhague, nos proporcionan una abrumadora evidencia del poder artístico y la habilidad de los nórdicos. Pero en lo que se refiere a los islandeses, tuvieron que luchar desde un principio con las limitaciones que el país les impuso. Las artes visuales habían florecido tanto en Irlanda como en Escandinavia, pero en Islandia prácticamente no había piedras que cortar, ni maderas indígenas que tallar (si bien es cierto que un número de espléndidos logros, como la puerta de la iglesia de Valthjofsstadir, nos revelan de qué modo el oficio persistió) y escaso metal que moldear; la arquitectura y la iluminación se hallaban fuera de su alcance; y existe parca evidencia de que tuvieron un espíritu musical. Su expresión artística más personal debe buscarse en las palabras; por fortuna muchas de estas palabras han podido conservarse. Los largos y oscuros inviernos y cierta inclinación en el carácter nacional, en vías de formación, les ocupó todo el tiempo por la necesidad de degollar la mayoría de su ganado asegurándoles inagotables existencias de pieles de terneros para pergaminos, y la llegada del cristianismo, y la consiguiente familiaridad con libros, les proporcionó un alfabeto práctico y un formato convencional. Las transcripciones comenzaron en las haciendas de los cabecillas ricos y de los obispos y en los monasterios del sur y el norte, para extenderse luego entre los granjeros de toda la isla en un alcance sin precedentes. Todavía existen en las bibliotecas europeas unos 700 manuscritos islandeses o fragmentos de manuscritos en pergamino, y este número no es más que, tal como dice Sigurður Nordal, «los pobres restos de una orgullosa flota», que según un cómputo prudente debió de ser diez veces mayor.

Se conoce el contenido de la mayoría de ellos mucho más allá de las costas de Islandia. Existen esos preciosos repositorios, de los que el Codex Regius 2365 4to es el más valioso, que contienen los Poemas Édicos (Eddic), los Romances de Dioses y Hombres, un tesoro pangermánico; existen dos obras indiscutibles de Snorri Sturluson, las Edda en prosa, a través de las cuales un consumado artista recrea la mitología nórdica pagana y nos cuenta cómo los dioses han vivido y cómo morirán, y Heimskringla, esas brillantes narraciones de «Las Vidas de los Reyes Nórdicos» que, según alguien ha dicho, legaron a Noruega su historia nacional; y existen las sagas familiares y los thœttir, unos 120 en total, junto con los versos escáldicos y otros poemas que se han conservado interpolados en la prosa. Menos familiares, pero bien conocidos de los lectores que se interesan por los temas nórdicos, son las obras fundamentales sobre la historia de Islandia del tipo de Libellus Islandorum de Ari el Erudito, «el Padre de la Historia Islandesa», y el Landnámabók, con su relato de los asentamientos, los colonos, sus hijos y sus nietos; las sagas míticas y legendarias de los Viejos Tiempos, las Fornaldarsögur, abarrotadas de aventuras y maravillas, la gloria de los Skjoldings y las penas de Sigurd y Gudrun; las sagas de los Obispos, y esa secuencia dramática de la historia de los siglos XII-XIII cuyo título es Sturlunga Saga. Pero es que además existen muchas otras obras difíciles de distinguir a la sombra de estos ejemplos de impulso nativo y nacional. Los islandeses eran fervorosos traductores y adaptadores de obras extranjeras. Trasladaron a su propia lengua historias de Salustio y Godofredo de Monmouth; existen voluminosas colecciones de historia y creencias relacionadas con Nuestra Señora, los Santos y los Apóstoles; hay una extensa literatura homílica en Islandia; y se saquearon los tesoros de los romances del sur para las sagas de Tristán y Blancaflor. La presión general es de intensa e inacabable actividad, una caudalosa y fuerte corriente de palabras creadoras, informativas, derivativas, fluyendo de mentes receptivas y entusiasmadas, en las superficies de los pergaminos.

Las sagas son, por tanto, literatura escrita. Es cierto que las condiciones en la Islandia medieval eran desacostumbradamente favorables para el desarrollo de la ficción y la tradición oral y sabemos de bastantes casos relacionados con la práctica de recitar historias delante de reyes en el extranjero y en festejos, bodas y toda clase de reuniones en el propio país. Pero sólo conocemos las sagas en su forma escrita. Cierto es también que relatos orales y la tradición oral, incluyendo viejos versos, forman una parte considerable de la materia prima de los autores de sagas, pero resultaría desacertado considerar las sagas como la mera escritura de dichos relatos o tradición. La investigación moderna nos hace cada vez más conscientes de las fuentes escritas de las sagas, tanto nativas como extranjeras, de la historia, las leyendas, las homilías y los ejemplarios. Entre las fuentes que utilizó el autor de Eiríks Saga Rauða, un hombre excepcionalmente bien informado, se encuentran no sólo las tradiciones orales de los descendientes de Thorfinn Karlsefni, sino también posiblemente la Grœnlendinga Saga[16], y sin duda alguna Sturlubók y la Vida de Olaf Tryggvason, escrita por Gunnlaug Leifsson el Monje. Por otra parte, la influencia de escritos eclesiásticos y geográficos y, en el caso de Hauksbók especialmente, del orgullo familiar y de la genealogía, es fácil de discernir. Los autores de las sagas eran en general gentes de propósitos serios y de mente bien equipada; eran organizadores del material, tanto oral como escrito, de suerte que es del todo injusta la idea de que se trataba de simples transcriptores de oído.

La palabra saga (plur. sögur) significa algo dicho, algo registrado en palabras y de ahí (por una fácil transición) una historia o narración en prosa. Se usa el término especialmente para describir, o bien distinguir las narraciones en prosa que fueron la principal contribución de Islandia a la literatura europea, sobre todo las Íslendingasögur o Sagas de los Islandeses, que relatan las vidas y las disputas de individuos y familias durante la llamada Edad de las Sagas, que duró de 930 a 1030. Las Sagas Familiares, que es como también se las llama, constituyen el corazón de la literatura islandesa; por otra parte, han sido descritas como «la última y más refinada expresión» de la edad heroica de los pueblos germanos. Son la contrapartida en prosa (a veces casera) de la poesía épica germánica, tal como sobrevive en los poemas en inglés antiguo Beowulf y The Battle of Maldon, el antiguo alto alemán de los Hildebrandslied, los fragmentos latinos que tratan de Waltharius y Bothvar Bjarki y los romances Édicos (islandeses) de Helgi y Sigrun y Sigurd el Matadragones. Esto se debe a que la concepción del carácter y el destino en la mente de los autores de las sagas era épica, del mismo modo que en la de los poetas. El hado, dicen ellos, es todopoderoso e implacable. El hombre se halla a su merced. Pero en este severo dilema resta la seguridad de la grandeza del hombre, ya que está en sus manos aceptar su destino sin rendirse a él. Si lo acepta, es un hombre de cuerpo entero. Si se somete, se lamenta o trata de evitarlo, disminuye en estatura. Existe la manera justa de actuar: las consecuencias pueden ser terribles, pero el comportamiento es más importante que las consecuencias. En Brennu-Njáls Saga, Flosi, un hombre noble y bueno del helado Svinafell, en el lejano Vatnajokul, quema vivos en casa al noble y bueno Njal y a sus hijos (y con ellos a una anciana y un niño), no por deseo propio; odia esta tarea, pero el sino le ha colocado en tal posición que no puede hacer otra cosa. Así que lo lleva a cabo. En parte, éste es el típico dilema trágico del héroe germánico; no puede escoger entre el bien y el mal, sino entre varios males y no vale renunciar. En parte, es la manera que tienen las sagas de hacer resaltar el carácter y el destino; viendo el destino propio y aceptándolo, con esa curiosa apreciación estética de lo que uno está haciendo; esto era lo que forjaba a un personaje de saga, a una persona digna de ser mencionada. La Eiríks Saga Rauða nos ha legado el nombre de Bjarni Grimolfsson, no porque navegó a América, sino porque cedió su puesto en una embarcación a un hombre más inclinado a vivir que él. El precio de este gesto era la muerte segura, pero el nombre del superviviente no mereció sobrevivir. Fue mero accidente en el destino de Bjarni. No se necesita ser un señor o el hijo de un príncipe para convertirse en el héroe de una saga. Pero se necesita ser un hombre de voluntad inquebrantable. Puesto que la voluntad inquebrantable, como la de Flosi y Bjarni, triunfa sobre la aciaga injusticia del hado todopoderoso y eleva al hombre a su altura.

El que la sociedad islandesa durante la Colonización y la Edad de las Sagas fuera una sociedad heroica, tuvo consecuencias en la vida y la literatura. Los islandeses estaban esposados con la enemistad. Ésta podía dirimirse por la ley o la manipulación de la ley, o podían seguirse conductos bien establecidos para el arbitraje privado o público; pero en teoría la disputa era una disputa de sangre, y la solución (más frecuentemente su progresión) era a través de la venganza por vínculos de sangre. Un resumen de las sagas islandesas como historias de «campesinos a la zarpa, la greña» revela poca sensibilidad y resulta inaceptable. Sería más difícil de rebatir el de «granjeros en disputa». Pero por encima de otros acontecimientos las sagas relatan las querellas, matanzas, venganzas, victorias y derrotas de individuos o familias en estado de enemistad con un vecino. Se nos dice que el escandinavo actual, amante de la paz y buen observador de las leyes, de sentirse arrastrado al homicidio se mata a sí mismo, se suicida. Muy distinto del islandés medieval. Era hermano de sangre de los normandos y la energía y agudeza que éstos dedicaron a las artes del Estado y de la guerra en su recinto europeo, el islandés la dedicó en su rocosa provincia a las artes de la literatura y a la disputa. Reconozcamos que las sagas incluyen mucho más que disputas. Juntas no sólo proporcionan un mosaico histórico de la edad heroica de Islandia, sino que son su verdadera épica y la más alta expresión del alma nacional. Sin ellas el ethos islandés resultaría incomprensible, así como los ideales y creencias o las cualidades mentales que dieron lugar a los mejores años de la república, a la aventura de Groenlandia-Vinlandia, y a la literatura islandesa y, de otro lado, a las disputas sangrientas, la guerra civil, la pérdida de la independencia y a los desastres que siguieron. La más excelsa de las sagas es Brennu-Njáls Saga, la Saga de la Quema de Njal, compuesta hacia 1280 por un desconocido en el suroeste de Islandia. Reduciendo sus riquezas narrativas a una frase, diremos que trata de cómo el héroe Gunnar de Hlidarendi encontró la muerte a causa de su sino y de su propio carácter; de cómo el prudente Njal acarreó del mismo modo la destrucción de toda su familia; y de cómo, al fin, el hombre que le quemó y el hombre que le vengó se reconciliaron. Escrita hacia 1280, unos 20 años después de la pérdida de la independencia nacional, es al mismo tiempo un himno de triunfo y una elegía por los días gloriosos de la República. A través de la Brennu-Njáls Saga (o Njála, como se la conoce afectuosamente) se aprende más sobre Islandia medieval y los islandeses que por medio de ninguna otra fuente. Es, además, la mejor obra de arte islandesa. Por estos dos motivos merece nuestra detenida atención[17].

Pero, si bien Njála es la más excelsa de las sagas, no se trata de un gigante solitario, es factible hallar algún otro favorito. El lector caballeroso y sentimental puede que se sienta más atraído por los delicados sentimientos y las nobles situaciones de Laxdœla Saga; quienes aman la alta poesía y las bravas aventuras hallarán Egils Saga irresistible siempre; mientras que la apasionada preferencia de muchos islandeses por la saga del enojado y perseguido Grettir es una revelación conmovedora de cómo un pueblo es capaz de ver su alma reflejada y su destino expresado en el relato de un solo hombre. Entre las obras más cortas, la saga de Hrafnkel, el Sacerdote de Frey, resulta casi intachable; un magnífico estudio de caudillaje en acción; mientras que el relato de Authun, que compró un oso en Groenlandia y se lo dio al rey Svein en Dinamarca, es perfecto. La lista de excelencias puede ampliarse a placer, pero en nuestro actual contexto nos parece mejor centrar la atención sobre un aspecto de las sagas más en armonía con la documentación de este libro. ¿Dicen las sagas la verdad? ¿Son historias fidedignas? En caso de que no lo sean, ¿hasta qué punto se pueden utilizar como evidencia para, entre otros temas, el asentamiento en Islandia y los viajes a Groenlandia y Vinlandia?

El comienzo de las sagas radica en la historia. La primera «escuela» literaria de Islandia estaba situada en el sur, en Oddi y Haukadal y con la cual están asociados los nombres gloriosos de Sæmund el Erudito y Ari Thorgilsson. Ésta era una escuela aristocrática, erudita en sus intereses y productora de historias formalistas, genealogías, anales y sumarios de datos biográficos que los autores de sagas usarían más tarde con prodigalidad. En Libellus Islandorum (h. 1122-33) de Ari, el énfasis recae tan acentuadamente sobre la verdad histórica que la simple mención de cualquier hecho en esta obra es, en general, garantía de su veracidad. Recordemos que según Snorri Sturluson, Ari fue el primer autor que escribió obras eruditas en el lenguaje nativo. Pero para la época de Víglundar Saga y compilaciones similares del siglo XVI, el elemento histórico había desaparecido. Entre dichos extremos es posible rastrear el origen y desarrollo de la narrativa islandesa en la erudición histórica, rigurosa y exacta, como en Oddi y Haukadal, o más romántica y legendaria, como en Thingeyrar en el norte, pero que pronto tuvo que inclinarse ante el deseo de entretenimiento a la par que instrucción mostrado por el público, o sea, hacia lo que fuese popular al mismo tiempo que históricamente acreditado. Lento al principio, luego con mayor rapidez, el artista creador gana la partida al historiador, hasta que el talento y la historia se combinan en Egils Saga, 1220-25. Unos cincuenta años más tarde, en Njála, el artista logra sin trabas su máximo triunfo, aunque su narrativa se apoye en el lecho de la antigua erudición histórica. Para la época de la última recensión de Grettis Saga, hacia 1310-20, el autor maneja su material aún con mayor libertad, y el proceso histórico resulta mucho menos discernible bajo el velo de la leyenda y tradición maravillosas; finalmente, en Víglundar Saga la historia ha caído en una absurda pretensión de colorido histórico.

De todo esto se sigue que en la mayoría de las sagas familiares, aquéllas cuya compilación y redacción se hicieron de un modo serio y responsable, hay una firme base histórica y de conocimiento de la antigüedad. Sin embargo, no olvidemos que nos referimos a la historia tal como la entendía la mente medieval y que los autores de las sagas manejaban acontecimientos que habían sucedido unos doscientos o trescientos años antes. De lo cual se desprende en último término que la historicidad de cada saga debe establecerse: de una manera positiva, comprobándola con toda clase de fuentes de información (si es posible, refrendándola con la arqueología), y de una forma negativa, con la precaución de distinguir entre los elementos razonables e increíbles de la narración. Recordando además que, si bien la ficción o la refundición del material en el crisol de la imaginación creadora era un elemento esencial de todas las sagas familiares, no existiría saga alguna si no fuera por el interés de los autores en la historia y su respeto por el método histórico contemporáneo. Excelentes ejemplos de esto son las sagas de Erik el Rojo y de los groenlandeses. Se apoyan en una buena tradición histórica acerca del descubrimiento y los asentamientos en Groenlandia y el intento de colonización en Norteamérica. A través de los siglos esta tradición ha recogido adiciones y confusiones, pero su validez ha sido siempre discernible. Además, en los últimos dos años, se ha visto confirmada por el descubrimiento, en Qagssiarssuk-Brattahlid, de la antigua iglesia de Thjodhild, hecha de césped, «no demasiado cerca» de la granja de Erik y, también, por el aumento de datos para la evidencia de que la extremidad septentrional de Terranova y el área de Sacred Bay fueron las zonas que los nórdicos habitaron en el antiguo «Promontorium Winlandiæ».