2. El descubrimiento nórdico y el primer asentamiento

Los papar se marcharon cuando llegaron los nórdicos. Esto acaeció hacia 860. No pretendemos decir que los papar partieron inmediatamente después del descubrimiento. Fue la ola de asentamientos en progreso la que, catorce años más tarde, les arrancó de sus cuevas del sureste para sepultarles en el olvido.

Nuestra principal fuente de información acerca de los descubridores nórdicos es el Landnámabók, el Libro de los Asentamientos. Según una de las recensiones, Sturlubók, el primero fue Naddod el Vikingo. Según otra, Hauksbók, fue un sueco llamado Gardar Svavarsson, testimonio que debemos aceptar por tres razones: que el Hauksbók parece basarse para este punto en la autoridad del texto original del Landnámabók; que está confirmado por las dos fuentes nórdicas más antiguas (escritas en latín) que tratan de este tema, la anónima Historia Norwegiœ, de fecha incierta, pero derivada al parecer de un original de hacia 1170, y la Historia de Antiquitate Regum Norwagiensium, de Theodricus Monachus, hacia 1180[8] y asimismo por la Brennu-Njáls Saga; y tercero, si confiamos en la historia (las versiones dispares están de acuerdo en este punto) que fue Uni, el hijo de Gardar, a quien el rey Harald el Rubio pensó en usar como instrumento para someter Islandia a Noruega, posiblemente basándose en su derecho a heredar el país entero después que perteneciera, primero es el primero, a su padre. Este sueco, Gardar, era un explorador de cuerpo entero. Habiendo arribado a tierra al este del Horn Oriental, siguió navegando más allá de las montañas heladas y los desbordantes ríos del glaciar Vatna y los salientes llanos, alargados y melancólicos de la inhospitalaria costa del sur. No ofrecen atractivo alguno al navegante, y Gardar con seguridad se mantendría alejado de la costa hasta que los purpúreos colmillos del Vestmannaeyjar y el amplio panorama del Landeyjar le condujeron a la inhospitalaria península de Reykjanes, pasado Skagi, donde la noble extensión del Faxafloi se abriría ante sus ojos, con sus aguas relucientes, bordeada de montañas, y hacia el norte, sesenta millas más allá, el cono perfecto del glaciar Snæfells. Pasado Snæfellsnes vería un segundo gran entrante, Breidafjord, Fiordo Amplio, con sus incontables islas, arrecifes y skerries, y sus blancas y mortíferas corrientes. Luego el Vestfirthir y sus reverberantes aguas, palmeadas entre los dedos huesudos de esa mano retorcida, cuya muñeca se halla en Laxardal y Haukadal. Pasaría Isafjardardjup, con sus siete hendiduras cortantes en su litoral meridional, respaldado por la desolación del nevado Glama y al extremo septentrional de Isafjardardjup y Kaldalon, donde las lenguas del glaciar Dranga alcanzan el mar. La imponente muralla del Snæfjallastrand viene a continuación, y acto seguido, los ásperos entrantes del Jokulfirthir. Pronto Gardar doblaría, después, Hornbjarg, el Cabo Norte y, a lo largo de una costa rocosa, seguiría navegando hacia el sur y ligeramente al este hasta Hunafloi. Aquí encontraría tierras más llanas y más ricas, largos valles penetrando tierra adentro, pero detrás de ellos picos y más picos, riscos, sierras discontinuas y a veces el brillo del hielo. Posiblemente se sintió tentado allí, de echar pie a tierra o en los vecinos fiordos hacia el este, Skagafjord y Eyjafjord. Como el fin del verano se acercaba, una buena idea habría sido que varase la nave y construyese su cuartel de invierno en los acogedores salientes de este último; pero se jugó su buena estrella alrededor de otro promontorio más y arribó a Skjalfandi, el Temblador, donde edificó una casa en un sitio llamado Husavik, Bahía de la Casa, en un acantilado escarpado, junto a un mal fondeadero, abierto a la invasión del hielo ártico. Cuando se hizo a la mar la primavera siguiente, se vio forzado a dejar atrás a uno de su tripulación, Nattfari, con un esclavo y una sierva. No sabemos el motivo de esta decisión, lo único cierto es que Gardar necesitaba marcharse y esto fue lo que hizo. De todos modos, es evidente que Nattfari sobrevivió a su abandono, en caso de que lo fuera, ya que su nombre aparece modestamente más tarde en el relato del asentamiento en el Cantón Norte que se hace en el Landnámabók.

Así pues, ahí tenemos a Gardar, navegando con rumbo noreste hacia el Círculo Ártico y los peñones de Melrakkasletta y a través de Thistilfjord a la angosta península de Langanes, donde ha de esperar a que un viento boreal más favorable le empuje hacia el sur hasta Vapnafjord. Poco después estaría de vuelta a la región de los fiordos, esta vez el Austfirthir, los brazos de agua penetrando, no tan profundamente, la hendida meseta posterior y las estribaciones de tierra, en cierto modo menos impresionantes. Pero desde Berufjord hacia el sur, el interior se le mostraría de lo más intimidante, a medida que Gardar se aproximaba al Vatnajokul. Y, sobre todo, pasado Berufjord se hallaría navegando a la altura de la comarca de los papar. ¡Con qué desolación los eremitas de Papey y Papafjord contemplarían de nuevo delante de sus ojos, su alta proa y la listada vela, dolorosa señal de que décadas de reclusión tocaban a su fin! Al volver al Horn Oriental, Gardar se dio cuenta de que había circunnavegado una isla, de modo que la llamó Gardarsholm y cuando retornó a su patria habló con entusiasmo de ella.

El segundo en arribar, el vikingo Naddod, no iba en busca de Islandia, por lo que no permaneció allí más tiempo del debido. Al salir de Reydarfjord una fuerte tormenta de nieve cubrió la tierra; de ahí que la llamara a su vez Snæland, Tierra Nevada.

El tercero, Floki, con sus sacrificios y cuervos resulta un sujeto más misterioso. Es posible que tuviera pensado asentarse, ya que llevó animales domésticos consigo. A partir de su desembarco en Horn, siguió el rumbo de Gardar hacia el oeste para alejarse de la resaca de la costa meridional, cruzó Faxafloi (que bautizó con el nombre de uno de sus compañeros) y construyó una casa en Brjanslœk, en el lado de más allá de Breidafjord. Desde este punto privilegiado Floki y la tripulación pasaron revista a las ventajas de la zona, finos pastos en tierra firme, islas para apacentar en verano, un fiordo abundante en pesca (incluyendo focas) y bandadas de aves marinas. Al abrigo de los vientos boreales y a la vista de semejantes ventajas cometieron la misma equivocación que muchos otros que les siguieron. Las tentaciones eran demasiado numerosas, si además añadimos el cielo azul y el aguijoneante sol del verano; así que pasaron el tiempo junto a la fácil cosecha de aguas jamás violadas por la práctica de la pesca desde que el mundo era mundo, descontando, claro está, los hábitos de las gaviotas, los pájaros bobos y las focas, hábiles cazadoras del salmón. Y es que Floki, como colonizador, era un novato. De pronto el invierno se le echó encima, con nieve y hielo; los pastos desaparecieron y, aunque los hombres no llegaron a pasar hambre, lo cierto es que los animales domésticos perecieron. Llegó la primavera y seguía haciendo frío. Cuando Floki trepó a una colina al norte, le esperaba el desconsolador panorama de ver cómo el brazo sur del Arnarfjord estaba obstruido por hielo a la deriva. Así que Thule, Gardarsholm, Snæland, adquirió otro nombre más, Ísland, Islandia, Tierra del Hielo y éste es el que ha conservado hasta ahora. El mal tiempo duró una larga temporada. Como consecuencia, se hicieron a la mar tardíamente, y sus tribulaciones (¡qué poco lo sabían!) no habían cesado aún. Galernas de procedencia sudoeste les impidieron doblar Reykjanes. Forzados a volver a Faxafloi, pasaron allí otro invierno a regañadientes. Cuando al fin consiguió llegar a Noruega, Floki, habiendo dado a la isla un mal nombre, no hizo nada por mejorar esta impresión. Por otra parte, su piloto Herjolf, que debió de pasarlas muy amargas a la altura de Faxafloi al soltarse el bote de remolque en que iba, halló bueno y malo que contar. Mientras que Thorolf, un tipo al que los islandeses habrían tenido que inventar de no haber existido, juraba que de cada hoja de hierba de la isla goteaba mantequilla; por esta razón le pusieron el apodo con que se le conoce desde entonces, Thorolf Mantequilla.

Debido a las inconsistencias que aparecen en las diferentes versiones del Landnámabók, no cabe que cada circunstancia de las historias de los tres primeros viajeros sea rigurosamente cierta. Pero dos cosas están claras: que hubo varios viajes exploratorios a Islandia unos diez años más o menos antes del asentamiento de Ingolf y Hjorleif; y que estos viajes no pueden ser disociados de los que se emprendieron en el oeste, esto es, en las islas Británicas y las Feroe. Además, hay una pauta de desventuras marítima, que concuerda con los materiales de una leyenda y con las realidades de la vida.

A finales de la década de 860 Islandia debía ser un nombre que corría de boca en boca entre los noruegos. Llegaría a oídos de los hermanos de leche, Ingolf y Leif, quienes se hallaban necesitados de tierra y cobijo, a causa de su disputa con el conde Atli de Gaular, pues habían dado muerte a dos de los hijos del conde y, en consecuencia, habían tenido que pagar con sus fincas la indemnización. Se hicieron a la mar sin pensarlo dos veces para un viaje de reconocimiento bien planeado. Alcanzaron la ya clásica área de arribada en el sureste, navegaron más allá de Papey y luego enfilaron por entre los arrecifes arenosos hasta las resguardadas aguas del Alptafjord meridional, en cuyas riberas pasaron el invierno inspeccionando los alrededores. Por último volvieron a Noruega con objeto de arreglar sus asuntos en casa. Ingolf invirtió el dinero que les quedaba en mercancías útiles para el viaje y asentamiento y Leif se trajo escudos a bordo para una última incursión sobre Irlanda. De allí regresó con una espada, que le habría de proporcionar su seudónimo, Hjorleif, y diez cautivos, a manos de quienes acabaría por hallar la muerte. Pero los augurios de Ingolf no dijeron una palabra de esto último —Thor no estaba interesado en Hjorleif— y de esta suerte partieron, cada uno en su nave. En cuanto Ingolf avistó tierra, lanzó los soportes de su sitial al mar, pues esto era lo que cualquier hombre temeroso de su dios hacía si quería que éste le indicase donde tenía que instalar su nuevo hogar[*]. Los soportes, así como Hjorleif y su tripulación tomaron dirección oeste, pero Ingolf maniobró su barco hacia Ingolfshofdi, de modo que pasó su primer invierno en algún punto cerca del Cabo. El Cabo es un paraje tan imponente en esta peligrosa costa, se halla tan dramáticamente situado (donde la tierra se dobla abruptamente hacia el oeste después de haberse extendido por un largo trecho hacia el sudoeste a partir de los Horns, y a causa de algún antiguo y violento desgajamiento forma un promontorio con tal aire de solitaria y dominadora fortaleza), que uno se siente tentado a creer que los restos antiguos del lado oriental son los restos de la casa de Ingolf. Sin embargo, esto es poco probable. Parece más razonable que un caudillo tan astuto y lleno de recursos habría buscado un lugar más idóneo en Oræfi, donde aún hoy día, después de numerosas y despiadadas convulsiones de la naturaleza, existen acogedoras alquerías, bien resguardadas, medrando entre los talones del glaciar.

Fue en otro de estos cabos o promontorios, unas 60 millas más al oeste, donde Hjorleif edificó su casa. Hjorleifshofdi se levanta hoy en el litoral de las negras Myrdal Sands, perpendicular, cubierto de verdor, con sus laderas erosionadas desde 894 por nueve diluvios de hielo y agua que bajaron del helado volcán Katla; pero, cuando los primeros colonos lo vieron, debió parecerles un hogar excelente y bien resguardado, con abundantes pastos y bosques de abedules alrededor. Hjorleif dispuso que se empezara a edificar rápidamente, a limpiar el terreno y arar. Pero los esclavos irlandeses, todos guerreros, sus corazones llenos de ardiente odio, detestaban estas tareas manuales, de modo que se inventaron la patraña del oso del bosque para deshacerse de sus dueños[9]. Acto seguido partieron con las mujeres, los bienes muebles y, claro está, con el bote de la nave, hacia ciertas islas escarpadas que habían visto desde la cabeza del promontorio, unas cincuenta millas al sudoeste, donde vivieron como en Babia hasta que Ingolf los alcanzó y los despachó uno por uno. Sus prodigiosos saltos mortales todavía ponen una nota tétrica en el soleado paso por entre Vestmannaeyjar, las Islas de los Irlandeses. Si el asentamiento no podía ir desprovisto de un sacrificio inaugural, no hay duda de que éste se produjo en ambos sentidos. Islandia conoció su primera sangría.

Ingolf siguió sin encontrar sus soportes. Agotado, pasó su segundo invierno donde estuvo su difunto hermano. Luego partió hacia el oeste, explorando la costa y el campo hasta el río Olfus. Hasta entonces sus siervos Vifil y Karli no habían tenido dificultad en navegar por la costa observando la superficie del mar y la costa para no pasar por alto ningún desperdicio marino; Ingolf, por su parte, siendo hombre práctico, se dirigió tierra adentro en cuanto vio los campos de lava, los arroyos fangosos y la extensa desolación de más allá del río Olfus. Tras cruzar el río, acampó para pasar el invierno al resguardo del benigno flanco del Ingolfsfell. Mientras tanto, sus dos siervos continuaban avanzando y costeando Reykjanes, al oeste, luego al norte, luego al este, hasta que por fin, por suerte, buen juicio, o con la ayuda de Thor, encontraron los soportes del sitial, antes del fin del verano, donde hoy se halla Reykjavik. Así pues, en la primavera Ingolf se dirigió al oeste, trepó hasta el brezal y es fácil imaginarse que ladeó el interior de Reykjavik, tachonado de cráteres, salpicado de lava y cenizas. Si uno recuerda, como Karli, los 250 km de paisaje a menudo agradable que habían atravesado en su ruta hasta allí, se comprende su queja: «¡Dejamos atrás una buena comarca con propósito equivocado, si es que pensamos vivir en este pegote de tierra!». Esto es, la tierra de más allá de Hellisheidi y las Montañas Sulfurosas, pasado el paisaje lunar.

Pero Thor no había mal dirigido a su creyente. Le había traído al oeste, al manantial de la historia islandesa, de su derecho y constitución, y allí le hizo donación de un patrimonio tan amplio como su patria de origen. Con Ingolf en su sitial en Reykjavik (y los soportes todavía se encontraban en la sala de estar cuando se compilaba el Landnámabók), la colonización de Islandia estaba en marcha bajo los mejores auspicios.