1. Antes de los Nórdicos

No se conoce el nombre ni la procedencia del primer ser humano que llegó a Islandia. Como tampoco se sabe la causa de su viaje: si impelido por sus dioses, guiado por un milagro, barrido por el viento, cercado por la tormenta o en busca del estaño y el ámbar que ampliasen su horizonte mercantil. Pero no cabe duda de que era un hombre valiente, o desafortunado, y que esto ocurrió hace muchísimo tiempo.

Hacia 860 el mascarón de una nave nórdica realizó la primera circunnavegación de la isla de que se tiene noticia. Los «curachs» (tipo de embarcación de la época) de los anacoretas irlandeses habían alcanzado la costa sureste a finales del siglo VIII, pero es probable que la historia de Islandia empezara en un pasado más remoto. En los últimos treinta años nos hemos enterado de cómo una temprana familiaridad del hombre con el mar y el deseo de surcarlo dio por resultado una serie de viajes que los historiadores del siglo XIX no llegaron a sospechar siquiera. Esta verdad es aplicable tanto al hemisferio boreal como al austral, tanto al Atlántico como al Pacífico. En el año 2500 a. C., y acaso antes, el mar era ya el camino real de muchas razas, de tal modo, que los ritos funerarios del Megalítico español, portugués y francés se extendieron a través del mar por las islas y penínsulas del oeste y, desde ellas, en dirección norte a lo largo del Mar de Irlanda y el estuario de Pentland. Desde entonces, las rutas marítimas occidentales han conocido redoblada actividad y, aunque con frecuencia el pillaje y la política han inducido a ciertos pueblos a echar un tupido velo sobre el saber (como hicieron los fenicios respecto a África y las Casitérides, o los mercaderes de Bristol con respecto a su tráfico ilegal con Groenlandia en el siglo XV), el recuerdo de dichos cargamentos raramente se ha perdido en el olvido absoluto. Ocurre casi siempre que alguien tiene nociones o confusamente recuerda que allá en el seno del océano existe una Tierra de Promisión o de Eterna Juventud, un sosegado refugio o un vivero de riqueza piscícola. Así pues, no resulta del todo improbable que el astrónomo, matemático y geógrafo griego Piteas de Masalia adquiriese, en las cercanías de Britania, tantas noticias de Thule como las que llevara consigo. Desafortunadamente se ha perdido el relato de su viaje de exploración a Britania y más al norte, en 330-300 a. C. En su lugar, tenemos que utilizar fragmentos de información no siempre consistentes, a veces transmitidos a través de intermediarios poco escrupulosos e incluidos en los relatos de geógrafos griegos más tardíos. Es de modo tan confuso como ha llegado hasta nosotros por primera vez el nombre de Thule, si bien no está del todo comprobado si Piteas, al mencionar Thule, se refería al país que ahora llamamos Islandia. Estaba situado a seis días de navegación al norte de Britania (según Estrabón y Plinio) y a una jornada más allá se extendía un océano congelado, cuajado o helado (Plinio). Durante el solsticio de verano, el sol era visible allí durante las veinticuatro horas del día (Cleomedes) o, cuando menos, la noche era muy corta (dos horas en algunos lugares, en otros tres), lo cual encaja con Islandia. Pero Piteas habla de Thule como país habitado por bárbaros, de quienes, por otra parte, parece poseer suficiente información. Tienen pocos animales domésticos, dice, pero viven del mijo y las hierbas, así como de fruta y raíces. Los que poseen cereales y miel elaboran bebidas con ellos. Las espigas, una vez segadas, se llevaban a espaciosos graneros cubiertos y se trillaba en el interior, porque la ausencia de sol y los chubascos dificultaban enormemente la trilla al aire libre. El legado arqueológico de Islandia no nos ha dejado evidencia de esto y por lo poco que sabemos del retroceso polar en el clima del hemisferio boreal en los días de Piteas, la identificación con Islandia resulta aún más improbable. La costa oeste de Noruega parece encajar mejor con dicha evidencia como «el más allá norteño» y las posibilidades de Shetland y Órcadas tampoco deben ser despreciadas. Si hemos de creer a Estrabón, Piteas dijo que en estas latitudes había una región donde la tierra, el mar y el aire no se distinguían el uno del otro, sino que formaban una especie de congelación o «pulmón marino» que fluctuaba con la rítmica respiración del Demogorgon y que no era aconsejable aventurarse por tal paraje. Pero, viera lo que viese, fuera un banco de niebla o de hielo fangoso o quizás el producto de su poderosa imaginación, excitada por un cúmulo de fenómenos locales, es difícil hacerse idea de qué se trataba. En consecuencia, nuestra identificación de Thule sigue donde la dejamos, e Islandia no entra todavía en los anales históricos[1].

¿Fueron capaces los romanos de llegar a Islandia, ya que no los fenicios y los griegos? De ocurrir, habría sido durante el control que Carausius, el del cuello de toro, ejerció sobre la «Classis Britannica», ya como almirante de los Países Bajos, ya como emperador de Britania (h. 286-293 d. C.); pero no hay evidencia literaria alguna y la arqueológica es liviana y poco concluyente. Consiste, simplemente, en tres monedas romanas de cobre, bien conservadas, del período 270-305 (las fechas que abarcan los mandatos de los emperadores cuyas efigies muestran), descubiertas este siglo, dos en Bragðarvellir en Hamarsfjord, la otra en el distrito Lon de Hvalnes, todas en el rincón sureste de Islandia, que es posiblemente la zona de arribada de las naves del sur. Ello no quiere decir que tan escasas y poco valiosas monedas llegaran necesariamente a manos de sus primeros poseedores, romanos, o bien escoceses; más bien fueron llevadas a Islandia por un nórdico que las había adquirido en otras tierras, como parte de un botín, regalo, objeto curioso o de cualquier otro modo. Aunque una nave romana hubiera alcanzado estas latitudes voluntariamente o por accidente, no queda trazo de su regreso; en cuyo caso las tres monedas son el único testimonio de este viaje, y al tener en cuenta los riesgos del océano y la inclemencia de tierra firme, nos sentimos inclinados a añadir los de la tripulación también[2].

Mientras tanto, las rutas marítimas occidentales conocían un tráfico incesante. Pasado el período de los constructores megalíticos, fueron los invasores, celtas de la Edad del Bronce quienes ocuparon su lugar como viajeros por mar y tierra. Durante los mil años siguientes hubo un continuo movimiento de pueblos y culturas entre el continente y las islas y promontorios del oeste de Britania, hasta que finalmente, a comienzos del período cristiano, el fervor misionero de los santos celtas unió Irlanda y Bretaña. Cornualles, Gales y Strathclyde, en una apretada entidad cultural[3]. Hacia los siglos V y VI, solamente a lo largo de estas rutas occidentales, los pueblos de Britania e Irlanda podían mantener contacto con la decaída civilización romana en la Galia y el oeste del Mediterráneo. La actividad marítima era interminable, de tal modo que, cuando los santos y peregrinos irlandeses empezaron a buscar islas y ermitas cada vez más distantes, contaban con el bagaje de un hábito casi inmemorial de aventuras trasatlánticas que añadir a excelentes naves y un rico conocimiento del arte de navegar. Estos barcos eran «curachs», hechos de cuero (coria) sujetos a una estructura de madera. Algunos eran pequeños, como uno de dos pieles y media en el que tres peregrinos irlandeses llegaron a Inglaterra para visitar al rey Alfredo en 891, otros eran de buen tamaño y tonelaje, capaces de transportar, cuando menos, una veintena de hombres con sus bártulos y provisiones. En estos «curachs» y desde monasterios como Aran, Bangor, Clonfert y Clonmacnoise, los irlandeses, a fuerza de remos o vela, pudieron alcanzar cualquier punto de la costa británica (Columba estuvo en Iona hacia 563) y acto seguido volver sus proas hacia el océano del norte. Entre Escocia y las Órcadas hay un estrecho mar de sonda, cuyas frecuentes tormentas y repentinos cambios de aguas tranquilas a mar bravía no consiguieron, a pesar de ello, intimidar, aunque sí ahogar a veces, a estos primeros navegantes. Desde las Órcadas hay 50 millas escasas a Shetland y menos de 200 a las Feroe. Desde allí hasta Islandia la sima oceánica tiene 240 millas de extensión, mientras que desde Malin Head, en el norte de Irlanda, la distancia en línea recta es de unas 600. No es inconcebible, a pesar de esto, el reiterado progreso de los peregrinos hacia el norte, especialmente si tenemos en cuenta los comprobados efectos del hillingar o fata morgana de esas regiones, la cual puede llegar a doblar la distancia a que la costa resulta visible para el esperanzado navegante. Incluso los menos optimistas se aventuraron a sondear a 400 millas de Butt of Lewis.

A menudo es difícil distinguir entre fantasía y verdad en las vidas de los santos celtas, de manera especial si se trata de santos irlandeses. Es una pena, porque en sus Imrama o relatos de viajes se encuentran fragmentos que parecen dar cuenta o, más bien, reflejar experiencias en altas latitudes, con gigantescas ballenas y volcanes en erupción. Ningún sufrimiento era demasiado grande para quienes, como Cormac ua Liathain, buscaron su desierto en el océano, aun cuando la recompensa para los afortunados fuera tan sólo rezar y adorar, soledad y automortificación, en cuevas y chozas diseminadas por islas solitarias.

Ansiosos lamentos al Cielo, confesión sincera y francamente devota, aguaceros de lágrimas fervorosas.

Un lecho frío e incómodo, como el yacer de los réprobos, un sueño corto y aprensivo, gemidos frecuentes…

Solitario en mi pequeña choza, sin compañía alguna, solo vine al mundo, solo me separé de él.

Otros escritos, cierto es, suenan más alegres, como el anónimo poema del siglo XII sobre la vida ermitaña de San Columba en la isla:

Resulta delicioso estar en el seno de una isla, en el pico de una roca, de modo que a menudo pueda ver allí el mar en calma…

Que pueda ver sus espléndidas bandadas de pájaros sobre el caudaloso océano; que pueda ver sus gigantescas ballenas, maravilla de maravillas.

Que pueda ver la marea baja y la alta en su fluir; que éste sea mi nombre, un secreto yo revelo: «quién volvió la espalda a Irlanda».

Para la mayoría de estos hombres devotos, peregrinari pro Christo significaba no volver. Inanición o muerte violenta, todos los terrores de la tierra y del océano eran bien recibidos por la gracia de Dios. Los peregrinos habían abrazado el blanco martirio de una heroica renunciación[4].

El más conocido de los Imrama irlandeses y el más pertinente para la historia de Islandia recoge los viajes de San Brendano. En una ocasión el santo y sus compañeros vieron una elevada montaña al norte, a no mucha distancia en el océano, la cumbre coronada de nubes y humo; y, a medida que su nave se acercaba a la isla, la costa se hizo tan sumamente alta que apenas podían ver la cima de ella, escarpada como una muralla y brillante como un carbunclo. Al desembarcar perdieron a uno del grupo en manos de los demonios que la habitaban y cuando, por divina intercesión, les fue posible alejarse de allí, vieron, al volver la vista atrás, la montaña, ahora libre de humo, primero vomitando llamas al cielo, luego sorbiéndolas atrás, de modo que toda la montaña hasta el mismo borde del mar semejaba una pira llameante[5]. Esto parece, sin lugar a dudas, la descripción de un volcán en erupción cerca de la costa sur de una isla montañosa, y nos inclinamos a pensar que se trata no tanto de una nueva localización del infierno, sino más bien de la descripción de un llameante Hekla, Katla o algún cráter de Oræfi, con su correspondiente erupción de lava. Pero también el Mediterráneo poseía volcanes y en la literatura clásica hay muchas referencias a ellos, así que no es posible llegar a una certeza absoluta. De hecho, el mejor y más sobrio testimonio de que los religiosos irlandeses no sólo conocían la existencia de Islandia, sino que incluso la habitaron durante 60 ó 70 años antes de que los nórdicos la descubrieran, es el Liber de Mensura Orbis Terrœ del monje irlandés Dicuil. Escrito en 825 d. C., contiene información acerca de las islas que yacen al norte de Britania, tomada de viva voz de clérigos que, a su vez, no hablaban de oídas, sino inspirados por un conocimiento exacto y de primera mano. De menor garantía resultan los relatos maravillosos de los hagiógrafos e incluso el testimonio de Beda[6] (a pesar de ser reminiscente de los fragmentos de Piteas y haber sido adoptado con presteza por los redactores de Landnámabók) de que a seis jornadas de navegación al norte de Britania yace la isla cuyo nombre era Thule, donde por unos cuantos días en verano, el sol no se perdía de vista por debajo del horizonte.

Alrededor de nuestra isla de Hibernia (dice Dicuil) hay islas, algunas pequeñas, otras minúsculas. Frente a la costa de la isla de Britania hay muchas islas, algunas grandes, algunas pequeñas, algunas medianas; alguna yace en el mar hacia el sur de Britania, otras hacia el oeste; pero son más numerosas en dirección noroeste y norte. He vivido en algunas de estas islas, en otras he desembarcado, algunas las he avistado, de otras he leído…

Hace ahora treinta años, que clérigos (clerici) que vivieron en esa isla (i. e., Thule) desde el primero de febrero hasta el primero de agosto, me dijeron que no sólo durante el solsticio de verano, sino también en los días que lo preceden y siguen, el sol poniente se oculta, llegado el crepúsculo, como tras una pequeña colina; de tal modo que no se produce oscuridad alguna durante ese brevísimo período de tiempo, sino que, al contrario, un hombre puede realizar cualquier tarea que desee como a la luz del día, incluso despiojar su camisa y, de encontrarse en una montaña alta, en ningún momento el sol habría desaparecido de su vista…

Se ocupan de falacias quienes dicen que el mar alrededor de la isla está helado, que es un continuo día sin noche desde el equinoccio de primavera hasta el de otoño, y viceversa, perpetua noche desde el equinoccio de otoño hasta el de primavera; pues, quienes navegan en época que se considera de gran frío han llegado hasta aquí de todas formas y mientras habitaron en la isla gozaron siempre de la alternancia de noche y día, salvo en la época del solsticio. Pero tras un día de navegación de allí al norte hallaron el mar helado[7].

Algunos de los enigmas inherentes en estas fascinantes frases no fueron, sin duda, enigma alguno para Dicuil. ¿Se encontraban estos clérigos tomando parte en un primer viaje, aislado, que confirmaría los testimonios de Piteas y Plinio? ¿O se trataba solamente de uno cualquiera de los varios viajes en un tráfico ya establecido (si bien ocasional) de los anacoretas a Thule, como se desprende del libro De Ratione Temporum (si además creemos que la Thule de Beda y la de Dicuil son una misma)? ¿Cuántos eran estos anacoretas y con qué recursos contaban? ¿Y cómo se explica la duración exacta de su estancia desde el primer día de la primavera irlandesa hasta el primer día del otoño irlandés? Cualesquiera que sean nuestras respuestas o, incluso, nuestras cavilaciones, apenas ponen en entredicho la conclusión de que hacia finales del siglo VIII algunos irlandeses, entre ellos unos clérigos, alcanzaron Islandia, donde pasaron la época más benigna del año y contemplaron el sol de medianoche. Y con esto concluimos la exposición de la etapa prenórdica de la historia de Islandia.

A partir de aquí nuestro interés se concentra en las fuentes de información islandesas y noruegas. Íslendingabók y Landnámabók, así como la historia noruega de Theodricus, establecen que, cuando los primeros colonos vikingos llegaron a Islandia, había ya algunos irlandeses residiendo en la isla. Siendo cristianos y habiendo rehusado vivir con los paganos, se marcharon, dejando tras ellos libros irlandeses (es decir, devocionarios en latín, escritos con caracteres irlandeses), campanas y báculos, gracias a los cuales se averiguó su nacionalidad y profesión. Éstos eran los papar (sing. papi, en irlandés pab(b)a, pob(b)a, del latín papa), monjes y anacoretas. Por los topónimos está claro que hubo una dispersión de estos papar que abarcó el sureste de Islandia, especialmente, entre la isla de Papey y Papos en Lon. Mucho más al oeste, pasados los espolones de hielo del Vatnajokul y las arenas desoladas de Skeidara, en la bella y fértil campiña de Sida, había una comunidad papar en Kirkjubœr, y tal era la santidad del lugar que no se permitía habitarlo a los paganos. El primer colono fue Ketil el Tonto (denominado así porque era cristiano) un nórdico de las Hébridas, nieto del gran Ketil el Chato; su vida transcurrió placenteramente. Después de muerto, Hildir Eysteisson alardeó de que enseñaría a todos cómo un pagano podía habitar en Kirkjubœr, pero en el momento que alcanzaba los límites del lugar fue alcanzado por la ira de Dios. Allí cayó de hinojos y precisamente allí mismo fue donde murió.

Nada sabemos de los medios de existencia de estos papar. Las cuevas, establos, celdas y casas que en diferentes épocas se les adjudicaron han resultado ser trabajo de quienes les sucedieron. Se desconoce si consiguieron cultivar alguna clase de cereales, pero es probable que desde no más lejos de las Feroe transportaron rebaños que les proveerían de leche y lana. Eran, sin duda alguna, pescadores, escasos en número, apenas un centenar en total. Y eso es todo. Ni siquiera sabemos cómo esta escasa y temporal ocupación cristiana terminó. ¿Vivían los papar en soledad? ¿O bien el topónimo Pap(p)yly denota una celda o un claustro? ¿Los abatió el mismo sino?, y ¿cuál fue éste? «Tiempo después se marcharon (þeir fóru siðan á braut)», es un epitafio lacónico y poco revelador. ¿Y cómo es que dejaron tras de sí sus preciosos libros, sus iglesias y campanillas, cayados y báculos? O bien su partida fue repentina y precipitada, en los mismos curachs que les habían traído a Islandia; o quizás es que los nórdicos se hicieron con estos tesoros después que sus prístinos poseedores huyeron a las inhospitalarias y mortíferas moradas de lava, roca y hielo, tan abundantes en Islandia. Y no es porque uno asocie, normalmente, a los sacerdotes y a los irlandeses con la idea de huir. De cualquier modo, fueran donde fuesen, siendo una comunidad masculina ligada al voto de castidad, sus días estaban contados.

Sólo en un aspecto, ellos y sus semejantes iban a influir en la historia de Islandia. Habían descubierto las Feroe hacia el año 700 y vivieron allí acaso hasta el 820. El primer colono nórdico, Grim Kamban, llegó por esta época y puede que les arrebatara Sudero. Su apodo parece análogo al irlandés camm, doblado o torcido, así que es probable que, a pesar del testimonio de la Fœreyinga Saga, hubiese llegado vía Irlanda o las Hébridas en vez de Noruega, e incluso puede que fuera cristiano. Es fácil suponer que los piratas nórdicos que le siguieron se procurarían el rápido control de todas las islas, pero, a pesar de la afirmación de Dicuil de que desde entonces no quedó un ermitaño en las Feroe, algunos y algo de su saber debieron de persistir, ayudando a preparar las mentes de los hombres para la idea de Islandia. Del mismo modo, la noticia de las ermitas de Islandia debió de extenderse por todo Irlanda y Escocia, Órcadas y Shetland y todos los rincones de las Hébridas, hasta tal punto que los inmigrantes nórdicos, mercaderes, piratas y aventureros —la palabra vikingo engloba todos estos oficios— recibirían información, incluso de la distancia y dirección, para la conquista de esta orilla del mar helado.