CAPÍTULO VEINTITRÉS


La noticia de la muerte de Joaquín Tepeyólotl ha dejado sorprendido a Juan Pedro de Alvarado. Ha sido la obsesión de su vida encontrar al Guardián de la Tradición Mexica, y a través de él, los datos que le faltan para ubicar el tesoro de Cuauhtémoc. Y ahora que tiene la manera de conseguirlo… se ha ido.

—“No puede ser… ¡no puede ser! ¡Mientes, mientes! ¡Me quieres engañar para que te deje ir! Pero no, eso no va a pasar. Mandaré verificar el dato. Si mientes, pagarás con tu vida el atrevimiento. Y si es verdad, iré a bailar en su tumba, y a orinarme en ella…”

Zacnic’te ve a aquel hombre hacer un berrinche de infante. Empieza a creer que será más fácil de manipular.

—“Si quieres, verifica el dato. Que vayan a la casa de mi abuelo, a la casa de mis padres. De una vez que digan que me tienes presa, digo, para que no se preocupen. Pero eso de bailar en su tumba…”.

—“Si, eso haré”.

—“No la encontrarás. No está en el panteón. Solo yo sé dónde puse los restos. Así que, sin mi, no podrás hacerlo”.

Juan Pedro la voltea a ver con ira contenida. No es posible que esta mujer haya podido llevar el cuerpo del anciano a ninguna parte. Cree que le miente.

—“¡Mientes! Eres falsa, mentirosa, traidora… Me dices eso para hacerme enojar. ¡Yo creo que está vivo! Eres una mentirosa”.

Su respiración se agita y el tono de alabastro de su piel se torna rojo.

—“Tú no saldrás viva de esta casa, nunca. ¡Nunca! Si no puedo deshonrar la tumba de tu abuelo, será tu cuerpo y luego tu cadaver en el que desfogue mi coraje”.

—“Eres un digno Alvarado. Cruel y salvaje como el tal Pedro. Pero donde seas igual de hábil, podré salir de aquí sin problemas”.

—“No sabes lo que dices. El Adelantado de Guatemala se hizo temer por todos”.

—“¿Y por eso murió arrastrado por el caballo de un novato?”.

—“¡Eso fue un accidente!”.

—“¿Y su fracaso en la conquista del Imperio Inca desde Ecuador?”.

—“¡Eso fue insidia de los otros generales españoles!”.

—“¿Y por eso tuvo que ir a España a defenderse?¡Ja!”.

Juan Pedro se iba tornando más rojo del coraje, y en algunas partes, amoratado. Se notaba que tenía mala circulación.

—“¡Deja de hablar mal de mi ilustre antepasado!”.

—“¿El hombre que fue tan torpe que dejó hundir el tesoro de Moctezuma y apenas alcanzó a huir cobardemente usando una lanza enemiga como pértiga?”.

—“¿¡Por qué no te callas!?”.

Al gritar eso, Juan Pedro cerró los ojos y crispó los puños. Con un ágil movimiento, Zacnic’te tomó la daga del suelo y la acercó a la garganta al colérico anciano.

—“¿El Pedro de Alvarado que era tan torpe que tuvo un descendiente al que una mujercita débil y tonta puede acabar con el de un tajo? Sí, debe ser el mismo”.

Al abrir los ojos, Juan Pedro constató lo que ya sentía: tenía la punta de la daga presionando su garganta.

—“Sí, señor Alvarado… a usted y su estirpe se les da la cólera. Y lo violento. Y lo torpe. Ahora, con su permiso, necesito la clave para abrir esta puerta”

—“¡No te la daré, jamás! Estarás aquí atrapada hasta que mis hombres vengan a liquidarte…!”

Zacnic’te caminó hacia la puerta, sin bajar la daga. Vio que tres teclas estaban más desgastadas que el resto: uno, dos, cinco. 

—“¿Sabe que es lo malo de los hombres obsesionados con una única cosa, señor Alvarado? ¡Que son muy predecibles!”.

Y presionó uno-cinco-dos-uno. 1521. El año de la caída de México-Tenochtitlan.

La cerradura hizo un pequeño zumbido y se abrió. 

—“No cabe duda, señor Alvarado… que la torpeza la trae en la sangre. Con su permiso, ¡hasta nunca, maldito!”.

Zacnic’te salió. Ya había visto alguna vez una cerradura semejante. Así que rápidamente cambió la clave. Era un proceso sencillo: botón programar, la clave actual, botón programar, la clave nueva, botón programar. El chirrido de confirmación coincidió con un forcejeo por dentro: Juan Pedro trató de salir, pero la clave ya era la nueva. Estaría atrapado por un buen rato.

Zacnic’te corrió hacia la entrada principal. Sonó el teléfono que estaba en la mesa de servicio. Por inercia, lo contestó.

—“María, María, soy yo… el Señor Don Juan Pedro… Se ha escapado la muchacha. Dígale al Macuarro y los demás que la detengan, que no la dejen salir de la casa, y traiga la tarjeta de seguridad para abrir la biblioteca”.

—“Sí, señor, ya voy”. Y lo dejó descolgado. Tendría algunos minutos antes de que Juan Pedro se diera cuenta de la trampa e insistiera. 

Caminando despacio y observando en todas direcciones, llegó a la puerta principal. Vio que ya no estaba el taxi ni dentro de la casa ni afuera. Obviamente, un taxi de la Ciudad de México sin placas sería muy notorio en este pueblo. Así que empezó a caminar, con delicadeza pero muy rápido.

Recordó que el pueblo tiene la iglesia central y una calle llena de comercios y personas, la “del Tepozteco”, que da acceso a la montaña y a la zona arqueológica arriba de ella. Usó la torre de la iglesia para orientarse y llegar a esa calle. Ya en ella, avanzó en dirección al cerro. Se metió al último local de masajes que vio abierto. 

—“Necesito un teléfono y un masaje relajante de dos horas.”

Le marcó a Martín a su celular. Cosa extraña, se sabía el número de memoria. En estos tiempos en que todos lo tenemos registrado en la libreta de contactos y no lo sabemos, le pareció buena señal.

—“Martín, Martín, soy yo, Zacnic’te. Me escapé. Ven por mí y trae dinero. Estoy en Tepoztlán, camino al Tepozteco. Búscame en el último local de masajes del lado izquierdo, antes de empezar la montaña. Te veré en dos horas. Trae dinero. Te extraño”. Y colgó.

Se dio cuenta de tres cosas: no le dio margen a responder. Sonó demasiado normal, no como una mujer recién fugada de un secuestro. Y le había dicho que lo extrañaba… Eso le parecía muy raro. Lo había molestado todo el tiempo, y ahora le decía que lo extrañaba. Bueno, habrá sido por el estrés.

Su idea de “esconderse a plena vista” le había funcionado: a través de las cortinas del módulo de masajes, vio pasar un par de veces el taxi. Se notaba que la estaban buscando. Pero entre la oscuridad al interior del local y la privacidad de las cortinas, no era visible.

Decidió dejarse consentir. Las últimas horas no habían sido fáciles. Y tenía que esperar un par de horas a que llegara Martín. Así que dejó fluir el masaje.


—“Hemos acabado. Pero puede quedarse más rato aquí. Descanse y disfrute” le dijo la masajista.

Zacnic’te pensaba hacer justo eso. Empezó a quedarse dormida.

—“Buenos días. ¿No está con usted una hermosa muchacha morenita?”. Era la voz de Martín.

—“Sí joven. Ya terminamos. Está reposando”. Martín soltó un suspiro. La había encontrado. Su noche en vela y su mañana de angustia llegaba a su fin.

—“Son mil pesos del masaje”.

—“¿Qué?¿Cuánto?” dijo él, asombrado.

—“Mil pesos. Pidió el especial relajante de dos horas, y ese lleva piedras, velas, aceites esenciales y…”

—“¡Yo se lo hubiera dado gratis! Ya qué. Tenga”.

—“Gracias, gentil caballero que ha venido a rescatar a una damisela en peligro” —escuchó a Zacnic’te detrás de la cortina.

—“Bueno, al menos estás bien. Y más humilde que de costumbre. Deberían darte un par de esos cada semana”.

—“Si tu los pagas, yo me dejaré consentir”.

—“¿Te falta mucho?”.

—“No, ya casi voy a pararme. Pero ¡es que es tan rico relajarse!”.

Martín vio que venía el taxi. Confiaba que a él no lo reconocieran. En efecto, pasó de largo y en pocos metros más tuvieron que dar la vuelta. La maniobra costó trabajo. Lo vio pasar de regreso, despacio. Dejó que avanzara más por la calle, hasta que se dio vuelta un par de cuadras adelante.

—“Ya puedes salir. Se han ido”.

—“¡Perfecto!”.

—“Y ahora ¿cómo salimos del pueblo sin que nos vean?”.

—“Subiendo la montaña”.

—“¿Qué?”.

—“Si, tenemos que subir. Tengo una corazonada”.

—“A ver, te secuestran, te fugas… ¿y ahora quieres subir una montaña por una corazonada?”.

—“Deja de rezongar y múevete, ¡perezoso!”.

Martín se dirigió a la chica del local de masajes: 

—“Y la muchacha linda que me había dado por mil pesos, ¿dónde está?”.

Zanic’te le lanzó su famosa mirada asesina.

 

El ascenso al Tepozteco fue la ocasión para que ella le contara a Martín todo lo que se había enterado: que la familia Alvarado llevaba 500 años obsesionada con reponer el tesoro de Moctezuma que perdió el conquistador en la Noche Triste, y que han estado buscando un mítico tesoro de Cuauhtémoc. Que habían asesorado a hombres ricos y poderosos para buscarlo, inclusive líderes del país, y seguía esquivo. Y que su difunto abuelo tenía una de las piezas que faltaban para encontrarlo.

—“Y ¿no te dijo nada?”.

—“No, no hablamos del tema”.

—“¡Haz memoria!”.

—“La verdad es que nunca me dio lecciones directas, o me dijo algo concreto. Habló mucho conmigo. Recién dos semanas antes de morir me dijo que sería la heredera del rol de Guardián de la Tradición, y que poco a poco iría recordando las cosas importantes de las lecciones que me dio”.

—“¿No te entregó un libro de conjuros, o una llave especial, o un cofre mágico?”.

—“Creo que no entiendes cómo funciona esto”.

Y continuaron el ascenso en silencio.


Llegaron a la cima de la montaña. En ella, el paisaje del valle era mágico: se podía ver a lo lejos Oaxtepec y Cuautla hasta el fondo, en medio de campos cañeros. Hacia el otro lado, las montañas que parecen cortadas en figuras geométricas. En dirección contraria, la subida a Cuernavaca. La vista era sorprendente.

Ellos se acercaron al borde.

—“Cuidado con los aires” —les dijo una anciana.

—“No se apure, señora. Estamos bien”.

—“Es que esta es la tierra de Tepoztón”.

—“No, señora. Es Tepoztlán”.

—“Así se pierden las cosas y las tradiciones. Es de Tepoztón”.

—“Sí, señora, lo que usted diga”.

—“Tepoztón era hijo de este pueblo. Nació de una lavandera. Se fue a vivir a México-Tenochtilán. Pasó allí la noche de la victoria del invicto Cuitláhuac, y luego padeció con ellos el sitio de la ciudad”.

Zacnic’te empezó a poner atención.

—“Después de la caída de la ciudad, fue bautizado al cristianismo. Cuando iban a poner la primera campana de la primera Catedral, nadie podía subirla. Pero Tepoztón logró subirla con ayuda de los vientos, que lo conocían de esta montaña”.

Zacnic’te aprovechó la pausa para interrumpir a la anciana.

—“Bonita historia. Pero en realidad es por Tepoztécatl. Un bebé que sus padres no querían y que fue adoptado por unos ancianos. Salvó al pueblo de la terrible serpiente Mazacuatl. Con su orina hizo el valle de Cuernavaca. Y se roba los tambores y silbatos de los que vienen a bailar aquí. Curiosamente, el lugar antes se llamaba Ehecaltépetl, que quiere decir ‘en la montaña de los vientos’ en náhuatl”. 

—“¿Y quién le dijo todas esas cosas, señorita?”.

—“¡Oh! Historias que me contaba mi abuelo Joaquín”.

—“¿Joaquín Tepeyólotl? ¿Es usted nieta de Joaquín Tepeyólotol?”.

—“Sí, ¿por?”.

—“¿Es usted Zacnic’te Tepeyólotl?”.

—“Ya le dije que sí”.

—“Es que se parece a él. Y me dijeron que viniera aquí a esperar a la nieta de Don Joaquín. Así que la he encontrado. Tiene que venir conmigo, al corazón de la montaña”.

—“¿Y usted es…?”.

—“Ixcaxochiltzin Cuauhchokilitsatsipan”.

Martín escuchó el nombre y puso una cara como si le hablaran en alemán.

—“Cuauh… ¿qué tanto dice?”.

Zacnic’te le explicó.

—“Sereno, moreno. Tendremos que trabajar en tu náhuatl, que anda medio oxidado. Ixcaxóchitl es “flor de algodón”. La terminación “—tzin” es “muy querida” o “muy reverenciada”. Es un tratamiento de cortesía. Así que “Ixcaxóchiltzin” es “muy querida flor de algodón”. Ahora, deja ver si me acuerdo… “—pan”, es “el lugar de” o “el lugar dónde”. “Cuauh” es “águila”. Lo que si no me suena es lo de “chokilitsatsi”. Está complicado”.

—“Es “dónde se llora copiosamente” o “dónde se sufre abundantemente. Eso significa” —dijo la anciana.

Martín dijo:

—“Bueno, pues me toca sumar las piezas. Cuauh-cho-ki-lit-sat-si-pan. Cuauhchokilitsatsipan. El lugar donde el águila lloró copiosamente. Listo. No está fácil, pero…”.

Martín y Zacnic’te se voltearon a ver con sorpresa.

—“El lugar donde el águila lloró copiosamente. Creo que hemos encontrado la pieza que nos faltaba” dijo Zacnic’te.