CAPÍTULO QUINCE


Cuauhtémoc ha sido nombrado Huey Tlatoani. Con ello, queda a cargo de ser el Sumo Sacerdote, el General Principal y la cabeza del Imperio Azteca. Por supuesto, para cumplir todas estas funciones tiene un cuerpo especializado en quien delegar las tareas en cada rol. Aún así, se espera que muchas de las decisiones importantes las tome él. Por lo mismo, suele estar agobiado y presionado de manera constante.

Pero desde sus años de estudiante en el Calmécac, y luego en su formación como Caballero Águila, aprendió a practicar oración profunda, sacrificios corporales y herramientas de concentración en la lucha, algo parecido a lo que en Oriente llaman “artes marciales mixtas”.

Entre los sacrificios comunes en su práctica se incluyen la perforación de lengua, lóbulos de las orejas y del escroto. Muy ocasionalmente también perforan dedos y párpados. La idea es tanto provocar sangrado como causar dolor, de manera que vayan elevando su umbral al sufrimiento de manera que, al ser heridos en combate “ni lo sientan” o, al menos, que no los detenga totalmente.

La oración profunda la practica, ante todo, conservando por mucho tiempo una misma posición corporal, por lo general sentado en cuclillas, con los ojos cerrados. De manera semejante a disciplinas de otras tradiciones, el control de la propia respiración es fundamental. Al aislarse de los sentidos y acallar la mente logra un nivel de claridad y conocimiento muy profundo. Puede decirse que, en ocasiones, tiene percepción remota —puede ver cosas que ocurren en otros lugares—, anticipar mensajes a sus más cercanos, sean familia o colaboradores, e intuir cosas, como peligros o hechos.

Las actividades equivalentes a las artes marciales incluyen elementos como la danza ritual —que se practica hasta hoy día— en la que, mediante sonidos simples pero repetidos, acompasados con movimientos rítmicos, algunos suaves y otros muy intensos, ponen al practicante en una especie de trance. Hay veces que algunos danzantes pueden mantenerse en movimiento por ocho o diez horas, sin comer ni beber. Y los músicos, de manera similar.

Digamos que unas técnicas, las de oración y dolor son de carácter individual, y se practican mejor en aislamiento. Las otras, las de danza y combate, son de carácter colectivo y se realizan mejor en grupo. Y el Huey Tlatoani conoce bien las de ambos grupos a niveles muy avanzados para su edad.

En buena medida eso pasaba porque no se limitaba a las tareas y ejercicios que le imponían en la escuela: solía ser muy activo en ellas, y mientras sus compañeros dormían, jugaban o se distraían, él seguía practicando.

Estaba consciente que podía llegar a ser Huey Tlatoani alguna vez, tanto por su linaje de nacimiento como por su educación, así que se esmeraba mucho más que nadie. Por otro lado, gran parte de su práctica adicional la hacía en secreto, ya fuera en su habitación, a solas, o en sus constantes viajes fuera de la ciudad. Gustaba mucho en particular de ir a las montañas aledañas y orar allí, en parajes distantes. Particularmente frecuentaba las montañas al norte del Valle de México. Tenían pocos habitantes y menos viajeros.


 —“Oh, poderoso Señor del Cerca y del Junto, Dador de la vida… A ti encomiendo mi trabajo y esfuerzo del día de hoy. Socórreme y bendíceme, guíame y acompáñame. Quiero hacer la tarea que me corresponde de la mejor manera. Sabes que no es fácil, pero cuento con tu ayuda”.

Es curioso, asumimos que los aztecas eran politeístas, con muchas de sus deidades basadas en fenómenos naturales o hechos concretos —tales como la lluvia, el fuego, el viento, el agua, la muerte, el nacimiento, la guerra, el tiempo— y los imaginamos con una mitología cercana a la grecorromana, con dioses y diosas que se involucran en la vida humana, con semidioses o humanos trascendidos que retan a los dioses y a veces les ganan con astucia; con deidades sexuadas que tienen relaciones e hijos entre sí y con los humanos. Toda esa visión común a muchas sociedades antiguas la imaginamos como parte de la vida cotidiana azteca.

Pero hay en los escritos conocidos de Nezahualcóyotl la visión subyacente de que existe un Dios único, del cual todos los demás son atributos o advocaciones. Así como los católicos dicen que la Virgen de Fátima, la de Guadalupe, la de Lourdes, la del Pilar, la de Covadonga o la Divina Pastora son diferentes representaciones de la única Virgen María, así cada deidad prehispánica era representación de un atributo determinado de ese Dios único. Pero esa perspectiva o “reforma monoteísta” no se manejó en público, sino que se reservó para la casta sacerdotal, e incluso, para unos pocos miembros de ella. No sería de extrañar que el Huey Tlatoani conociera ese enfoque, e incluso que lo practicara.

Por otra parte, también existía una especie de visión que nos unía en un mismo espíritu vital a todas las criaturas: plantas y animales en sus distintas variedades, y hombres de todos los grupos. Claro que el grupo azteca era el más importante, porque tenía la tarea de alimentar al sol con sangre humana para que se mantuviera calentando a la tierra y pudiera vencer a las deidades de la noche. Es decir, se percibían a sí mismos como un pueblo elegido para realizar sacrificios permanentes a nombre de la humanidad. Y eso les daba un sentido de trascendencia a su vida y sus labores.


Encontramos a Cuauhtémoc en la cima de una montaña, como otras tantas veces, practicando sacrificios rituales. Lleva consigo sus púas de maguey, perfectamente afiladas, y un par de cuchillos de obsidiana. La práctica se trata de perforarse o cortarse hasta que, o bien pierda el conocimiento por la pérdida de sangre, o logre trascender el dolor. Hoy sabemos que esos estados “de trance” se logran o por el exceso de adrenalina o por las endorfinas que el cerebro libera cuando se sabe herido, para calmar al cuerpo. Sin saber la ciencia detrás, simplemente sabía como llegar a estados alterados, “fuera de lo normal”.

De cualquier manera, hace tanto tiempo que Cuauhtémoc practica esas técnicas, que su umbral ante el dolor, antes de desmayarse o entrar en trance, es muy alto. En esta ocasión, lleva tres espinas clavadas en la lengua y tres en cada lóbulo de sus orejas. Eso, más su oración, consigue que en un momento esté como fuera de este mundo.

Cuauhtémoc empieza a tener premoniciones de lo que viene: perderán la guerra. La ciudad será sitiada con barcos, y cortada el agua fresca. Preparará elementos para evitar la crisis, como grandes recipientes para captar el agua de lluvia y aguantar más tiempo. Tendrá reservas de comida, en particular de maíz. Pero las enfermedades y la falta de agua, así como la concentración de población en la Ciudad, que cree que así huirá de la destrucción de la guerra, es demasiada para la producción de alimentos local, aunque se haga en las chinampas altamente eficientes. Siente miedo, su corazón se acelera y su tristeza se incrementa.

Sabe que será detenido y torturado por los españoles. Ve que sus propios generales pedirán que se rinda y confiese ante la tortura, y que no lo hará. Sabe que con sus pies quemados y dañados será obligado a caminar por largos viajes. Empieza a sentir pánico, pero no logra despertar.

Observa en su visión que por casi cinco años los españoles, Cortés principalmente, lo mantendrán preso pero a la vez lo utilizarán como una herramienta de justificación del sometimiento de su pueblo: dirán que ha reconocido ser vasallo de Carlos I de España y V de Alemania, y que ha aceptado pagarle tributo. Pero al Gran Orador nunca más lo dejarán hablar, al grado de cortarle la lengua para que no diga nada en contra de sus captores. El dolor moral que siente de verse así de humillado y derrotado es demasiado, más intenso que ningún dolor físico que se haya causado o haya padecido. Pero, por más que lo intenta, no logra despertarse. Empieza a llorar de rabia, tanto por no poder despertarse como por lo que va a pasarle a él y a su pueblo.

Pero la visión sigue, y entonces observa algo le llama la atención: observa que más adelante en el futuro, surgirá un movimiento que erradicará el dominio español. Una nueva forma de gobierno, distinta a lo que él conoció. Para su sorpresa, al triunfar este movimiento usará el águila parada en un nopal devorando una serpiente como elemento de identidad. Nota a lo largo de su visión, cambios en la moda, en los edificios, en las máquinas que hay, pero es constante la presencia del emblema de la fundación de México-Tenochtitlan como elemento de identidad de esa nueva nación.

En su visión, el tiempo sigue corriendo, a juzgar porque el lago se ha secado, y los edificios crecen de altura. Ahora, la ciudad que por fin rompe los límites de lo que fue la capital Azteca, se llena en torno a una avenida que corre del punto en donde Pedro de Alvarado escapó con una garrocha improvisada el último corte del camino, hacia el cerro de Chapultepec. No es la ruta más corta, ni la que corre paralela al acueducto que surtía el sur de la ciudad azteca con agua de los manantiales del cerro de Chapultepec: es otra vía. Esta se va llenando de árboles y de edificios de dos pisos, altos y majestuosos como lo fue el Palacio de Axayácatl.

Le sorprende que en esta arbolada avenida nueva, ancha como la Calzada de Tlalpan cuando Moctezuma recibió a Cortés, hay un monumento que le honra. La figura se parece a él, ataviado con su corona de gala, de plumas de quetzal, pero en actitud de combate, llevando una lanza en su mano. Sabe que nunca fue de gala al combate. Además, el monumento tiene elementos aztecas, pero también un estilo que él no conoce, más cercano a lo español, pero sin ser lo que él conoció de los Castilla. En realidad se trata de una túnica romana, lo que es un anacronismo. Por supuesto, le parece desconocido ese estilo. Ve que el escudo que aparece al frente del monumento presenta la misma águila, pero sin serpiente. Y no, no es el águila que desciende: es una esplendorosa águila azteca, desplegando sus alas, parada sobre un nopal.

En su visión, el tiempo sigue corriendo, según ve los cambios; y los edificios de dos pisos son derribados para dar espacio a unos más altos de cinco y siete pisos. Más altos que la pirámide principal del Templo Mayor. Se pregunta cómo pueden vivir allí las personas, y si es que están huecos.

Le llama la atención un hecho: en toda su visión, un estandarte de tres colores lleva al centro, en un campo blanco, variaciones del águila azteca, parada en un nopal y devorando una serpiente. Pero más le sorprende ver cosas y casas, uno allí, cerca de su monumento, en el que su escudo, el suyo, el águila que desciende, está presente. Se pregunta cómo es eso posible. No sabe, no hay manera de que sepa, que el Centro Histórico de la Ciudad de México corresponde administrativamente a la Delegación —o ahora Ayuntamiento— de Cuauhtémoc, y que en su honor lleva su nombre y su escudo. Quinientos años después, sigue presente en el mismo territorio en donde mandó como Huey Tlatoani.

Ahora, la visión cambia y en esa misma avenida, en torno al monumento que lo recuerda, surgen edificios más altos: de veinte y treinta niveles, con resplandores en su interior. Pero algo pasa, y algunos de ellos, particularmente uno frente a su monumento, se derrumba. No sabe, no puede saber, que es el Hotel Continental, que por muchos años estuvo en el cruce de las avenidas Insurgentes y Paseo de la Reforma, hasta que el terremoto de 1985 lo dañó irreparablemente y fue demolido con una explosión. Pero después de la caída —que le recordó mucho la destrucción de Tenochtitlan que vio antes y que vivirá muy pronto, en la que majestuosos edificios fueron destruidos hasta sus cimientos— vio que en ese lugar quedaba un parque, pero que en zonas aledañas al mismo se construían palacios más y más altos; casi tan altos como una montaña.

Y en uno de ellos, blanco, de formas curvas que le recuerdan las pirámides construidas en honor al dios del viento, Ehécatl, aparece nuevamente, majestuosa, como si fuera tallada, brillante como si fuera de plata, el águila azteca, parada en un nopal en medio de un islote, devorando una serpiente. Y, además, la bandera monumental con el mismo signo del esplendor azteca. Él no sabe, no puede saberlo, que ese edificio que observa y que le recuerda el culto al viento, a Ehécatl, es la nueva sede del Senado de la República.

En medio de su visión, le llama la atención que al pie de su monumento, pasando entre los dos pumas con penachos que resguardan una de las escalinatas ve una pareja de jóvenes, vestidos con ropas que le parecen muy distintas a todo lo que él conoce: de una tela que semeja el algodón, pero azul; más ceñida a las piernas que los calzones que usan los españoles, pero más suelta que las mallas que llevan debajo de esos calzones. Él no sabe, no puede saberlo, que son pantalones de mezclilla; el mismo algodón precioso del que están hechas sus túnicas, pero en un tejido muy denso y resistente.

Ve que el muchacho se acerca al pie del monumento, como si lo viera de frente.

—“Mira, Zacnic’te, ve la inscripción: “A LA MEMORIA DE QUAUHTÉMOC Y DE LOS GUERREROS QUE COMBATIERON HERÓICAMENTE EN DEFENSA DE SU PATRIA. MDXXI.” O sea, 1521”. En la placa está escrito así, “Quauhtémoc”.

—“Sí, Martín. Es para que siempre recordemos que lucharon hasta el fin, y aún derrotados pudieron dejarnos mucho de sus ideas y su cultura. Y si vas atrás, verás que este monumento se empezó en 1878. Ve ese escudo con el águila azteca. Mira la ciudad en torno a ti: estamos llenos de ellos, somos su continuación, somos su espíritu. Nunca lo olvides”.

Cuauhtémoc entonces entiende: está viendo el futuro. Y aunque él perderá la guerra, aunque será preso, torturado y ahorcado, aunque no hay esperanza para el Imperio Azteca como él lo conoce, sabe que su lucha no puede olvidarse… sí una nación que ocupa su mismo territorio, mucho tiempo después, lo recuerda a él y a su imperio, no todo está perdido.

Una lágrima de alegría empieza a correr por su mejilla, y luego otra, y otra. Entiende que su lucha es más allá de la que está viviendo en ese momento, por salvar su vida y su pueblo. Percibe que su tarea será fructífera, aunque pierda ahora. Que es mucho más grande que él. Y recuerda ese estandarte tricolor, con el águila azteca en medio de él. No puede perder. No va a perder, aunque lo atrapen, torturen y maten. Vencerá.

Sale del trance con una extraña serenidad: sabe que, aunque pierda, no puede perderse el conocimiento y la sabiduría que él posee como cabeza de la cultura azteca. Intuitivamente sabe que, cuando llegue la hora, deberá hacer algo para que esos jóvenes que vio, o algunos otros, tengan las semillas necesarias para rescatar lo mejor de su mundo y de su vida. Sereno, tranquilo, está listo para afrontar lo que venga. Se ha transformado de Cuauhtémoc, el último Huey Tlatoani, el águila que cae, en Cuauhtémoc, el símbolo de la trascendencia eterna de lo mexicano.