Martín y Zacnic’te se encuentran saliendo de Templo Mayor, lugar en donde él pasó todo el día. Allí observó un misterioso objeto que lo puso en contacto directo con los últimos tres Huey Tlatoanis mexicas. Una pelota de hule, incrustada en el suelo, y manchada con algo que parecía ser sangre.
Zacnic’te incluso bromeó con él, que no se la esperaba: “Así que ahora sí tienes sangre de un gran guerrero en tus manos. Aunque sea por fuera. Vaya que avanzaste hoy”. Y le sonrió.
Martín se sorprendió al verla: ella se había negado a darle su teléfono o cualquier otro medio de contacto. Sabía dónde era la casa de su abuelo, y poco más. Y sabía que le atraía, con su piel bronceada, su cabello profundamente negro, peinada en trenzas, con una boca hermosamente carnosa y una mirada profunda. Y la actitud, que siempre le había parecido odiosa al joven… pero a la vez, le atraía ese desparpajo.
—“¿Qué haces aquí?”.
—“Te he estado observando desde hace rato. Y sabía que no tardaban en sacarte. Parece que llevas mucho rato aquí”.
—“Si, llegué desde que abrieron. Creo que fui el primero en entrar”.
—“Pues si que te tomó tiempo. ¿Qué crees tú que te encontraste?”.
—“No lo sé… Me pasó algo muy extraño. Fíjate que sentí que entraba en una especie de trance, de sueño vívido… Y vi cómo Cuitláhuac le entregaba a Cuauhtémoc una pelota manchada con la sangre de Moctezuma…”.
—“El arma asesina”.
—“No estoy seguro, pero creo que si. El chiste es que en el desorden que siguió ante el aviso de la fuga de los españoles, se cayó de dónde la había dejado y se fundió en el piso. O eso me pareció ver”.
—“Sí, eso viste. Viste lo que pasó”.
—“Pero… ¿Cómo es posible?”.
—“No me pidas explicaciones científicas. Puedo decirte que esa es una de las habilidades que me enseñó el abuelo. Puedo ver cosas distantes en el tiempo y en el espacio. Por eso sabía que estarías aquí. Y que ya es tiempo de seguir con la tarea”.
—“¿Cómo lo sabes?”.
—“Si me concentro, puedo ver cosas lejanas. Y por lo visto, tú ni cuándo te concentras puedes oír cosas que te están diciendo de frente. De verdad eres un despiste”.
Martín se sintió ligeramente ofendido. Pero tampoco podía decir que no era cierto. Así que se tragó el coraje.
—“Ven, te voy a llevar a un lugar especial. Aún tenemos tiempo, pero solo llegaremos si caminas rápido y no como acostumbras. ¡Tortuga!”.
Martín se sintió más ofendido. Pero se guardó el enojo, otra vez. Quién sabe a dónde podrían llegar con esas actitudes.
Caminaron poco más de una cuadra. Zacnic’te entro a la Catedral Metropolitana. En la segunda columna derecha, al final del altar de la entrada, se acercó a un pequeño mostrador.
—“Dos boletos, por favor”.
—“Pero apúrense, que el el último recorrido está por iniciar en un par de minutos. Salgan a la izquierda, frente a la primera torre. Si ven la puerta cerrada, vengan conmigo y les regreso su dinero. ¡Corran!”.
Martín empezó a correr; Zacnic’te lo detuvo.
—“¡Compórtate! Pareces un niño chiquito. No olvides que estás en un Templo. Respeta”.
Martín le echó ojos de pistola. Era el tercer regaño en menos de diez minutos. Pero soportó de nuevo estoicamente. Tenía más curiosidad que enojo.
Llegaron a la puerta cuando estaban por cerrar.
—“Apúrense, son los últimos de hoy. Me avisaron por radio que venían, pero ya vamos tarde. ¡Apúrense!”.
Zacnic’te le lanzó ahora una mirada retadora a Martín.
—“Y tú que querías correr dentro de la Catedral. ¿No te fijaste que la vendedora tomó su radio? ¡De tontos pierden otras dos ventas!”.
Martín no dijo nada, y empezó a subir la escalera. Los 125 escalones estrechos se sentían más y más pesados cada vez: tanto por subir los 64 metros de altura, como por la cantidad de gente y por los excrementos de paloma. De hecho, tosió un par de veces.
—“Valiente guerrero me conseguí”, dijo Zacnic’te.
—“Déjame. ¿Qué no ves que todo esto está complicado?”.
—“¿Y acaso crees que yo estoy en un lecho de rosas?”.
Martín recordó dónde había leído esa frase: es lo que Cuauhtémoc dijo durante su tortura. Decidió ya no quejarse.
Llegaron al techo de la Catedral. Allí les explicaron sobre la construcción del edificio, las aleaciones y fundición de las campanas, y que pueden escucharse hasta 10 kilómetros de distancia. Martín pensó que eso debe ser cuando no hay tráfico, porque en condiciones actuales ni a dos cuadras. Les contaron más de la historia y los invitaron, con el resto del grupo, a pasar por sobre la nave mayor para ir a la otra torre, donde sería el descenso.
Pero Zacnic’te lo jaló hacia el borde oriente del edificio.
—“Ven y mira”.
Al costado oriente de la Catedral Metropolitana podían ver hacia la derecha el Palacio Nacional y el Zócalo, hacia la izquierda, todo el complejo del Templo Mayor como está expuesto. No se continuaron las excavaciones porque implicaban tirar la Escuela Nacional Preparatoria, la Casa de la Ajarracas, el Palacio Nacional, la casa de la Primera Imprenta de América y la propia Catedral Metropolitana. Aún así, quedaban expuestas las distintas etapas constructivas de la pirámide principal, un par de palacios, el tzompantli o muro de calaveras y algunos altares menores. La Coyolxauhqui no se veía, pues la tapaba un pequeño techo.
El viento de la tarde los sacudió un poco al acercarse al borde. Se veía que, en la plaza, se estaba preparando la ceremonia de arriado de la bandera del asta mayor del Zócalo.
Zacnic’te tomó del antebrazo derecho a Martín.
—“Mira con cuidado”.
Martín volteó hacia el Templo Mayor. Volvió a sentir ese túnel de luz que lo jaló mientras estaba en la casa de las águilas.
Ante sus ojos, el Templo Mayor y los cimientos a su alrededor volvieron a tomar la forma que tenían en su momento de esplendor. Martín observó los edificios todos llenos de color, algunos detalles de adornos de oro y plata refulgían ante el sol. La hora era la misma en que estaban. Rápidamente se hizo de noche.
Vio salir de la casa de las águilas un tropel de soldados, y escuchó tambores y chirimías. Se estaba tocando una alerta.
—“¡Los Castilla escapan!¡El Señor Malinche y Tonatiuh se quieren dar a la fuga! ¡Pronto, guerreros, a las armas!”.
Y vio salir a quienes identificó por su visión anterior: a Cuitláhuac y Cuauhtémoc, tal como los había visto, con sus insignias de combate.
Claro que desde su punto de vista no podía distinguirlos a detalle: estaba muy arriba, a la misma altura de la azotea de catedral.
Volteó hacia el lado poniente. Vio como la calzada México-Tacuba se iba llenando del ejército español y sus aliados, y cómo desde los costados pequeñas canoas los atacaban con flechas, dardos y lanzas. Se veía que ya era noche cerrada. Algunas fogatas aquí y allá iluminaban la ciudad, y las antorchas avanzaban a lo largo de la calzada.
Zacnic’te le soltó el brazo y la visión cesó.
—“Mi querido guerrero, has visto lo que fue la última gran victoria de los Aztecas en la defensa de su ciudad. Lo demás fue en constante detrimento”.
—“Pero… ¿Cómo es posible?”.
—“La oración y la penitencia te pueden abrir grandes dones. Pero no son para todos, porque no los entienden y no están dispuestos a hacer el esfuerzo”.
—“Y tú, ¿cómo sabes?”.
—“Es parte de los dones que me pasó mi abuelo desde muy niña. No me decía para qué, pero me ponía a hacer muchos ejercicios. A mi papá no le gustaba, decía que me iba a echar a perder con sus cuentos de viejo. Y yo no entendía lo que pasaba. Simplemente, lo hacía”.
—“Me sorprende que lo sepas hacer. Y desde tan pequeña”.
—“Mi abuelo me decía que había que estar atentos, porque el ciclo se había cumplido. Alguna vez me dijo que los trece siglos de la ciudad marcaban el inicio de un cambio… Yo pensaba que no habían pasado ni siete siglos, así que para los trece siglos él y yo estaríamos muertos. Luego comprendí que se refería a los siglos aztecas, de 52 años”.
—“Y si la capital azteca se fundó en 1321… Más 13 veces 52… que son 676 años… más 1321… ¡Es 1997!”
—“Así es. Y si observas qué empezó a pasar en ese año, en la ciudad y en el país, verás que empezó un cambio importante”.
—“Sí, es cierto. Pero… parece que no se ha completado. ¿Qué falta?”.
—“Es parte de lo que tenemos que descubrir”.
El guía notó que ellos seguían parados en el extremo oriente, mientras que el resto del grupo estaba terminando de subirse al extremo poniente.
—“Vamos, esos tortolitos, no puedo dejarlos aquí… Vengan, rápido”.
Martín hizo memoria: en 1997 se eligió por primera vez por voto directo al Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, que los últimos 150 años había sido nombramiento del presidente, al grado que éste contaba con una oficina conocida como “Departamento del Distrito Federal”. Es decir, una figura administrativa menor, aunque fuera el más poderoso de los gobernadores. A final de cuentas, mandaba sobre casi el 10% de la población en una ciudad que reporta generar el 25% de la riqueza nacional en poco más de 1,500 kilómetros cuadrados.
El ganador de esa elección fue Cuauhtémoc Cárdenas, hijo del presidente Lázaro Cárdenas, considerado por muchos uno de los mejores presidentes mexicanos del siglo XX, creador de muchas de las instituciones y posiciones que fueron guía de los regímenes del Partido Revolucionario Institucional los siguientes 75 años. Curiosamente, a Cuauhtémoc lo postuló el Partido de la Revolución Democrática, cuyo símbolo era un sol azteca, en color negro con fondo amarillo. Así mismo, el Partido Revolucionario Institucional perdió la mayoría en la Cámara de Diputados, por lo que no podía modificar las leyes sin apoyo de al menos otro partido. En buen español, puede considerarse que en 1997 arrancó la etapa de una democracia moderna en el país.
Y si bien los gobiernos de la Ciudad de México marcaron pautas en derechos sociales y programas de apoyo a los más desfavorecidos, no han logrado permear al resto del país. En tres ocasiones han quedado en segundo lugar, a veces por márgenes tan pequeños como el 0.52%. Si son tan buenos, ¿por qué no ganan? Y si no son tan buenos, ¿por qué son tan competitivos? ¿Acaso se requieren 52 años para completar una transición de ese tipo?
Zacnic’te continuó:
—“Además de lo que te puedo contar, hay cosas que me enseñó mi abuelo que no puedo repetir. Se pasan únicamente de generación en generación, y solo puede conocerlas el Guardián de la Tradición. Nadie más. Creo que eso molestó a mi papá, porque él debía ser el siguiente. Pero mi abuelo se lo saltó por alguna razón”.
—“Entiendo por qué está molesto contigo…”.
—“Si supiera que yo no quiero estos dones. Es muy incómodo vivir con ellos, y es difícil dejarlos de lado. Pero entiendo que es una misión superior”.
—“¿Y por eso te crees mucho y eres agresiva?”.
—“¡Yo no soy agresiva! ¡Tú eres un pazguato dejado de lo peor, ese es el problema!”.
Martín se sintió ofendido. Incluso, se le ocurrió empujarla por la escalera de la torre del campanario de Catedral, que estaban a punto de dejar. De verdad su amiga le caía mal cuando tomaba esas actitudes…
Antes de iniciar el descenso, el guía invitó al grupo a ver desde lo alto la ceremonia de arriado de la bandera monumental, que ocurre puntualmente a las seis de la tarde… si no hay evento-feria-marcha-plantón-templete o algo más tapando el Zócalo. En efecto, es una experiencia sobrecogedora: La precisión de los soldados y el respeto de los asistentes. El ver flamear la bandera hasta que se le detiene una esquina. Cómo se transforma esa águila voladora en una serpiente tricolor, y cómo entra a Palacio Nacional la columna con ella detenida. Simbolismo muy importante y debería ser un referente internacional con una plaza llena todos los días. Algo importante y simbólico, que atrajera turismo internacional y ciudadanos en general. Como el cambio de la guardia del Palacio de Buckingham en Inglaterra. Pero es una de las cosas que se han perdido por privilegiar esa Plaza de la Constitución como espacio de diversión y de política y no como un centro que nos recuerde la esencia nacional.
Martín y Zacnic’te tomaron el Metro para alejarse de la plaza. Luego transbordaron al tren ligero. Llegaron a casa de ella, cerca del Estadio Azteca. Por fin sabía Martín dónde vivía su amiga. Ella empezó a despedirse.
—“Creo que avanzamos mucho hoy. Gracias por todo”.
—“Si, eso parece. Espero verte muy pronto”.
—“Si. Este sábado. En Chapultepec. Cerca del llamado Baño de Moctezuma. A medio día. ¿Te parece bien?”.
—“¿Tengo opción?”.
—“No. Allí te veo. Hasta el sábado”.
Y le dio un abrazo. No uno particularmente largo ni afectuoso. Pero era el primer contacto físico que ella le permitía desde la muerte del abuelo. Se sintió satisfecho.
Zacnic’te entró a su casa. Martín empezó a alejarse. Tenía que hacer un viaje largo de vuelta a su hogar.
Martín se detuvo. Volteó con ánimo de regresar. Quería decirle algo más. Vio que un taxi se detuvo en la puerta de la casa de ella. Dos hombres corpulentos bajaron y tocaron el timbre. La puerta se abrió. Martín empezó a correr hacia la casa. Salió Zacnic'te. Alcanzó a oírla.
—“¿Qué se te olvidó, Martincito?”.
Vio que uno de los hombres agarró a Zacnic'te con fuerza, y entre ambos la subieron al taxi. El taxi arrancó a toda velocidad.
Martín estaba pasmado: Casi frente a él habían secuestrado a su amiga. En su propia casa.
—“¡Changos! Y ahora, ¿qué hago?”.