CAPÍTULO SIETE


Templo Mayor vibra con las danzas y los tambores de miles de sus habitantes. Hoy se ha abierto la plaza para todos, nobles y plebeyos por igual. Todos danzan, bailan al ritmo de los huéhuetls y los teponaxtlis. Maderas y cueros de vendado vibran con los golpes; los pies, al unísono, sacuden los cascabeles puestos en los tobillos. Es fiesta grande en la gran ciudad. Es la hora del mitote. La fiesta del Tóxcatl en honor a Huitzilopochtli. El día 7-águila del mes 1-agua en el año 2-pedernal, o 29 de junio de 1520. 

Van poco más de seis meses que Cortés y su ejército son huéspedes de Moctezuma. Ya conocieron toda la ciudad, han recorrido templos y palacios, navegado en los canales. Han visitado tanto el pequeño zoológico que tiene Moctezuma en la ciudad y el más grande, junto con sus baños, al pie del Cerro de Chapultepec, fuera del lago. Han ido a visitar a los aliados y las otras ciudades de la Triple Alianza, Texcoco y Tlacopan. Visitaron lo que quedaba de Azcapotzalco, arrasada tras la derrota a manos de la Triple Alianza. Han estado también en Coyoacán e Iztapalapa, como huéspedes de sus respectivos caciques. Los han llevado a conocer el Albarradón de Nezahualcóyotl, que separa el lago de agua dulce del de agua salada. 

Parte de los soldados de Cortés han ido como acompañantes con los pochtecas, comerciantes que cubren las grandes rutas comerciales. Otros han visto de cerca las guerras floridas, los graneros imperiales, los apoyos militares a la población civil en casos de desastres naturales. Son, para efectos prácticos, una embajada en toda la forma: observan, conocen, aprenden. Los aztecas confían en ellos.

Y hoy, en el gran mitote en Templo Mayor, están presentes también. Pero no todos.

Hernán Cortés y parte de sus capitanes han dejado la ciudad. La red de informantes de Moctezuma ha reportado el desembarco de españoles cerca de La Villa de la Vera Cruz, población fundada poco más de un año antes, en mayo de 1519, y en donde Montejo se quedó como primer alcalde. Más adelante, la ciudad se moverá de lugar un par de veces, por lo que ese primer asentamiento cambió su nombre a “La Antigua Veracruz”, que se abrevió a “La Antigua”, posteriormente. 

Por lo pronto, Hernán y parte del ejército se fueron a enfrentar a Pánfilo de Narváez: Cortés había empezado a preparar la expedición a cargo del gobernador de Cuba, pero había salido sin permiso, y al vencerse la autorización y no regresar, temían que causaría problemas a la autoridad colonial. Así que Diego de Velásquez, gobernador de Cuba, mandó 18 barcos a detenerlo, al mando de Pánfilo de Narváez. Lo que no sabía es que Cortés ya no contaba con un piquete de 300 soldados: tenía aliados locales. Y bastantes más de lo esperado. Así que, en un asalto nocturno capturó a Narváez y, mostrando parte de las riquezas que había obtenido, convenció a las casi 900 tropas de sumarse a él. 

Pero Velásquez no sólo envió milicia: informó a los aztecas que Cortés era un renegado a su Rey, y por lo tanto desautorizaban cualquier negociación que hicieran con con él. 

La verdad es que no sabemos qué pasó en el Palacio de Axayácatl ante la ausencia de Cortés: ¿Se volvió Pedro de Alvarado ambicioso y quería aprovechar la ausencia de Cortés para enriquecerse él mismo? ¿Acaso fue encarado por Moctezuma, que tenía ya la noticia de que la expedición cortesiana carecía de autorización real? ¿Recibió noticias —evidentemente, falsas— de la muerte de Hernán Cortés? ¿Se hartó de la vía diplomática y vio la oportunidad de imponerse por la fuerza, aprovechando la concentración de personas desarmadas en la plaza principal? No lo sabremos.

Lo que sí conocemos es que, bajo su mando, los cien soldados que dejó Cortés a cargo de la guarnición salieron a la plaza. Una plaza llena, todos en ánimo festivo, danzando y desarmados.

—“¡A mi señal”, gritó Alvarado a sus tropas. Apenas le escuchaban, pues el ruido atronador de los tambores y los bailes, más los ecos en esa plaza enmarcada por las dos grandes pirámides del Templo Mayor y otros palacios, eran intensos.

—“Ustedes, cubran esa puerta. Ustedes, esa otra. Los demás, conmigo”. Con esa instrucción, rodearon las posibles salidas. Al fondo del muro, el propio Templo Mayor limitaba el escape; dejando una única y pequeña salida, la propia multitud se presionaría y quedaría atrapada. Sabía Alvarado que no le escucharían los guardias apostados en las dos puertas laterales. Confiaba que, al ver el humo de sus armas, los demás sabrían qué hacer.

El aroma de copal era intenso, y los braseros ceremoniales emitían densas nubes de humo. Aunque el viento empezaba a disiparlas, el miedo de Alvarado es que la señal se perdiera.

—“¡Ahora! ¡Fuego!” —gritó al tiempo que accionó el gatillo. Varios danzantes cayeron muertos con un solo disparo, pues fue casi a quemarropa. Las armas a su lado dispararon también, y la sangre y olor a carne quemada salpicaron la zona. 

Los soldados apostados en la puerta sur dispararon también al escuchar el tronido de las armas de sus compañeros.

Los aztecas que estaban más cerca del Templo Mayor propiamente dicho no notaron que en las puertas empezaban a caer muertos y heridos. Pero los cercanos a la zona de disparos, sabiendo que podían ser los siguientes, empezaron a correr en sentido contrario a los españoles.

Los soldados de la puerta norte no dispararon aún, por lo que, al ser la puerta más cercana —para salir hacia el oriente tenían que rodear la pirámide mayor— la multitud se abalanzó en contra de ellos. Entrados en pánico, hicieron un disparo. El frente de la multitud dejó de avanzar; la parte de atrás seguía empujando. Algunos tropezaron con los heridos, haciendo un revoltijo de lesionados. No todos los soldados pudieron recargar sus armas, por lo que los que estaban en la orilla de la formación fueron alcanzados por la multitud que, a golpe limpio, los mató. Pero sus compañeros del centro de la línea, en cuanto tuvieron posibilidad, dispararon a los agresores.

En ese momento, con los tumultos huyendo al norte y con disparos desde el sur y el poniente, el mitote perdió fuerza y la música cesó. Como todo grupo humano que se vuelve multitud, nadie sabía qué hacer. 

—“¡Los Castilla nos están atacando, vamos a por ellos!” —fue un grito anónimo surgido en la plaza. La fuerte voz que lo dio permitía entender que era de alguno de los guerreros que participaban en la ceremonia. “¡Qué no escapen, rápido!”.

Pedro de Alvarado se dio cuenta que su plan había sido terrible. Confiaba que la sorpresa y la superioridad tecnológica le permitirían hacer un ataque como el que realizó en Cholula, que acabó con la resistencia de los tlaxcaltecas y los volvió aliados de los españoles. Lo que no tuvo en cuenta es que en ese ataque tenía un ejército más numeroso y que contaba con cañones. Aquí no tenía esa ventaja. Confiar que una plaza cerrada bastaría para causar pánico y rendición había fallado.

—“¡Retirada, todos al palacio, vamos!”.

Las tropas de la puerta sur alcanzaron, mediante disparos y espadas, a llegar a donde estaba Alvarado y entrar al Palacio de Axayácatl. Los de la puerta norte no corrieron con tanta suerte: fueron aplastados por la masa apanicada o liquidados a golpe limpio entre una carga y otra de su arma.

La multitud en la plaza pasó de la sorpresa al miedo a la angustia a la furia a la violencia. Como olas que iban recorriendo a cada individuo en el grupo, se percibía una fuerte carga de emociones. ¡Y cómo no! En mitad de una ceremonia importante, con la mayor parte de la población en un mismo lugar, fueron atacados cobardemente.

Es uno de los momentos más crueles de la historia nacional. En la magnitud de los muertos, es mucho mayor que la matanza del 2 de octubre de 1968, ocurrida en la plaza principal de Tlalteloco, entonces ya no la ciudad hermana de México-Tenochtitlan, sino una parte importante del Conjunto Urbano Nonoalco Tlatelolco: un monstruo de casi 12,000 departamentos en más de 100 edificios. El 2 de octubre es la mayor matanza en un acto de represión política en el México moderno, pero es pequeño comparado con aquel. Algunas decenas de muertos contra varios cientos.

Los aztecas hicieron trizas a los soldados españoles que pudieron detener. Pero Alvarado y dos grupos pudieron esconderse a tiempo en el Palacio de Axayáctal. Y allí la multitud dudó: es cierto que estaban escondidos los atacantes, pero también era verdad que era la casa del Huey Tlatoani. Atacarla sería un acto de traición; no hacerlo, implicaba impunidad.

Pero la sangre y la carne de la plaza exigían a gritos justicia y venganza.

Ya se sabe que la multitud tiene una conciencia propia que escapa a la de los individuos que la conforman. Una buena persona que se hace parte de un grupo mayor, deja de ser un individuo. Y por ende, deja de actuar como tal. Esta multitud estaba desesperada.

Hernán Cortés iba de regreso con sus nuevas tropas. Entraba, como siempre, por la calzada de Tlalpan, desde Iztapalapa. Pero le sorprendió ver a la gente corriendo a su paso, ofendiéndoles. Estaba extrañado. Claro que las tropas de refresco hacían que su comitiva fuera bastante numerosa como para que lo atacaran directamente, y más porque aún estaba fuera de la ciudad. Una corazonada le hizo temer que algo andaba mal, por lo que aceleró el paso.

Buena parte de los asistentes a la ceremonia se habían retirado ya, con sus muertos y heridos a cuestas. Niños y mujeres habían dejado la plaza. Los guerreros habían acudido por sus armas y se aprestaban para asaltar el Palacio de Axayácatl en caso de que fuera necesario. Los Caballeros Águila y los Caballeros Tigre estaban listos también. Pero faltaba alguien que dirigiera la carga.

Hernán Cortés entró a Templo Mayor y vio las huellas de la tragedia: sangre hedionda, regada cerca de las puertas. Pisadas. Algunos cuerpos heridos de bala, que nadie había recogido aún. El humo. Soldado bragado, se horrorizó ante lo que vio. Más que nada, porque sabía que se habían ignorado sus órdenes. Todo lo que había logrado avanzar en contra de Velázquez al derrotar a Narváez se podía perder esa misma noche.

Entró al Palacio por una puerta trasera, acompañado de Malinalli. Pidió ver de inmediato a Alvarado, a solas.

—“Capitán General, qué gusto verle con bien. Estoy a sus órdenes, Señor” —le dijo Pedro.

Como respuesta, recibió una sonora cachetada. Respondió crispando los puños y con una mirada de odio. Pero la disciplina pudo más.

—“Es usted un hideputa mal nacido. Traidor y desgraciado. Pido al Altísimo le condene al infierno por lo que ha hecho hoy”.

—“Señor, hemos sido atacados”.

—“¡Miente, miente cual bastardo!”.

—“Con el debido respeto, Capitán General, Usted no estuvo aquí y no sabe…”.

—“¡Claro que sé el crimen que perpetró, Alvarado!¡Disparó a mansalva a mujeres y niños, a una multitud desarmada en plena fiesta religiosa!¡Es Usted un bárbaro, un salvaje, un malnacido!”.

—“Pero Capitán General…”.

—“No hay pero que valga. Acaba Usted de arruinar con un día de torpeza todo lo que hemos logrado en medio año. ¡El Señor Montezuma ya estaba listo para convertirse al Cristianismo, y con él su reino!¡Había aceptado someterse a su Majestad el Rey! Pero Usted, Usted y su impaciencia, su traición, su bestialidad, lo han arruinado todo! ¡Debería matarle ahora mismo!”.

—“Pero son idólatras, Capitán General. Lo hice por amor a Dios Nuestro Señor, me molestaba su idolatría y actué como los Profetas del Antiguo Testamento: “El celo de tu casa me consume”, dice la Sagrada Escritura…”.

—“Es Usted el demonio… ¡El demonio, le digo! Mire que tratar de citar la palabra del Señor para justificar lo que hizo. Es Usted un ambicioso, traidor, desgraciado”.

—“¡Porque Usted es un cobarde, embustero, ladrón!¡Dice que logra avances y no tiene nada; le da miedo luchar cual soldado, es un mal leguleyo, tramposo y amañado; nos ha mentido, se ha quedado para sí todo el oro y riquezas que ha sacado de Montezuma, y no nos ha dejado nada! ¡Vea, vea lo que en una tarde pude reunir, sólo de las joyas y oro que había en la plaza! ¡Y Usted defendiendo a los salvajes, por culpa de esa india que le ha sorbido el seso!”.

Cortés no aguantó más y desenvainó su espada. Con un ágil movimiento tocó con la punta la garganta de Pedro de Alvarado.

—“¡Juro a Dios que su insolencia no va a perdonarse! Veré cómo deshacer el entuerto que acaba de causar. No me mancharé con su sangre. No ahora, no así. Y Usted no es digno contrincante para retarlo a duelo. Me encargaré que sea juzgado conforme a la ley. Por ahora, es todo. Yo veré a Montezuma, a ver qué puedo rescatar, cómo puedo ponernos a salvo. ¡Mierda, me escapo de mis enemigos y me destruyen mis amigos!¡Joder!”.