Tras el funeral del abuelo de Zacnic’te Tepeyólotl, Martín Guerrero se quedó todo el novenario en el pueblo, al pie de los volcanes. Algún tío de Zacnic’te le ofreció hospedaje, pensando que era un viejo amigo de la familia. A final de cuentas, él estaba en la habitación cuando el abuelo murió; y ella le abrazó frente a todos, ante las plañideras. No era común que ella tuviera amigos, menos aún que estos fueran varones y más extraño que se permitiera algún tipo de confianzas en público.
Martín no llevaba ropas extra, pero se las ingeniaba para lavarlas en la noche. Algunos en el pueblo pensaron que era alguien muy raro, pues los nueve días no se cambió ni una vez, pero estaba siempre limpio.
En sus múltiples viajes había aprendido algunos consejos útiles para un trotamundos, como llevar poca ropa e ir comprando en el camino; usar la ropa interior por ambos lados, un día y un día; o poner la camisa junto al agua caliente de la regadera, para que el vapor haga las veces de plancha y le quite las arrugas.
De otra parte, su estancia allí era incómoda: Zacnic’te solo lo veía durante el rezo del Rosario y, aunque se ponía cerca de él, no le hablaba. Debían o participar activamente en el rezo o guardar un respetuoso silencio. Alternaron la conducta en diversos días: a veces rezaban ambos, a veces uno, a veces los dos guardaban silencio.
A Martín la conducta de la mujer le parecía incómoda; pero también entendía la circunstancia: de hecho, no se conocían. Él sabía lo que el abuelo le había dicho antes de morir, y se aferraba a que las extrañas conductas de ella fueran a causa del duelo y los ritos funerarios.
Aunque los padres de Zacnic’te estaban presentes en los Rosarios, la chica rara vez estaba cerca de ellos. Sí se saludaban y conversaban, y ocasionalmente su madre le pedía alguna tarea sencilla para atender a los invitados, como traer más café. A Martín, esa distancia en la relación personal le parecía rara, pero suponía que también era una cuestión vinculada al duelo.
Como todas las veces en que no se tiene información suficiente sobre algo o alguien, uno tiende a imaginar ciertas cosas para llenar los vacíos. Martín llegó a pensar que su amiga había reñido con sus padres y no se hablaban. Que una disputa por un viejo novio los había alejado. Tal vez había abandonado la escuela y sus padres le recriminaban eso. O, peor aún, tal vez no la había dejado y a sus padres les molestaba que quisiera estudiar. Algún día sabría la verdad… por ahora, le quedaba esperar y aguantar la curiosidad.
Esos nueve días de los Rosarios le sirvieron también como una especie de retiro espiritual: no había buena señal en la televisión, y cuando por fin sintonizaban algo, sus anfitriones querían ver las telenovelas, por lo que prefería retirarse. En general las mujeres de la casa en donde se hospedaba eran reservadas y discretas, y los hombres, ausentes. Sabía que alguien entraba o salía ocasionalmente, pero no le quedaban del todo claros los horarios.
Tampoco llevaba sus libros. A final de cuentas, había pensado ir a dar un paseo a la montaña, no a algún sitio donde tuviera la oportunidad de leer. Y como estaba cansado ese día en particular, evitó llevar un libro para el camino. Ahora se arrepentía.
Así que mucho de lo que le quedaba era salir a caminar a la plaza, ver al Popocatépetl por horas e incluso caminar un poco por el borde del bosque. Tenía poco dinero para comprar comida, pero la familia con quien se quedaba algo le ofrecía, en particular para la hora del alimento principal del día. En la noche, tras el rezo y fieles a la tradición local, la familia del deudo —con ayuda del pueblo, justo es decirlo— ofrecía algo a quienes los acompañaban. Así que la cena era poco frugal. Sin embargo, le sorprendió que era la madre de Zacnic’te y sus tías las que se encargaban de todo. Ella parecía relevada de la tarea.
A Martín le sorprendió todo eso. Recién el octavo día pudo platicar con ella a solas.
—“¿Y bien? Te he visto muy poco estos días”.
—“Tengo cosas que hacer”.
—“Supongo que sí. ¿Estudias, trabajas?”.
—“Creo que puedes ser menos ordinario que eso, ¿no?”.
Martín se sonrojó.
—“Perdón. Es que siento que te conozco de toda la vida, pero no tiene ni una semana que…”.
—“Ajá… Ni una semana que me conoces y ‘ya crees que soy el amor de tu vida’. Te digo que eres demasiado predecible”.
Martín se sintió enojado. Pocas veces alguien le decía eso. Y más a una mujer que a él le importaba. Pero tal vez lo que más le molestaba era la actitud de Zacnic’te. Sentía su burla en cada frase.
—“Mira, chamaquito baboso…”.
Gran arranque, pensó Martín. Y más porque ella era un poco más joven que él, unos cinco o seis años. Pero ya se sabe que el refrán dice que “las mujeres maduran más pronto, y algunos hombres, ¡nunca!”.
—“Si estás aquí, es por petición de mi abuelo. Él mandó a buscarte. Creía que eras algo especial. Pero yo te veo como uno más del montón. Si estos días estoy ausente, es porque debo terminar algunas tareas que él me encomendó. En cuanto levantemos su cruz, tú y yo tendremos mucho que hacer para cumplir la tarea encomendada”.
—“¿Tarea? O sea que sí vas a la escuela. Tan fácil que sería decírmelo”.
—“Hay cosas que aún no debes saber. Pronto, pronto”.
—“¿No puedo saber si vas a la escuela?”.
—“Insisto: eres torpe. Al menos espero que ya te estés comunicando con Don Goyo. Lo vas a necesitar”.
Martín se quedó sorprendido. Porque justamente, una de las actividades que más tiempo le tomaba en esos días era contemplar al volcán, como si quiera hablarle. Pero no sabía qué quería decir.
Cierto que Martín había estudiado mucho sobre temas como ese: formas y prácticas culturales de meditación, técnicas chamánicas, de objetos especiales y consagrados, templos; de distintas religiones y culturas de todas partes del mundo. Pero estudiaba el fenómeno con la curiosidad propia no del practicante, sino del científico. Además, sus trabajos y estudios carecían de estructura: es lo malo de ser un espíritu libre siguiendo el conocimiento por la vía que la curiosidad te marque, en lugar de un plan de estudios bajo la tutela de un maestro. Es decir, sabía que eso era posible; ignoraba cómo hacerlo.
—“Bueno, Niñaco: habla con Don Goyo y pregúntale qué debes saber antes de que levante la cruz del abuelo, o ya no será posible que él te apoye”.
La insolencia de Zacnic’te era equivalente a la atracción que le hacía sentir.
“Esta mujer tiene algo muy especial… además de maltratarme. Un poco. O vaya, bastante. Aunque ella es más joven que yo, cree tener una autoridad mayor. Es demandante y tajante. Me da miedo su actitud. ¿Quién se cree que es ella?”.
Esa noche no pudo conciliar el sueño. Definitivamente, estaba nervioso con lo que le habían dicho. Él no estaba acostumbrado a que nadie lo mandara; recordó las causas y motivos por los que dejó la escuela. Trató de traer a su mente todo lo que había leído sobre esos temas. Pero aún así había cosas que no le quedaban claras.
Entre lo que le dijo Zacnic'te, le quedaba una duda principal, ¿A quién debía pedir apoyo? ¿Al abuelo? ¿A la montaña? Y en cualquiera de los casos, ¿cómo hacer eso? La verdad es que estaba confundido.
Al final, pensó que no era al espíritu del abuelo: ese quedaría conectado con las personas que lo conocieron en vida, y siempre podría acudir a sus recuerdos para encontrar esas lecciones que enseñó a tantas personas, y que no entendieron el mensaje en su momento.
Porque a todos nos ha pasado que, de repente, alguien nos dice una frase, una anécdota, algo que alguien más le dijo y que, en su momento, no le hacía sentido a esa persona y que sin embargo, es un mensaje muy claro para nosotros. De esta forma, las enseñanzas del abuelo quedaban latentes en las personas que lo conocieron.
Así que las preguntas relevantes, el mensaje que buscaba, debía tenerlo el volcán. Ahora su duda era ¿cómo hacer para poder comunicarse con él? Y si lo que le habían dicho era correcto, le quedaban menos de 24 horas para resolver la manera en que debía hacer eso. No sería fácil.
Aunque Martín no sabía qué buscar exactamente, a la mañana siguiente trató de “conectarse” con el volcán, como si pudiera hacerlo. Lo miró fijamente, trató de hablarle, bailó, gritó, entrecerró los ojos. Nada funcionaba. De repente, y sin que él hiciera algo en particular, una fumarola surgió en el cráter. Y, al mismo tiempo, escuchó resonar una voz al interior de su cabeza.
—“¿Me busca? Aquí estoy”.
—“¿No me digas que eres…?”.
—“Hábleme de Usted, que no somos iguales”.
—“Perdón, es que nunca antes había hablado con una montaña”.
—“Y hoy tampoco lo hace. Tendrá que aprender a discernir con quién habla y de qué habla”.
—“Entiendo. Me han pedido que te busque”.
—“No, yo le he mandado buscar. Como sabe, he perdido a un amigo con el que me podía comunicar, y un fiel servidor de mi labor. Y vamos a necesitar de su ayuda para completar cierta tarea”.
—“¿De mi? No entiendo por qué…”
—“Porque lleva muchos años buscando con pasión. Porque no se conforma con lo que otros le dicen. Le falta conocimiento, pero tiene ganas. Y eso no se puede aprender: lo tiene o no lo tiene. Así que puede ayudarnos, si es que puede”.
—“Okeeeeey”.
—“Entiendo lo que dice, pero prefiero que no lo diga así. Esto es más profundo que aus modismos y palabras deformes”.
—“Pero es que yo hablo así”.
—“Y para hacer lo que tiene que aprender a hacer, tiene que saber cómo mejorarse y dominar sus impulsos”.
—“Ya. Entiendo.”
—“Aún no entiende. No es tan fácil, pero podrá lograrlo”.
Martín se pasmó: nunca había hablado con una montaña. Y menos le había regañado una. Y todo en su cabeza, porque nadie más lo había escuchado.
—“Mañana será momento de que se despidan de mi amigo Don Joaquín Tepeyólotl. Y su importante tarea pasará a su heredera. Normalmente es un don que se pasa de generación en generación; pero en esta ocasión pasará del abuelo a la nieta”.
—“Tú sabes… Yo no entiendo mucho de esto, güey”.
—”¿Otra vez faltándome al respeto, joven insolente? Parece que no está listo para esto”.
El volcán exhaló otra fumarola. Parecía que se quejaba.
—“Ya, perdón. Es la costumbre. Usted sabe, yo no entiendo mucho de esto”.
—“Zacnic'te Tepeyólotl será la nueva Guardiana de la Tradición, y una de las pocas personas que puede comunicarse conmigo de esta forma. Es un gran honor, y conlleva una gran carga. Es necesario que ahora sea una mujer joven, por los plazos que están por cumplirse. Y no podrá completarlo todo sola”.
—“¿Está implicando que ella y yo…?”.
—“Solo digo que necesitará mucha ayuda, y Usted es una de las personas que podrá dársela”.
—“Entiendo”.
—“Y que no será fácil para ninguno de los dos”.
—“Entiendo, aunque me da miedo”.
—“¿Es Usted un guerrero?”.
—“No lo sé…”.
—“Primero, averígüelo. Visite la casa de los guerreros”.
—“¿La casa de los guerreros?”.
—“Sí, en el Templo Mayor de México-Tenochtitlan. En cuánto despidan a Don Joaquín Tepeyólotl, al día siguiente, deberá ir allí”.
—“¿Y qué debo buscar?”.
—“Si en verdad es un guerrero y está listo para esta tarea, sabrá qué está buscando, y comprenderá cuando lo encuentre”.
La voz cesó. Martín pasó el resto del día en silencio, contemplando y repasando lo que le acababa de suceder. No, no estaba loco. ¿O sí?
Lo cierto es que esa noche notó un par de cosas en Zacnic'te: Martín recordó que ella no había comido nada durante los ocho días previos y aún así, estaba radiante. Sus ojos y sonrisa eran mucho más intensos que el día en que la conoció. Y eso que aún estaba en el periodo del duelo. Definitivamente, la observó bajo una nueva luz. Y le gustó lo que vio.