CAPÍTULO TRECE


—“No es posible. Mire cuánto sufrimiento está pasando. Por favor, ayúdele Chamán”.

—“No sabemos qué tiene y no hemos podido curarlo. Ninguna de nuestras medicinas funciona contra esta rara enfermedad. Ningún sacrificio ante los dioses ha dado resultados tampoco”.

—“¿No será una maldición del Dios de los Castilla hacia nosotros? ¿Por qué nadie puede detener esta enfermedad?”

El curandero no tenía respuesta a esa pregunta.


Todos recordaban que, tras la noche de la victoria del Invicto Cuitláhuac y la huida de los españoles hacia Tlaxcala, se había batallado para encontrar un sucesor para Moctezuma. Muchos tenían miedo de que Cuitláhuac, habiendo sido general principal de los Aztecas, y hermano del fallecido Huey Tlatoani, aprovechara para consolidarse como un tirano, eliminando al Gran Consejo y con él todos los posibles contrapesos.

Se sabía que los tiempos de guerra, como el que se vivía, exigían medidas especiales. Pero también se sabía que un general victorioso solía transformarse en un tirano escandaloso. Como llegaba por la fuerza, trataba de eliminar cualquier oposición. Y aunque venía de familia noble y tenía una esposa que validaba su pretensión, era un riesgo que nadie quería correr.

Por supuesto que tras la Noche de la Victoria, Cuitláhuac no se dio por vencido. Preparó la defensa de la capital, procedió a organizar brigadas para entrenar a todo hombre en el manejo de las armas; pidió a los barrios o Calpullis un número alto de jóvenes para incorporarlos al ejército.

También convenció a los mercaderes que reforzaran su cuerpo de informantes, mandando a cada población más y más espías que, además de encontrar alimentos de temporada a buen precio, pudieran encontrar noticias de potenciales enemigos de los aztecas o de nuevos aliados de los españoles.

Porque ahora si estaba claro que los españoles no eran únicamente embajadores de un rey lejano, ni que utilizarían la diplomacia y el comercio: estaban dispuestos a tener un control total, así tuviera que pasar por el uso de la fuerza y la crueldad.

¿Qué pasa en la mente de un ser humano cuándo decide avasallar a otro, o incluso, matarlo? Ante todo, debe tener una especie de disfunción moral, una que le diga que “los otros” no son iguales a “nosotros”, sino acaso inferiores, casi animales. Deben ser sometidos “por su bien”, o al menos porque nosotros somos “mejores”, “superiores” o algo así. 

Esa era la actitud de Pedro de Alvarado y de una parte de los mandos del ejército español. Se suponían salvos por ser católicos, y que, por tanto, todos los “salvajes” estaban condenados al infierno. No había mucho que hacer, más que enseñarles, con la gracia de Dios, quién era más fuerte.

Su odio por los nativos era inocultable, y lo mostraría a lo largo de toda su vida, incluso cuándo, para deshacerse de él, Cortés lo mandó a lo que hoy es Guatemala y más adelante hasta Ecuador. Le gustaba el apelativo de Tonatiuh o “El Sol”, derivado de su rubia cabellera y blanca tez. Pero tanta crueldad cometió en su vida que la pagó en su muerte: arrollado por un caballo de un compañero inexperto, pasó cuatro días en intensa agonía antes de morir.

Para Jerónimo de Aguilar, quien había vivido por años entre los mayas, y para algunos de los capellanes, los habitantes de estas tierras eran salvajes, sí; pero tenían un alma pues eran creación del mismo Dios y, por tanto, podían salvarse si se convertían. Ese proceso era lento y complicado, pero valía la pena si se tomaba el tiempo suficiente. A final de cuentas, el lo intentó tras sus nueve años de naufrago con los mayas y, si bien logró muy pocas conversiones que se perdieron con su partida, era la posición contraria a la de Alvarado.

Hernán Cortés, por su parte, tenía otro tipo de visión: le daba igual en qué creyeran, qué pensaran o qué sintieran los indígenas. Bastaba con que él recibiera algún beneficio de parte de ellos. Así fueran los favores sexuales de Malinalli, los apoyos militares de los Tlaxcaltecas, o la sumisión de sus sirvientes. Tenía más hambre de poder y de riqueza que de dominio espiritual o de salvación de las almas.

A pesar de esa tendencia egoísta, concluida la Conquista estableció el Hospital de Jesús, primer beneficencia en el país. El Hospital opera hasta nuestros días a pocas cuadras del Zócalo, y es dónde está enterrado Cortés. Además de poner en marcha el primer trapiche azucarero —cuyo sucesor es el Ingenio Casasano La Abeja en Morelos, que sigue operando— y muchas otras acciones. Y si bien buscaba principalmente su beneficio, ayudó a mucha de la población nativa una vez concluida la Conquista. 

Aunque lo conquistador no se limitaba a los territorios, sino también hacia las mujeres. Es notable recordar que su primo, Francisco Pizarro, conquistó Perú. Que a varios de sus primos Cortés los trajo de capitanes a su expedición inicial y a varias exploraciones más. Y que su hija mayor, Leonor, era ilegítima y la tuvo con su prima Leonor Pizarro, prima también de Francisco Pizarro; según algunas fuentes, nació antes de empezar la expedición… y probablemente Cortés hizo el viaje a América para escapar de sus deberes paternos y del escándalo familiar. Aquel refrán de “a la prima se le arrima” está presente en la biografía del Conquistador… y de muchos de sus descendientes actuales.

Por cierto, “Hernández”, que quiere decir “el hijo de Hernán”, continúa siendo uno de los apellidos más frecuentes y utilizados en México (por algo será). Pero bueno, no sólo tuvo a Martín Cortés con La Malinche, tuvo en realidad cinco hijos fuera de matrimonio —tres de ellos reconocidos mediante una bula papal— y luego seis legítimos con su segunda esposa. Paradójicamente, su primer esposa fue estéril.

Su hijo favorito, Martín Cortés, hijo de Malinalli, será despreciado por todos: por los españoles por ser mitad indígena y por los indígenas por ser mitad español. “El Mestizo”, como se le apodaba, se reconoce como el primer mestizo de México… y sufrió lo que muchos mestizos han padecido a lo largo de más de 500 años.

De hecho, el Premio Nobel de Literatura, Octavio Paz, lo considera implícitamente “el primer hijo de La Chingada”, despreciado por todos. En El Laberinto de la Soledad escribe: “¿Quién es la Chingada? Ante todo, es la Madre. No una Madre de carne y hueso, sino una figura mítica. La Chingada es una de las representaciones mexicanas de la Maternidad, como la Llorona o la ´sufrida madre mexicana´ que festejamos el diez de mayo. La Chingada es la madre que ha sufrido, metafórica o realmente, la acción corrosiva e infamante implícita en el verbo que le da nombre… ¿qué es la Chingada? La Chingada es la Madre abierta, violada o burlada por la fuerza. El ´hijo de la Chingada´ es el engendro de la violación, del rapto o de la burla. Si se compara esta expresión con la española, ´hijo de puta´, se advierte inmediatamente la diferencia. Para el español la deshonra consiste en ser hijo de una mujer que voluntariamente se entrega, una prostituta; para el mexicano, en ser un fruto de una violación”. Y Martín Cortés El Mestizo será el primer y original “hijo de la Chingada”.

Será su medio hermano Martín Cortés y Ramírez de Arellano quien heredará los títulos y posesiones de su padre, tendrá el título de Segundo Marqués del Valle de Oaxaca e incluso será acusado de una conspiración para lograr la independencia de México (incluso apoyado por su medio hermano, El Mestizo), una vez que se emitieron las “Leyes Nuevas” de 1542 que prohibían, entre otras cosas, heredar las encomiendas. Algunos de sus simpatizantes fueron quemados en la plaza pública, o degollados. Fue la intervención del Virrey en recuerdo de los servicios prestados por su padre quien les condonó la sentencia a ambos hermanos.

 

Pocas cosas como un enemigo común para unir a una comunidad o una nación. Así, la llegada de los españoles fortaleció al Imperio Azteca, aunque también a sus rivales. En todo el territorio creció la irritación y el descontento. Los que pagaban muchos tributos intentaron lograr una reducción; los que pagaban poco, querían que se les ampliaran los derechos. Se esperaba un enfrentamiento mayor y constante. Las tropas imperiales vivían en permanente movilización, lo que las cansaba y debilitaba. Y si bien se aumentó el reclutamiento, la falta de práctica de las nuevas tropas lastimaba también su eficiencia y eficacia. La escalada militar agotaba a ambas partes.

Aunque los generales y Tlatoanis locales tenían cierto grado de autonomía de gestión en tanto estuvieran al corriente en sus tributos, las grandes decisiones requerían una consulta a la capital azteca. Habiendo notado eso, Cortés sabía que con apropiarse de México-Tenochtitlan haría que los enemigos del imperio se le sumaran en una proporción importante, y que contaría con sus recursos para someter o, al menos, controlar los nuevos territorios que fuera capturando.

Pero Cuitláhuac, su adversario, también era un buen estratega: sabía que, dado que demostró que los españoles pueden ser derrotados, podía ir con sus antiguos aliados —e inclusive con algunos nuevos— y pedirles más apoyo militar, asegurándoles la victoria. Poco a poco logró crecer su ejército a medio millón de hombres. Y si bien no todos están listos para combatir, pues a muchos les falta entrenamiento, sabe que tiene la ventaja numérica. Y empieza a atacar y rodear a los españoles refugiados en Tlaxcala. Sabía que podría acabarlos rápidamente.

Pero el ejército de Hernán Cortés tiene un arma secreta e inesperada. De hecho, ellos mismos no saben que la tienen. Resulta que entre los reclutas adquiridos en una reciente expedición, llegó alguien contagiado de viruela. Esta terrible enfermedad viral es desconocida en el Nuevo Mundo. No tiene cura —y no la tiene incluso en el siglo XX, en que únicamente se logra controlar—. Tarda en presentar síntomas, por lo que muchos contagiados la portan y transmiten en la etapa asintomática, antes de que pueda saberse que la padecen. Para colmo, se transmite mediante los fluidos corporales: sangre, sudor, saliva, semen. Así que cualquier contacto físico, incluso inocente, puede contagiarla. Al hablar demasiado cerca de alguien. Al besarlo. Al tener coito. Y entre la soldadesca de ambos ejércitos, las mujeres que les satisfacen sexualmente, voluntaria o involuntariamente, se vuelven rápidamente un foco de contagio.

Con los altos volúmenes y concentraciones de personal del ejército azteca, la enfermedad alcanzó niveles de pandemia rápidamente. La enfermedad no era necesariamente mortal, pero los afectados quedaban debilitados de por vida. En un lugar en que no existía, se expandió rápidamente.

Algunas estimaciones señalan que hasta el 25% de la población de México-Tenochtitlan llegó a contagiarse en algún momento. En el punto más alto de la epidemia, durante el otoño de 1520, había semanas en que las personas morían tan rápido que ni siquiera daba tiempo de enterrarlas, por lo que algunos cadáveres fueron lanzados directamente al lago… contaminando los cuerpos de agua y agravando el problema, obviamente sin saberlo.

Pero no sólo afectó la salud de la población y la moral del ejército: la viruela contagió al Huey Tlatoani Cuitláhuac. 



El Chamán no tenía respuesta a esa pregunta.

—“¿No será una maldición del Dios de los Castilla hacia nosotros? ¿Por qué nadie puede detener esta enfermedad?”

—“De que ellos tienen que ver, sin duda. Pero no entiendo cómo es posible…”

—“¿Y no podemos hacer nada?”

Estoico como era, Cuitláhuac no se quejaba. Pero se notaba que sufría, y mucho.

—“No. Acaso mantenerle limpias las costras. Quitar la pus. Pero eso no lo curará, solo lo hará estar más tranquilo un tiempo”.

Los días que llevaba infectado de viruela, los dolores de espalda y las fiebres habían molestado al Huey Tlatoani. Pero eran las costras y las ampollas llenas de pus, con el fétido olor que generaban y el profundo dolor en la piel de Cuitláhuac por lo que más sufría. Por eso y por no poder seguir con su campaña militar, tan próxima a la victoria. 

Afortunadamente para él, su agonía duraría muy poco más: a poco menos de seis meses desde que había sido elegido Huey Tlatonai, y con menos de tres meses desde su entronación formal, Cuitláhuac moría de viruela el día 3-venado del mes 1-serpiente en el año 2-pedernal, es decir, el 28 de noviembre de 1520. Dejaba tras de si a su esposa-prima, ahora viuda, y un ejercito de casi medio millón de personas. Hasta antes del ataque involuntario de esta “arma biológica”, hubieran podido arrasar a los españoles con todo y aliados. Hoy también. Excepto porque han perdido a su líder por segunda vez en lo que va del año. Y su población decrece rápidamente, junto con la moral. ¿Por qué no se para la enfermedad?¿Por qué sus dioses son impotentes contra ella?¿Ni el Huey Tlatoani se pudo salvar? Entonces si están perdidos. Su derrota es inevitable.

 La conquista no la logró Cortés y su talento militar: la logró la viruela que con su súbita expansión durante el otoño de 1520 debilitó al ejército azteca y a la población en general.

Será esta circunstancia la que facilitó la caída de México-Tenochtitlan antes de que transcurrieran nueve meses más.