CAPÍTULO DIEZ


Los españoles, liderados por Cortés, siguen agazapados en el interior del Palacio de Axayácatl. Moctezuma ha muerto, herido de una pedrada con mala puntería que le lanzaron durante su presencia en la azotea, tratando de calmar al pueblo, y rematado por un traicionero puñal clavado por Pedro de Alvarado.

Aunque Hernán Cortés llegó con refuerzos de Veracruz, la molestia generalizada por el ataque a la población durante la ceremonia de Tóxcatl en el Templo Mayor y la muerte del Huey Tlatoani los tiene a todos muy incómodos.

Paradójicamente, en el mismo palacio está Cuitláhuac, alistando el cadáver de Moctezuma para su velación. El palacio está dentro del complejo del Templo Mayor, sitio en el que se sitúa la Casa de los Caballeros Tigre y en la Casa de los Caballeros Águila donde en ese mismo momento hay reuniones importantes.

—“Al atacar a la población, han roto los acuerdos. Ya no es más un embajador, es un enemigo”.

—“Pero el Huey Tlatoani nos ha dicho que castigarían al culpable. Pero no sabemos qué ha pasado con él. Se retiró de la parte alta, y no lo hemos vuelto a ver. ¿Y si le hacen daño?¿Y si lo tienen preso? Debemos luchar con valor, sí, pero también con inteligencia”.

—“Debemos estar preparados para cualquier situación. Hay que alistar a la población, poner guardias, levantar los puentes. Suceda lo que suceda, no podemos dejar huir a los culpables”.

—“Pero si el Huey Tlatoani no aparece, ¿quién guiará la lucha? ¿Quién nos dirá que hacer? ¿Y si no podemos calmar a los que claman venganza por sus muertos?”.

Tomar una decisión cuando tienes toda la información y puedes saber las consecuencias directas de tus actos, es relativamente fácil. Hasta un niño sabe que hacer enojar a sus padres no es buena idea, y más si hace algo que le acaban de decir que no haga. Pero tomar decisiones cuando no tienes toda la información y no sabes qué puede suceder después, es bastante más complicado. Por eso los buenos líderes son muy apreciados… cuando se encuentran.

Al final, las posiciones se reducen a dos: los que consideran que deben atacar ya el palacio y liberar al Huey Tlatoani, mediante un grupo selecto de guerreros, y los que proponen movilizar a todo el pueblo para bloquear los escapes de la ciudad y esperar a tener noticias del palacio. Y como ambos grupos tienen argumentos válidos y casi el mismo número de miembros, el empate y la inacción prevalecen. El nerviosismo aumenta en todos.

Al interior del palacio, entre los españoles, la estrategia a seguir tampoco está clara: unos proponen usar el cuerpo del Huey Tlatoani como escudo, simulando que está vivo y detenido, y utilizar su mayor capacidad de fuego para ganar una salida de la ciudad de inmediato. Proponen huir por la puerta sur, hacia Iztapalapa, porque de allí podrán continuar hacia las tierras de sus aliados tlaxcaltecas, que darían suficiente abrigo y soporte táctico a las fuerzas hispanas. El otro grupo propone esperar a que sea noche, huir hacia el poniente por la puerta que da a Tlacopan, y esconderse cerca de Azcapotzalco. Posteriormente, con el ambiente calmado, rodear la ciudad por el norte hacia Tlaxcala. La principal diferencia en este grupo es que tienen una autoridad clara, Cortés, y más información: saben que el Huey Tlatoani ha muerto y que el pueblo y los guerreros se alistan para asaltar el palacio. Saben que, como niños traviesos, les espera el castigo. La duda es cuándo llegará y qué tan fuerte será.

Cuitláhuac y sus ayudantes han terminado de alistar el cuerpo de Moctezuma para sus exequias. Pero tienen un problema: pocos fuera del palacio saben que está muerto. Y no quieren esparcir rumores a la población en general. Así que Cuitláhuac llama a uno de sus soldados de más confianza.

—“Cacamatzin, ¡ven!”.

—“Sí, señor, dígame”.

—“Tienes que ir al Calmécac, a la casa de los Caballeros Águila y la casa de los Caballeros Tigre. Debes decirles que el Huey Tlatoani, nuestro amado Moctezuma, está muerto. Que manejen la información con mucha reserva. Deben saberlo para estar preparados. Los Castilla lo han traicionado, y no puede haber más paz con ellos. Pero si intentan atacar el Palacio de Axayáctal, habrá mucha muerte y destrucción. Ellos están fuertes y con sus armas pueden atacarnos a mayor distancia. Hay que estar listos para atacarlos en cuanto salgan de aquí. Hay provisiones suficientes para que aguanten el sitio del palacio una semana a lo sumo, así que puede ser cosa de horas o de días. Avísales que estén preparados, tengan a los guerreros listos y a la población alerta. Que levanten todos los puentes y tapen las acequias de las calles principales. No pueden huir. Y que no digan nada a nadie, no conviene esparcir pánico y desorden entre la población, que ya bastante tiene con enterrar a tantos muertos de la plaza. En cuanto pueda, yo los veré allí. Pero deben tener la información de inmediato”.

—“Enseguida lo haré, señor”.

—“Y deja aquí tus grados e insignias; debes parecer un mazehual más. No deben reconocerte aún”.

Sabedores de todos los recovecos y puertas secretas del Palacio, Cuitláhuac y Cacáma fueron pasando las distintas salas y puertas, cuidando que los españoles no los vieran. Incluso, atravesaron por parte del jardín interior que tenía el palacio, entre la vegetación. Así, los ruidos de aves y fieras encubrieron el ruido de sus pasos.

Llegaron a una puerta de servicio, relativamente pequeña, por la que Cacáma pasó con alguna dificultad.

—“Anda, ve con mi recado. Cuando estén listos, pídeles que levanten mi estandarte desde la parte alta del Calmécac. Así sabré que mi mensaje ha llegado. Los alcanzaré después”.

—“Sí, mi señor. Eso haré”.

 Ya en el exterior del palacio, Cacáma se mezcló con la multitud. Grupos del más variado tamaño cuidaban cada uno de los accesos al palacio. Por suerte para él, nadie vio la pequeña puerta de servicio por la que salió, y su incorporación a la multitud fue discreta.

Una dificultad ocurrió al llegar al Calmécac: los guardias se negaban a darle acceso, dada su apariencia común y corriente, y tampoco podía decirles a ellos la gravedad y urgencia del mensaje que traía. Ni la fuerza ni la razón le permitieron pasar esa puerta.

Pero la suerte, la que define grandes cosas en pequeños detalles, estaba de su parte. Tetlepanquetzal, amigo de él y de Cuitláhuac, estaba por entrar al edificio.

—“Amigo, hermano, necesito tu ayuda”.

—“Hoy no, mazehual, tengo prisa. Vuelve después”.

—“Soy Cacáma y tengo un mensaje urgente”.

—“Yo conozco a Cacáma y tú eres un impostor. ¡Largo antes de que castigue!”.

—“Tetlepanquetzal, ¿ya olvidaste las veces que sangramos juntos en la batalla?”.

—“¡Amigo, eres tú! ¿Qué haces con ese aspecto pobre, qué le ha pasado a tus insignias y ricos vestidos?”.

—“Traigo un urgente mensaje. Vamos a la sala del Consejo”.

—“Vamos, pero primero deberemos vestirte como es debido”.

Mientras consiguieron tilmas y adornos acordes a su grado, Cacáma contó a su amigo la gravedad de la situación: Moctezuma ha muerto, los Castilla preparan su retirada y al Señor Malinche no todos lo obedecen. Hay que actuar rápido y evitar la fuga de los culpables. De lo que Cacáma no tuvo cuidado fue de ver que estuvieran solos: algunos de los criados y asistentes oyeron, sin muchos detalles, la confirmación de la muerte de Moctezuma y la discusión al interior del ejército de los españoles. Poco tiempo después, era un rumor creciente en las calles de la ciudad.

El Consejo y ambos grupos de caballeros, sabiendo de la muerte del Huey Tlatoani, decidieron que debían estar atentos para perseguirlos durante el escape: el ataque al Palacio de Axayácatl podía agravar las cosas y dejar miles de muertos más. Y aunque al final mataran a todos los españoles, el costo en vidas humanas sería demasiado alto. Optaron por esperar.

Sin dar explicaciones de los motivos, se enviaron mensajeros a los representantes de todos los callpullis o barrios de la ciudad, así como a los representantes de los gremios. Se les pedía alistar a sus tropas, armar a los varones que estuvieran aptos para el combate, y que estuvieran listos para una sesión del Consejo en los próximos días, una vez superada la emergencia. También se les informó que los almacenes imperiales entregarían mantas y granos a quien los pidieran, particularmente si tenían algún familiar muerto en el ataque al Templo Mayor. En cosa de minutos, los primeros solicitantes ya estaban recibiendo los apoyos. Esa eficiencia para comunicarse y actuar es algo que deberíamos tener también ahora, y sin duda era uno de los rasgos que fueron clave en el éxito del Imperio Azteca.

Al atardecer y una vez que hubo preparado el cadáver de Moctezuma para continuar los ritos funerarios, con mucho cuidado Cuitláhuac salió del Palacio de Axayácatl y fue al cuartel de los Caballeros Águila para revisar los preparativos. Llevaba un peculiar objeto en su mano.

Por su parte, al interior del palacio los españoles estaban temerosos, y alistando su huida. A instancias de Cortés, saldrían por la puerta poniente al caer la noche. Aunque la ruta más corta para fugarse sería la puerta oriente, a través de ella se llegaba a embarcaderos. Carecía de calzada a tierra firme. Pero Cortés dudaba que hubiera barcas suficientes para movilizar a toda su tropa, sus caballos y sus armas. La huida debería ser a pie. La puerta norte obligaría a atravesar la ciudad de Tlatelolco, lo que ampliaría el peligro. La puerta sur era la ruta más larga a tierra firme. Decidido: la huída sería hacia el poniente.

Por su parte, en el tiempo que había tenido a solas en el Palacio de Axayácatl, Pedro de Alvarado había encontrado una de las habitaciones en las que se guardaba el tesoro de Moctezuma: poco a poco, pero constantemente, había extraído tejas de oro, joyas preciosas, orfebrería y otras piezas valiosas, y junto con algunos de sus más leales, habían llenado sus talegas. Ahora, al preparar la fuga, acomodaba parte de su tesoro mal habido en las monturas, para poder escabullirse con él.

Cortés mandó llamar a sus capitanes.

—“Esta es la noche. No podemos esperar mucho más, porque los centinelas me dicen que han visto gran movimiento en la ciudad. Sabemos que no nos atacarán aquí, pues es una verdadera fortaleza en la que tenemos ventaja; pero si nos retienen por una semana, no habría alimento suficiente. Así que debemos salir hoy mismo, antes de que los aztecas puedan organizarse para evitarlo. Tendremos que hacer un ataque por una de las puertas del palacio, y una vez que sus tropas se acerquen allí, saldremos por la puerta opuesta. Debemos avanzar hacia la salida a Tacuba. Es la ruta más corta que tiene puente a tierra firme; una vez en la orilla, podremos dispersarnos en diferentes direcciones, para evitar que nos persigan. Y nos reencontraremos en Tlaxcala tan pronto podamos. ¿Está claro?”.

—“¡Sí, Capitán General!” —gritaron al unísono.

—“Y una cosa más: dado que Pedro de Alvarado es que nos metió en este lío, él y su compañía harán el ataque en falso y serán quienes cubran la retaguardia. Y ojalá y lo maten en el proceso, que si no, padecerá mi furia”.

Alvarado aguantó la bravata, porque sabía que, una vez fuera del peligro inminente, huiría con su parte del tesoro de Moctezuma, iría a Cuba y acusaría a Cortés de alta traición, esperando recibir la autorización para continuar él la Conquista. Y si ya había probado que asaltar a fuego y sangre hacía que se rindieran más fácilmente, era momento de replantear la expedición… con él a cargo.

En efecto, pasada la media noche, ya el 30 de junio de 1520, el día 8-buitre del mes 1-agua del año 2-pedernal, los españoles intentaron un ataque a una de las puertas. Entre que la barricada dormía y el susto de las armas, lograron romperla. Al frente de la carga iba Alvarado. Buena parte de los custodios de las otras puertas se movieron para evitar la fuga. Cortés, entonces, abrió la puerta contraria e inició una carga. Hábilmente, usó únicamente espadas y dagas, para no hacer ruido. Los disparos atraían más guardias a la puerta contraria. Salieron casi todas las tropas y se acercaron a la Calzada Tlacopan, que hoy es la Calzada México Tacuba. Alvarado cortó el ataque y ordenó una veloz retirada hacia la puerta contraria.

Lo que no esperaban es que, dado el plan de Cuitláhuac, había población alerta en torno a la calzada. Más tardó en darse la voz de alarma, que en empezar a caer dardos y flechas y a aparecer lanchas llenas de aztecas en todos los canales. No solo eran soldados: era toda la población. Las chinampas en torno a la calzada se llenaron de gente que lanzaba piedras y palos a los españoles.

Para el momento en que Pedro de Alvarado llegó al último puente antes de salir de la ciudad, veía alejarse a sus compañeros sobre la avenida: el puente se había retirado, y los cadáveres de sus soldados caían a ambos lados del camino. Sus alforjas llenas de oro le pesaban mucho, y su caballo cayó herido. 

—“No le daré el gusto a Cortés de morir aquí. No, jamás” —pensó en voz alta. Tomó una de las lanzas que había tirada y, usándola como pértiga, saltó el vacío del puente y los cadáveres de sus compañeros. Librado ese último obstáculo, emprendió la carrera tras su ejército.

La persecución fue relativamente larga: salieron de la ciudad y llegaron a Popotla, rumbo a Tacuba. Pensando que habían hecho mucho daño, y reconociendo que ya estaban en territorios de Azcapotzalco, los aztecas se replegaron por órdenes de Cuitláhuac. Amanecía. Más de la mitad del ejército español quedó herido o muerto, y Cortés lloró al pie de un ahuehuete. Alvarado se acercó a él y le dijo: “¿Ve, Capitán General? Pese a Usted y sus instrucciones, estoy vivo. Eso le muestra que el Señor me socorre, porque hice lo que a Él le place: acabar con la idolatría. Así que déjese de diplomacias y entienda que estos indios sólo aprenderán a sangre y fuego. ¡Debemos acabar con ellos!”. Cortés no dijo nada, pero lo volteó a ver con esa mezcla de rencor y odio que le acompañaría desde ese momento en adelante.

Este es el episodio que muchos llaman “La Noche Triste” y para nosotros es “La Noche de la Victoria de Cuitláhuac el Invicto”.