Martín olvidó las prisas por alcanzar el camión de bajada de la montaña. Caminó junto a Juan Hernández por unas veredas que no conocía. Estas acortaron la ruta hacia el pueblo más cercano. No fue precisamente una charla muy animada, pues el Granicero pasó la mayor parte del camino en silencio, concentrado en el paso siguiente.
Tal parecía que iba en un estado de trance. Concentrado en lo que hacía, casi ignorando a su acompañante. Martín notó que algo extraño había en el ritmo del caminar, que a ratos parecía una danza. Así que trató de adoptar el mismo ritmo.
Le sorprendía cómo el hombre podía pasar por piedras y ramas, lodo y polvo con esos sencillos huaraches. Él, con sus botas más modernas, tenía dificultades para mantener el equilibrio y el ritmo al caminar. Juan parecía que flotaba sobre los estorbos del camino: su paso era constante y rítmico.
El sol ya se había perdido en el horizonte, pero las sombras de la noche aún no caían. El bosque aumentaba gradualmente su ulular, con cantos de aves nocturnas y un ocasional aullido de lobo. El frío empezaba a arreciar.
Don Juan le hizo una señal a Martín de que se detuviera: a lo lejos, un venado los oteaba con la mezcla de curiosidad y miedo que los animales salvajes tienen hacia los hombres que ocupan su espacio.
El silencio duró casi dos horas. Pero la mente de Martín seguía pensado preguntas sobre esa extraña coincidencia. Pasaron por un pequeño claro, en el que Martín notó que faltaba poco para llegar a la falda de la montaña. Se sorprendió de lo mucho que pudieron avanzar en tan poco tiempo.
Salieron de la vereda del bosque. A Martín se le habían pegado en los pantalones muchas semillas, de esas que asemejan cierres de velcro por sus bolitas llenas de pequeñas espinas… o que, en realidad, lo inspiraron. Curiosamente, Don Juan no tenía ninguna en su modesta ropa.
—“¿Cómo es posible que a mí se me peguen todas éstas semillas de bardana y usted no tenga ninguna?”.
—“Eso es porque tú quieres imponerle tu presencia a Don Goyo. Lo pisas como si quisieras mostrarle quién manda. Y se te olvida que él estuvo aquí antes que tú y seguirá cuándo tu vida acabe. Él es permanente, nosotros transitorios”.
Martín trataba de captar no lo que le decía Don Juan, sino el espíritu detrás de las palabras.
—“Camina como si acariciaras la tierra con los pies, no como si quisieras dominarla. Baila con la montaña, no la golpees”.
Entendió por qué el ritmo de la caminata de Don Juan le parecía un baile, y por qué pasaba raudo y ligero por los obstáculos del camino: acariciaba a la montaña, no la pisaba.
—“Mira, Martín: Ustedes los jóvenes han olvidado muchas de las tradiciones y de las verdades de nuestros abuelos. Creen que saben mucho, pero son más ignorantes que nunca”.
En otras circunstancias, se habría sentido ofendido. Pero tras la caminata en la montaña, estaba más dispuesto a entender esa diferencia.
—“En este camino que acabas de recorrer han pasado miles de personas a lo largo de cientos de años. Es una ruta sagrada para acercarse a la montaña. Y debo decirte que, pese a ser nuevo, la has podido recorrer. Ahora entiendo por qué te buscan”.
Los pies doloridos de Martín sentían que no era tan sencillo como lo decía Don Juan. Pero lo cierto es que le sorprendió lo rápido que bajó la montaña. Y le pareció extraño que alguien lo buscara a él allí.
Continuaron por la vereda hacia la carretera, al tiempo que el último camión que prestaba servicio a los turistas los rebasaba. Le sorprendió a Martín que ellos, a pie, pudieran haber descendido igual de rápido que el autobús por la carretera.
Ya en el camino ancho y a punto de llegar al pueblo, Don Juan empezó a caminar junto a Martín, a su lado. Parecía que ya había probado al joven en esa caminata sagrada.
—“Pasaste la prueba que te puso Don Goyo”, le dijo. “Cree que eres digno de conocer lo que debo revelarte a continuación. Recuerda que lo que vas a escuchar no puedes repetirlo a nadie por ahora. Llegará el momento en que puedas comentarlo, pero se te dirá a quién y cuándo. Por ahora, es únicamente para ti. ¿Está claro?”
Martín estaba sorprendido, no solo por las palabras de su acompañante, sino porque ahora lo veía más alto y vigoroso de lo que estuvo durante todo el camino.
—“Has dedicado tu vida a una búsqueda importante. Quieres descubrir el verdadero espíritu de nuestro pueblo. No crees lo que te han contado, y haces bien. Pocos entienden lo que eres y lo que haces. Pero es importante”.
Martín tenía una mezcla de emociones: por una parte, se sentía entendido en lo que había hecho de su vida; decisiones que le habían costado muchos juicios y agresiones a lo largo del tiempo. Amigos y familiares pensaban que era un vago sin oficio ni beneficio; otros pensaban que era algún tipo de hippie y hasta creían que estaba en drogas. Su inconstancia laboral y constantes viajes parecían complementar bien esa versión. Ahora estaba con alguien a quien acababa de conocer y lo comprendía mejor que nadie.
—“Yo… lo que pasa… yo…”.
—“No tienes que decir nada. Yo sé qué andas buscando, y por eso se me ha autorizado acercarme a ti. El cuidado y respeto que tuviste para con la ofrenda que encontraste no pasó desapercibido”.
—“Pero… ¿Quién lo vio? Estaba solo, no había nadie conmigo”.
—“Nunca estamos realmente solos, Martín. Tal vez tú no viste, pero no estabas solo”.
Martín trataba de buscar un sentido a esas frases.
—“No sigas tu razón; sigue tu emoción. No pienses, percibe. Ahora, recuerda. ¿Qué sentiste al encontrar el rayo?”.
Martín trató de recordar. No las ideas, sino las sensaciones.
—“Me pareció que era algo importante. Algo que tenía mucho tiempo, pero el material me decía que era nuevo. Algo que tenía un motivo profundo detrás. Era una emoción que notaba en mi respiración. Tocarlo me hizo respirar más lento y profundo, y retener el aire o soltarlo por más tiempo”.
—“La respiración es la llave para controlar el tiempo. Puedes acelerar o alentar su paso respirando adecuadamente. Tú lo viste: caminamos de bajada de la montaña cuidando la respiración, y le ganaste al camión. Pero no ibas corriendo. Simplemente, moviste el paso del tiempo”.
Martín entendió: no era el ritmo de caminata el que fijaba la velocidad del viaje; Don Juan cuidaba la respiración y esa le daba ritmo a sus pasos. Si, ahora que lo pensaba podía decir que Don Juan iba practicando la meditación en movimiento con su caminata. Creyó entender lo que habían pasado.
—“Yo solo soy un Teopixque, un cuidador de las cosas sagradas. No sé mucho más de los secretos que quieres descubrir. Pero conozco a quien estás buscando. Al Guardián de la Tradición Azteca. A quien sabe el conocimiento ancestral con el detalle que sólo puede pasar de una persona a otra en cada generación.”
Martín estaba sorprendido. Ni siquiera estaba seguro que existía esa persona, pero reflejaba bien lo que estaba buscando. Por primera vez en su vida entendió el sentido de lo que era su búsqueda profunda: quería descubrir el conocimiento ancestral. Quería saber. Es lo que más ambicionaba en el mundo. No por dinero, no por egoísmo, no por honores: por hambre de conocimiento.
Sin entender por qué, se acordó del Rey Salomón: su mayor ambición era la sabiduría. Y por pedir eso, se le dio la sabiduría, la riqueza, la fama y el poder. Así que pensó que con tener la sabiduría le bastaba.
—“Solo que hay un problema, Martín: la persona que buscas está moribunda. No sé si llegaremos a tiempo para que hables con ella”.
A Martín se le heló la sangre: estaba tan cerca de lo que siempre quiso, y le quedaba aún tan lejos. El tiempo estaba en su contra. Y no sabía si respirando mucho más lento podría alargar el tiempo lo suficiente. Porque, ante la noticia, su corazón y su respiración se aceleraron bastante.
Su fuero interno, su balance de bien y mal, de frío y calor, de fuerza y serenidad, de lo femenino y lo masculino estaba destruido. No era fácil pensar que estaba tan cerca y tan lejos a la vez. Súbitamente entendió lo que implicaba ser un guerrero azteca: poder mantener ese balance incluso en las peores circunstancias.
Llegaron al pueblo al pie de la montaña ya de noche. La carretera se volvía una calle, pasaba junto a la plaza principal y seguía de frente. Eventualmente se agregaba a una carretera federal y, más tarde, a la Autopista México-Puebla.
Los dos hombres siguieron caminando en silencio hasta llegar al otro lado del pueblo, casi a la salida. Siguieron por una pequeña calle que se volvía camino secundario. A lo lejos, se veía una casa sola, modesta. Se escuchaban llantos.
Afuera de la casa muchas mujeres y un par de hombres estaban allí, esperando noticias.
Entraron a la casa. Una modesta casa. Apenas dos habitaciones: una que servía de cocina, sala y comedor, otra pequeña, con una cortina que hacía las veces de puerta, con apenas una cama modesta. En ella, postrado, un viejo, parecido a don Juan, pero de mayor edad. Su pelo y barba cana y su falta de dientes denotaban su edad. Su respiración, entrecortada y difícil acusaban su mala salud. La habitación olía un poco a ceniza de leña, otro poco a copal y con un componente de orines y sudor, muy penetrante. Se notaba la agonía del habitante.
—“¿Hiciste lo que te pedí?” —preguntó el anciano a Don Juan.
—“Sí, aquí está el joven”.
—“¿Estaba en donde te dije?”.
—“En ese mismo lugar”.
—“Gracias por este último servicio que me haz hecho. Quería verlo con mis propios ojos”.
Martín se acercó. Vio la mezcla de la agonía, el dolor, la enfermedad. Toda la encarnación del sufrimiento en ese hombre. Pero también notó la sabiduría, la fuerza y el conocimiento que encerraba.
—“Es la hora, Martín. Es la hora. Tu turno”.
Martín no entendía por qué todos parecían conocerlo y tratarlo con familiaridad, cuando era la primera vez que los veía y no sabía ni con quién hablaba. Tampoco sabía qué decir.
En la puerta de la pequeña habitación, se paró una mujer joven. Su tez morena, cabello negro peinado en dos trenzas entreveradas con listones y moños que hacían juego con los adornos de su falda. Era hermosa. Sus labios carnosos acompañan una mirada intensa y penetrante. Sí, era una muy bella mexicana.
—“¡No, por favor, no!” —gritó.
—“Quería verte por última vez, hija amada. No olvides lo que te he enseñado. Ya es hora. Recuerda. Recuerda todo. Ya es hora. Él es Martín y te ayudará. Ya es hora. Nos manda decir que ya es hora”.
La mujer volteó a ver a Martín. Le sorprendió el aspecto del joven. Le pareció atractivo y vivaz. Tal vez en otro momento y en otro lugar, tal vez, probablemente, le hubiera hablado con algo de pena. Pero allí no le importaba mucho. Estaba más angustiada por ver al enfermo.
El anciano volteó a ver a Martín, que estaba de pie a su izquierda. Le dedicó una larga mirada, profunda. A través de sus ojos, Martín vio todo lo que encerraba, lo que sabía, lo que guardaba para sí y para los demás. Martín entendió quien era el hombre aquel. Lamentaba no haberlo conocido antes. Serio, adusto, el hombre mostraba una combinación de afecto y satisfacción ante el joven. Pero también algo de duda y asombro. Este muchacho era demasiado moderno para el gusto del anciano. ¿Estaría listo para la enorme tarea que se le iba a encomendar?
El octogenario volteó a los pies de su cama. Estaba allí don Juan Hernández. Le dedico una mirada breve, pero afectuosa. “Gracias, amigo. Gracias por todo. Ayúdalos por favor. Te necesitarán como yo te necesité. Gracias”.
Volteó el viejo a su derecha. Dedicó una larga sonrisa a la mujer. A pesar de sus dolores, a pesar de la circunstancia, nada más que amor y sonrisas tenía para ella. Y ella le correspondió la sonrisa. Con esa visión de la sonrisa de la mujer, le dijo: “No olvides. Ya es hora. Te amo”. Y esa frase fue su último aliento.
La noticia de la muerte del anciano fue acompañada con profundo llanto y gritos de las mujeres que estaban afuera de la casa. Don Juan empezó a envolver el cuerpo de su amigo en un petate. Alguien más se lanzó al pueblo para tratar de preparar los trámites y los ritos; aunque siendo domingo en la noche, era poco probable que avanzaran las gestiones.
En la habitación, Martín y la mujer estaban solos, con el cuerpo del anciano amortajado en un petate, sobre la modesta cama. Ella, abrazándolo, estaba postrada a su lado. Así pasó un largo rato, hasta que decidió salir por algo de aire. Martín la siguió hacia el pequeño camino.
—“Lamento conocerte en estas circunstancias. Soy Martín Guerrero”. Le extendió una mano.
—“Yo soy Zacnic’te Tepeyólotl, y he perdido a mi abuelo”. Empezó a llorar despacio, como no queriendo hacerlo. Se acercó al joven y lo abrazó. Y entonces su llanto se soltó con todas las ganas causadas por la orfandad recién sentida.